ASIA

En la primavera de 1993 fui invitado a pasar una semana en Taipéi para entrevistarme con las autoridades de Taiwán acerca de los métodos y técnicas de la ayuda pública al desarrollo. Esa dimensión de la diplomacia que practicaban todas las potencias industriales intrigaba visiblemente a esa nación de ambiguo estatuto. Ya no era, desde hacía veinte años, la representante internacional de China (su cometido entre 1949 y 1972), pero reivindicaba su lugar, rechazado por Pekín, como socio de pleno ejercicio de los países en desarrollo, no sólo del Pacífico sino también del sur de Asia, de África e incluso de Latinoamérica. Al disponer de una de las más importantes reservas de divisas del mundo, Taiwán se preguntaba qué uso hacer de éstas para reforzar su estatuto. Acepté aquella invitación con mayor satisfacción aún, pues, a los setenta y cinco años de edad, lamentaba no conocer la civilización china tras haber rechazado, cuarenta y siete años antes, mi puesto en Chongqing por el de Nueva York.

Éramos una docena quienes nos encargábamos de esa particular pedagogía diplomática consistente en exponer con la mayor objetividad posible los procedimientos desplegados por nuestras instituciones respectivas: Banco Mundial y ayuda norteamericana, japonesa, escandinava, británica y francesa. Nuestros anfitriones nos instalaron en un hotel en el centro de la ciudad, a la misma distancia del mausoleo de Sun Yatsen y del aún más monumental del mariscal Chiang Kaishek. Guiado por un taiwanés, vicepresidente del Banco Mundial, a través de los barrios más animados de Taipéi, olisqueé el perfume de China. Ahí estaba, traída del continente por los dirigentes del Kuomintang que habían trasladado los tesoros de Pekín y los exponían en el importante museo de arte y arqueología. En una amplia sala se hallaban, alineadas a lo largo de cuatro paredes y en dos niveles, abajo las etapas de la civilización china a partir del tercer milenio antes de nuestra era y arriba las obras del resto del mundo en las épocas correspondientes. A la majestuosidad de la parte de abajo se oponía el cajón de sastre de la parte superior.

Al caer la noche, nuestro guía nos hizo visitar uno de esos templos de techos graciosamente curvados donde se celebraban rituales y espectáculos con música y volutas de incienso. Luego atravesamos una galería llena de tenderetes de vivos colores. Algunos estaban ocupados por encantadores de serpientes venenosas que las asían con pasmosa destreza, las despellejaban con un rápido gesto y les extraían la sangre, reputada por sus virtudes afrodisíacas.

Otra noche me aventuré solo por los callejones más estrechos y llegué a una modesta pagoda florida y decorada con estatuillas multicolores de la que emanaba un calor tranquilizador. Me vinieron entonces a la memoria las imágenes de mi juventud en Asia, los dos años pasados en Saigón, con Vitia y dos de nuestros hijos, imágenes que trataré de evocar mientras no se hayan desvaído.

Pierre Mendès France había abandonado Matignon y yo debía encontrar un nuevo puesto. Aspiraba a abandonar París, aquella ciudad que se había comportado mal con nuestro gran hombre, y Henri Hoppenot me propuso acompañarlo a Vietnam, adonde había sido enviado, un año después de los acuerdos de Ginebra, con la misión imposible de hacer aplicar sobre el terreno los compromisos suscritos por las partes: preparar la unificación de Vietnam y hacer desaparecer la frontera artificial y transitoria del paralelo 17, organizando en ambas zonas elecciones democráticas de las que surgiría un gobierno de unidad nacional.

¿Quién creía aún en ese esquema? Seguramente no la familia de Ngo Dinh Diem, que monopolizaba el poder en Vietnam del Sur, ni el gobierno de Estados Unidos, donde John Foster Dulles proclamaba la política de rollback en la que había enrolado a los Estados miembros de la Organización del Tratado del Sudeste Asiático, mediocre equivalente asiático de la OTAN. Ni siquiera el gobierno francés, que, a pesar de sus habituales veleidades de independencia respecto a las tesis estadounidenses, se mostraba poco fiel a las orientaciones de Pierre Mendès France. Para que fuera creíble ese enfoque, el único capaz de conseguir una solución pacífica y humanitaria en aquella península ya duramente castigada por ocho años de guerra, habría sido necesario desplegar una diplomacia enérgica, vencer las resistencias de Moscú y utilizar más hábilmente la sutileza de Zhou Enlai.

El embajador francés, Henri Hoppenot, habría deseado hacer triunfar esa diplomacia. Era un hombre de gran cultura, excelente conocedor del arte moderno, en lo que coincidía con Henri Laugier. (Siempre he tenido la suerte de codearme con fervientes amantes de la pintura). Su esposa Hélène era tan cultivada como él y, además, una excelente fotógrafa. Mi madre era amiga de la pareja y nos allanó el encuentro. Me trató ya de entrada con una especie de afecto paternal al que yo era muy sensible. Cuando aterrizamos, en julio de 1955, en el aeródromo de Tan Son Hut, dirigió una mirada a los franceses que habían ido a recibirnos y me dijo esta frase: «Demasiados galones, tendremos que deshacernos de eso…».

El nombramiento de Hoppenot en Saigón coronaba una gran carrera diplomática iniciada bajo la tutela de Alexis Léger, de quien conservaba cartas admirablemente caligrafiadas. Su último puesto antes de Indochina fue el de embajador ante las Naciones Unidas en Nueva York. Me encontré con él en la Asamblea General de 1954, ante la que Pierre Mendès France expuso la posición de Francia. Hoppenot dominaba a la cohorte de consejeros que gravitaban alrededor de Mendès France. Me impresionó por su obstinación en preservar el equilibrio de un texto al que cada uno quería aportar su grano de arena. Mendès, que confiaba mucho en él, ya había intuido, tras los acuerdos de Ginebra, que lo antes posible podría suceder al general Ely en Saigón, con los títulos de alto comisario y embajador extraordinario, que le conferían una especie de autoridad oficiosa sobre nuestros representantes en Nom Pen y Vientián.

Henri Hoppenot no estaba acostumbrado al altivo recibimiento del presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dinh Diem. Éste, ya lo sabíamos, detestaba a Mendès France, repudiaba los Acuerdos de Ginebra, reprochaba a Francia haber abandonado a los católicos del Norte en manos del régimen comunista y no contaba más que con los estadounidenses para consolidar su poder y evitar la unificación del país.

Para contrarrestar su francofobia y mantener cierta presencia francesa, nos quedaban pocas cartas. No podíamos apoyar decentemente a sus adversarios políticos, las «sectas» Cao Daï y Hua Ho —minoritarias e implantadas de manera muy local, adeptas de una religión sincrética y mágica, más tunantes que creyentes—, ni tampoco a los budistas, que diez años más tarde alzarían cabeza y minarían al régimen, pero a los cuales la guerra había reducido a la clandestinidad. Ngo Dinh Diem estaba más interesado por nuestras plantaciones de heveas y por nuestras cervecerías y heladerías, y se daba cuenta de que no tenía que meter prisa. Sin embargo, nuestros liceos laicos y republicanos, a los que el agregado cultural de la Embajada había bautizado maliciosamente con los nombres de Colette y Jean-Jacques Rousseau, lo aterrorizaban, igual que a su hermano, el obispo (y pronto cardenal) Ngo Dinh Tuc.

Los Acuerdos de Ginebra, minuciosamente redactados por los negociadores, nos daban derechos patrimoniales importantes, incluidas edificaciones construidas por y para la guerra, a diferencia de las financiadas por el Estado asociado bajo la autoridad de Bao Dai. Entre éstas, el Arsenal, el palacio de Gia Long —uno de los más importantes de Saigón— y muchos otros edificios demasiado visibles. Nuestro jurista, que había vivido en Hanói y luego en Saigón los últimos años antes de Dien Bien Phu, era Jean-Jacques de Bresson. Conocía al dedillo las implicaciones de los textos firmados y defendía nuestros derechos con firmeza. La obstinación del gobierno de Ngo Dinh Diem, sin embargo, hacía que la negociación patrimonial fuera frustrante.

El equipo de la Embajada de Francia tenía la cualidad de saberse manejar en los momentos difíciles, cuando uno debe recurrir a la ironía y a veces al sarcasmo. Henri Hoppenot nos lo permitía y mantenía la dignidad de un veterano. Lo que sé acerca de la diplomacia lo aprendí de él: no ceder en nada en lo esencial, disponerlo todo para que el socio no se sienta humillado; pero, sobre todo, mantener unidos a sus colaboradores a la manera de un club deportivo, logrando que tengan en estima su trabajo porque se les explica con rigor y claridad. Cada mañana, Hoppenot nos reunía, nos escuchaba y nos daba instrucciones. Luego volvíamos a nuestros despachos, con el encargo de tareas precisas.

¿Era ese clima excepcional el que me hacía tener en tan alta estima a mis colegas de Saigón? ¿O es que simplemente estaba sediento de admiración y amistad tras el hundimiento del equipo mendesiano? La verdad es que de ese destino que se prolongó menos de dos años y se saldó con un absoluto fracaso tengo el recuerdo de una cohesión real. Del ministro consejero al más modesto de los secretarios, todos me enseñaron algo, y más tarde, a lo largo de mi carrera, volví a encontrarme con unos y otros con gran afecto, sobre todo con Jean-Pierre Dannaud, que acaba de dejarnos, y Jean-Jacques de Bresson, con quien coincido aún en mis implicaciones en los problemas de la inmigración.

Vista desde Saigón, la evolución de la situación política en Francia entre julio de 1955 y enero de 1957 tenía algo profundamente penoso. Sin duda Edgar Faure, al que nos costaba perdonarle la manera en que se había «puesto en la piel» de Mendès France, supo proseguir la política de descolonización en el Norte de África iniciada por su predecesor. Sin embargo, en Argelia se buscaban en vano socios para definir un nuevo estatuto que calmara a los rebeldes de Soumnam.

Las elecciones de 1955 y el éxito del Frente Republicano se nos antojaron una inesperada revancha que permitiría retomar las iniciativas emprendidas por Mendès. Ver a nuestro gran hombre marginado tan pronto nos había dejado abatidos. ¿Cómo Guy Mollet había podido ceder sin combatir ante la hostilidad de los colonos y suspender la incipiente negociación intentada por Jacques Soustelle?

En nuestras villas imperfectamente climatizadas de Saigón discutíamos entre civiles y militares. Los primeros alegaban el precedente de Dien Bien Phu para desacreditar cualquier posibilidad de victoria por las armas, mientras los segundos recordaban que no se puede negociar más que en posición de fuerza. Era un debate imposible de dilucidar, pues la solución jamás se inscribía en el mismo contexto. No hace falta decir que, en 1956, nos quedamos consternados cuando estallaron sucesivamente los escándalos del acto de piratería contra el avión de Ben Bella[38] y de la desgraciada expedición de Suez[39].

Para huir del clima a menudo agobiante de Saigón, la Embajada organizaba breves estancias en la montaña, en Da Lat, donde hacía fresco. Allí había chalés rústicos pero confortables, donde nos reuníamos y paseábamos bajo los flamboyanes y los jacarandás e intercambiábamos informaciones que unos y otros habíamos entresacado en nuestros contactos con los dirigentes vietnamitas. Mi principal interlocutor era el hermano del presidente, Ngo Dinh Nhu, a cuya esposa, la famosa señora Nhu, se la consideraba la egeria del presidente Diem, a quien sobreviviría y al que trataría de vengar con la formidable energía que era capaz de desplegar.

En 1955, empero, aún era joven y coqueta y me recibía con sonrisas, mientras discutíamos con su marido, antiguo lector de las tesis de Sartre y Camus en la Escuela Normal. Su casa en Da Lat era más suntuosa que nuestro chalé y yo aceptaba su generosa hospitalidad como signo de inversión de nuestros respectivos estatus. Ahora eran ellos los dueños, y no nosotros. Nuestras conversaciones nunca iban demasiado lejos, pues Ngo Dinh Nhu era prudente en cuestiones políticas, y pronto nos inclinábamos por el Scrabble, juego en el que era un maestro.

Otra tarea de la que debía ocuparme era el contacto con la Embajada de Estados Unidos, labor para la que estaba predispuesto tras mis años neoyorquinos y mi práctica de la lengua inglesa. La Embajada la dirigía un diplomático encantador, Freddie Reinhart, cuya inteligencia apreciaba. Tenía yo la impresión de que, a su pesar, había debido emprender la tarea de expulsar a Francia de todas sus posiciones en Vietnam, y situar a consejeros militares, económicos y culturales estadounidenses en lugar de los nuestros. Para él no debía de ser agradable convencer a Diem para que rechazara cualquier acercamiento con el Norte, asegurarle la confianza de Washington, cerrar los ojos ante los atentados contra la democracia que el régimen multiplicaba sin pudor o permitir que se despojara a Francia, su aliado en la guerra, de las posiciones que tratábamos de preservar. Sin embargo, al mismo tiempo, era una jugada maestra. Personalmente, él no jugaba con demasiado placer, pues tenía a Henri Hoppenot en alta estima, pero sus colaboradores no ocultaban su satisfacción. En particular una joven vivaracha a la que llamábamos Anita y que frecuentaba los cócteles de Saigón. Al leer unos años más tarde la novela de Graham Greene El americano impasible, me impresionaron sus precisos retratos. Teníamos la sensación confusa de que los estadounidenses se estaban metiendo en un callejón sin salida, que su apoyo no resolvería ninguno de los verdaderos problemas de la región y que las sutiles maniobras del coronel Lansdale para contrarrestar las primeras infiltraciones de la guerrilla del Norte estaban condenadas al fracaso. No era cuestión, sin embargo, de presentar las pruebas. Nuestra derrota en Dien Bien Phu sólo nos permitía callar y no podía servir aún de lección a la gran potencia que luchaba contra el «peligro rojo».

Las escapadas a Da Lat, algunas visitas a Nha Trang, a Ban Me Thuot o al cabo de Saint-Jacques (Vung Tau) nos proporcionaban una idea limitada de la belleza de Vietnam. Deplorábamos no poder ir a Hanói ni a Haiphong y vernos privados de la bahía de Ha Long, de la que nuestros colegas nos hablaban maravillas. En cambio, recuerdo tres viajes a destinos más lejanos.

El primero nos permitió descubrir Camboya. En 1956 era aún un país acogedor y voluptuoso donde la austera sabiduría de los bonzos se acompasaba con la graciosa frivolidad de los hombres y mujeres de Nom Pen y con las figuras danzantes de los bajorrelieves de Angkor. Nuestro embajador ante Sihanouk nos hizo recibir en palacio y admiré la perspicacia con la que el príncipe analizaba con Henri Hoppenot los riesgos que la política estadounidense, bajo el impulso de John Foster Dulles, haría correr a la estabilidad de la península. Tampoco le agradaba la política del gobierno francés, que se alejaba de los objetivos fijados por Pierre Mendès France, pero apreciaba, sin embargo, la obra de la Escuela Francesa, cuyos arqueólogos conservaban el prodigioso patrimonio artístico de Angkor.

Por supuesto, aprovechamos aquel viaje para penetrar lo más lejos posible en esa maraña de árboles y piedras donde cada templo descubierto tras doblar un monte alto invita al recogimiento. La mirada se eleva primero hacia las cúpulas que coronan esos imponentes edificios y luego desciende hasta los frisos que decoran su base, donde danzan las apsaras. Más aún incluso que Angkor Vat, de todos los tesoros medio sepultados y medio descubiertos, el Bayon permanece en mi recuerdo como la joya de ese orden arquitectónico, con sus elegantes esculturas talladas. Otra escapada nos acercó al territorio chino, con escala en Bangkok y dos días en Hong Kong. Esas dos metrópolis aún no habían sido víctimas de la urbanización exuberante e incontrolada que, a lo largo de los últimos veinte años, les ha hecho perder buena parte de su encanto. Por breve que fuera nuestra visita, conservo un recuerdo fascinante de las pagodas doradas de Tailandia y de los juncos graciosos de Aberdeen.

La tercera excursión fuera de Vietnam del Sur fue para mí la más emocionante. Nuestro embajador en Nueva Delhi, el conde Ostrorog, uno de los primeros diplomáticos franceses que, en 1942, se sumó a la Francia Libre, había invitado a los Hoppenot a que lo visitaran, y el embajador tuvo la gentileza de permitirme que los acompañara. En los hermosos y amplios jardines de la Embajada de Francia, fuimos presentados al primer ministro Nehru y a su hermana, a la que yo había conocido en Nueva York, donde ella representaba a la India en la Comisión de los Derechos Humanos. El rostro apuesto del hombre que gobernaba aquel pueblo multiforme y ya innumerable me causó honda impresión, bastante parecida a la que me provocara Pablo Picasso, que se le parecía un poco, cuando lo conocí en casa de Henri Laugier. Son rostros que traslucen una fuerza anímica que libera a quien los contempla de toda angustia: una experiencia vigorizadora.

En el otoño de 1956, Henri Hoppenot fue llamado a París. Vitia, que sólo había aceptado exponer a sus dos hijos menores al clima indochino para no dejarme solo, deseaba volver a ver a nuestra primogénita lo antes posible. Por ello prefirió regresar de inmediato a Francia con los Hoppenot, y yo me quedé solo durante los primeros meses de la misión del nuevo embajador, Payart, gran conocedor del mundo soviético. Con la renovación del equipo, pasé de novato a veterano, pero no volví a disfrutar de la densidad de los contactos de la primera época. De tal manera que me alegré cuando un viejo amigo de la familia Diem, Michel Wintrebert, fue nombrado en mi lugar y yo fui llamado a París.

Y, sin embargo, había tenido ocasión de oler los perfumes de Asia, había sentido la emoción que la graciosa silueta de las mujeres vietnamitas provoca en un hombre de treinta y siete años y la fuerza indomable de un pueblo, y había comprendido las relaciones, más ricas que en Occidente, que los asiáticos establecen entre el cuerpo, los sentidos y la mente. O, por lo menos, esos son los temas que han quedado en mi memoria, esa infatigable trituradora de lo vivido y lo soñado.