JUNTO A DE GAULLE

¿Por qué explicar estas viejas batallitas, tan antiguas y tan banales?

Es fácil reconocer en ellas algunos rasgos de carácter: la ligereza, que es sencillo hacer pasar por coraje; la afición a la evasión, que se convirtió en un rasgo dominante de mi vida; la valorización de ciertos personajes a los que conocí, admirados, convertidos en medallones en la memoria, como fue el caso de Segonne, de quien me separé en Orleans para dirigirme a Angers, seguro de que no volvería a verlo, mensajero de esperanza, figura paterna, heraldo de De Gaulle, ángel furtivo.

Lo que queda incrustado en el recuerdo, cincuenta y cinco años más tarde, son los episodios en los que tuve un buen papel, y con razón, puesto que el hecho de no haber combatido, de no haber llevado a cabo nada para frenar el avance alemán, de haber participado pasivamente en la desbandada general queda silenciado: sólo salvé mi cuaderno de notas, que luego perdí.

Sin embargo, contar esos primeros diez meses de la segunda guerra mundial sirve también para evidenciar un fenómeno al que le doy vueltas desde hace tiempo, cada vez que pienso en mi vida, un factor que no dejo de evocar en cuanto me preguntan acerca de mi historia: la suerte. Es en ese diálogo conmigo mismo cuando la noción de suerte adquiere toda su fuerza. La vivo como un favor cuya huella reconozco en cada etapa de mi existencia, desde mi primera juventud hasta hoy.«Alles gönnen die Götter, die Unendlichen, ihren Lieblingen ganz,/ Alle Freuden, die Unendlichen, alle Schmerzen, die Unendlichen, ganz»[15]. Este dístico de Goethe ha sido, a lo largo de toda mi vida, una especie de invocación para aceptar la suerte con gratitud. Y aunque el destino, cansado de oírme celebrar la providencia, se decida un día a abrumarme, daré con la réplica que me reconciliará con él.

Hablaré, pues, de mi suerte, no con el deseo de deslumbrar al lector, sino para subrayar la gravedad de los peligros de los que escapé, uno de los cuales, sin duda, habría sido no seguir a Segonne, permanecer junto al viejo coronel y haber pasado cinco años en un Oflag, un campo de concentración para oficiales. ¡Cuántos buenos franceses tuvieron que atravesar ese desierto! Algunos perdieron allí su juventud. Otros, de naturaleza más profunda, forjaron poderosos instrumentos de investigación. Conozco a algunos así. Pero estoy convencido de que ése no habría sido mi caso.

Así que estaba libre y con el gusanillo que Segonne me había contagiado de unirme a De Gaulle para continuar, para empezar a pelear. No había conocido el éxodo y por ello ignoraba ese cobarde alivio que hordas de franceses en dirección al sur expresaron ante el anuncio del armisticio obtenido por Pétain. La reacción de los oficiales del campo de Bourbonne-les-Bains me reafirmó en la convicción de que el ejército francés era un ejército de tres al cuarto, que carecía de mando y de impulso patriótico. Sus mandos no tenían nada esencial que oponer a la visión que, en el fondo de sí mismo, Pétain compartía con Hitler.

Nunca pensé que el viejo mariscal engañara al Führer y salvara así unas fuerzas que, llegado el momento, volverían a entrar en un combate que deseaba entablar. No veía en él voluntad alguna de resistir a la ideología fascista; había sopesado bien el provecho que reportaría a su propia clase, cuando estuvo de embajador con Franco. No tengo, pues, mérito alguno por haber escapado a la tentación del mariscalismo; eso tuvo lugar con tanta naturalidad como cuando esquivé, en los años treinta, la del marxismo.

Llegado a Angers, me puse a buscar a Vitia. La dirección del liceo, donde el curso escolar había sido interrumpido ante el avance de la Wehrmacht, me informó de que mi esposa se había llevado a sus padres a Burdeos y luego a Toulouse. No tenía más que dirigirme a la Universidad, donde mi suegro había sido acogido. Tomé un tren hacia el sur, pero había que cruzar la línea de demarcación que pasaba entre Burdeos y La Réole, y yo era un prisionero evadido: me encerré en el lavabo del tren e —insigne suerte— los revisores no me descubrieron. En Toulouse me reuní con Vitia y su familia, todos ellos traumatizados por el éxodo, ofendidos por el armisticio y enemigos despiadados de Pétain.

Veinte años antes, al llegar a París, el padre de Vitia había podido —gracias a su suegro, Vladimir Poliakoff, redactor jefe del diario de la emigración— hacer valer en la Universidad su formación de jurista y su conocimiento de la historia de la Revolución francesa, perfeccionado bajo el magisterio del profesor Aulard, un terreno en el que era imbatible. Poseía una energía intelectual vibrante que le valía la estima de sus alumnos y el temor de algunos de sus colegas. Sus obras sobre derecho constitucional sentaban cátedra tanto en las repúblicas surgidas del Tratado de Versalles —Polonia y Hungría— como en España y Grecia. No le costaba esfuerzo alguno hacerme compartir su fe en los valores proclamados por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ni la preferencia que otorgaba a Danton sobre Robespierre. Había dirigido, además, el Instituto de Derecho Comparado, y contaba con numerosos y útiles contactos entre la clase política de la III República.

Nuestra relación era muy cordial, aunque no exenta, por mi parte, de cierta ironía condescendiente, que me venía de la opinión sin concesiones que su mujer y su hija tenían de aquel infatigable defensor de la República. Ambas estaban unidas por una intimidad exclusiva y su comprensión del mundo, y el sentido del comedimiento que compartían las hacía juzgar a Boris con severidad. Él y yo sentíamos el mismo deseo de abandonar aquella Francia que había capitulado, él para seguir defendiendo sus ideas en universidades del mundo libre y yo para proseguir un combate tan lamentablemente interrumpido.

En el verano de 1940, en aquella parte de Francia que la Wehrmacht aún no ocupaba y cuya administración Hitler había cedido al mariscal Pétain, seguir combatiendo significaba abandonar el país y unirse a los Aliados, es decir, a los ingleses y a todos los ejércitos que no habían capitulado; entre estos, las pocas fuerzas francesas libres al mando del general De Gaulle.

La otra posibilidad, para los patriotas, era quedarse en Francia y unirse a los escasos efectivos de la Resistencia interior. Sin embargo, esta noción, inmediatamente sensible en la zona ocupada, donde se trataba de enfrentarse a las tropas alemanas, no tenía demasiada sustancia allí donde el Estado era francés. Denunciar el armisticio, difundir panfletos que arrojaban el oprobio sobre Vichy, organizar redes susceptibles de apoyar, llegado el momento, la estrategia de los británicos representaban empresas difíciles y precarias, que no tentaban demasiado al joven oficial deseoso de pasar a la acción que era yo a los veintitrés años.

Pero había que llegar a Londres. Haciendo gala de su capacidad de seducción ante su amiga Suzy Borel, futura esposa de Georges Bidault, destinada en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Vichy, y amparándose en una petición de la New School for Social Research, la Nueva Escuela para la Investigación Social de Nueva York, el padre de Vania obtuvo pasaportes para él, su mujer, su hija… ¡y su yerno! Tras la solicitud de Varian Fry, responsable en Francia del International Rescue Committee, el Comité Internacional de Rescate, el consulado estadounidense concedió los visados que permitirían a los tres miembros civiles de la familia viajar a Estados Unidos desde Portugal, atravesando España. El yerno militar, por su parte, debería hallar otro itinerario.

Mientras, él aportaría su granito de arena: en el jardín de la casita que Vitia compró en 1938 en Milon-la-Chapelle, en el valle de Chevreuse, y que había cedido a su aya, Valya, que se había quedado en París durante el éxodo, los Mirkine habían enterrado un poco de oro que poseían. Seguro de mi talento como contrabandista, propuse cruzar la línea de demarcación, con intención de ir a buscar aquel modesto botín que sería útil para instalarse en Estados Unidos. De esa pequeña expedición conservo el recuerdo de un recorrido de ida y vuelta a través de campos, en los confines de la Touraine y el Berry. A unos kilómetros de allí, tres años más tarde, en un terreno balizado por la Resistencia, aterrizaría un avión Lysander que me transportaba en calidad de jefe de la misión Greco, ordenada por Londres para reorganizar las comunicaciones radiofónicas entre nuestras redes de información y el Estado Mayor aliado. Ésos son los azares de la geografía.

De ese episodio conservo la presencia de esa mujer fiel y conmovedora, Valya Spirga, llamada la Vava, que entró en mi vida cinco años después de que Emmy se hubiera retirado y ahí permaneció hasta su muerte, cuarenta años después. Esta robusta letona fue acogida por la familia petersburguesa de los Mirkine un poco a la manera de Emmy en la mía. Era una notable cocinera, admiraba a Boris y quería a Génia, que la reducía a una servidumbre contra la cual Vitia jamás dejó de protestar, pero que ella misma aceptaba como si fuera algo natural. Para la hija única con tendencias anoréxicas era un monumento de certidumbres físicas y morales. Al igual que Emmy para mi hermano y para mí, Valya fue, a ojos de Vitia y de nuestros tres hijos, una criatura que era puro afecto, sin defecto alguno y con una presencia infinitamente tranquilizadora.

En septiembre de 1940 me recibió en su casa en medio del bosque, cogió una pala y cavó la tierra, de donde salieron cuatro saquitos de tela llenos de monedas de oro, brillantes y pesadas. Me las metí en la mochila, le di un abrazo, me marché y fui hasta Aix-en-Provence, cuya Facultad de Derecho había alojado a los Mirkine y donde celebramos juntos el éxito de la operación.

Otro encuentro emotivo en el otoño de 1940 fue el de Varian Fry, autor de un excelente libro, Surrender on Demand, en el que este joven estadounidense explica la misión que el Comité Internacional de Rescate le había confiado: ayudar a los creadores intelectuales y a las personalidades políticas —amenazados por los nazis y refugiados en Francia, franceses o extranjeros— a escapar de la trampa que para ellos constituía el régimen de Vichy y a llegar a Estados Unidos. Nuestro encuentro en Marsella fue un flechazo y, durante dos meses, fuimos inseparables. Fui su guía por el sur de Francia, que descubría con el fervor de un norteamericano cultivado a quien Nîmes y Uzès, Arles y Saint-Gilles, Tarascon y Saint-Rémy-de-Provence le hablaban una lengua que desbordaba historia, en la que se sucedían Grecia y Roma, la Edad Media y las guerras de religión. Con él visité a sus protegidos: André Breton, Max Ernst, Victor Serge y sus compañeros del «castillo», una villa de los alrededores de Marsella donde, bajo la tutela de Jacqueline Breton —de la que todos, y en primer lugar Varian estaban apasionadamente enamorados—, aguardaban la ocasión de marcharse a América. Con una generosidad típicamente estadounidense, Fry me colmaba de favores, a los que respondía con mi disponibilidad ante cualquier curiosidad que planteara. Había algo melancólico en su papel de Hermes que abría a los demás la puerta de la travesía y los veía partir, mientras él mismo permanecía en aquella tierra ingrata cuyas autoridades entregaban a los alemanes a refugiados que él había tratado de salvar. Su rostro agraciado y sombrío me apenaba, y trataba de alegrarlo con canciones y poemas.

En esas mismas fechas tuve mi última conversación con Walter Benjamin, en un pequeño hotel de Marsella donde se preparaba para su último y trágico paso de la frontera española. Benjamin tenía una visión desesperada de la época. Su Alemania —puesto que se sentía ineluctablemente alemán— se había convertido en un monstruo temible que movilizaba a un pueblo laborioso y disciplinado. América, de la que trataba de demostrarle que no tardaría en entrar en escena y se llevaría la victoria, no le inspiraba confianza. El giro de la Unión Soviética lo había herido sin sorprenderlo. ¿Qué haría en la otra orilla del Atlántico si conseguía llegar hasta allí? Su desaliento me irritaba, más que apenarme. Yo estaba muy equivocado.

También estaba equivocado respecto a los complejos líos entre mi familia y la de Vitia. Nuestro súbito matrimonio había creado entre ellas un foso de incomprensión que no conseguía zanjar y que me alejaba de mi madre. Mi padre se había reunido con ella en Sanary-sur-Mer, en una villa que les habían prestado los Huxley, y mi hermano, de salud frágil, vivía con ellos.

Tras mi desmovilización en Montauban, Vitia y yo nos instalamos primero en Montpellier, en cuya Facultad de Letras me matriculé y en donde compartimos casa con un camarada de la Escuela Alsaciana y su esposa china. Luego pasamos por Aix-en-Provence, donde los padres de Vitia habían hallado refugio, y nos instalamos finalmente en Marsella, en la habitación de un modesto hotelito, que trataba de pagar vendiendo periódicos en los alrededores de la estación de Saint-Charles.

La noticia de la muerte de mi padre, que sólo tenía sesenta años, cayó como una llamada al orden familiar. Franz había llegado a Francia en 1938 procedente de Berlín, de donde Helen se lo había llevado a la fuerza. Lo alojó Alix de Rothschild y antes de la guerra recuperó aquel París que tanto amaba. Cuando ésta estalló, fue internado en el estadio de Colombes, como todos los alemanes que residían en París, fueran nazis o no. Gracias a la mediación de Henri Hoppenot fue liberado y pudo reunirse con Helen en Sanary. Una verdadera galaxia de escritores y de artistas alemanes vivió su exilio en esa estación balnearia, aguardando una victoria que les permitiera regresar a su patria. La derrota impuso nuevas obligaciones a Vichy: todos los extranjeros serían internados y algunos de ellos entregados a los vencedores. Franz y Ulrich fueron conducidos al campo de Milles, cerca de Aix-en-Provence. Helen recibió la orden de presentarse en la comisaría. Indignada, invocando su calidad de madre de un oficial francés, se enfrentó al desdichado agente de policía que fue a buscarla a la villa de los Huxley, desnuda bajo las sábanas. «Lléveme, si se atreve». No se atrevió. Una vez más, los amigos intervinieron. El padre y el hermano del aspirante a oficial Stéphane Hessel fueron liberados. Pero Franz estaba muy debilitado debido a la estancia en el campo.

De regreso en Sanary, retirado en una habitación alquilada a un panadero, pasó las últimas semanas de su vida emborronando un cuadernillo con su fina caligrafía difícil de descifrar. «Un escritor —me había dicho— debe llenar cada día por lo menos una página, pase lo que pase». Su manuscrito, del que ya he citado los párrafos que me conciernen, se lo llevó su amigo Speyer a Estados Unidos y fue publicado muchos años después de su muerte con el título Letze Heimkehr nach Paris. Porque París era su residencia, su hogar, incluso su patria. Su patria era la poesía.

Fue un poeta, Hans Siemsen, quien pronunció su elogio fúnebre en el cementerio de Sanary en el frío de enero. Helen evocó ese momento en un texto escrito con ocasión del décimo aniversario de la muerte de Franz:

Sí, acudieron muchos, un desfile de las gentes más diversas que se despedían de él. Nadie, ni siquiera nosotros, sospechaba que estuviera tan cerca de la muerte. Se había acercado a ella tan delicadamente que no nos dimos cuenta de ello hasta que ya no pudimos alcanzarlo.

Sólo el viejo vagabundo que vivía en la cabaña cerca de la puerta del jardín, con su eterna botella de vino tinto y un perro sarnoso, no estaba sorprendido. Franz hablaba a menudo con él al pasar por allí. Ante mi sorpresa, me decía: «Los borrachos tienen suerte; cuando caminan tambaleándose sienten bajo las plantas de sus pies la bienaventurada rotación de la Tierra». El viejo vagabundo acudió al cementerio y arrastró nieve húmeda en las suelas de sus zapatillas hasta los peldaños de ladrillo. Dijo: «¡Era un valiente!», que en el idioma de las gentes sencillas es la expresión de la más alta consideración. Luego pidió sus zapatos. Franz se los había prometido en cuanto él ya no los necesitara, y había añadido: «Esto no va a durar mucho tiempo más». Otras personas, pobres y muy pobres, fueron al entierro y los pocos efectos que aquel hombre sin necesidades aún poseía fueron repartidos antes de meterlo en el ataúd.

Y luego, esta frase en la que Helen evoca sus relaciones:

Cuando hoy pienso en mi matrimonio con este hombre singular, me parece, a pesar del certificado de estado civil, que nunca fui su esposa. Alguna otra cosa nos unía a ambos, alguna cosa voluntaria y que a la vez nos obligaba.

Y también esto:

Plantamos rosas sobre su tumba, y cuando comenzaron a florecer tenían el aspecto de una canción de Clemens Brentano: «La blanche à la tête, la rose aux pieds/ Et la rouge sang au milieu»[16].

Vitia fue conmigo, pero entre ella y Helen la relación era aún muy tensa. Unas semanas más tarde nos marchamos de Francia, ella y sus padres en el tren de Madrid y yo en barco destino a Orán.

De los seis años que duró «mi» guerra, esos ocho meses que van de junio de 1940 a febrero de 1941 son los más confusos en mi recuerdo, como un silencio entre dos tiempos fuertes, un momento de penumbra. Arrollado por mi familia política, tenía mala conciencia con respecto a los míos, a Helen, a la que dejaba que se las apañara sola. Era la hora de los fracasos: Mers-el-Kebir, Dakar, los altibajos de la batalla de Inglaterra, las ofensivas del ejército alemán en Europa del Este, la vergüenza de Vichy. No había ningún consuelo, excepto el coraje británico. Y, sin embargo, yo no tenía duda alguna acerca de la derrota de los nazis a la larga. Me parecía tan evidente como la de Napoleón o de Guillermo II. Se inscribiría en un capítulo futuro del Mallet-Isaac como una nueva demostración del «sentido de la historia».

Hay también, en esta fase de mi vida durante mucho tiempo rechazada, unos blancos que me resulta difícil explicar. ¿Qué sabía, qué se sabía acerca de los judíos y de las persecuciones de las que eran objeto? ¿Qué le sucedía al resto de mi familia, a los primos y los tíos que vivían en Alemania? ¿Qué había pasado en la Escuela Normal, qué se había hecho de mis condiscípulos y de mis profesores? Esta curiosa pérdida de memoria, esa incertidumbre sobre mi identidad, perdura hasta mi llegada a Lisboa, a mediados de marzo de 1941. ¿Cómo atravesé el Mediterráneo? ¿Llegué a Casablanca desde Orán y busqué, sin un guía particular, tanteando, un barco hacia Portugal? No lo sé. Sólo recuerdo a una espléndida mauritana que se alojaba en el mismo hotel de Casablanca y que vivía en mis sueños. La memoria recupera su fuerza habitual con la presencia de Vitia en Lisboa, cuyos padres habían embarcado con destino a Nueva York una semana antes. Me esperaba para acordar qué haríamos. Tenía un pasaje en el Serpa Pinto, un paquebote que partiría de Lisboa al cabo de unos días en dirección a Estados Unidos, pero aún no había tomado una decisión. ¿Iría con ella a Nueva York? ¿Vendría conmigo a Londres? Eso era lo que ella prefería, pero la disuadí. El futuro en Inglaterra no estaba claro y sus padres la necesitaban en Estados Unidos. Primero iría yo solo a Londres y, si las circunstancias lo permitían, si la guerra duraba un año o más, se reuniría conmigo allí. ¡Qué razonables éramos!

De mis ocho días en Lisboa sólo conservo dos recuerdos: la belleza de los monumentos que dominan el estuario del Tajo y la milagrosa ganancia de unos cuantos escudos en el casino de Estoril. La llegada a Bristol, sin embargo, en marzo de 1941, dio pie a un incidente rocambolesco: los agentes que controlaban a los pasajeros del avión en el que el representante de la Francia Libre en Portugal me había embarcado hallaron en mi maleta un segundo pasaporte, con una diferencia con el que había presentado a la policía: mi lugar de nacimiento era Berlín y no París. ¿Por qué había conservado aquel viejo pasaporte cuando en Vichy me habían emitido un nuevo documento en el que juiciosamente habían cambiado mi ciudad de nacimiento? Absurdo, difícil de explicar a unos inspectores británicos que estaban en alerta para evitar cualquier infiltración de espías enemigos. Fui enviado a la Royal Victoria Patriotic School, la Escuela Patriótica Real Victoria, donde los recién llegados debían aguardar la autorización para acceder a territorio británico, con graves sospechas contra mí, a pesar de mis protestas. Allí hallé, a la par, rigor y cortesía. La investigación, muy seria, se prolongó seis semanas, que pasé en aquel establecimiento sobrio pero confortable, jugando al ping-pong y al bridge con mis compañeros de todas las nacionalidades, entre los cuales había un soberbio marinero estonio que alababa la ciudad más bella del mundo, Nueva York, porque allí se podía comprar una cámara fotográfica a las tres de la madrugada.

La investigación seguía su curso, y mi primo, el mismo que me acogió en Londres siete años antes, cuando estudié en la London School of Economics, aportó un testimonio muy útil. Mis interrogadores vieron cómo poco a poco sus dudas se desvanecían. Las noticias de la guerra, comunicadas con extrema sobriedad y una franqueza muy británica, no eran buenas. Las noches de Blitz[17] se sucedían, y desde las ventanas de nuestras habitaciones podíamos ver los efectos: nubes de ceniza tras las llamaradas de las bombas incendiarias. Y, además, no tenía noticias ni de Nueva York ni de Sanary. Por primera vez me hallaba completamente aislado de los míos, como uno se imagina a un «combatiente». Y allí comenzó una forma de excitación guerrera que condujo a un joven pacífico, y más inclinado a los placeres de la mente que a sentirse patriota, a enfrentarse al enemigo. Y ese proyecto, en su forma más simple, más esencial, absorbería mi vitalidad durante cuatro años.