MICHEL ROCARD (1)

En 1985, tres meses antes de la muerte de Vitia, Stanley Hoffman, presidente del Centro de estudios europeos de la universidad de Harvard, me propuso redactar para su revista un artículo sobre la Francia de Mitterrand y el Tercer Mundo. Me invitó a presentarlo en Harvard en el transcurso de un encuentro en el que participaría Michel Rocard. De este último, conservaba el recuerdo de nuestras conversaciones en el Club Jean Moulin, de su amistad con Mendès France —a quien convenció de que se afiliara al PSU[58]—, de su inteligente reacción tras el fracaso de la izquierda en las legislativas de 1978 y de la determinación con la que en 1981 se presentó como candidato a las elecciones presidenciales antes que François Mitterrand. La claridad de su posición me complacía. Le atribuía una ambición política más seria, más reflexionada y menos egocéntrica que la de la mayoría de nuestros políticos, en la misma línea que la que animaba a Pierre Mendès France. Le hablaba como a alguien con quien me gustaría comprometerme.

Unas semanas más tarde, recibí una carta muy amistosa en la que me pedía que presidiera una red de clubes de reflexión destinados a apoyar su candidatura a la presidencia de la República al término del mandato de François Mitterrand. Al sentirme demasiado viejo y alejado de la vida política, decliné su oferta.

Su respuesta fue rápida, casi abrupta. En pocas líneas refutaba mis argumentos y decidía que no podía negarme. La vivacidad del tono me sorprendió y disipó mis reservas. Acepté y me convertí en «rocardista».

Empecé, en primer lugar, por leer los escritos del futuro candidato, para entresacar las particularidades de su corriente en el seno del Partido Socialista y luego en reunir, en torno a cierto número de valores y de orientaciones ataviadas con el calificativo de «segunda izquierda», a hombres y mujeres sensibles al pensamiento y a la persona del alcalde de Conflans-Sainte-Honorine. Ni demasiado marxistas, ni demasiado laxistas, ni demasiado mitterrandistas. Así se reunirían, primero en París y luego en una cincuentena de ciudades de provincias, socialistas y otros ciudadanos de izquierdas que recelaban del partido. Se interesaban por los nuevos desafíos que suponían el desempleo, la ayuda al Tercer Mundo, la construcción de una Europa social y también, concretamente, por la gestión de su ciudad en el contexto de la reciente descentralización, los problemas de la inmigración y la exclusión, las cuestiones más prácticas y más inmediatas. Estimaban que la manera de hablar «verdadera» de Michel Rocard tenía en cuenta la urgencia de esos problemas.

Instruido por la experiencia del Club Jean Moulin, demasiado parisino, impulsé la más amplia diseminación posible fuera de la capital y, a la vez, la concertación con otros lugares de reflexión análogos, en particular el club Intercambio y Proyectos, lanzado en 1973 por Jacques Delors y del que fui miembro fundador.

Ese papel de coordinador y de animador lo compartí con Bernard Poignant, futuro alcalde de Quimper y rocardista convencido. Él se ocupó de poner en marcha los clubes de provincia, de la gestión de la red, del lanzamiento de publicaciones, en resumen, de las tareas más pesadas y menos gratificantes; yo, de la constitución de un grupo de reflexión integrado por personalidades amigas de Michel Rocard, dispuestas a ponerse de acuerdo acerca de los problemas de Francia y del mundo, a debatir entre ellas y con el candidato, y también a responder a las peticiones de los clubes Convaincre (Convencer) de París y de otras ciudades, que buscaban animadores competentes para sus reuniones.

¿Cómo elegimos, Michel Rocard y yo, a los miembros de ese comité de reflexión y de orientación de los clubes Convencer que celebró sus primeras reuniones en la primavera de 1986? Veo las listas de nombres, unos subrayados y otros tachados. La mayoría me eran familiares —camaradas de antiguos combates—, a otros los desconocía y descubrí sus méritos. Algunos aceptaron y luego dieron marcha atrás, otros rechazaron la invitación y luego se sumaron. Como siempre sucede, había un núcleo duro, que creía en ello y tenía disposición, no más de quince, pero de buen nivel. Había allí amigos personales de tiempo atrás, como André Mandouze y Étienne Bauer; veteranos del Club Jean Moulin, como Alain Touraine y Jean Saint-Geours; pensadores como Edgar Morin, y hombres de acción como Bertrand Schwartz. Los veo de nuevo, sentados alrededor de una larga mesa en el cuartel general de los clubes Convencer, en el bulevar Saint-Germain, cada uno de ellos el reflejo de una fase de mi pasado. Cuando Michel Rocard asistía a nuestras reuniones, tratábamos de dar con el tono justo: franqueza amistosa, a veces severa. Él tomaba notas, se justificaba, exponía sus proyectos de campaña. La chispa no se encendía siempre. Lo sentía más cómodo en el círculo de sus colaboradores más allegados, al que me asociaba de vez en cuando y en el que se evocaban los problemas cotidianos de la vida política. Entre nosotros, nos interrogábamos acerca de cuál debía ser nuestro papel. Las mujeres y los hombres que componían ese comité, ninguno de los cuales tenía ambiciones personales o políticas, se ganarían mi estima, y me sentí culpable cuando se vieron decepcionados.

Creo que esperábamos mucho de Michel Rocard, pero más aún de una evolución de las costumbres políticas y de aquello que, recuperando una expresión que había utilizado en todas sus campañas, denominó la «sociedad civil». Desde nuestros primeros encuentros, llegamos a una constatación común: los gobiernos socialistas que se habían sucedido bajo presidencia de François Mitterrand no habían logrado conciliar los imperativos de la economía de mercado y las misiones esenciales de un Estado democrático, capaz de movilizar a sus ciudadanos y asociarlos a las decisiones que les conciernen, pilotando el país con firmeza y proponiéndole, de una forma comprensible y sin demagogia, objetivos económicos, sociales y políticos que respondan a los desafíos de este fin de siglo.

¿Cuáles eran en nuestra opinión tales desafíos? Claramente, la puesta en común de los recursos de todas las democracias europeas, no sólo en los terrenos comercial, agrícola, industrial y monetario, sino también en los de la defensa y de la política exterior. El terreno de las relaciones con el Sur y el Este constituía de manera singular un paso ineludible para no ser rehenes de las derivas de un capitalismo a la norteamericana, creador, por descontado, de riqueza, pero incapaz de asegurar su redistribución equitativa. La experiencia de 1982 nos había convencido de que Francia ya no estaba en condiciones de romper sola una solidaridad económica y monetaria que aseguraba su supervivencia. Había que convencer a los socios de la Comunidad para que se comprometieran con nosotros en unas vías que sus sociedades civiles reclamaban de igual manera que la nuestra, aunque no lo manifestaran con la debida claridad. Deseábamos, pues, que se emprendieran unas grandes labores de «parto» de las mentes, a través del canal de las fuerzas sociales europeas: sindicatos, asociaciones cívicas, parlamentarios de Estrasburgo, instituciones comunitarias… El prestigio conseguido por Michel Rocard fuera de Francia nos animó a organizar en la Sorbonne un encuentro sobre el futuro de la construcción europea, al que los clubes Convencer invitaron al ex canciller Helmut Schmidt, al ministro español Manuel Marín, al diputado holandés Pieter Dankert y a otras personalidades europeas. Michel Rocard expuso allí ideas sobre Europa que suscribíamos plenamente. La gestión del encuentro, sin embargo, fue más amistosa que profesional y los medios permanecieron silenciosos.

El año precedente se había celebrado un encuentro similar, consagrado a las cuestiones de política interior, empleo, educación, medioambiente y bioética, al que se dedicaron plenamente todos los miembros del comité. No tratábamos de polemizar con el gobierno de Jacques Chirac, sino de comprender qué esperaban los franceses de aquellos que les pedían el voto. Eran necesarios nuevos puntos de vista acerca del problema del desempleo, convertido en insoportable tanto por la cifra como por la duración de las exclusiones que provocaba. Los conceptos que el club Intercambio y Proyectos elaboró bajo el título bastante poético de «tiempo elegido» y que se inspiraban en los análisis llevados a cabo por André Gorz en Métamorphoses du travail. Quête du sens proponían unos cambios profundos en las mentalidades y en la relación entre trabajo asalariado e identidad social. La lucha contra las desigualdades pasaba también por una nueva orientación de la escuela y de la maquinaria de formación, no sólo en el período inicial de la existencia, sino a lo largo de toda la vida profesional. Apoyándonos en las experiencias llevadas a cabo por Bertrand Schwartz, queríamos poner la formación continua al servicio de la creación de empleo y de la inserción social. La protección del medio ambiente, punto de partida de un desarrollo perdurable (yo había propuesto el epíteto «diacrónico» para abarcar las necesidades de las generaciones futuras), debería comportar la financiación y la rentabilización de numerosos empleos. Finalmente, sumándonos a las reflexiones llevadas a cabo por Edgar Morin y René Passet en su revista Transversales, creíamos que Michel Rocard sería el adalid de una política que daría prioridad al crecimiento y a la responsabilidad individual y que resistiría a la huella de las tecnoestructuras y de los conocimientos expertos, demasiado fácilmente manipulables por quienes ostentan las llaves de las finanzas y del beneficio.

Fue así como, en vísperas de la campaña presidencial de 1988, redactamos y difundimos, bajo las siglas de los clubes Convencer, un centenar de páginas en las que se enumeraban y desarrollaban los objetivos fijados por Michel Rocard. Unas semanas más tarde, François Mitterrand dio a conocer su decisión de volver a presentarse y nuestro candidato se retiró de la carrera. Al releer hoy el fruto de nuestro trabajo constato que ese cuerpo de reflexiones, que, lejos de toda perspectiva ideológica o doctrinal, constituía el esbozo de un verdadero programa de gobierno, no ha dejado de ser pertinente. E incluso a pesar de que deje de lado buen número de problemas técnicos sigue siendo a mis ojos, por su orientación y su coherencia, aquel que la izquierda francesa, que es mi familia de pensamiento, puede y debe suscribir.

Por supuesto hubo una pausa durante la campaña. Envié a Le Monde un artículo en el que exhortaba a François Mitterrand a coronar los grandes servicios prestados a la democracia cediéndole el paso a un hombre más joven, susceptible de dar un nuevo impulso a la izquierda. Ese gesto, argumentaba yo, le valdría a buen seguro el reconocimiento de las generaciones futuras. Mi exhortación no tuvo efecto alguno y, como Michel Rocard, me decidí a asociarme a la campaña del presidente saliente, que por otra parte fue espectacular.

El segundo septenio comenzó con una sorpresa: la elección de Michel Rocard como primer ministro; un nombramiento cuyos riesgos vimos desde el primer momento. ¿No pretendería el presidente, a quien no le gustaba, exponerlo a un desgaste que le impidiera aspirar de nuevo a la sucesión?

Siguieron tres años delicados para los clubes Convencer y para nuestro comité. Observábamos el comportamiento del primer ministro con simpatía, sin que nos sorprendieran demasiado los obstáculos que hallaba en su camino ni el apoyo por lo menos ambiguo del Elíseo. Necesitaría tiempo para imponer sus ideas. Aparte del hecho de que no había podido elegir él a todos sus ministros, no estaban a su favor todos los parlamentarios socialistas, cuyos votos le eran indispensables. Esa «cocina» gubernamental, en la que despuntaba Guy Carcassonne y gracias a la cual Michel Rocard se mantuvo tres años en Matignon, no la catábamos y no la comprendíamos. Nuestro equipo, más alejado de las contingencias de la vida política cotidiana, dirigía críticas al primer ministro que pretendían ser amistosas y constructivas, pero que, teniendo en cuenta nuestra media de edad, podían parecer ligeramente paternalistas y más de una vez debieron de fastidiarlo.

De vez en cuando nos reunía a comer en Matignon. En esas ocasiones nos hablaba con mucha franqueza de las dificultades a las que se enfrentaba, y nos daba a entender claramente que era muy consciente de lo que le reprochábamos, pero que había que tener paciencia. De esos ágapes muy a menudo salíamos decepcionados, no por su contacto, siempre cordial, sino por la confianza, a nuestros ojos excesiva, que mantenía en los progresos posibles.

Todos nos quedamos conmocionados ante la manera en que fue despedido en 1991 y le manifestamos con sinceridad que, a pesar de algunos reveses que nos habían apenado, su actuación nos parecía globalmente muy positiva.

Aún me lo parece ahora, casi siete años después. Probablemente fue el mejor primer ministro de François Mitterrand. Varias de las negociaciones que llevó a cabo —entre ellas la de Nueva Caledonia— y numerosas reformas que logró aplicar —pienso en el RMI[59] o la CSG[60], así como en la ley de financiación de los partidos políticos— supusieron progresos reales en la gestión democrática del país.

Sin embargo, los contactos que los clubes Convencer en su conjunto habían tratado de mantener entre un político y la sociedad francesa en sus profundidades no alcanzaron la dimensión que esperábamos. La decisión del «candidato virtual» de conquistar al Partido Socialista en lugar de al pueblo francés iba a contrapelo de las recomendaciones estratégicas que habíamos formulado constantemente. Si ésta no supuso el punto final de la existencia de los clubes Convencer, sí rompió los lazos entre los miembros del comité de reflexión y el efímero primer secretario del Partido Socialista.