INICIACIONES
Llegué a Londres en octubre de 1933, para descubrir un país que Helen siempre había amado. Pasó unos días conmigo y luego me instaló en casa de su primo Franck, padre de dos auténticos pequeños ingleses sonrosados y atléticos, Basil y Jonathan. En el jardín de su casa, cerca de Croydon, aprendí a jugar a criquet.
Tenía la sensación de haber escapado del «continente», donde la atmósfera estaba enrarecida, donde Helen se tambaleaba presa de la rabia y la pena, donde los refugiados judíos que afluían desde Alemania difundían noticias escalofriantes, donde ya circulaban los primeros relatos acerca de aquellos lugares que ya se denominaban «campos de concentración», pero cuyo funcionamiento no se alcanzaba a comprender. Un amigo de Helen, Hulchinski, que había pasado unas semanas en Buchenwald y pudo comprar su libertad, sólo hablaba de ello en voz baja cuando lo vimos, a su paso por París, de camino a Estados Unidos: «Los golpes, siempre en la cabeza», dijo.
Dejé todo eso tras de mí. Allí, en aquella isla, era libre y estaba solo. Hoy soy consciente de cuánto me aportó aquel año inglés: el aprendizaje de una tercera lengua viva, que pronto fue para mí tan familiar como el alemán o el francés; la inmersión en el universo británico, en plena adolescencia, con todos los sentidos despiertos. Londres me gustó a primera vista. Esa capital real que soy feliz de haber recorrido, devorado y explorado antes de que la guerra la mutilara, tal como la describen Charles Dickens y Henry James. Allí cultivé varias manías que me han acompañado a lo largo de mi vida: los largos paseos, diurnos y nocturnos, a través de la ciudad; la sistemática investigación de los transportes públicos —autobuses de dos pisos, metro y resto de red suburbana—, o el aprendizaje de memoria de poemas ingleses, alemanes y franceses, que me recitaba a media voz a orillas del Támesis.
Con un padre poeta y una madre entusiasta «transmisora» de la emoción poética (a su muerte dejó decenas de cuadernos en los que había copiado estrofas de sus escritores preferidos), yo concebía la poesía como la dimensión espiritual que justifica la veneración, como habría podido concebir la religión en el seno de una familia creyente. Franz nos leía fragmentos de su traducción de Homero, Helen nos hacía aprender versos de Rilke y de Hölderlin. Desde nuestra llegada a Francia, Ulrich y yo habíamos organizado espectáculos en torno a las fábulas de La Fontaine o escenas de Moliere, de Corneille y de Racine. En El misántropo, yo era Philinte, el contemporizador, y él Alceste, el riguroso. Aprendí «El cuervo» de Edgar Alan Poe y aún hoy me lo recito, con un sollozo en la voz en la penúltima estrofa, en la que el pájaro negro niega al poeta cualquier esperanza de reencontrarse con su amada en el más allá.
Con el paso de los años, mi memoria ha ido acumulando centenares de poemas cuyas estrofas surgen en cuanto se las requiere, sin que tenga que hacer esfuerzos para encadenarlas. No soy yo quien las busca en el fondo de mi cerebro, son ellas las que se abalanzan una tras otra. Eso me sucede en mis tres lenguas y me lleva a hacer el ridículo, lo sé, no sólo a causa de mi propensión a solicitar auditorios para mis recitales, que me cuesta abreviar, sino también por la emoción que me invade, y que sé disimular mal, en cuanto un verso alcanza cierto grado de carga poética, igual que un vino alcanza determinado grado de alcohol. También he escrito versos y se los he ofrecido a bellas damas, pero sin obtener los favores esperados.
Ese año londinense no se redujo a recorrer la ciudad recitándome sonetos de Shakespeare. Estaba matriculado en la London School of Economics, la Escuela de Ciencias Económicas de Londres, cuyos cursos seguía de manera irregular. Dedicaba más tiempo a las sesiones de cine matinales, que, más baratas que las de la tarde, sólo costaban diez peniques. Mis profesores preferidos enseñaban historia de la diplomacia. Un arte que, ejercido por ingleses, parecía sutil y eficaz. Pero también coincidí con Harold Laski y Arthur Koestler: el primero, osado y convencido de que la economía aún estaba por construir; el segundo, sombrío y que preveía ya la decadencia del hombre. Sentía que ambos tenían razón, pero me seducía más el análisis de Laski. Pensaba que un conocimiento más profundo de la economía permitiría una evolución de las sociedades humanas hacia una mayor justicia y libertad.
A decir verdad, mi vínculo con la política era en aquel momento muy superficial. La relación que trabé con la mitología griega era mucho más acaparadora. Pasaba mañanas enteras tras las vidrieras góticas de la Guildhall Library, en el corazón de la City, compulsando los textos esenciales, y reconstruí minuciosamente la genealogía de los dioses, héroes y reyes de la antigua Grecia a partir de las epopeyas de Hesíodo y de Homero y de las «bibliotecas» de Apolodoro de Atenas y de Diodoro de Sicilia.
Por lejos que queden mis diecisiete años, mi memoria los rodea de todos los encantos de estar fuera del país y de la soledad libre, interrumpida únicamente por las vacaciones en París, donde me reencontré con Helen. Había acogido a una persona muy singular, Charlotte Wolff, doctora en medicina, judía, que huía de la Alemania hitleriana, amiga de Franz y de Walter Benjamin, con quien rivalizó en la traducción al alemán de los poemas de Baudelaire. Charlotte había descubierto una verdadera ciencia en la lectura de las líneas de la mano, la quiromancia, con la que se ganaba la vida. Lesbiana militante, sentía por Helen una pasión platónica. Compartían, hacia la altura media de la montaña de Sainte-Geneviève, un apartamento que les había prestado una de las últimas egerias de Rilke, Baladine Klossowska, madre del pintor Balthus y del filósofo y novelista Pierre Klossowski. Poco a poco, Helen superó su ira y su rencor hacia Roché y volcó su energía en el trabajo, la escritura y los encuentros con creadores, a los que invitó a sumarse a Charlotte Wolff. Durante mis breves estancias en París entre dos trimestres, descubrí aquella personalidad ardiente y fuerte, una criatura esbelta, muy masculina por su tono de voz y por la oscura pelusilla que voluntariamente remataba su mentón, segura de su ciencia, fascinando a sus compañeras con una mirada luminosa. Me dejé cautivar con agradecimiento e iniciar en Freud, Marx y Claude Bernard. Justamente porque trató la interpretación de las líneas de la mano como una ciencia, para mí encarna el triunfo seguro de la razón.
En su autobiografía encontré este retrato de Helen cuyo tono me gusta:
Helen Hessel era el ejemplo perfecto de una mujer de vanguardia. Podía hacerlo todo y lo hacía todo bien, ya fuera trabajar la tierra tras la primera guerra mundial o dedicarse al periodismo de moda durante los años veinte y treinta, ya fuera la amante de numerosos hombres o madre y esposa. Encantaba a los hombres y a las mujeres por igual. Sus ojos azules, claros y fríos como el aire fresco de una mañana de primavera, su elegancia y su seguridad la convertían en el ejemplo vivo de la seducción femenina […]. Podía escribir un ensayo, domar un caballo o conducir un automóvil. Amante del riesgo, lo hacía todo con pasión, amase u odiara, trabajara u holgazaneara […]. A mí me tenía fascinada y acepté con placer su invitación para viajar con ella, en coche, de Berlín a Normandía. Había alquilado con su amigo Pierre Roché una granja en el pueblecito de Sotteville. Era en 1926 o 1927 […]. Yo ignoraba lo que me aguardaba. Helen y Pierre compartían una habitación. La tercera semana de nuestras vacaciones llegó Franz Hessel. Hubiera debido esperarse que estuviera celoso del amante de su mujer, pero resultó que Roché era su mejor amigo […]. Ese trío parecía una feliz constelación en la que ni el amor ni la amistad se resentían[8].
De regreso en Londres, tuve otro encuentro cautivador: mi corazón latiría muy fuerte por vez primera por una poeta austríaca, discípula y amiga de Franz, quien le había dado mi dirección.
Para mí, la sensualidad se había confundido hasta entonces con la emoción que la presencia de mi madre hacía nacer en mí. Ella misma no me ocultaba que me veía iniciándome con una relación homosexual, y beneficiándome así de la ternura y la sabiduría de una pareja socrática. La lectura en el apartamento de Roché del Corydon de André Gide, a la edad de doce años, me había preparado para esa eventualidad. Pero, a los diecisiete años, seguía siendo casto.
Maria Kreitner tenía todos los atributos de la seducción. Una cabellera rubia cenicienta, algo a lo que jamás me he podido resistir, una silueta turbadora y la timidez de una continental que desembarcara por vez primera en Inglaterra y buscara un guía. A ambos nos habían invitado a una bella residencia en Wiltshire, cuyos propietarios, los Guinness, «amaban mucho Alemania», lo que significaba que habían seguido el ascenso de Hitler con cierta complacencia. Allí había perros magníficos, muchos caballos y chicas de buena familia que explicaban su última visita a Berlín. Maria y yo no nos sentíamos muy cómodos y, a pesar de disfrutar de la generosa acogida y de los encantos del paisaje, compartimos nuestra sorpresa ante tanta candidez. Durante nuestros largos paseos por los campos, yo respiraba su perfume con la dulce angustia de quien sabe que no se atreverá a declarar su amor. Ella tuvo la delicadeza de acogerme en su intimidad sentimental y a la vez mantenerme en el lindero de su intimidad física. No es extraño que este episodio siga aún muy vivo en mis recuerdos.
El año siguiente, de regreso en París, decidí proseguir los estudios en la Escuela Libre de Ciencias Políticas. No asistí con mayor asiduidad que a la London School of Economics y preferí jugar a bridge en los bares del Barrio Latino con Berkowitz y sus compañeros de la Facultad de Medicina. Me mantuve al margen de las peleas entre Action française, Croix-de-Feu[9] y los militantes comunistas. Me daba cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. Helen tomó entonces dos iniciativas que iban a convertir al adolescente de nebulosos proyectos y torpe en sus relaciones con las mujeres en un joven seguro de sí mismo y ambicioso.
La primera consistió en presentarme a una de sus amigas, redactora de Jardin des modes, madre de una hija de doce años. Jeanne era belga, su hermana mayor era la esposa de Aldous Huxley y su primer marido era un dramaturgo de cierto renombre. Tras su divorcio, vivió una aventura amorosa noble pero agotadora y se sometió a psicoanálisis para evitar la tentación de suicidarse. Helen, a quien la hija le parecía encantadora, pensó que Jeanne podría ser un día mi suegra. Sin embargo, nuestro encuentro tomó otro rumbo y me enamoré inmediatamente de la madre, que me doblaba la edad.
A veces —pocas, por desgracia— el destino une a dos personas en un momento crucial para la una y la otra. Jeanne necesitaba ser amada con fervor y yo ser iniciado en los secretos de la feminidad. Lo hizo con mucho tacto, inteligencia y ternura. Le debo más de lo que soy capaz de expresar. Esta relación, que ambos sabíamos que sólo duraría un tiempo, exaltó en mí el goce libre de los cuerpos más allá de los límites de la fidelidad.
De los numerosos viajes iniciáticos en los que la acompañé, conservo un recuerdo particularmente emotivo de nuestra excursión dálmata. Había consultado mi atlas y decidí que la costa adriática, entre Split y Cetinje, debía de prestarse a un paseo en bicicleta, un medio de locomoción que a los dos nos gustaba. Así que tomamos un tren con destino a Venecia con nuestras bicicletas. Allí hubo que hacer transbordo en la estación de Santa Lucía hasta la Dogana, y luego coger un barco con destino a Yugoslavia. Aún oigo las exclamaciones divertidas de los gondoleros al ver nuestras bicicletas, tan ridiculas entre los canales de Venecia. Aún fue más ridicula nuestra pretensión, al llegar a Split, de recorrer en pleno verano una costa demasiado escarpada para los ciclistas. Nada nos desanimó ni interrumpió nuestra hilaridad. Si la carretera era demasiado dura, cogeríamos un autobús. Llegamos a Dubrovnik una magnífica noche de julio y nos fascinaron el rigor de su arquitectura y las monumentales estatuas en las estrechas plazas rodeadas de palacios barrocos. Proseguimos nuestra ruta siguiendo la bahía de Cattaro, el único tramo de la costa practicable en bicicleta, y nos maravillaron las fachadas venecianas que se sucedían. Una última sorpresa: el día de nuestra llegada, los montenegrinos daban la bienvenida al príncipe de Gales y su amiga, la señora Simpson. En su honor, todas las cimas que rodeaban la bahía estaban iluminadas con un collar de fuegos centelleantes y por la noche se elevaban cantos desde el puerto.
La segunda iniciativa de mi madre fue seguir el consejo de sus amigos franceses: dando coba a las ambiciones que ella tenía para su hijo pequeño, le habían dicho que para llegar a la cumbre de Francia había que pasar por la Escuela Normal Superior. Me matriculó así en hypokhâgne[10] en el liceo Louis-le-Grand. Por primera vez, tuve la impresión de aprender a pensar. Desde el inicio del curso, Albert Bayet nos hizo leer la primera Provincial de Pascal, que se sabía de memoria, y nos demostró la pertinencia de ese implacable despiece de la teoría jesuítica de la gracia. Al acabar la primera hora de clase nos hizo salir al recreo y luego dedicó la segunda hora a demostrarnos con la misma facilidad la incontestable superioridad de los argumentos empleados por los jesuítas. ¡Un magnífico ejercicio para formar una mente crítica!
La emulación intelectual que suscita y fomenta ese sistema específicamente francés de los cursos preparatorios de las grandes escuelas se adecuaba a mi manera de pensar.
La densidad de los estudios, sumada a la intensidad de mi vida amorosa, me alejaba insensiblemente de Helen, que sobrellevaba, con numerosas dificultades, su condición de ciudadana alemana residente en Francia y que trabajaba para una empresa alemana.
Ese alejamiento se hizo mayor aún cuando, hacia el final de la khâgne, conocí a una chica rusa bastante salvaje, Vitia, estudiante de hypokhâgne, líder de una banda de camaradas aún más exuberantes que ella, y cuya agudeza y humor sarcástico me cautivaron de entrada. Traté de conocerla mejor. Había nacido en Petrogrado, en el seno de una familia judía cultivada. Sus padres, que primero celebraron con fervor la Revolución de Octubre, se decidieron a abandonar Rusia en 1919 para instalarse en la «patria de los derechos humanos», tras un periplo que los llevó de Odesa a París pasando por Constantinopla y Nápoles. Su padre, Boris Mirkine Guetzévitch era profesor de derecho constitucional. Cuanto más descubría a Vitia, más única me parecía. Era lo contrario de un flechazo: un lento camino hacia la intimidad.
Mi relación con Jeanne, de la que estaba persuadido que a ella le aportaba la misma felicidad y goce que a mí, me volvió algo presuntuoso. A ello había que añadir el extraordinario desdén hacia la moral convencional, sobre todo en materia de relaciones sexuales, que Helen me había transmitido. Así que se me antojaba que no tendría dificultad en conquistar a la feroz Vitia. Y me pareció que iniciarla en los placeres del cuerpo era un servicio que debía prestarle. Para convencerla de ello, le hablaba con argumentos de alumno de khâgne y le escribía cartas inspiradas en Choderlos de Lacios. Pero, como Valmont, acabé cayendo en mi propia trampa; a medida que pasaban los meses, me daba cuenta de que cada vez me costaba más estar sin Vitia. Ese nombre ambiguo (es el diminutivo ruso de Víctor y no de su verdadero nombre, Victoria, que detestaba) se convirtió para mí en el vocablo más importante, el más cargado de emociones y de ecos, renovados sin cesar a lo largo de los cuarenta y nueve años que duraría nuestra vida en común.
Unos días antes del examen oral de ingreso en la Escuela Normal, en junio de 1937, Vitia y yo dimos un largo paseo en bicicleta a orillas del Sena, entre Caudebec y Duclair. Ese hermoso día de primavera vibra aún en mi memoria como una etapa importante en el camino, prudentemente recorrido, de nuestra creciente intimidad. Aquella tarde estuve a punto de vencer su resistencia.
Llegó la hora de las notas y aprobé a la primera. Fue un momento de intensa alegría para Helen y una feliz sorpresa para mí. Pero estábamos en junio y mi naturalización, en curso desde hacía tiempo, no podía hacerse efectiva hasta que cumpliera veinte años, en octubre. Fui admitido como supernumerario y como alumno extranjero, no como interno. En octubre, ya no era un alumno extranjero, puesto que ya era francés, pero aún no era un alumno francés, puesto que había sido admitido como extranjero.
Esta situación, aparentemente sin precedentes, incomodaba a la escuela. Jean Baillou sólo veía una solución: repetir el examen de ingreso. Decidí, mientras tanto, completar mi licenciatura de filosofía en la Sorbonne y dejé para 1939 el segundo intento de entrar en la calle Ulm, llevando en el bolsillo mi nuevo pasaporte y un decreto de naturalización firmado por Léon Blum.
Esos cinco años, desde mi regreso de Londres, en julio de 1934, hasta mi «entrada» en la Escuela Normal, en junio de 1939, fueron capitales para mi formación, aquellos en los que me conocí a mí mismo y se afirmó la persona en la que me convertí. Sin embargo, quedan sepultados en mi memoria por los seis años que siguieron: los años de la guerra. Sesenta años después, debo hacer un esfuerzo para hallar sus rasgos más sobresalientes. Veo en primer lugar mi elección de Francia, sin ambigüedad, con su lengua, su cultura, su historia y su tierra, que reclamé como mías. La espera del documento oficial, el decreto de naturalización, fue en sí misma una prueba cuyo éxito se convirtió en una fecha señalada. ¡Y menuda fecha: mi vigésimo cumpleaños! Me sentía francés desde hacía mucho tiempo y finalmente el Diario oficial me lo confirmó.
De esa Francia reivindicada adopté las instituciones y los múltiples aspectos del patrimonio cultural e histórico: no sólo la Revolución de 1789 y la Declaración de los Derechos del Hombre, sino también la valorización una y otra vez renovada de la inteligencia y la tolerancia, la lucidez y el respeto al otro —Montaigne, Pascal, Voltaire, George Sand—; la conquista de las libertades modernas —Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Apollinaire—, y la profunda claridad de una lengua analítica, articulada y precisa.
La consecuencia de ello fue un menor interés hacia las ideologías extranjeras. No sentí por el marxismo —a diferencia de mis camaradas de hypokhâgne, de khâgne y de la Escuela Normal— esa fascinación que las fraternidades de la Resistencia harían difícilmente reversible. Por ese motivo no conocí los combates interiores que muchos de ellos tuvieron que librar para deshacerse del marxismo. Sin jamás poner el comunismo en el mismo plano que el nazismo, no vi en él un ideal luminoso, ni siquiera una estrategia ganadora, susceptible de lograr que reinara mayor justicia entre los hombres. De entrada, se me apareció como una desviación del pensamiento crítico y de la democracia, demasiado evidente para no ser sospechosa a ojos de un ciudadano prendado de la libertad. No me fueron necesarios ni los procesos de Moscú ni el relato de los conflictos internos de las Brigadas Internacionales para disuadirme de desfilar bajo el signo de la hoz y el martillo.
Al haber clasificado de entrada la vulgata marxista entre las abusivas simplificaciones del imaginario político, pude seguir estando cándidamente convencido de que la búsqueda de una mayor justicia social es el objetivo normal de la democracia y de que ésta se nutre de la participación confiada de ciudadanos responsables. Significaba, por supuesto, liquidar prematuramente la problemática del poder. Pero eso me preocupaba poco. Me encontraba a mis anchas en las reuniones de intelectuales antifascistas que hacían la amalgama entre el internacionalismo, el socialismo y la defensa de los valores democráticos. Aplaudí las conquistas del Frente Popular y admiré la valentía de Léon Blum, lamenté los errores que resquebrajaron los avances de una política sensible a las necesidades de las clases trabajadoras y sospeché que el Partido Comunista había hecho fracasar la gran empresa barriendo para casa, pero nunca me interrogué acerca de la esencia del Estado.
Por mi parte, partía de una reflexión acerca de la condición humana que situaba en la encrucijada entre la literatura y la filosofía. Descubría así nuevas complejidades que se perdían en el horizonte mucho más allá de las avenidas bien rastrilladas de la filosofía escolar. Las lecturas de La náusea y luego de El muro de Sartre, de Luz de agosto de Faulkner, de La vara de Aarón de D. H. Lawrence, de Manhattan Transfer de Dos Passos, de El proceso y El castillo de Kafka y de Ulises de Joyce, por citar sólo las más cautivadoras, ponían más en tela de juicio los parámetros de nuestra sociedad que los textos de Hegel, de Kierkegaard y de Husserl. Aún más, el incomparable iniciador de la fenomenología que para mí fue, en los jardines de la calle Ulm, Maurice Merleau-Ponty nos liberaba de la abstracción y de los dogmas. Sus enseñanzas exploraban la experiencia más concreta, la del cuerpo y sus relaciones con el sentido, un gran singular frente al plural de los sentidos. Lo escuchábamos más como a un hermano mayor que compartiera con nosotros sus frágiles conquistas que como a un profesor que transmitiera un saber; al contrario que Léon Brunschvicg, cuyo prestigio se basaba en unas certezas reconfortantes.
Ni mis profesores, ni mi familia, ni los entornos en los que me desenvolvía me permitían imaginar que algún día podría salir de aquella comunidad muy literaria, que se regocijaba en sus tormentos, una comunidad de exploradores de lo humano y no de constructores de lo social.
Durante ese tiempo, el contexto histórico evolucionaba a grandes pasos sin que yo percibiera las amenazas que se cernían. Gracias al padre de Vitia había conocido a republicanos españoles exiliados que reprochaban la debilidad de las democracias occidentales. A pesar de criticar la política de no intervención del Frente Popular, me parecía que la crisis económica, que para nosotros era la causa del ascenso de los fascismos, podía ser superada. Franklin Roosevelt había sabido contenerla. Había que imitarlo. Francia, Inglaterra y la Unión Soviética debían mostrar su potencia y los regímenes autoritarios se desmoronarían.
Recuerdo una de mis últimas conversaciones con Jeanne, que iba a reunirse con su hermana en California unas semanas más tarde. Fui a buscarla, como tantas otras veces, a la salida de su oficina en la calle Saint-Florentin, para dar un breve paseo por el jardín de las Tullerías y detenernos en la terraza de un café de la calle Royale. Los diarios vespertinos anunciaron aquel día los acuerdos de Múnich. Le hice saber mi alegría: acabábamos de evitar una guerra, esa forma absurda de resolver un conflicto. Ella, menos inocente que yo, temía que el cobarde abandono de Praga animaría a Hitler a llevar más lejos sus audacias. No me fue difícil demostrarle que lo haríamos entrar en razón cortándole los víveres y deshonrándolo ante su propio pueblo. Venceríamos porque éramos los más fuertes.