UN ADOLESCENTE ALEMÁN EN FRANCIA

Como berlinés convertido en parisino, me sentí dividido entre mi círculo familiar, políglota y artista, y el nuevo entorno escolar y urbano en el que, con todas mis fuerzas, deseaba integrarme. Primero vi París desde Fontenay-aux-Roses, suburbio de nombre poético unido a la capital por dos tranvías, con sus frenos de arena que, en pie en la plataforma trasera, me moría de ganas de accionar.

Fue allí donde durante un año mi hermano y yo fuimos a la escuela municipal. La acogida fue fraternal por parte de los alumnos y atenta por la de los profesores. El mío se llamaba Pépin y me cogió afecto. Uno tras otro, gané el premio de honor y el premio a la camaradería: Ivanhoe de Walter Scott, en una magnífica edición de cubierta roja y letras doradas. Mi hermano se lo merecía más que yo.

Dado que pronto nos manejamos con mayor facilidad que nuestros padres con la lengua de la calle, nos convertimos en sus mentores en aquel país que nos habíamos hecho nuestro. Más adelante, cuando me ocupé de los problemas de la inmigración, constaté el mismo fenómeno: los niños escolarizados, entre los magrebíes en particular, son los mejores actores de la integración de sus padres.

En casa hablábamos en francés, y rara vez algunas palabras en alemán. Franz dominaba perfectamente el francés escrito, pero siempre conservó un ligero acento. Emmy a veces cometía faltas, que nos complacía corregirle. Los niños no tienen piedad: cuando nuestra abuela venía a visitarnos, nos burlábamos de su pronunciación. Así que pronto tomé distancia con la lengua alemana. Me atraía más el inglés, que a Helen le gustaba. Poco a poco me convertí en trilingüe. Conservo una predilección por la poesía alemana, cuyos ritmos me emocionan sin duda porque son los de mi lengua materna, pero hoy me sería difícil escribir un buen texto en alemán. Por el contrario, Helen siguió ejercitando el alemán hasta el final de su vida, los últimos años de la cual compartió con Anne-Marie Uhde[4]. Tradujo varias obras del francés o del inglés al alemán. A los setenta y cinco años tradujo Lolita, de Nabokov, una proeza de la que se sentía muy orgullosa.

El 20 de octubre de 1925, día de mi octavo aniversario, viví la experiencia de una primera muerte y una primera resurrección. En la estación de Val-de-Grâce, salté del tranvía en el bulevar Saint-Michel y me atropelló un coche. Rodé por la calzada entre sus cuatro ruedas. Mi alarido ahogó el grito de mi madre: tuve la fulgurante convicción de que era mi fin. Sin embargo, reaparecí al otro lado del coche, con un simple rasguño en la frente producido por el tubo de escape. Me puse en pie indemne y con el júbilo de un campeón victorioso. La palabra clave es «indemne». Procuré a Helen una emoción intensa y le demostré mi suerte. Mi Geburtstag[5] me regaló un renacimiento: un guiño al destino y una complicidad nacida ya en la infancia que el paso de los años no desmentiría. Finalmente, firmé un contrato con el adoquinado parisino. Ya podía olvidar los adoquines de Berlín.

Al año siguiente, mi hermano y yo entramos en la Escuela Alsaciana. Ulrich en quatrième y yo en sixième[6], muy adelantado para mi edad. Los maestros lo tuvieron en cuenta, e impulsaron mi sed de aprender, mi deseo de entrar en esa relación específica con el mundo que caracteriza la cultura francesa, su seguridad intelectual y su tolerancia. No tengo recuerdo de ninguna actitud de rechazo. Tal vez haya borrado las manifestaciones de xenofobia. Ulrich, por su lado, sí tiene algunas reminiscencias precisas. Tres años mayor que yo, se consideraba en cierta manera un exiliado (más tarde diría: «Ya estoy harto de esta Francia, quiero volver a Alemania»), y recuerda haber oído a su alrededor insultos xenófobos. En aquella época, la palabra boche se profería a menudo, en la escuela, en la calle, y debí de oírla aplicada a mí, pero no conservo de ello ninguna herida notable.

Durante siete años, la Escuela Alsaciana me sirvió de marco intelectual, moral, deportivo y lúdico. Le debo buena parte de lo que soy. En el centro del distrito VI, en el corazón de París, en el corazón del mundo, con sus orígenes patrióticos y protestantes, sólo podía ser elitista, ambiciosa, arrogante y orgullosa de una pedagogía cargada de virtudes. He tenido muchas ocasiones de criticarla, incluso cuando sesenta años más tarde formé parte de su consejo de administración. Y, sin embargo, constituía un marco particularmente propicio para mi integración.

Recuerdo a numerosos alumnos extranjeros que frecuentaban la escuela, la emulación de los niños frente a las niñas, poco numerosas y por lo general las primeras de la clase, y a una bella americana a la que en sixième no le quitaba la vista de encima. Durante un año, inventé para mis camaradas franceses un reino imaginario en el que ellos eran los príncipes y yo, el más joven y el más humilde súbdito. Esas fabulaciones debían ser secretas. Se entremezclaba la necesidad de jugar a un juego oculto y el temor a ser descubierto: yo no era el que los otros creían, yo era un extranjero infiltrado en un medio en el que debía pasar desapercibido. Esas chiquilladas se disiparon a partir de quatrième, pero algo quedó de ello y reaparece en mis sueños a menudo. Una cierta afición a la mentira, que protege a los demás y a mí mismo. Sólo me libré de ello —¿definitivamente?— el día de mi segundo matrimonio, a la edad de setenta años. Ya era hora.

En la Escuela Alsaciana éramos los «internacionales», más que los «extranjeros»: aquellos que mezclaban los colores y los tonos de otros parajes con la sustancia francesa que nos era común.

Había dos rusos —un príncipe, Jean Wiazemski, y Georges Kagan, un pariente de Ilya Ehrenburg—, dos polacos —Alexandre Minkowski y Gordowski—, un armenio —Alec Prochian— y Hetherwick, un inglés muy pelirrojo. Con cada uno de ellos individualmente, pero también con el sexteto en conjunto, había establecido relaciones de mutua protección, algunas de las cuales se prolongaron a lo largo de toda nuestra vida.

Georges Kagan era un muchacho delgado de rasgos frágiles, dotado de una memoria prodigiosa que él y yo creíamos que era consecuencia de unas fiebres tifoideas contraídas a los ocho años y que lo habían vuelto amnésico de cuanto había sucedido antes. Tenía, pues, un cerebro virgen en el que se imprimían los datos de la historia, de la geografía y de la literatura. La enfermedad le había dejado también como secuela un cierto temblor que hacía que me fuera muy familiar. El contacto cotidiano con mi hermano, que padecía frecuentes ataques de epilepsia, me había habituado a reconocer el poder magnético de los traumatismos superados. Con Kagan, los juegos de memoria, en los que me vencía sin dificultad, eran unos ejercicios cuyos efectos aún conservo: la capacidad de retener cuanto parece que no sirve para nada, como el nombre de los países y de sus capitales, los ríos y sus afluentes, las fechas de nacimiento y de muerte de los poetas o la ubicación de las salidas en los andenes de las estaciones del metro. Kagan había nacido en Rusia, como tantas personas que han marcado mi vida. La suya, difícil de sobrellevar, ya que no pudo inserirse en una sociedad que no lo comprendía, fue la de un apátrida nómada al que torpemente manifesté una solidaridad demasiado intermitente. ¿La noticia de su muerte constituyó para mí una liberación o tuve remordimientos? Su destino estaba en las antípodas del mío, y era el ejemplo del fracaso de una integración.

Jean Wiazemski ocupa un lugar muy diferente en el corazón de un trío del cual el tercer personaje, Joseph Berkowitz, fue hasta la guerra un amigo íntimo. Wiazemski —futuro yerno de François Mauriac y cuya hija, Anne, es novelista y actriz— establece un puente entre mi segunda mujer y yo. Él la conoció en los años cincuenta y yo navegaba con él por el Ebro en los años treinta. Alto y guapo, un verdadero príncipe, muy cándido en su aspiración a una vida altiva, era el contrapeso de Joseph Berkowitz, hábil manejando nuestra canoa, el polo realista, escéptico y hedonista que daba coherencia a un grupo de adolescentes. Yo era el más joven y observaba a mis amigos como si fueran unos donjuanes cuyas técnicas tenía que aprender. Sin embargo, mi primera tentativa con Blanche, que vivía en Gentilly y a la que cada mañana iba a buscar a la estación de Sceaux, se quedó en agua de borrajas: mi declaración de amor, torpemente deslizada hacia su pupitre, acabó entre las manos de mis camaradas. Sus burlas cortaron en seco mis proyectos de seducción.

La duradera amistad que se estableció entre Alexandre Minkowski y yo es de otra naturaleza. Para nosotros, era de entrada el hijo de un ilustre psiquiatra del que sabíamos, sin haber leído sus obras, que había traído de Polonia unas visiones originales acerca del funcionamiento de la mente humana. No iba a mi clase, sino a la de mi hermano. Fueron los campamentos de exploradores, en el bosque de Rambouillet o bajo los pinos de las Landas, los que nos aproximaron. Nos hemos ido encontrando a lo largo de la vida en grandes temas o causas: la acción humanitaria, el combate de la izquierda, la solidaridad con el sur. En cada ocasión, Minko comienza evocando la Escuela Alsaciana. Para él, fue allí donde se forjaron nuestro sentido de la verdadera camaradería, de la tolerancia y de la ética democrática, nuestro apego a los más altos valores humanos. Fue allí donde su vida y su obra cobraron vigor, en esa educación de la que nuestra escuela se reclamaba campeona. Defiende las causas comunes con más entusiasmo y lirismo que yo. A veces he tratado de aconsejarle moderación, pero en vano: ¡fue mi jefe de patrulla en los exploradores y le debo respeto!

Si el inglés Hetherwick —de cabellos de fuego— permanece en mi recuerdo como el inevitable primero de la clase de quatrième, si Gordowski —el polaco risueño— figura más bien entre los zoquetes, el armenio Alec Prochian reapareció bruscamente treinta años más tarde, médico y bibliófilo, en un apartamento encima de la Ópera.

Lo único insólito en la singular aventura que vivían nuestros padres era la falta de disimulo. Si a Ulrich le chocaba, pues no le gustaba que Roché se presentara como sustituto de nuestro padre, a mí me parecía simple y legítima. Ésa era, además, la imagen que Emmy nos presentaba: Franz es un sabio; Helen, una fuerza de la naturaleza, libre e indomable, y Roché, un francés refinado que la hace feliz. Y además yo tenía la convicción de que, entre Franz, Pierre y yo mismo, a quien más quería Helen era a mí.

¿Cómo lograba conciliar Emmy esa situación con su educación luterana? ¿De dónde extraía aquella bondad y aquella generosidad de la que Ulrich y yo fuimos los beneficiarios? Yo tenía catorce años cuando nuestros caminos se separaron. Ulrich había elegido proseguir sus estudios en Alemania, reunirse luego con Franz en Berlín y hacer su aprendizaje en la editorial Rowohlt. Emmy se unió a ellos. Diez años después de la guerra pude explicarle cómo había asumido la tarea implícita que me había confiado: hacer que los demás compartieran mi inquebrantable confianza en la vida. Fui a verla a Hamburgo, donde hasta su muerte se ocupó de niños traumatizados por el conflicto bélico. Me parecía que nadie más que ella podía tener una imagen completa de mí. Todo cuanto ignoraba de mí no podía ser más que efímero. Lloré mucho en su entierro.

En 1929, al dejar Fontenay-aux-Roses, la familia se instaló en la calle Ernest-Cresson, en el distrito XIV, a dos pasos de la Villa Adrienne, donde Helen murió en 1984, tras haber pasado allí los últimos cuarenta años de su vida. En nuestro apartamento, muy Bauhaus, de muebles geométricos, con las paredes pintadas de colores vivos y contrastados de las cuales colgaban algunos cuadros cubistas, recibíamos la visita de los amigos de Roché, con los que Helen pronto había entablado relación. Estaban Marcel Duchamp y su compañera, Mary Reynolds; Man Ray, que hizo un bello desnudo de Helen en la playa; Le Corbusier y Philippe Soupault; Jules Pascin y Alexander Calder; Constantin Brancusi y Max Ernst; André Breton y Pablo Picasso. Para mí, Man Ray tenía un encanto especial, con su cabeza de gatito y su afición a las sorpresas. Era imposible aburrirse con él. Le gustaba jugar, y a mí también.

Franz, que iniciaba entonces con Walter Benjamin la traducción de En busca del tiempo perdido, regresó a Berlín y dejó a Helen y a sus hijos en París. Quizá hay que fechar en esa época el divorcio de mis padres. No lo recuerdo. Helen se ganaba la vida como corresponsal de moda del Frankfurter Zeitung. Ese diario editaba un suplemento semanal, Für die Frau, al que Helen proporcionaba la parte esencial del contenido desde París. Era un trabajo agotador, bien pagado, que le valió nuestra admiración. A veces nos llevaba a ver las colecciones de los grandes modistos del momento. Poiret y Paquin habían desaparecido; Patou y Jeanne Lanvin, Chanel y Schiaparelli se hallaban en su apogeo. Rodier y Bianchini-Férier producían las telas más bellas. Sabíamos que Helen habría preferido llevar a cabo una obra más literaria, pero constatamos también que consiguió convertir en un arte lo que al principio no era más que un medio para ganarse la vida. Se tomaba su profesión en serio y dio una conferencia en Múnich sobre la «esencia de la moda», que era una reflexión poética y filosófica. Al regresar de la escuela, nos la encontrábamos tras su pequeña máquina de escribir Underwood, terminando el artículo de la semana, siempre a última hora y bajo presión.

Roché vivía con nosotros, pero había conservado su apartamento en el número 99 del bulevar Arago, a dos pasos de la calle Ernest-Cresson. Me abrió sus puertas y me permitió acceder a su biblioteca de coleccionista y escritor. Allí descubrí a Jean Cocteau y André Gide, los templos de la India y a los cubistas. Un día también hallé allí una preciosa y enorme pluma Parker y no pude resistirme al deseo de apropiármela. Se dio cuenta y me exigió que se la devolviera. Conservó el original anotado de la carta que le escribí para justificarme. La recuperé gracias al conservador de la Universidad de Austin, en Texas, que colecciona todos los documentos relacionados con Henri-Pierre Roché, y no puedo resistirme a la diversión de reproducirla:

Querido Pierre:

Mamá me dijo ayer que habías hallado un extraño parecido entre mi pluma y una pluma que, precisamente, te había desaparecido. Comprenderás sin duda que esta coincidencia es tan molesta para mí como para ti. No trataré de convencerte de que esa pluma no te pertenece, así como tú no podrás demostrar que te la haya robado. Es inútil. Espero que comprendas mi penosa situación. Lo peor es que ni siquiera puedo darte detalles acerca de la procedencia de esa pluma, puesto que se la compré a un camarada de la escuela en un momento en que tenía absoluta necesidad de una pluma.

Te ruego, pues, para evitar cualquier malentendido, que conserves esa pluma, pues probablemente proceda a pesar de todo de tu casa, dado que tan bien la reconoces. Te adjunto, por tanto, el capuchón, que olvidaste llevarte. Esperando que esta enojosa historia no tenga otras consecuencias más fatales que el enojo de mamá, sigue siendo tu sincero amigo

Kadi

P.S.: Confío en que este asunto no destruirá una amistad tan sólida como la nuestra.

Roché había anotado al final de la carta: «Carta entregada. Desmentida unas horas más tarde por una llamada telefónica en la que afirmó haberla pispado».

De todos los amigos de Roché, el que más nos impresionaba era Marcel Duchamp. Su amistad, muy íntima, se remontaba a los años de la Gran Guerra. Ambos fueron enviados en una misión a Estados Unidos para defender la entrada norteamericana en el conflicto.

Para mí, Duchamp tenía todos los rasgos de una figura heroica, incluida su modestia cortés. Todo cuanto de él emanaba estaba revestido de un halo, el del apóstol de una aproximación radicalmente diferente, soberbiamente irónica y a la vez muy estructurada, a la realidad y a la creación. Tenía yo catorce años cuando me inició en la base matemática del ajedrez, juego del que sabía que era un maestro, y yo me sentía su discípulo. Más adelante, me dio, para que la estudiara, su «caja verde», en la que están reunidos, bajo forma de dibujos, fichas, objetos y misteriosos textos, elementos constitutivos de La Mariée mise à nu par ses célibataires, même.

Enero de 1933: Hindenburg nombra a Hitler al frente de la cancillería del Reich. El sueño, tan preciado por mi padre, de una Europa enriquecida por las herencias conjugadas de Carlomagno y del Siglo de la Luces se desvaneció. Nuestro rechazo fue total e inmediato. A nuestro parecer, aquel payaso megalómano, que gritaba en una lengua atrozmente vulgar, no tardaría en sucumbir. Los alemanes no eran tan estúpidos…

¿Tuvimos que cambiar nuestro modo de vida? No de inmediato. Helen seguía siendo corresponsal de moda y el Frankfurter Zeitung seguía necesitándola. Franz, protegido por su jefe y amigo, el editor Ernst Rowohlt, conservó su puesto de lector y traductor, a pesar de que su «estatuto» de judío le prohibiera escribir bajo su nombre. No fue hasta 1938, unas semanas antes de la noche de los cristales rotos (el 9 de noviembre), cuando Helen fue a buscarlo a Berlín y lo metió en un tren con destino a París.

Yo no sabía demasiado acerca de ese «salvamento». Helen tuvo que volver a casarse con Franz para conseguirle un permiso de salida, y eso le permitió aceptar la invitación de Alix de Rothschild para instalarse en París. Lo acogimos con gran alivio. Helen se había quedado en Berlín, donde asistió al pogromo de la noche de los cristales rotos, sobre el que escribió, en inglés, para The New Yorker, uno de sus mejores artículos.

Cuarenta y cinco años después, en un texto de Franz hallado entre los papeles postumos de su amigo Wilhelm Speyer, que se marchó a Estados Unidos en 1941, encontré algunos pasajes en los que mi padre evoca las relaciones con su hijo pequeño. Cito las que más hondo me llegan. Franz había llegado a París la víspera y se había reunido con su amigo y sus hijos, mi hermano y yo, en el Café des Deux-Magots. Las dos figuritas chinas propias del local ya no se hallaban en su lugar habitual. Eso lo sorprendió, y Speyer, a quien llama Lothar, se burló de su curiosidad por detalles insignificantes en el momento en que había recuperado la libertad y a sus hijos. Escribe:

El reproche de mi amigo no era tan fundado como podía parecer a primera vista. Había querido distraer la atención de los demás de aquello que me fascinaba. Era el rostro de mi hijo pequeño. En aquel rostro emergían, se superponían y se confundían, no sabría decir cómo, una gama de rostros anteriores de aquel Gaspard[7] que entonces tenía veinte años, aquel de la época en que era un minúsculo Kaspar, luego uno no tan pequeño que crecía muy deprisa. Había el del niño adormilado sobre su albornoz de baño, tumbado de costado, cuyas manos sostenían aún el cubo, la pala y el molde, como las de un carretero borracho sostienen las riendas durante su sueño. A aquel hombrecillo de dos años que titubeaba lo llevábamos de la playa del balneario en el Báltico hasta casa en un cochecito que chirriaba. Pero ya el rostro pequeño se adelgaza y se alarga. El labio superior avanza, la nariz echa raíces enérgicamente en la frente cubierta por la capucha de su abrigo: un gnomo escala la calle del pueblo del valle del Isar. Un instante después se me aparece, sentado a la mesa a la hora del desayuno, el más joven de los comensales, con la frente despejada y los cabellos enmarañados, las piernas colgando, y echa una mirada bajo las pestañas temblorosas por encima del borde de su taza. Y allí, de repente, aparece un ser completamente nuevo, no extraño, sino nuevo, que levanta un brazo de efebo con el que le hace una señal a su padre que desembarca en la isla de Mallorca, como si llevara el banderín del corredor de Maratón. Fui presa en aquel momento de un feliz espanto. (¿Es el mismo que siento de nuevo o sólo la evocación de ese encuentro que tuvo lugar ya hace seis años?).

Antes de ese reencuentro, habían pasado tres años en el curso de los cuales no lo había visto en absoluto. Y antes de eso sólo habíamos pasado juntos algunas semanas aquí y allá. En la caja de cartón que dejé en Berlín, tiernamente ordenadas, se hallan las cartas del niño y luego del adolescente, con frases alegres y otras más melancólicas, reflejos del adiós a la infancia aún próxima en su respiración continua, pero la mayoría de las veces estimulantes, en alemán y en francés, con dibujos explicativos y fotografías (pronto atraídas hacia ojos ávidos). Mis respuestas no pudieron ser tan satisfactorias como las cartas de Kaspar y Gaspard. El eremita y coleccionista que yo era, sin embargo, se refociló en aquella acumulación de señales de vida. ¿Estaría yo a la altura, hoy, de esa vida cuyas manifestaciones he recogido tan fielmente? Ésas eran las preguntas que me venían a la cabeza ahora en el claroscuro del café. Ya estaban ahí cuando a la edad de quince años el adolescente me hizo una señal, con su silueta de mensajero recortándose contra el fondo del puerto, con la ciudad de Palma centelleando encima. Y, sin embargo, al mismo tiempo se me aparecía el ser minúsculo confundido con los juguetes de su habitación. Y que de pronto se convierte de nuevo en el chiquillo que corre hacia mí ascendiendo el camino que lleva a la puerta del jardín. Con sus rodillas de niño y unos calcetines que se le caen a los tobillos, se aleja corriendo para recoger las hojas caídas sobre su camino, y se da la vuelta antes de desaparecer tras los árboles, y grita: «¡Hasta luego!».

Las vacaciones en la punta noreste de la isla de Mallorca que evoca ese texto tuvieron lugar poco antes del final de mi escolarización. En 1933, a la edad de quince años, acabé el bachillerato de filosofía. No tenía ni idea, o casi, del camino que quería seguir. La arquitectura me atraía y también la diplomacia. Todo dependería de las tensiones internacionales. En primer lugar debía cambiar mi pasaporte alemán por uno francés. Mientras Hitler estuviera en el poder, la idea de regresar a Alemania me daba pánico. A la espera de lo que pudiera acontecer, tenía que celebrar mi éxito escolar con unas vacaciones junto con mis camaradas.

Berkowitz y Wiazemski no me embarcaron, como en los años precedentes, para ir al Tarn o al Vézère, sino a España, al Ebro. De esa experiencia guardo un recuerdo agradable: las últimas imágenes de una España que dos años más tarde se convertiría en escenario de un conflicto en el que iba a estar en juego el equilibrio entre las democracias y los fascismos. Una España heroica y torturada hacia la que ese descenso por el Ebro a través de Navarra, Aragón y Cataluña me volvió muy sensible, tras comerla y bebería, olería y escucharla.

A medio camino entre Miranda de Ebro y Tortosa, rompimos el casco de nuestra canoa en el aliviadero de un pantano aragonés. Nos albergamos tres días en la casa del guarda, que fraternalmente nos ofreció hospitalidad; nos alimentamos de fruta y de garbanzos, y aprendimos a beber a gallete. Al tercer día, una vez reparada nuestra embarcación, nos pusimos de nuevo en marcha. Dejamos a toda velocidad a nuestras espaldas los rudos paisajes de Aragón y llegamos a los parajes súbitamente mediterráneos de Cataluña, entre pinos y olivos que reflejaban una luz más libre. Fuimos hasta la frontera entre Port Bou y Cerbère en tren e hicimos transbordo cargando con nuestra canoa, a pocos kilómetros del lugar donde, ocho años más tarde, se suicidaría Walter Benjamin.

A mi regreso, encontré a Helen abatida, con el rostro tumefacto. Su relación con Roché había iniciado una fase tormentosa a principios de los años treinta, años de esperanzas y decepciones, de rechazos y de reinicios, que acabarían en una ruptura bastante morbosa. Aquel día de julio de 1933 Helen había descubierto a la vez que Roché se había casado en secreto con Germaine y que tenía un hijo. No soportó aquella larga mentira y tuvo lugar una escena de extraordinaria violencia. Ella lo amenazó con un revólver y, presa del pánico, Roché recurrió al boxeo para deshacerse de ella. Tras aquella escena, Helen decidió no volver a verlo, cosa que mantuvo rigurosamente.

Fue durante ese período cuando tuve la idea infantil de redactar un manual de historia y de geografía a imitación de los de Malet-Isaac y Schrader-Gallouédec. La obra, un grueso cuaderno verde enriquecido con ilustraciones, mapas y encartes, trata del archipiélago Hesselland, un grupo de islas cada una de las cuales lleva el nombre de un miembro de la familia o de un amigo de la escuela. Su última puesta al día relata el episodio durante el cual la isla de Pedroland, la de Henri-Pierre Roché, desaparece bajo una ola gigante. Así clausuré yo la gran pasión de mi madre.