LONDRES EN TIEMPOS DE GUERRA

La Francia Libre[18], en el momento en que conseguí unirme a ella, a primeros de mayo de 1941, hacía gala de una rica pretensión simbólica frente a una realidad material muy pobre. Los que se unían a ella, convencidos de que era el embrión de la Francia del mañana, no sospechaban la debilidad de sus efectivos. La mayoría de los combatientes que se hallaban en Inglaterra en el momento del armisticio —sobre todo en el ejército de tierra y en la marina, algo menos en la aviación— optaron por regresar a Francia. Los políticos e intelectuales exiliados en Gran Bretaña o Estados Unidos, que eran libres para elegir, se disociaron mayoritariamente de la misión que Charles de Gaulle asignaba a cuantos no aceptaban la derrota.

En mayo de 1941, éramos tan poco numerosos que cualquier recién llegado, por modesto que fuera su grado, tenía la oportunidad de ser presentado a nuestro jefe. Así, poco tiempo después de mi incorporación a una unidad de infantería estacionada en Camberley, al sudoeste de Londres, fui invitado, junto a Louis Closon, que también acababa de llegar a Inglaterra, a almorzar en el hotel Connaught, donde el general De Gaulle residía con su esposa. Estaba emocionado ante aquel honor. Sobreponiéndome a mi timidez, me hice portavoz de la admiración que los estudiantes, los normalistas en particular, sentían por su compromiso al lado de los Aliados, y su mayoritario rechazo a la opción contraria, la del mariscal. Exageré a propósito. Pero sobre todo miraba y escuchaba. Quería comprender por qué acusaban a aquel general rebelde que había salvado nuestro honor de tratar de hacerse con el poder, de renegar de la III República, incluso de soñar con una Francia monárquica y autoritaria. Nada lo justificaba en su comportamiento: ni su cortesía, ni su lenguaje, ni sus preguntas. Percibí la tensión que su voluntad de encarnar a Francia imponía en sus relaciones con las autoridades británicas, pero hablaba de ello sin resentimiento, como si se tratara de un hecho previsible y que podía salvarse.

Aquel cuerpo alto y torpe, aquel rostro que no dejaba entrever emoción alguna, aquella rudeza física quedaban compensados por su manera de expresarse, más literaria que militar, que facilitaba el contacto. La señora De Gaulle, por su lado, mantenía una reserva que no invitaba a salirse de las estrictas reglas de urbanidad.

Ése fue mi único encuentro privado con el general durante esos años de guerra. La imagen de ese jefe joven y orgulloso quedó grabada en mi memoria. Resurge tras los retratos más majestuosos o taimados que marcan las etapas ulteriores de su larga carrera, algunas de las cuales me irritaron más que me sedujeron.

Sólo permanecí unas semanas en Camberley. Allí había únicamente franceses, todos a la espera de destino en una unidad de combate. Eran patriotas, orgullosos de haber huido de un país que se había retirado ignominiosamente de la guerra, conscientes de los peligros a los que se enfrentaban al dejar suelo francés para hollar el del único país que resistía solo frente a la temible potencia de una Alemania victoriosa en todos los frentes. Habiendo hecho esa elección en nombre del honor, tenían prisa por demostrarse a sí mismos que sabrían mostrarse dignos del mismo. El ambiente de aquel campo, cuyos reducidos efectivos se renovaban al ritmo de las llegadas desde Bretaña o desde España, estaba impregnado de una mezcla de altivez y de humor que contrastaba con mis recuerdos del ejército francés en los Vosgos, desmoralizado y avergonzado.

En el refectorio de Camberley conocí a dos camaradas cuya amistad contaría mucho a lo largo de mi vida: Tony Mella y Daniel Cordier. Con el primero se estableció una especie de fraternidad basada en el juego, el manejo de las palabras, el distanciamiento respecto a los acontecimientos, la utilización simultánea de ambas lenguas, inglés y francés, que puntuaban con risas nuestras conversaciones. Pronto decidimos que él era un gran pintor y yo un gran poeta, y que entre los dos debíamos inaugurar una nueva era de la expresión artística. La guerra, que había que ganar lo antes posible, no era más que un lamentable intermedio que, sin embargo, sabríamos utilizar para evitar caer de nuevo en las naderías anteriores y liberar por fin a la humanidad de su insoportable conformismo. «El lobo saldrá del bosque», era el dicho enigmático de Tony Mella, y, con un guiño cómplice, le atribuíamos un significado profético.

Más profundas y mucho más duraderas fueron las consecuencias de mi encuentro con Daniel Cordier. Este patriota de diecinueve años había llevado con él, en un barco que había partido de Bayona unos días después del armisticio, a media docena de camaradas exasperados ante aquel gesto de impotencia y de cobardía. Compartían su desprecio hacia los dirigentes de la III República que habían llevado a Francia a su ruina. De inmediato me sedujo el fervor juvenil de aquel chico. Compartimos la exultante aventura de la Francia combatiente, y cuando nos encontramos de nuevo en el verano de 1945 teníamos recuerdos muy parecidos de aquella época. Con la llegada de la paz, nuestros caminos se separaron, se reunieron o se cruzaron, y de etapa en etapa nuestra amistad sin tacha no hizo más que reforzarse.

En Camberley también me encontré con un antiguo condiscípulo de la Escuela Alsaciana, Christian Fouchet, que veinte años más tarde sería ministro de Educación Nacional. Me convenció para seguir su ejemplo y alistarme en la aviación. Las Fuerzas Francesas Libres necesitaban, sobre todo, aviadores. Ello contribuiría a que pudiéramos participar en los combates futuros.

Alistado en las Fuerzas Aéreas Francesas Libres (FAFL), en junio de 1941 conseguí que me admitieran para seguir la formación en la Royal Air Force, no para formarme como piloto, cosa que por supuesto habría preferido, sino como navegante, pues la necesidad era más urgente en esa especialidad. Nueve meses de entrenamiento intensivo, en el ambiente caluroso y amistoso de las bases de la RAF, con un grupo de quince jóvenes de la Francia Libre y un veterano, me permitieron acceder a la cualificación de air observer y lucir en mi uniforme una única ala gris sobre fondo azul. Entre junio de 1940 y junio de 1941, los Aliados no habían hecho mella en la arrogancia de la Wehrmacht. Por lo menos, la RAF había logrado hacer fracasar la invasión de Gran Bretaña y había ganado la batalla de Inglaterra. Un poco de su prestigio nos irradiaba a nosotros, que no habíamos hecho nada. Eran los Spitfire los que habían derrotado a la Luftwaffe y sus Messerschmitt. Nuestros futuros Blenheim, cuando por fin hubiéramos acabado nuestra formación, tendrían como misión bombardear objetivos militares en el continente, principalmente en Francia, cosa que por supuesto provocaría problemas de conciencia.

El veterano de nuestro equipo, el comandante Livry-Level, un aventurero que había mentido acerca de su edad para ser autorizado a volar, nos hablaba de su finca en Normandía, que ansiaba poder sobrevolar, de las precauciones que teníamos que tomar para no causar víctimas civiles y de su participación en la primera guerra mundial. Era el blanco perfecto para la ironía y para el afecto. Otro teniente normalista, Antoine Goldet, al que volvería a encontrar trece años después en el entorno de Pierre Mendès France, era el contrapeso a aquella exuberancia. Ante cualquier cosa que se dijera daba muestras de una soberana indiferencia: «hacer esto o escardar cebollinos» era su fórmula predilecta, cosa que no le impedía tener prisa por estar en el teatro de operaciones.

Comenzamos nuestra formación en una base cercana a Escocia, Millom, en Northumberland. La completamos en Gales, no lejos de Cardiff. No tenía problema con la teoría y me interesaba la lectura de mapas, tarea esencial del navegante. Me inquietaba más el manejo de los aparatos, puesto que siempre había tenido respeto a la mecánica.

Pasar nueve meses en tiempos de guerra en los campamentos de la Royal Air Force lo marca a uno para toda la vida. La atmósfera reinante se caracterizaba por la profesionalidad y la modestia, nada que ver con las caricaturas, como la de Danny Kaye en La vida secreta de Walter Mitty, que resaltan la soberbia o un heroísmo afectado. La naturalidad con la que nuestros camaradas ingleses vivían la perspectiva del peligro sin dejar de saborear los momentos de descanso nos parecía ejemplar. Y estaban luego las WAAF (Women Auxiliary Air Force), rubias inglesas que se ocupaban de las tareas administrativas. Se dejaban cortejar con tanta amabilidad que llegábamos a creer que se habían encaprichado de nosotros.

Sólo tuve miedo una vez, cuando el avión con el que aprendíamos a navegar se perdió sobre un bosque y el joven piloto, que no tenía experiencia, nos advirtió que se veía obligado a aterrizar el aparato en algún lugar entre las ramas. En esos momentos uno se da cuenta de que un avión es un objeto aparatoso y que en los bosques no siempre hay claros. ¡Uf! Fue un aterrizaje acrobático, pero lo logramos.

En marzo de 1942 obtuve el título de navegante que me permitiría entrar en una escuadrilla de las Fuerzas Aéreas Francesas Libres —unos meses más tarde serían rebautizadas como Fuerzas Aéreas Francesas Combatientes—, probablemente en el grupo Lorena, donde me codearía con Pierre Mendès France. Pero en ese momento intervino mi amigo de Camberley, Tony Mella.

En junio de 1941 Tony Mella había descubierto el partido que podía sacar de su bilingüismo y aceptó servir en aquello que, en el Estado Mayor de la Francia Libre, tomaba la forma de una segunda oficina, que pondría a disposición del Estado Mayor británico las informaciones que nuestros compatriotas pudieran obtener. Ya en el verano de 1940, el general De Gaulle le había encargado a André Dewavrin, un joven comandante politécnico recién regresado de Noruega, que pusiera en marcha dicho servicio. En el otoño, Dewavrin, que había adoptado el nombre de Passy y contaba con el apoyo de André Manuel —un oficial de más edad con numerosos contactos en Francia en el mundo de la empresa—, comenzó a organizar el envío a Francia de agentes de información. Tony Mella se había incorporado en 1941 a lo que aún no era más que un pequeño equipo, pero cuya tarea era una de las más importantes entre británicos y franceses libres.

El papel de ese servicio, que en mayo de 1941 había adoptado el nombre de BCRA (Oficina Central de Información y Acción), ha sido analizado con más o menos prejuicios por todos los historiadores de la segunda guerra mundial. Tenía que gestionar las complejas relaciones entre el Estado Mayor británico —que proporcionaba los medios materiales necesarios para la acción en Francia—, el general De Gaulle —deseoso de conservar el control de aquella operación— y los múltiples y a menudo muy diversos responsables de la Resistencia. No se han dejado de mencionar las fricciones entre la BCRA y los jefes de los movimientos de liberación nacional que dependían de Londres para recibir armas, dinero, medios de comunicación… e instrucciones: siempre demasiado poco de lo primero y demasiado de lo segundo.

La BCRA tenía como función arbitrar las peticiones, convencer al Estado Mayor de la legitimidad de éstas y frenar las veleidades de independencia de unos y otros. Las peripecias a menudo dramáticas de este capítulo de la guerra fueron expuestas con enorme claridad por Daniel Cordier en su obra consagrada a Jean Moulin. La BCRA hizo participar a Cordier en un curso de paracaidismo y en otro de operador de radio, y se reunió con Jean Moulin, convertido en el «apoderado» del general De Gaulle en Francia. Hasta su detención en Caluire, fue uno de sus más próximos colaboradores, y luego, treinta años más tarde, se convertiría en su infatigable y minucioso biógrafo.

La historia ha analizado mucho menos el trabajo llevado a cabo por otra sección de la BCRA, la que tenía como misión recoger las informaciones descubiertas por nuestras redes en beneficio del Estado Mayor británico. Era el papel de la sección R, al mando de André Manuel y en la que Tony Mella, que se había convertido en su primer colaborador, me propuso incorporarme en marzo de 1942.

Era ahí, me dijo, donde se preparaba, con gran secretismo, la acción que nos permitiría recuperar nuestro país. El espionaje era el arma más eficaz en aquel tipo de conflicto. No había que dar pruebas de coraje, cosa que, afirmaba Mella, estaba al alcance de cualquier imbécil, sino de sutileza. Rodeaba sus explicaciones con un halo de misterio: no me lo podía contar todo hasta que yo hubiera aceptado. ¿Me enviarían a la Francia ocupada? No me lo podía prometer, pero daba a entender que eso dependería de mí.

Así llegué a una oficina de Saint James’s Square y fui presentado a Passy y a Manuel, quienes durante dos años serían los personajes centrales de mi universo profesional. Su amistad, que acabó dramáticamente tras la Liberación, era para nosotros un signo de buen augurio. Eran dos personalidades complementarias. El primero era de hielo, hecho que interpretábamos como la prueba de su lucidez y rigor. El segundo era todo encanto. Como yo, sabía de memoria «El cementerio marino» de Paul Valéry, y ello nos llevaba a entablar justas poéticas.

Un nuevo agente se inicia etapa tras etapa en las actividades de un servicio especial como la BCRA. En un primer momento, fui informado de las operaciones en curso y me sumergí en los dosieres de las redes de información en contacto con la sección R.

A diferencia de la acción militar —sabotaje, constitución de grupos armados, luego maquis— y de la acción política —prensa clandestina, propaganda patriótica, constitución de movimientos de resistencia—, la información vivía discretamente. Nuestros agentes sólo pasaban a la clandestinidad si habían sido descubiertos. Se movían entre la población francesa como los célebres peces en el agua. A nuestros socios ingleses, que eran los destinatarios de las informaciones recogidas, les costaba acostumbrarse a nuestros métodos. Sus servicios, en particular las redes controladas por el coronel Buckmaster, utilizaban a espías profesionales, a menudo veteranos del Servicio de Inteligencia, formados en la clandestinidad. Los nuestros daban por sentado que sus compatriotas no los traicionarían. Así pues, no había que dejarse descubrir por los alemanes, el Abwehr, la Gestapo, el Sicherheitsdienst. En los servicios franceses, los de Vichy, en la policía o entre los ferroviarios, sin embargo, era posible encontrar aliados, patriotas. Los resultados que obteníamos confirmaban a menudo el valor de nuestros métodos y nos concedieron una autoridad real ante los grandes jefes de la inteligencia militar británica. Si el Estado Mayor aliado siempre fue escéptico acerca del papel militar que podría tener, llegado el momento, el ejército secreto alimentado por los movimientos de resistencia, pronto reconoció que era una gran ventaja que agentes de la BCRA recogieran datos fiables acerca del dispositivo enemigo en territorio francés: fuerzas armadas, movimientos de tropas, bases navales, planes estratégicos, empresas de equipamientos, existencias de municiones y material de todo tipo.

Mi primer «cliente» fue, en la primavera de 1942, Christian Pineau, que había podido llegar a Inglaterra poco después de mi entrada en el servicio. Dado que debía regresar muy pronto, tuve que explicarle apresuradamente a él las reglas de base del funcionamiento de una red de información. Nos fundábamos en la experiencia acumulada por las primeras redes gestionadas por la BCRA, la Confrérie Notre-Dame, obra de Gilbert Roulier, alias Rémy. Las «instrucciones» con las que Pineau regresaba a Francia contenían códigos, mensajes en la BBC, criterios para la detección de terrenos destinados a operaciones aéreas, objetivos prioritarios para la recopilación de informaciones de valor militar y consignas de seguridad. Con cierta presunción, nos tomábamos por profesionales del espionaje.

Pero nuestras bajas eran muchas, demasiadas. Nuestros agentes cometían a menudo imprudencias y nuestras redes no eran suficientemente estancas. La Gestapo se infiltraba en ellas. Los servicios franceses, con cuyo patriotismo esperaban poder contar nuestros agentes, se decantaban a menudo por la colaboración.

Y algunos puntos de nuestro dispositivo eran muy frágiles. Para hacer llegar a Londres las informaciones recogidas con urgencia, nuestras redes empleaban operadores de radio formados en Inglaterra y enviados a Francia con sus emisoras y sus cuarzos. Cualquier emisión demasiado larga podía ser detectada por la goniometría alemana. Fue entre esas radios donde las detenciones fueron más numerosas y contagiosas. Para recoger los correos de las redes, hacerles llegar instrucciones, material o dinero, había que organizar operaciones aéreas, lanzamientos en paracaídas o aterrizajes. A tal fin había que localizar terrenos, balizarlos y observar el momento propicio del ciclo lunar. La Gestapo podía aparecer en cualquier momento, la operación se podía ir al traste o el Lysander podía ser derribado por la defensa antiaérea. ¿Cómo sobrellevábamos esos contratiempos, instalados en nuestros despachos de Saint James’s Square y luego de la calle Duke, en una capital británica ampliamente a salvo de los bombardeos entre el final del Blitz en la primavera de 1941 y los primeros cohetes V-l y V-2 en la primavera de 1944? Me cuesta responder a esa pregunta a posteriori. Sin duda aceptábamos esa enorme diferencia entre nuestra seguridad y los riesgos que corrían nuestros camaradas en Francia pensando que nosotros tomaríamos el relevo. Mientras, hacíamos gala de un humor macabro. Tony Mella había inventado para nuestro trabajo la expresión «Teste y Colombe, sepultureros a presión». Teste era yo, que le recitaba Valéry a la hora del bocadillo; Colombe era el pintor émulo de Picasso.

Durante los últimos días de octubre de 1942, desembarcó, en el apartamento de solteros que compartía con Tony Mella y Guy Dubois en Courtland Square, un joven oficial estadounidense que se presentó como un amigo neoyorquino de Vitia y me anunció que ésta pronto llegaría a Londres. Venía en un barco mercante que viajaba con un convoy y no tardaría en llegar a Liverpool. Durante toda la velada, Patrick Waldberg, que era norteamericano por su uniforme pero muy parisino en su discurso, me dibujó un retrato vivido y contrastado de la existencia que Vitia y sus padres llevaban desde su llegada a Nueva York, hacía ya dieciocho meses. Luego se marchó, tan misteriosamente como había llegado. Poco después supe que se había ido al norte de Africa para participar en el desembarco aliado.

Desde hacía un año, Vitia trabajaba como periodista en La Marsellaise, donde Geneviève Tabouis la había acogido, y frecuentaba los medios literarios, artísticos y universitarios del exilio. La colonia francesa de Nueva York, muy variopinta, se hallaba dividida políticamente. Por un lado, estaban los gaullistas ardientes de la asociación France Forever, presidida por Henri Laugier y que contaba en sus filas con Claude Lévi-Strauss, Geneviève Tabouis, François Quilici y Boris Mirkine. Éstos habían aguardado con impaciencia la entrada de Estados Unidos en la guerra, que daban por descontado que beneficiaría al jefe de la Francia Libre. Por otro lado, había un buen número de personalidades de la III República, reunidas en torno a Alexis Léger —antiguo secretario general del Quai d’Orsay[19], cuyo seudónimo literario era Saint-John Perse— y a Camille Chautemps. Éstos alertaban al presidente Roosevelt contra el impredecible Charles de Gaulle. Patrick Waldberg, que resultó ser amigo de André Breton y de Marcel Duchamp, me explicó con una buena dosis de humor las intrigas urdidas por la Oficina de Información de Guerra estadounidense para fichar las contribuciones retóricas de las grandes voces del surrealismo.

Aguardé angustiado la llegada de Vitia, conocedor de los peligros que suponían los submarinos alemanes para los convoyes como el suyo. Por fin, el 9 de noviembre, los ingleses me informaron de su presencia en la Escuela Patriótica Real Victoria, y fui corriendo a buscarla a aquel lugar en el que yo había pasado seis semanas y donde ella sólo tuvo que esperar tres horas. Su convoy había perdido nueve de los veinticuatro buques con que contaba al partir. Vivió el paso del clima apacible de Nueva York al de una marina mercante británica que se enfrentaba a la guerra con sobriedad y profesionalidad. «¡Qué lección!», dijo.

Reencontrarme con Vitia, gozar con ella del ambiente excitante del Londres de la guerra, compartir con ella la sociabilidad inglesa y la incomparable camaradería de la Francia combatiente era una exquisita forma de felicidad. Los recuerdos de entonces son resplandecientes. Desde nuestra boda, habíamos pasado más meses separados que juntos. Fue en Londres donde realmente aprendimos a convivir. Ella era el enlace entre la BCRA y el Comisariado del Interior, cuyos responsables permanentes eran Georges Boris y Jean-Louis Crémieux-Brilhac, aunque también contaba con comisarios más efímeros: primero Diethelm, luego André Philip y más tarde Emmanuel d’Astier de La Vigerie. Georges Boris se convirtió en uno de mis mejores amigos. Esa amistad nos acercó a Pierre Mendès France, que venía a almorzar al estudio de la calle Kinnerton donde nos habíamos instalado. Explicaba con mucha gracia su evasión de la cárcel de Clermont-Ferrand y las peripecias de su viaje a Londres.

Mendès estaba impresionado por la gestión rigurosa y equitativa de la Inglaterra en guerra, obra notable del ministro de Avituallamiento, lord Woolton, a quien admirábamos casi tanto como a Winston Churchill. En la época en que, en la Francia de Vichy, el mercado negro florecía y se codeaba con la más lamentable penuria, los ingleses inventaron el spam, un extraño sustituto del jamón, acerca del cual Pierre Dac bordaba unos versos muy chistosos.

Mi trabajo en la sección R de la BCRA no se limitaba a la información. Había una sección de contraespionaje, objeto particular de la suspicacia de los servicios británicos, que estaba a cargo de Roger Wybot y Stanislas Mangin; una sección de acción militar y sabotaje, que dirigía Scamaroni y luego Lagier, y una sección de acción política, que Passy había confiado a Louis Vallon y que daba directivas a los movimientos de liberación nacional. Dado que Vitia era el enlace entre la BCRA y el Comisariado del Interior, yo estaba al corriente de los problemas que surgían en ese terreno. Nos divertíamos con las rivalidades y ambiciones de los jefes de esos movimientos, y veíamos sus conflictos con la mirada socorridamente irónica que desde los «despachos» se dirige a los actores que están sobre el terreno.

La llegada a Londres de Pierre Brossolette comportó una profunda reorganización de la BCRA, pues situó entre Passy y la sección R a ese normalista fogoso e irresistible que había conquistado al jefe de la BCRA y eclipsado la influencia sin duda más ponderada de André Manuel.

El papel desempeñado por Brossolette en la movilización y la unificación de los movimientos de resistencia ha sido analizado por los historiadores de la guerra, que han remarcado las divergencias entre su visión y la de Jean Moulin. Para nosotros, en la calle Duke, su presencia era particularmente roborativa, su convicción contagiosa y su sonrisa, lanzada por encima del hombro cuando se marchaba de la oficina, inolvidable.

Con su esposa Gilberte temblábamos cada vez que se marchaba a Francia. La última de las dos misiones cruciales en las que acompañó a Passy acabó con su detención. Delatado por una mecha blanca rebelde al tinte, se supo desenmascarado y se arrojó por una ventana. Su personalidad seductora y compleja y su ambicioso patriotismo han quedado grabados para siempre en mi memoria.

Sin embargo, quien mejor había adivinado la estrategia que había que llevar a cabo para conseguir el apoyo decisivo de la Resistencia al general De Gaulle era Manuel: había que apoyar a Jean Moulin.

A finales de 1943, una parte importante de nuestro servicio fue transferida a Argel, donde entonces tenía su sede el Comité Francés de Liberación Nacional. Tony Mella fue destinado allí. Al separarnos, me insistió en que no jugara a ser un soldadito y me quedara en Londres hasta el desembarco aliado, que presumíamos próximo. Eso era subestimar la determinación que nunca había perdido. Conseguí que su sucesor, Fleury, cuyo alias era Panier, nuevo jefe de la sección R, me enviara en misión para reunirme con los jefes de las redes y examinar con ellos un plan de reorganización de nuestros enlaces por radio. En efecto, la inminencia del desembarco permitía prever que se producirían rupturas en los ejes de comunicación entre París, Lyon, Marsella y las demás regiones de Francia. Los mensajes urgentes que deberíamos hacer llegar al Estado Mayor a medida que progresara el avance aliado ya no podrían transitar, sin retrasos peligrosos, por esas tres ciudades donde estaban instalados la mayoría de los emisores. Era necesario, por ese motivo, dispersarlos por todo el territorio con el consentimiento de los responsables de las redes a las que pertenecían.

Vitia comprendía perfectamente mi necesidad de hallarme sobre el terreno. Fue autorizada excepcionalmente a acompañarme a la casa de campo ultrasecreta donde el comandante Bertram y su pelirroja esposa alojaban a los agentes antes de partir a Francia. Pasamos allí tres días esperando una luna favorable. No trataré siquiera de expresar con palabras lo que significó para nuestra vida de pareja ese paréntesis fuera del tiempo medido, fuera del recorded time de Macbeth.

Finalmente, una noche de finales de marzo de 1944, me subí a un Lysander ligero y frágil que me depositó sin mayores problemas en un terreno bien balizado a unos kilómetros de Saint-Armand-Montrond en el Cher. Diez minutos después, el aparato partía de nuevo, llevando a bordo a Louis Marin, que se sumaba a la Francia combatiente. Por una de esas coincidencias que no puedo evitar el placer de dejar por escrito, tras la muerte de este político conservador se fijó una placa en su honor en la fachada del inmueble del número 95 del bulevar Saint-Michel, donde vivimos de 1955 a 1983 y que hoy ocupan dos de nuestros hijos.