UN VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO

Mi carrera diplomática fue casi tan atípica como mi deportación, y no ocupé ninguno de los puestos clásicos donde se forman los futuros embajadores. Como secretario de Asuntos Exteriores, fui destinado provisionalmente ante el secretario general de las Naciones Unidas. Como consejero, estuve cinco años como director en el Ministerio de Educación Nacional, que no era el de Asuntos Exteriores. Como ministro plenipotenciario, fui administrador adjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Estuve en París veinticuatro de los cuarenta años de mi carrera diplomática anteriores a mi jubilación.

Y, sin embargo, tengo la impresión de haber viajado mucho, de haber aceptado misiones tal vez demasiado a menudo sin pensar en mi esposa y mis hijos. Vitia también viajaba, pues su profesión de intérprete de conferencias le exigía desplazamientos. Felizmente para nuestros hijos, estaba mi suegra, educadora rigurosa a la que sus nietos temían y querían a la par, y estaba la maravillosa aya, Vava, monumento a las certidumbres morales y a la lealtad.

A pesar de los numerosos viajes que mis funciones me imponían, nunca me hastié de ellos. Aún hoy, me encanta el momento en que el avión despega, el temblor casi imperceptible del tren al partir, la llegada de noche a una ciudad desconocida que uno se alegra de descubrir por la mañana. Me gusta sobrevolar las rubias rubicundeces del desierto africano, el blanco centelleante de un macizo alpino o la inquietante esponja verde oscura de un bosque ecuatorial. Sentado hace unos días en el Eurostar, durante los minutos que dura el trayecto bajo el canal de la Mancha, me vino a la memoria el recuerdo de un viaje muy particular, inolvidable, que hice en 1963: un viaje alrededor del mundo.

Fue René Maheu, director general de la Unesco, quien me pidió que formara equipo con un soviético, un británico y un estadounidense para redactar un informe acerca de la presencia de la organización en los países que se beneficiaban de su ayuda. Aún tanteábamos los grandes programas de asistencia técnica a los países en vías de desarrollo. La competencia entre la ayuda bilateral y la ayuda multilateral era encarnizada, entre las Naciones Unidas, el Banco Mundial, las instituciones especializadas y las organizaciones regionales. Cada uno desconfiaba de los demás, y la coherencia sólo podían imponerla los propios Estados beneficiarios. Sin embargo, su subdesarrollo institucional, paralelo al subdesarrollo económico que justificaba la ayuda, les impedía garantizar su eficacia. Maheu, que me consideraba un amigo, contaba conmigo para defender la causa de la independencia de la Unesco.

En el reparto de papeles entre los cuatro «expertos», saqué el gordo: verificar sobre el terreno la eficacia de los proyectos sobre los cuales tenía responsabilidad la Unesco. El estadounidense llevaría a cabo una parte del viaje conmigo y el británico, otra, y un diplomático ucraniano delgado y jovial se reservó el estudio de la sede y de los países industrializados donantes.

Me veo de nuevo en el despacho de René Maheu (encantador como pocos, condiscípulo de Sartre y de Nizan en la Escuela Normal, sin duda el mejor y el más ambicioso director general que la Unesco haya tenido nunca), hablando de las condiciones materiales de nuestra misión. Había que elegir cierto número de países, en Asia, África y Latinoamérica. ¿Cuántos? ¿Cuáles? Convinimos que bastaría con nueve: tres por cada continente. El viaje duraría cinco semanas. Y así me hallé ante el atlas. Tres países de África en los que la Unesco estuviera activa: elegí Nigeria, Sudán y Egipto. Tres países de Asia: Líbano, Pakistán y Tailandia. Y en América, México, Chile y Brasil. ¡Vaya regalo del destino para un apasionado de los viajes que además consigue dormir en los aviones!

Habíamos pasado el verano en Grecia con mis hijos, y los dejé, bien bronceados, para tomar en Londres un avión hacia Lagos. Me llevé conmigo la imagen de la cuna mediterránea de la humanidad occidental y caí en el apogeo de las contradicciones de nuestro siglo: una inmensa aglomeración donde se amontonan desarraigados de todo tipo, africanos muy británicos en oficinas climatizadas, africanos ya sin identidad en edificios homogeneizados y yorubas e ibos espiándose sin amabilidad lejos de sus tierras, atrapados en el torbellino de una circulación de los seres y las cosas que corta el aliento. Cada uno aspirando a liberarse para ser aceptado y a protegerse para no ser aplastado: la megalópolis.

Ya conocía varias áfricas, todas francófonas: Dakar, Abiyán, Brazzaville. Pero Lagos era, ya en 1963, lo que serían esas ciudades veinte años más tarde: un rompecabezas para el que los más valientes dirigentes africanos no han encontrado solución. Para mí fue como un rápido sondeo en el corazón del problema que, desde entonces, no he dejado de considerar como uno de los más cruciales de nuestro siglo; la ciudad superpoblada, producto monstruoso del consumo mediatizado y a la par cuna de las culturas del siglo próximo.

Era uno de los raros períodos en los que Nigeria gozaba de un régimen civil. Aún no había sufrido el drama de Biafra y se enorgullecía del buen funcionamiento de la federación, que otorgaba a las provincias una amplia autonomía. Los proyectos educativos que debíamos evaluar estaban situados en Ibadán. ¡Maravilloso contraste! A la ciudad occidentalizada y desfigurada por la arquitectura moderna que era Lagos, se oponía allí una urbanización africana en la que, a despecho de la congestión debida a un rápido crecimiento, el espacio conservaba una respiración, una cierta ternura que mantenía un vínculo entre la ciudad y la tierra donde radicaba. Los proyectos tenían las cualidades y los defectos típicos de aquel período de la asistencia técnica multilateral: fervor de los participantes que aún creían en ellos, compartimentación entre las instancias nacionales responsables de cada uno de ellos y falta absoluta de coherencia entre un plan de desarrollo nacional y las intervenciones puntuales de los socios bilaterales o multilaterales celosos de sus respectivas influencias. Mi colega inglés y yo lo percibimos, sin poder extraer aún otra conclusión que no fuera el cuestionamiento del funcionamiento de la Unesco en general, a lo que se sumaba el escepticismo acerca de la capacidad del gobierno de obtener un beneficio real.

Proseguimos juntos el camino hasta Jartum. Como en Lagos, allí hallamos la huella de la presencia británica, y nos parecía que los africanos estaban infinitamente excusados de gestionar tan mal lo que la Unesco les proponía llevar a cabo —escuelas, universidades, institutos de investigación científica—, pues la independencia era aún muy reciente y frágil.

Luego viajé solo a naciones más maduras en las que la Unesco aportaba un apoyo valioso a instituciones que disponían de su propia tradición y en las que la «modernidad» podía injertarse sin causar daños: el Egipto de Nasser; el Líbano multiconfesional aún intacto y tolerante, y el Pakistán dividido en sus dos provincias.

Conservo el recuerdo del contraste entre Daca, donde la presión del islam daba a las masas la grave dignidad de un monoteísmo ferviente, y Bangkok, cuya atmósfera estaba impregnada de risas y ritmos alegres, huellas sensibles de la influencia china, que la convertían en un conjunto de piedras y agua centelleante y perfumado. En 1963 ya estaba en curso la explosión urbanística, pero se mantenía controlada por la tradición. Había estado allí de paso ocho años antes, procedente de Saigón, y aquella vez el eco que me llegaba de Vietnam era angustioso. Diem acababa de ser abandonado por los estadounidenses y la gangrena de la guerrilla del Vietcong ya no podía ser controlada. Comenzaba así la aventura más trágica que el ejército estadounidense ha vivido en este medio siglo.

Bangkok era la sede asiática de las Naciones Unidas. Situada en el centro de las naciones emergentes del Pacífico Sur, allí podía medirse la paradoja fruto de las ambiciones teóricas de las organizaciones del sistema y sus incoherencias operacionales. El escaso apoyo prestado por la Unesco no era un contrapeso ante los millones del Banco Asiático de Desarrollo, el socio regional más exigente del Banco Mundial. Habría sido necesario integrar el bricolaje de unos en las perspectivas más estructuradas de los otros.

Compartí esas reflexiones desengañadas con mi colega estadounidense, que se había reunido conmigo en Tailandia y con quien debía proseguir mi periplo vía Tokio y California.

Llegados a San Francisco, constatamos, como le sucediera a Phileas Fogg, que al dar la vuelta a este pequeño planeta habíamos ganado un día. Lo dedicamos a pasearnos por esa ciudad elegante y cultivada, con su barrio ruso y su ciudad china, sus altas torres y ese bello arco de piedra y hierro sobre el agua: el Golden Gate.

Luego, de nuevo solo, Latinoamérica: Santiago, Concepción, Valdivia, Río de Janeiro, Bahía, México… Largas conversaciones en dos lenguas que me gustaba escuchar pero que no hablaba, el español y el portugués. Y, para culminar de manera inesperada esa vuelta al mundo, Nueva York y el asesinato del presidente Kennedy.

De regreso a París, teníamos que presentar el informe a Maheu. Concluía con la urgente necesidad de considerar el desarrollo como un proceso global en el seno del cual era esencial no compartimentar lo que se destinaba a la educación, la sanidad, la agricultura y la formación profesional. Era obligado, pues, que todas las instituciones internacionales trabajaran bajo una autoridad común. Era exactamente lo contrario de lo que deseaba el secretario general de la Unesco, víctima, como la mayoría de sus colegas, de la paranoia sectorial de los grandes ambiciosos. Se las apañó para que nuestro informe acabara en un cajón.

Por lo que a mí respecta, no sólo había dado la vuelta al mundo, sino que en cuarenta días había respirado los perfumes de las civilizaciones que lo habitaban. Cada una aportaba su serenidad y sus angustias para construir, todas juntas y todas de diferente manera, nuestra Tierra. ¡Gracias, René Maheu!