AMÉRICA
La sed con la que acabé la guerra no se ha saciado jamás. He vivido intensamente, al día, esos cincuenta años que han sucedido a mi supervivencia como si en mi caso el tiempo se dilapidara antes de que pudiera disponer de él. Esa necesidad de obtener un beneficio de mi nuevo nacimiento, de mi victoria sobre la noche definitiva, no hizo más que robustecer disposiciones que ya estaban en mí desde mi infancia. Al principio, estuvo la promesa que le hice a Helen de ser feliz: ella veía en eso la mayor contribución que cada uno podía hacer a la felicidad colectiva. Luego, la apertura a tres lenguas, tres poesías, tres culturas, cuya conjunción jamás me ha dejado desamparado ni verdaderamente solitario.
Con este bagaje y movido por esa necesidad realicé sucesivos aprendizajes, cimientos del octogenario que soy hoy, y que deseo compartir con mis lectores.
Primero, el aprendizaje de América. Llegué a los veintiocho años. He vivido allí varios años en diversas ocasiones. Conozco bien Nueva York, pero también he conocido los desiertos montañosos de Nevada, los palacios de Washington, las arcadas de Nueva Orleans o los anfiteatros de Harvard, Yale y Princeton. ¿Y hoy? Durante mis últimas breves estancias en 1994, fui invitado a participar en la redacción de un informe sobre las Naciones Unidas del que hablaré en el siguiente capítulo. Fuimos acogidos por la Fundación Ford en la propiedad de la familia Rockefeller llamada Kikuyu, situada sobre el río Hudson, a treinta kilómetros de Manhattan.
Entre los doce miembros de nuestro grupo de trabajo sólo había un estadounidense, el banquero Felix Rohatyn. Paseé con él por el jardín japonés al pie del imponente edificio que nos albergaba y le pregunté acerca de su país. Esa América que yo había sentido como portadora de todas nuestras esperanzas en el momento en que constataba el hundimiento de Europa ¿había perdido, con la caída del Muro de Berlín, el socio y a la par adversario que le daba el tono? ¿No estaba deslizándose en la estela de todas las civilizaciones demasiado seguras de sí mismas para mantener el equilibrio? No. Felix no tuvo inconveniente en tranquilizarme: «América sólo está en el alba de su verdadera misión. Pero esa alba es un poco pálida».
Su mejor baza, que un paseo por Manhattan muestra de manera inmediata, es su intenso mestizaje cultural. Se halla en el extremo opuesto de cualquier «limpieza étnica», en el extremo opuesto del mayor peligro que se cierne sobre el siglo XXI. Debido a las absurdidades del maccarthysmo o a los horrores de Vietnam, en sus ciudades y sus campos siempre han nacido manifestaciones beneficiosas y contraculturas vigorosas. ¿Cómo no otorgarle aún nuestra confianza? Cuanto más patentes son las encrucijadas a las que el liberalismo salvaje de los años ochenta y noventa la han conducido, más puede contarse con que de ella misma surgirá un nuevo paso benéfico.
Esta conversación me recuerda muchas otras sobre el mismo tema, casi siempre tomando como punto de partida una revuelta. Pero uno no se rebela más que contra una fuerza que ha seguido un mal camino y que puede y debe retomar el bueno. Uno se subleva porque tiene memoria: como Roosevelt, el hombre que transformó el desastre en victoria, que defendió su concepción de las Naciones Unidas contra el escepticismo de Churchill y el cinismo de Stalin. Cada vez que, en las reuniones de la Comisión de Derechos Humanos, de cuya secretaría me ocupaba, coincidía con su viuda, Eleanor, que era la presidenta, me venía a la mente la imagen de aquel soberbio moribundo, en Teherán y luego en Yalta, cuando imponía la visión de una organización fuerte y mundial que ha sobrevivido a todas las transformaciones del planeta.
Hoy, Felix y yo nos rebelamos contra la ceguera de los dirigentes estadounidenses, que faltan a las obligaciones para con esa organización de la que fueron los fundadores. Cinco años antes, expliqué su funcionamiento y alabé sus méritos ante una docena de estudiantes norteamericanos entre California y Nevada. Esa historia forma parte de mi aprendizaje de América.
Cuando abandoné mi destino para acceder a lo que habría debido ser la jubilación, le dije a un colega, William Van den Heuvel, embajador en Ginebra y presidente de la Fundación Franklin y Eleanor Roosevelt, que me gustaría conocer a jóvenes norteamericanos, porque, en mi opinión, tenían una responsabilidad crucial ante el mundo de mañana. Dos años más tarde, en 1988, ese amigo atento e inteligente hizo que me concedieran una cátedra de ciencias políticas en el college donde él mismo había estudiado cuando tenía dieciséis y diecisiete años. Esa referencia me bastó para aceptar. La sorpresa que nos aguardaba a Christiane, mi segunda esposa, y a mí, en el Deep Springs College, fue mayúscula. Para llegar allí tuvimos que alquilar un coche en Los Ángeles y recorrer seiscientos kilómetros a través de un paisaje montañoso hasta alcanzar un puerto de montaña a tres mil metros desde el que se divisa en el horizonte una pequeña mancha verde en medio de un valle desértico: el rancho del college, con sus vacas, sus caballos, sus veinticuatro alumnos, su presidente y su decano, sus cinco profesores, su granjero y las respectivas familias. Mi curso versaba sobre la Organización de las Naciones Unidas y el lugar que en ella ocupa Estados Unidos. Los alumnos, que conforme a las sacrosantas reglas decretadas en 1917 por el fundador, L. L. Nunn, se administraban ellos mismos, habían elegido aquel curso, para su summer term, siete semanas, de julio a septiembre. El presidente Buzz y el decano Tim se esforzaban para que reinara un ambiente estudioso en ese islote de prados en medio del desierto y velaban por la aplicación de reglas severas: sin televisión y sin salidas a la ciudad. Sin embargo, era el student body, la asamblea de estudiantes, la que gestionaba el reparto de tareas, la selección de materias o la admisión de alumnos sobre la base de una amplia gama de disertaciones de los candidatos. Sus decisiones no sólo tenían en cuenta el nivel académico, sino también el carácter, la imaginación y la personalidad de los numerosos bachilleres de todos los rincones de Estados Unidos atraídos por aquella educación. Era gratuito y comportaba, además de las disciplinas científicas y literarias, la iniciación a las labores de una granja y un rancho. El fundador había impuesto unas condiciones muy estrictas para la utilización de la importante fortuna cuyos réditos financiaban el college: nada de chicas, nunca más de treinta muchachos y una autogestión estudiantil que debía convertir a los deepspringers en ciudadanos preclaros y responsables.
Todo nos sedujo a Christiane y a mí de ese lugar tan original: el paisaje, muy próximo al Valle de la Muerte, en esa parte de las Rocosas donde crecen árboles milenarios; los cristales de roca junto a los caminos; el aspecto del hombre que se ocupaba del mantenimiento, el miembro más veterano del personal, un típico redneck del Oeste; las vacas lecheras que los estudiantes ordeñaban a las cinco de la mañana; el ranch manager que pilotaba un biplaza blanco como la nieve, o la biblioteca, donde hallamos los catorce volúmenes de En busca del tiempo perdido en la vieja edición de Gallimard, que volvimos a leer, Christiane y yo, en voz alta de la primera a la última frase. ¡Inagotable cosecha intelectual! Deep Springs colmaba sobradamente la razón por la que había aceptado aquella experiencia, mi deseo de conocer a estadounidenses de la generación venidera. Porque sus estudiantes eran perfectamente estadounidenses en el mejor sentido del término. Sin cultura histórica alguna, sin la menor disciplina en el vestir, pero brillantes en sus exposiciones, naturales en su comportamiento, ávidos de lecturas, democráticos en la gestión, solidarios entre ellos, críticos con sus maestros, buenos o malos cocineros pero siempre dispuestos a comer lo que se les había preparado, músicos y acróbatas, y de una emocionante candidez.
Sabedores de que eran privilegiados, miembros de una élite responsable —las mejores universidades recibían gustosas a los deepspringers, conocidos por su vitalidad intelectual—, trataban de comprender los verdaderos desafíos a los que la sociedad estadounidense debería enfrentarse. En nuestras conversaciones, durante la corrección de sus disertaciones, en los exámenes críticos de sus sesiones de public speaking —disciplina particularmente apreciada—, trataba de hacerles ver que no podían diferenciar esos desafíos de los de la comunidad internacional. En 1988, las Naciones Unidas preparaban la Conferencia de Río, la Cumbre de la Tierra, que propondría un programa de acción mundial que sumara el reto de la protección del medio ambiente y el desarrollo de recursos naturales y su reparto más equitativo entre la población del planeta. Con la desaparición en curso de la Unión Soviética, la responsabilidad de Estados Unidos adquiría una nueva y esencial dimensión. Sólo podría llevarse a cabo reforzando los medios de acción de las Naciones Unidas, retomando el liderazgo que sólo a ellos incumbía y ejerciéndolo.
De los veinticuatro estudiantes presentes en 1988, doce habían elegido asistir a mi curso, sobre el cual deberían escribir sus apreciaciones y ponerme nota. Pero no sólo debían hacer eso: el labour manager les atribuía sus tareas en el rancho, y los destinaba a la ganadería, el regadío, la granja, a ordeñar las dos vacas lecheras, a la cocina, al mantenimiento o, como favor especial, a la biblioteca. También eran asiduos a los diálogos, a los que asistían con los pies descalzos sobre la mesa, acompañados de su perro, pero con los oídos bien abiertos y dispuestos a debatir cuando mis argumentos no los convencían.
Por supuesto, comprendían que Estados Unidos tenía que desempeñar un papel mundial, pero desconfiaban de las instituciones internacionales y de los ciento cincuenta gobiernos que en ellas se reunían. El recuerdo de la guerra de Vietnam tenía un gran peso. Antes que entremezclarse en asuntos de otros e intervenir en sus conflictos, ¿no bastaba con dar ejemplo de una sociedad libre y justa, que los demás no tenían más que seguir? Sin embargo, no era difícil sensibilizarlos ante los dramas de fin de siglo, ante los retos que suponen millones de niños en el mundo expuestos a la miseria, a la violencia, al despilfarro de los recursos naturales o a la degradación del medio ambiente.
En esa mezcla de recelo ante los discursos y las estructuras y de apertura a las nuevas responsabilidades reconocía lo que desde hacía mucho tiempo se me antojaba la fuerza de América. Incluso en los momentos más sombríos de la historia de esa gran nación, jamás he dudado de su capacidad de reacción, de corregir sus errores y de ponerse de nuevo en pie. Eso es lo que hoy espero de ella.
Tan calurosa fue la experiencia del verano de 1988 que repetimos dos años más tarde, en esa ocasión durante siete semanas en invierno. Los depósitos de agua alrededor del rancho estaban helados. Un pájaro que se había dejado atrapar por el hielo esperaba pacientemente que el sol le permitiera liberar las patas. Unos centelleantes collares de hielo decoraban los matorrales. El presidente ya no era el mismo, pero nos reencontramos con emoción con el ranch manager y con la familia del granjero, Dave, Jane y su pequeño Karl, con quienes seguimos escribiéndonos.
En esa ocasión, entre los miembros del claustro había dos profesores llegados de Oxford: Jeff, el australiano, y su esposa, Elizabeth, de ascendencia húngara. Enseñaban filosofía política. Yo asistía a sus clases y ellos a las mías. Descubrí las tesis de Rawls, de las que no había oído hablar en Francia. Había despreciado demasiado alegremente la reflexión política estadounidense, que creía confinada en la afirmación de un liberalismo sin moral. Rawls me pareció situar a Estados Unidos en la vanguardia del pensamiento democrático. El profesor de literatura hacía leer a Toni Morrison a sus alumnos. Otro descubrimiento inesperado.
¿Puede entonces Estados Unidos asumir sin riesgos el leadership del planeta? Claro que no. La ocasión tal vez se presentó cuando John Fitzgerald Kennedy ascendió como un atleta los peldaños de la Casa Blanca, en noviembre de 1960. Su campaña había sido dirigida con certera intuición de todo cuanto podía inflamar la imaginación de nuestra generación. Aquel mes me había comprometido con la militancia a favor de la independencia argelina en el Club Jean Moulin, y le reprochábamos al general De Gaulle que arrastrara los pies. Con un presidente más joven, un Kennedy, Francia se habría deshecho tiempo atrás de aquella cruz. Y luego, en abril, tuvo lugar el fallido desembarco en la bahía de Cochinos. No, aquel Kennedy no era mejor que los demás. Juicios demasiado apresurados, injustos en ambos sentidos. Ello, sin embargo, no fue óbice para que llorara el 22 de noviembre de 1963: concluía una vuelta al mundo a petición de mi amigo René Maheu, director general de la Unesco, y regresaba de Santiago de Chile. Un almuerzo en la inmensa caja de puros de cristal a orillas del East River, en Manhattan, reunía a los «expertos» responsables de aquella misión con antiguos colegas de las Naciones Unidas. De repente, un rumor circuló de mesa en mesa. Dallas. Un tirador. El vicepresidente estaría herido. El presidente habría muerto. Estupefacción. Confirmación. Consternación. Aún veo las lágrimas sobre las mejillas de las jóvenes ascensoristas. «El año ha perdido su primavera»: ésa fue la cita de Pericles que me vino a la memoria.
Al día siguiente, mi colega norteamericano me llevó a Princeton, en cuyo templo protestante asistí con él a un servicio muy emotivo en memoria de aquel joven muerto católico.
¡Cómo denigramos a su sucesor, Lyndon Johnson, que se hundía en la aventura sin salida de Vietnam! Y, sin embargo, fue él quien supo, con notable habilidad, desactivar la bomba del atentado contra Martin Luther King en abril de 1968 y gestionar mejor que en Francia la explosión de la «contracultura» en las universidades estadounidenses.
Mi segunda larga estancia en Nueva York tuvo lugar poco después, entre 1970 y 1972. Abrumado por mi trabajo en las Naciones Unidas y frecuentemente de viaje a los cuatro puntos cardinales del mundo, mi visión de América se hizo más superficial y más crítica a la vez. Ni la suspensión de la convertibilidad del dólar ni la Realpolitik de Kissinger me parecieron capaces de elevar el prestigio de Nixon, a buen seguro el menos atractivo de los presidentes estadounidenses. En Santiago de Chile, donde me hallaba en calidad de administrador adjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y donde gobernaba con valor el presidente Allende, sentimos que las intrigas estadounidenses minaban ya la experiencia socialista.
Decididamente, Washington era casi tan detestable como Moscú, donde se esbozaba un acercamiento a Occidente gracias a la Ostpolitik de Willy Brandt. Y, como siempre que dudo de América, volví a confiar en Europa como portadora de nuestras esperanzas, una Europa que por fin acogía a Inglaterra, esa fiera nación que, desde la guerra y para siempre, llevo en lo más hondo de mi corazón.
Pero, quince años más tarde, en Deep Springs, al igual que veinte años antes en Nueva York, cuando Truman destituyó a MacArthur, hallé de nuevo la confianza nacida justamente de esa extraordinaria capacidad norteamericana de cambiar de rumbo cuando es necesario. Tal vez el cambio de siglo liberará a Estados Unidos de la supervivencia de esos atavismos de violencia que se remontan a la conquista sin escrúpulos de su territorio en detrimento de aquellos a los que expulsaron. Recuerdo la conversación con la encantadora y joven esposa de nuestro ranch manager en Deep Springs durante la campaña presidencial que enfrentó a Mondale y a George Bush. «¿Cuál de ellos podría prohibirnos llevar armas?», me preguntó con inquietud. Para ella, ése era el criterio decisivo. Mis alumnos veían el futuro de otra manera. Cuento con su generación.