EL CASO
CLAUSTRE
Acabo de releer el exhaustivo y emocionante libro que Pierre Claustre publicó doce años después de la liberación de su esposa Françoise, secuestrada por Hissène Habré entre el 21 de abril de 1974 y el 1 de febrero de 1977. Antes de entrar en el papel bastante penoso que desempeñé en lo que, en 1975, se había convertido en un caso que agitaba los medios de comunicación y el mundo político, recordaré brevemente su génesis, ya que es probable, en efecto, que este episodio haya sido olvidado por muchos, gracias a que su protagonista, a su regreso a Francia, hizo gala de una notable discreción.
Nacida en el seno de una familia luxemburguesa, Françoise Treinen trabajaba en Chad desde 1964. Arqueóloga, investigaba los pueblos preislámicos del desierto. Conoció a Pierre Claustre, llegado a Chad en 1969. Antiguo alumno de la Escuela Nacional de la Francia de Ultramar, dirigía la misión para la reforma administrativa, una especie de empresa de obras públicas en beneficio de las poblaciones rurales en las regiones del norte y el este de Chad afectadas por la rebelión. Pierre se enamoró de Françoise, la conquistó y se casó con ella.
El 2 de abril de 1974, murió Georges Pompidou. Francia se hallaba en plena campaña electoral cuando, el 20 de abril, Françoise Claustre se reunió con un colega alemán, el doctor Staewen, en Bardaï, un palmeral del norte donde le habían indicado la existencia de unas tumbas preislámicas. La acompañaba un joven colaborador de su marido, Marc Combe. Los rebeldes del segundo ejército del Norte, al mando de Hissène Habré, habían decidido tomar Bardaï. Su golpe de fuerza fue un éxito, pero, en la batalla, fue asesinada la esposa del doctor Staewen y fueron capturados tres rehenes: el alemán y los dos franceses.
La negociación comenzó mal. El nuevo embajador de Francia juzgó que Françoise Claustre había sido muy imprudente y, molesto con las continuas intervenciones de su marido, se decantó por esperar. Confiaba en que los rebeldes comprenderían que debían moderar sus exigencias. La reacción de los alemanes fue muy diferente. Un negociador entregó el rescate exigido por la liberación del doctor Staewen y éste abandonó Chad el 13 de junio. Françoise Claustre y Marc Combe se quedaron solos. Las exigencias de Hissène Habré se hicieron más difíciles de satisfacer: además de un rescate de veinte millones de francos y la publicación en los medios de un manifiesto político, reclamaba la liberación de treinta y dos presos políticos, a los que François Tombalbaye, que gobernaba Chad desde hacía catorce años, no quiso liberar.
La situación se agravó cuando Francia designó un negociador que había trabajado en Chad en los servicios de información y de represión, el comandante Galopin. Tras tomar contacto con Habré en julio, fue hecho prisionero por los rebeldes. Pasaría un año sin que las negociaciones avanzaran y a la vez sin que las autoridades francesas presionaran a Tombalbaye para obtener las liberaciones exigidas por Habré. Fue sólo en abril de 1975 cuando el caso dio un nuevo giro. Los rebeldes ejecutaron a Galopin, Tombalbaye murió a manos de sus adversarios, y lo sustituyó como presidente a la cabeza del Estado uno de los presos políticos cuya liberación había exigido Habré: el general Malloum.
Fue Pierre Claustre, de quien es fácil imaginar la angustia en que vivía, quien halló el medio de retomar las negociaciones sobre nuevas bases. Aprovechando la confianza que le tenía Hissène Habré, llevó a Chad a un gran periodista, Thierry Desjardins, a un brillante fotógrafo, Raymond Depardon, y a una amiga del presidente Giscard d’Estaing, Marie-Laure de Decker, para realizar un reportaje acerca de la rebelión y del único rehén que seguía en manos de los rebeldes, pues Marc Combe había logrado huir.
Françoise, que hasta entonces había hecho gala de entereza, se hundió ante aquellos nuevos visitantes, y las imágenes de su angustia y de su cólera contra las autoridades francesas que no hacían nada para ayudarla llenaron las pantallas de televisión.
Pierre Abelin, a quien acompañé a Chad antes del asesinato de Tombalbaye y que había intercedido ante éste para que liberara a los presos políticos reclamados por Habré sin conseguirlo, estaba en aquel momento profundamente perturbado. La elección de Galopin, que él había aceptado, había demostrado ser catastrófica. Uno de sus colaboradores allegados, Puissant, que se había reunido en varias ocasiones con Habré sin lograr convencerlo de que renunciara a algunas de sus exigencias, había perdido su credibilidad. Además, había animado a Pierre Claustre a mediar entre Habré y unos traficantes de armas para transformar el rescate pagado por los alemanes en ametralladoras, con los que el desconsolado marido se embarcó así en una aventura rocambolesca que debía mantenerse en absoluto secreto ante las autoridades chadianas.
Fue entonces cuando le propuse a mi ministro que me confiara retomar la negociación. Para informarme acerca del Tibesti y de las etnias que lo integran, leí el notable libro de Chapelle sobre los tubus, la tribu de Habré o, mejor dicho, de su álter ego, Goukouni, hijo del último jefe religioso de la tribu, puesto que Habré era en realidad gorano, cosa que en cierta medida disminuía su autoridad ante los rebeldes y lo obligaba a ser más exigente con Francia.
Pierre Abelin, que me consideraba un verdadero diplomático, aceptó mi oferta y me preparé para aquella nueva misión. Me tendría ocupado entre mayo y agosto de 1975, meses durante los cuales también había que llevar a cabo el informe Abelin, que debía abrir nuevas perspectivas a la cooperación franco-africana. Mis viajes a Yamena y a Bardaï fueron tan breves como era posible e incluso más furtivos que mis contactos con Pierre Claustre, cuya actividad clandestina adiviné más que conocerla. Me informé asimismo acerca de la personalidad del jefe de los rebeldes. El que se convertiría en 1979 en presidente de Chad había cursado estudios en Argel y en Francia. En su época de estudiante en París tuvo como profesor a Georges Vedel, uno de los pilares del Club Jean Moulin. Éste me prometió aprovechar una entrevista en Radio-France acerca del caso Claustre para elogiar al nuevo negociador, presentándome como creíble e influyente. Confiábamos en que Habré escuchara la radio aquella noche.
Al llegar a Yamena, me presenté al general Malloum. Mis instrucciones eran claras: obtener la liberación de Françoise Claustre a cambio de cuatro millones de francos y víveres y equipamientos varios destinados a las poblaciones bajo control de las fuerzas armadas del Norte. Quedaba la exigencia inaceptable de Habré: armas. Eso, por supuesto, quedaba absolutamente descartado.
Algo embriagado por mi aventura, fui una primera vez al Tibesti, sobrevolando en un Transall un desierto particularmente pintoresco, con enormes cubetas de fondo blanco y rocas rojas bajo un cielo profundo; luego, atravesamos el pedregal en Land Rover junto a un chófer sorprendido de conducir a un diplomático que le recitaba versos de Baudelaire, y, finalmente, fui acogido por unos «combatientes» que blandían sus kalashnikovs. En el lugar de la cita, una alfombra tendida bajo un árbol aislado sería la sede de la negociación.
Los dos primeros encuentros sirvieron de preludio: expuse mis instrucciones e insistí en hablar con el jefe. Sus jóvenes secuaces no me ocultaron que mis propuestas eran insuficientes. Los sorprendía que hubiera acudido sin maletín ni documentos. En el segundo encuentro, llevaba un maletín bajo el brazo, de bello cuero negro y con un cierre de código. Mi insistencia acabó por triunfar y se fijó una cita con los jefes de las fuerzas armadas del Norte, Hissène Habré y Goukouni. El 14 de julio de 1975 embarqué en un Transall con destino a Bardaï, por tercera vez. El Land Rover me condujo a Zoui, lugar de encuentro. Los combatientes y sus jefes se instalaron alrededor de la alfombra y comenzó la discusión.
Aquí es donde la historia se complica. Yo sabía que Habré reclamaba armas, aunque fuera una pequeña cantidad, para demostrar su valor a ojos de sus compañeros. Él, el gorano, obtendría aquello para los tubus. Yo sabía también que Pierre Claustre había fletado un DC-4 y llegado a un acuerdo con unos traficantes de armas para cargar ametralladoras en Ghana y depositarlas en Yebi-bou, la pista utilizada por los rebeldes con los que no había cesado de mantener contacto. Finalmente, sabía que la amiga de Valéry Giscard d’Estaing y sus dos compañeros se hallaban en el cuartel general de los rebeldes cerca de Yebi-bou y que el DC-4 tenía como misión oficial llevarlos de regreso a Francia. Pero no olvidaba que Paris Match acababa de publicar un desventurado suelto acerca de un DC-4 que habría despegado de Luxemburgo para llevar armas a los rebeldes chadianos. ¿De dónde había surgido aquella fuga? Jamás lo averigüé.
Con todos esos datos en mente, ¿cómo abordar la negociación? Lo que sabía acerca de Hissène Habré, principalmente a través de Thierry Desjardins, que lo había entrevistado en primavera, me incitaba a hablarle de sus ambiciones en primer lugar. El asesinato de Galopin era un hándicap muy grave: no se puede matar a un negociador. Sin embargo, Habré contaba con partidarios en Yamena y la nueva situación política, tras la muerte de Tombalbaye, debería permitirle desempeñar un papel importante en el gobierno del general Malloum, quien le debía su liberación. Naturalmente, aquello pasaba por un desenlace honorable del secuestro de rehenes, un acto altamente condenable y cuya técnica aún no se había generalizado en aquella época.
Los combatientes sentados en círculo alrededor de la alfombra nos escuchaban. Aquel al que había identificado como Goukouni estaba frente a Habré y lo observaba sin participar en el diálogo. Habré dio a entender que Galopin había sido víctima de sus marrullerías, pero no se hizo responsable de su ejecución; él también deseaba acabar. Sólo reclamaba el justo reconocimiento de la causa que encarnaba. Necesitaba dinero, equipamiento y armas. La población del Tibesti debía ser alimentada. Francia se equivocaba al dejarse manipular por un gobierno corrupto.
Con su chilaba blanca, que destacaba entre los uniformes marrones y grises de los combatientes, parecía más un intelectual que un guerrero. Se explicaba con precisión y comedimiento en un francés matizado. El diálogo tomaba forma, pero había que llegar a las propuestas. Era imposible que el gobierno francés le hiciera llegar armas. Sin embargo, el resto de sus exigencias serían satisfechas: el rescate, los víveres, los vehículos y los equipos de radio. Eran contrapartidas costosas a cambio de la liberación de una mujer de la que debía reconocer su absoluta inocencia y cuyo secuestro sólo podía entorpecer su carrera política.
Habré se alejó un instante y Goukouni se reunió con él. Cuando regresaron, mis esperanzas se desvanecieron. Sin las armas que le había prometido uno de los precedentes negociadores, no liberaría a la rehén; de hecho, de ser necesario, la ejecutaría.
En lugar de hablar con él en un aparte, cometí mi primer error. Di las informaciones adicionales de las que disponía ante los combatientes reunidos. Aquella noche, las armas adquiridas por Pierre Claustre habían sido depositadas en el cuartel general de los rebeldes. Esa parte de las condiciones exigidas se había cumplido gracias a la ayuda discreta de las autoridades francesas. Podría comprobarlo a su regreso a Yebi-bou.
La negociación cambió inmediatamente de tono. Habré pareció aliviado y hablamos de las condiciones concretas de la liberación de Françoise y de la entrega del rescate. ¿Cuándo podría tener lugar el intercambio? Todo dependía de la rapidez con la que los jefes rebeldes pudieran regresar a su base.
Para ir deprisa, necesitarían un Land Rover. Ahí cometí mi segundo error. Sabiendo que en Bardal había otro Land Rover, tomé la decisión de entregárselo a Habré a cuenta del lote de vehículos prometido a cambio de la rehén. Ese gesto mejoró singularmente el clima.
El acuerdo era el siguiente: la próxima cita tendría lugar el 24 de julio, por radio, para confirmar el intercambio de la rehén por el rescate el 1 de agosto. Nos separamos con un apretón de manos bastante digno. En cuanto llegué a Yamena, cometí mi tercer error. Recibí a periodistas y al representante de la AFP y anuncié que se había llegado a un acuerdo y que la rehén sería liberada el 1 de agosto. A los colaboradores del general Malloum les informé de mis conversaciones omitiendo voluntariamente mencionar las armas. Su escepticismo no me sorprendió, pero contaba con el secretismo que debía rodear la operación del DC-4.
Saboreé, imprudentemente, las felicitaciones del embajador y regresé a París ignorante del catastrófico desenlace de la operación montada por Pierre Claustre. El DC-4 sólo había depositado metralletas sin municiones. Cuando volvía a Ghana en busca del complemento prometido, una avería del motor lo obligó a hacer escala en Dirku, en el vecino Níger, cuyo gobierno secuestró el avión y el material del fotógrafo, y sólo permitió que se marcharan los tres periodistas. Éstos habían llegado a París furiosos: no habían podido traer nada de su reportaje sobre la rebelión.
Aún más grave: al registrar el DC-4 hallaron pruebas del cargamento de armas. Se confirmaba así el suelto de Paris Match que ya había hecho que el gobierno de Chad estuviera con la mosca detrás de la oreja. Yo aún habría podido quedar como un cándido si los servicios secretos chadianos no hubieran tenido infiltrados en la rebelión: su agente no tardó en informarlos de mi entrevista en Zoui y de la confesión que había hecho, según la cual estaba al corriente de la operación montada por Pierre Claustre con el concurso de las autoridades francesas.
A los ojos del gobierno de Chad, yo era un traidor. Bajo mano, había entregado a los rebeldes un valioso Land Rover sin obtener nada a cambio. A ojos de Habré, que pronto descubrió que las armas que le habían entregado eran inutilizables, nuestro acuerdo había quedado obsoleto. En cuanto a Pierre Claustre, estaba desesperado.
Visto desde París, el asunto era oscuro. Habré había prometido retomar contacto el 24 de julio. ¿Lo haría? Por lo menos, el avión había logrado sacar a los tres periodistas del desierto. Tal vez se pudiera seguir negociando. Se decidió enviarme de nuevo a Yamena para contemplar la posibilidad de retomar el diálogo. Al fin y al cabo, Habré quizá aún confiaba en mí y se ignoraba que Malloum estaba al corriente de mis imprudentes palabras relativas al DC-4.
Fue una estancia muy extraña en el pabellón contiguo a la residencia del embajador de Francia. Vitia, muy sensible a mi angustia, quiso acompañarme y así descubrir Chad. El ambiente estaba muy cargado: las autoridades chadianas se negaban a recibirnos. El embajador veía en mí a un cómplice de su «enemigo» Pierre Claustre. Habré no daba señales de vida. Los días transcurrían, inútiles. Contra toda verosimilitud, pensaba que Habré tendría un recuerdo positivo de nuestro diálogo y trataría de retomarlo. A Vitia la ahogaba la atmósfera de la residencia. El 1 de agosto llegó y no pasó nada. La visita a Yamena de un colaborador próximo al presidente de la República no consiguió convencer a Malloum de que me permitiera regresar a Bardaï. Era considerado persona non grata, y el tono subía en las relaciones entre Malloum y Francia.
De regreso a París, hallé al ministro desolado, amistoso pero grave en sus reproches: ¿cómo no había desconfiado?, ¿cómo había hablado tanto y tan deprisa? Cuando recibió la orden del Elíseo de apartarme de mi puesto en el Ministerio, Pierre Abelin tuvo que obedecer.
Giscard fue categórico: «No quiero ver más a Hessel en Cooperación». Había fracasado, y había comprometido las relaciones entre Chad y Francia.
Mis colegas del Ministerio consideraron que me hacían pagar muy caro mi desacierto. Pierre Abelin me concertó una entrevista con Paul Dijoud, secretario de Estado para los trabajadores inmigrados. Éste me propuso la presidencia de la Oficina Nacional para la Promoción Cultural de los Inmigrados, cuyos estatutos el gobierno acababa de aprobar. El Ministerio de Asuntos Exteriores estuvo encantado de consentir mi destino provisional e inicié una nueva fase de actividades, aunque con cierto despecho.
No podía evitar tampoco ver la imagen de Françoise Claustre y de su marido, del que sabía que se había reunido con ella en el momento en que Habré anunció que sería ejecutada el 23 de septiembre de 1975. Vi a su madre, la señora Treinen, a la que había recibido el presidente de la República y que esperaba haber convencido al mandatario de que actuara con la mayor celeridad. Estaba seguro de que, si podía reunirme de nuevo con Habré, conseguiría disuadirlo de cometer semejante acto, pero Giscard prefirió encargarle a un simpático prefecto —que años antes había tenido a Habré como becario— la misión de ir a Yebi-bou con un importante rescate, lo que salvó temporalmente a Françoise. Desgraciadamente, el prefecto Morel no recibió autorización para hablar conmigo. Pierre Claustre estaba en manos de los rebeldes. Así que discutió con Habré desde la absoluta ignorancia. El presidente de las fuerzas armadas del Norte aceptó el rescate, pero, con el pretexto de que yo le había prometido armas, se negó a liberar a la rehén. Françoise y Pierre permanecieron aún dieciocho meses en el Tibesti, mientras los rebeldes dudaban entre proseguir los combates o iniciar un acercamiento a Gadafi.
No fue hasta finales de 1976 cuando pudo comenzar una negociación gracias a la mediación de Guy Georgy, embajador de Francia en Trípoli. Goukouni, que se había separado de Habré, decidió liberar a los esposos. Cuando me visitaron en París, en marzo de 1977, me llevé la sorpresa de constatar que me guardaban simpatía. Aún admiro su coraje y su discreción.
Naturalmente, cuando Habré se convirtió en primer ministro y luego en presidente del gobierno de Chad, numerosos colegas me preguntaron cómo era aquel hombre. ¿Qué podía decirles? Las dos horas pasadas con él en pleno desierto me arrojaban poca luz sobre su personalidad. Y, sin embargo, habían desempeñado tamaño papel en mi vida que extrapolaba con osadía y dibujaba de él un retrato minucioso y decisivo. Así es la memoria. Lo que prefiere rechazar desaparece rápidamente. Tal vez suceda lo mismo con este relato del caso Claustre hecho veinte años después.
Entre mis interlocutores acerca de este caso, ocupaba un lugar destacado Laurent Marti, delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), quien, antes de emprender con un coraje excepcional una serie de peligrosas misiones en Chad, se puso en contacto conmigo a mi regreso de Yamena. ¿Qué cabía pensar de los rebeldes? ¿Cómo explicar la política de Francia en Chad? Desde el primer momento, nuestra relación fue muy cordial, y nunca ha dejado de serlo. En su agradable casa de campo en los alrededores de Ginebra, mantuvimos discusiones apasionadas. Tras llevar a buen puerto el gran proyecto al que se había consagrado a lo largo de los años ochenta —construir y animar un museo de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja al pie de un altozano frente al Palacio de las Naciones—, me invitó a dar una conferencia acerca de la experiencia de los campos de concentración. El lugar, que contiene testimonios emocionantes de los horrores de todas las guerras y de la infatigable acción del CICR, se prestaba a ello particularmente: ¿el comité había fallado en su misión al dejarse engañar por los nazis y al no desvelar las exacciones mortíferas de los campos? Isabelle Vichniac, en su libro sobre el CICR, se había planteado la pregunta, y hablábamos del tema con Marti con total libertad. ¿A qué conclusión cabía llegar? ¿Que las instituciones, incluso las más válidas, son falibles? ¿Que el propio Henri Dunant, admirable fundador de la Cruz Roja, había acabado su vida en la miseria, y que por lo tanto en la Tierra no hay lugar para la justicia? Mi convicción, hasta ahora inquebrantable, de que nuestra especie sólo plantea los problemas que es capaz de resolver y que todo cuanto nos indigna nos pone en el camino de un mundo menos inaceptable es contraria a la de Laurent Marti. Él veía la aventura humana como una carrera hacia el abismo, o mejor como una marcha firme y decidida hacia un ineluctable desenlace: la desaparición de nuestra especie, relevada sin duda por otras a las cuales el eterno movimiento de la naturaleza reservaba la siguiente plaza. Marti no estaba enfadado por ello. Le parecía más bien que ya era hora de que nuestro ciclo acabara, tras haber producido tantas catástrofes. Yo sabía que esas tomas de posición jamás lo habían apartado de un compromiso sin reservas en la acción humanitaria. Pero demostraba su tesis con tanto humor que yo sentía que perdía el tiempo tratando de convencerlo de nuestra responsabilidad como humanos diferentes de los demás componentes del mundo natural. Simplemente habría debido incitarlo a leer el libro de Edgar Morin Tierra-patria, que me parece que contiene el análisis más completo de las misiones a las que nos debemos y de las que no podemos sustraernos.