EMBAJADOR EN
GINEBRA
El puesto de representante permanente de Francia ante las Naciones Unidas en Ginebra, que ocupé de 1977 a 1981, está considerado, en la «carrera», como un destino modesto, muy por debajo del de embajador de Francia ante las Naciones Unidas en Nueva York, cuyo titular forma parte del Consejo de Seguridad y dispone de ese privilegio de los miembros permanentes indebidamente llamado «derecho de veto». Es en Ginebra, empero, donde uno puede hacerse una idea más clara del sistema de las Naciones Unidas. Esa imponente arquitectura, construida pieza a pieza sin un verdadero plan de conjunto, a tenor de los retos y de la percepción de éstos por parte de los Estados miembros de la Organización, no se conoce bien y además no es apreciada por la mayoría de los observadores, ni por los del Norte ni por los del Sur. La atención se concentra en el único órgano poco democrático, el que se ocupa del mantenimiento de la paz y de la resolución pacífica de las diferencias, y en el que las cinco «grandes potencias», así designadas tras la segunda guerra mundial, han conservado hasta hoy el monopolio de las decisiones más importantes.
Al margen del relevante papel desempeñado por el Consejo de Seguridad, hay que subrayar el trabajo continuo, permanente y esencial llevado a cabo por las innumerables instancias responsables de las cuestiones económicas, sociales, culturales, técnicas y humanitarias, ninguna de las cuales puede hoy abordarse con eficacia sin hacer referencia a su contexto mundial. Así, algunos de los principales pilares de esa compleja arquitectura tienen su sede en Ginebra, y allí se desarrollan sus sesiones. De decenio en decenio, la parte de sus labores que la organización consagra a los problemas de desarrollo ha crecido constantemente, aunque los resultados obtenidos hayan quedado muy por debajo de las esperanzas de sus beneficiarios.
A los cincuenta y nueve años, había acumulado cierta experiencia acerca de los obstáculos con los que tropieza la comunidad internacional. Conocía los límites impuestos a la cooperación bilateral y la insuficiencia de los medios con los que contaban las instituciones multilaterales, pero a la par era consciente de los notables progresos ya alcanzados y de la variedad de los instrumentos disponibles. En Ginebra tenía su sede el Consejo económico y social, que había perdido buena parte de su eficacia con el incremento del número de sus miembros. Pero era también en Ginebra donde la Conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo, un foro entre Norte y Sur, tenía su secretaría. Igual que la Comisión económica para Europa, foro entre Este y Oeste, y la Comisión de los derechos humanos, cuna de la cultura humanística del próximo siglo. La presencia conjunta, a orillas del lago Lemán, de la Organización Internacional del Trabajo, de la Organización Mundial de la Salud, del Comité Internacional de la Cruz Roja, del Alto Comisariado para los Refugiados, del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) —convertido en 1995 en Organización Mundial del Comercio—, así como de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, de la Organización Meteorológica Mundial y de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, abría una vasta perspectiva a numerosas formas de cooperación para el desarrollo.
No había puesto que respondiera mejor a mi voluntad. Los cuatro años y medio que pasé en Ginebra fueron indudablemente aquellos en los que tuve más claramente la sensación de estar en el lugar apropiado. Y fueron también aquellos en los que la pareja muy unida que formábamos Vitia y yo desempeñó mejor su papel.
Mi predecesor, Jean Fernand-Laurent, era un camarada de promoción, de aquella promoción que pasó directamente de la guerra a la diplomacia mediante unas oposiciones especiales, la última antes de la creación de la Escuela Nacional de Administración (ENA). Aquello nos confería un vago prestigio con el que tratábamos de compensar la carencia de la formación jurídica y económica de la que se beneficiaron los alumnos de la ENA, y de la que están orgullosos.
Fernand-Laurent había establecido su residencia en un bonito pueblo del cantón de Vaud, a una treintena de kilómetros de Ginebra, donde su esposa y sus dos hijas adoptivas esperaban pacientemente su regreso todas las tardes. Pero era un lugar un poco alejado para recibir a los colegas. Él se había acostumbrado a ello, pero no nos ocultó los inconvenientes. Por suerte, la primera casa que una de sus colaboradoras localizó y que nos ofreció cumplía todas las condiciones que deseábamos. Aquella casa, modesta en sus dimensiones, estaba rodeada de un jardín repleto de rosales que le daba un gran encanto. Formaba ya parte del casco urbano, pero había conservado intacta su arquitectura de mediados del siglo XVIII.
La propietaria era de una vieja familia del Vaud y el inquilino al que sucedíamos era una criatura misteriosa que había hecho reinar en la casa un claroscuro de tapices y espejos de los que en la primera visita era necesario hacer abstracción para calibrar las verdaderas proporciones del lugar. La casa de la carretera de Malagnou, a dos pasos del museo de la Relojería, fue residencia de los embajadores de Francia de 1977 a 1992, y mis sucesores la elogiaron. Creo que es la casa más agradable en la que hemos vivido Vitia y yo.
Jean Fernand-Laurent me puso al corriente de las características del puesto, de las cualidades de sus colaboradores, de la gestión de los gastos de representación y de las instituciones ante las que estaría acreditado, pero sobre todo me dejó en herencia a la niña de sus ojos: la compañía de teatro de los Olmos, a la que debí prometerle prestar los mayores cuidados.
Las oficinas de la misión permanente, lo que en la jerga de la diplomacia se llama Cancillería, por oposición a la Residencia, se hallaban a orillas del lago, en el mismo margen que el Palacio de las Naciones, en la Villa de los Olmos, una amplia residencia sobre el lago, rodeada de cedros magníficos. El césped, que parecía llegar hasta la orilla, lo segaba un rebaño de ovejas que el ayuntamiento de Ginebra, propietario de la finca, nos enviaba regularmente.
La compañía de teatro, que tomaba el nombre de la Villa de los Olmos, fue creada por Jean Fernand-Laurent y Colette de Stoutz. Esta encantadora anciana, hija del escritor Gonzague de Reynold y viuda de un diplomático suizo, personificaba a esa flor y nata de la cultura clásica francesa que no se encuentra más que en la Suiza romanda. Poseía, además, una técnica de dirección de actores de nivel profesional. Su voz imperiosa y su mirada de acero conferían una autoridad sorprendente a su silueta delgada y frágil.
Mi papel, me explicó Fernand-Laurent, consistiría en ofrecer mi apoyo a Colette y a los actores aficionados reclutados entre el cuerpo diplomático y entre la buena sociedad ginebrina. Esa compañía de teatro tenía como principal objetivo crear un lugar de encuentro para ambas comunidades, la ginebrina y la internacional, que tenían tendencia a ignorarse o a calumniarse mutuamente.
Ginebra fue mi primera y última embajada. Había sido varias veces encargado de negocios en Argel, pero no es lo mismo. El «jefe de misión» se halla en el centro de una amplia red de responsabilidades y debe desempeñarlas según su temperamento. Puede concentrarse en el aspecto de la gestión, cosa que hará que esté bien visto por el Departamento, o en el aspecto mundano, lo que lo hará ser apreciado por sus colegas embajadores. En Ginebra, puede dar prioridad a una u otra de las numerosas instituciones y organizaciones ante las cuales representa a Francia. Puede también mantener relación con los funcionarios internacionales, objetivo evidente para mí, que en varias ocasiones había sido uno de ellos. De aquellos a los que había conocido treinta años antes en Nueva York, ya sólo quedaban algunos. Uno de ellos, Francis Blanchard, había hecho carrera en la Oficina Internacional del Trabajo, de la que era director general. Blanchard fue para mí un excelente iniciador en los problemas de las relaciones internas del sistema de las Naciones Unidas, cuya complejidad era más palpable en Ginebra que en Nueva York. Su esposa, Marie-Claire, era la «estrella» de la compañía de los Olmos. Entre ella y Colette de Stoutz se había establecido un diálogo que nos hacía reír: Colette insistía en que Marie-Claire no se aprendía su papel, pero reconocía que improvisaba con mucho talento, y Marie-Claire se defendía, pues estaba convencida de que decía el verdadero texto de la obra.
Me tomé muy en serio la misión que me había encomendado Jean Fernand-Laurent, a la que Vitia se sumó de forma inteligente y divertida. Para elegir las obras, Colette y ella no siempre tenían la misma sensibilidad, pero se ponían de acuerdo con Diderot y Musset. Vitia se resistía a Labiche, al que Colette defendía, y ésta se resistía a Turguéniev, que Vitia proponía. Yo mismo participé, con mi pasión por la declamación poética: cuando la compañía no tenía repertorio, entre una representación y otra, organizábamos una velada en la que cada uno recitaba poemas en su lengua. Un colega soviético, por lo general muy reservado, tuvo así ocasión de hacernos llorar con un poema de Alexander Blok, «Niezkakomka», que le ofreció la oportunidad de dar rienda suelta a su auténtica sensibilidad rusa.
Esas veladas tenían lugar en la gran sala de reuniones de la Villa de los Olmos, y no sólo daban pie a numerosos ensayos, sino a la construcción de decorados y de bambalinas que creaban un agradable desorden en los locales de la misión. Era un terreno en el que Vitia, que nunca quiso subir al escenario, destacaba. A la hora convenida para la representación, los coches de los invitados se estacionaban en los caminos de acceso a la misión y todo el mundo se extasiaba ante la transformación de la sala, donde el centenar de sillas disponibles pronto era ocupado por una mezcla de diplomáticos y personalidades ginebrinas amantes de la cultura.
Colette de Stoutz y el embajador presentaban el espectáculo, y la velada concluía con un bufé rústico servido en mi despacho o, si el tiempo lo permitía, sobre la hierba con vistas al lago. Nuestros grandes éxitos fueron ¿Es bueno, o malo? de Diderot y Con el amor no se juega, de Musset. Si la obra de Musset permitió que se aplaudiera el perfecto dominio de la lengua francesa del embajador del Reino Unido y su sentido del humor, la de Diderot tuvo efectos más insidiosos. Un apuesto diplomático español que respondía al glorioso nombre de Álvarez de Toledo asumió el papel protagonista, el de un filósofo libertino cuyo ingenio desdeña la moral pero consigue resolver los problemas de todos los corazones. Por ello debe cortejar y ser cortejado, algo que llegamos a la conclusión de que la esposa del actor, bella y posesiva, soportó mal. La obra fue aplaudida, pero ella no cejó hasta conseguir que él fuera destinado a la Embajada de España en Washington.
No hace falta decir que yo no tenía mucho tiempo para dedicarme a esas cuestiones frívolas. Estaba muy ocupado con las innumerables reuniones que se sucedían en Ginebra a lo largo del año, a las que se sumaban los encuentros especiales de alto nivel que implicaban el viaje desde París de un ministro, del primer ministro o del presidente de la República para tratar cuestiones del desarme, de los refugiados del sudeste asiático o del derecho humanitario. Las instituciones especializadas con sede en Ginebra por lo general estaban en manos de expertos, pero sus órganos de deliberación topaban inevitablemente con problemas políticos que exigían la intervención de la misión diplomática.
Mi participación en las actuaciones de la compañía de los Olmos se limitaba a las palabras de bienvenida. Y tenía que reprimirme para no subir al escenario. Sin embargo, en las veladas poéticas no me negaba el placer de recitar un poema de Rimbaud y, en la comedia de Diderot, me confiaron el papel crucial del criado que, en una de las primeras escenas, pronuncia las decisivas palabras: «Señor, hay una dama que pregunta por vos». Finalmente, la cima de mi carrera teatral fue el papel de cura borracho en Con el amor no se juega.
Pero el considerable trabajo de reclutar a los actores, de preparar las reuniones entre ellos y con nuestra incansable animadora, de resolver los desaciertos de unos y de vencer la timidez de otros incumbía a Vitia.
En el terreno profesional, mi labor se veía facilitada, puesto que, entre 1969 y 1971, había sido director de las Naciones Unidas y de las organizaciones internacionales en el Ministerio, y por ello mi principal interlocutor en París era uno de mis sucesores en ese puesto. Los telegramas y despachos que redactaba eran los que había recibido seis años antes. El trabajo interno de las instituciones me era familiar, aunque el contexto se hubiera modificado desde mi último puesto internacional en 1972.
La evolución más previsible era el rápido aumento del número de Estados miembros. El vasto proceso de descolonización que, a partir de los años cincuenta, iniciaron los imperios británico, francés y neerlandés se aceleró tras la Conferencia de Bandung y el nacimiento del movimiento de los no alineados. La presión ejercida en el seno de la organización mundial multiplicó las independencias en África, el Caribe, el Pacífico y el océano Índico. La congelación de las relaciones Este-Oeste debida a la guerra fría daba prioridad a las relaciones Norte-Sur en el seno de las Naciones Unidas.
Los países de Asia, África y Latinoamérica habían hecho un frente común en la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (CNUCYD), reunida en Ginebra en 1964. Los grupos A (afroasiático) y C (latinoamericano) se habían fusionado y habían tomado como sigla la cifra 77, puesto que ése era su número de Estados. Los países en desarrollo conservaron esa sigla a pesar de que en el curso de aquellos años se hubieran sumado cuarenta nuevos Estados al «grupo de los 77». La falta de homogeneidad en el seno de una formación tan amplia, que iba de México a Nepal y de Indonesia a Barbados, hacía que en la negociación con los otros grupos, razón de ser de la CNUCYD, fuera necesario hacer malabarismos. Los países desarrollados lo utilizaban como argumento para preservar sus posiciones y postergar de sesión en sesión la adopción de textos que habrían remediado los desequilibrios de la economía mundial. Se repartían entre el grupo B, en el que se hallaban las potencias occidentales, y el grupo D, que comprendía, bajo la firme tutela de la URSS, a los países con economía de Estado planificada. Quedaba en posición marginal la China continental, que hasta 1973 no ocupó su puesto en la Organización ni el de miembro permanente del Consejo de Seguridad, hasta esa fecha en manos de los herederos taiwaneses del mariscal Chiang Kaishek.
Tras mi marcha del PNUD, se había producido otro cambio de contexto importante. El sistema monetario internacional se había tambaleado a raíz del abandono de la paridad entre el oro y el dólar. Esa decisión, tomada en el verano de 1971 por Richard Nixon, fue inevitable, ante el recelo de los socios de Estados Unidos, en primer lugar del general De Gaulle, respecto a las reservas de Fort Knox, consumidas por los gastos producidos por la guerra de Vietnam. Esto tendría consecuencias cuya magnitud, en 1977, sólo comenzábamos a atisbar. La más evidente fue la primera crisis del petróleo y la más insidiosa, las graves fluctuaciones provocadas por la proliferación de petrodólares y la deuda monumental de los países del Sur. Estaba en entredicho el equilibrio cabalmente construido en 1944 en Bretton Woods, que durante treinta años había permitido el funcionamiento satisfactorio de los intercambios comerciales y monetarios, llevar a cabo el plan Marshall sin una excesiva inflación, apoyar las políticas de pleno empleo de las naciones industrializadas y facilitar a los países del Sur unas transferencias de liquidez que respondían a sus necesidades. Los bancos nacionales ya no controlaban los flujos necesarios. Sacudidos por los tipos de cambio y los frenos aplicados a las especulaciones más arriesgadas, ya no tenían cabida en el mercado. Sólo el déficit creciente de la balanza de pagos de Estados Unidos absorbía unos choques cada vez menos controlables.
Los primeros en aprovecharse de ese desorden fueron los productores de materias primas, aunque acto seguido se convirtieron en las primeras víctimas. Todos tanteaban en busca de un nuevo reparto que asegurara a las potencias industriales el acceso a nuevas fuentes de energía que les era indispensable y a los países en desarrollo la financiación necesaria para el crecimiento de su poder adquisitivo.
La conferencia convocada en 1974 por el presidente Giscard d’Estaing trató de trocar la estabilización de los precios del petróleo y de las materias primas por un programa plurianual de transferencias financieras y tecnológicas del Norte al Sur. Su fracaso no hizo desvanecerse la esperanza de restablecer por otras vías un partenariado estable entre países desarrollados y países en desarrollo. ¿Para qué servían las Naciones Unidas sino precisamente para mantener esa esperanza, para aprovechar cualquier evolución favorable con el fin de relanzar sus perspectivas? Y una de esas evoluciones era el fin de la guerra de Vietnam. Al salir de ese largo período durante el cual habían unido en su contra a toda la juventud del mundo, incluida la suya, Estados Unidos podría recuperar un papel de gran socio generoso de las naciones emergentes, el mismo que le valiera, con el éxito del plan Marshall, la admiración de los pueblos y la aceptación de su liderazgo. La llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca hizo nacer muchas esperanzas. ¿Aquel defensor declarado de los derechos humanos convencería a los altos funcionarios del Departamento de Estado de poner fin a su recelo ante una Organización de la que fueron los arquitectos, pero donde en aquellos momentos se encontraban con la hostilidad de la mayoría de los miembros, estimulados por la URSS, que la utilizaba de tribuna para denunciar el imperialismo norteamericano? Ésa era la buena noticia que todo el mundo esperaba.
Un tercer aspecto del nuevo contexto en el que se situaba mi trabajo diplomático en Ginebra era la ampliación de la Comunidad Europea, que había pasado de seis a nueve miembros, y que alcanzaría, durante aquellos cuatro años, la cifra de doce. Para mí, suponía el camino hacia el objetivo político principal desde mi regreso de Buchenwald: la constitución de una federación europea que pusiera el enorme potencial de las sociedades occidentales, finalmente reconciliadas en su fecunda diversidad, al servicio de una gran ambición planetaria. El motor de esa ambición ya no sería la sed de poder, sino la sed de justicia; ya no la hegemonía geográfica o ideológica, sino el respeto al derecho de cada ser humano a ocupar su lugar en un conjunto tan cósmicamente expandido como fuera posible.
Un cuarto elemento reciente del contexto era el acta final de la conferencia de Helsinki. A buen seguro, las relaciones Este-Oeste no se habían distendido, pero, gracias a Willy Brandt, la coexistencia pacífica había realizado avances considerables. Para afirmar su superioridad, los adversarios ya no contaban con el uso de las armas más destructivas. La laboriosa negociación de la Conferencia sobre seguridad y cooperación en Europa desembocó en acuerdos bastante ambiguos, en cuyos intersticios las personas de buena voluntad podían hacer oír sus voces. ¿Nos había engañado Brezhnev o habíamos introducido el gusano de la libertad, temible roedor, en la fruta ácida del estalinismo? Aún era demasiado pronto para juzgarlo.
En ese contexto abordé mi misión, y consagré la parte esencial de mi tiempo a los problemas del desarrollo. Con la ayuda de André Leroux, un joven diplomático particularmente hábil —tal vez porque el hándicap de su hemofilia redoblaba su coraje y su ingenio—, traté de ejercer una influencia personal en las deliberaciones de la CNUCYD, cuyo secretario general era entonces un economista de Sri Lanka, Gamani Corea.
Ese vasto aparato de negociación permanente entre Norte y Sur comprende una conferencia, que se reúne cada cuatro años, por lo general por invitación de una capital de Asia, África o Latinoamérica; un consejo, cuyas sesiones se celebran en Ginebra y al que presentan sus informes unas comisiones múltiples de competencias técnicas, y una secretaría permanente, dirigida por una persona del Sur.
Los fundamentos de esa maquinaria fueron establecidos por su primer secretario general, Raúl Prebisch, economista argentino de renombre que, tras conseguir el apoyo a sus tesis por parte de latinoamericanos y asiáticos, sumó también a los africanos a medida que éstos accedían a la independencia. Apoyado por André Philip en la primera CNUCYD en Ginebra en 1964, luego en Nueva Delhi en 1968, constituyó un frente sólido para denunciar la hegemonía de las sociedades multinacionales y hacer un llamamiento a los Estados del Sur con el fin de atajar la ideología liberal de la Escuela de Chicago mediante una política económica voluntarista. Lo encontré avejentado pero igualmente combativo, en Santiago de Chile, en 1972, apoyando a Salvador Allende contra las maniobras de ITT. No había fracaso que minara sus convicciones.
El segundo secretario general de la CNUCYD, Manuel Pérez Guerrero, había sido colega mío en Nueva York durante los primeros años de las Naciones Unidas. Cuando el presidente Truman, en el apartado IV de su programa de política exterior, lanzó la idea de una asistencia técnica a los países subdesarrollados, prometiendo dedicar a ello recursos importantes y exhortando a las Naciones Unidas a convertirse en su principal valedor, el secretario general, Trygve Lie, confió a ese joven economista venezolano la dirección del programa multilateral. Con él y con Henri Laugier tuve apasionantes discusiones acerca del alcance y los límites de las transferencias de tecnologías de un entorno cultural a otro. El subdesarrollo era un concepto nuevo, que no figuraba en la carta de las Naciones Unidas. ¿Podría ser combatido permitiendo a los pueblos afectados por el mismo compensar su retraso sólo en el plano técnico, el de la experiencia y la formación? ¿Era necesario dedicar a ello importantes recursos financieros, del orden del 1% del PIB de los países ricos?
Estábamos decididos a convertirnos en protagonistas de esa política. Éramos jóvenes y estábamos seguros de nosotros mismos.
Al suceder a Prebisch en 1970, Manuel Pérez Guerrero trató de reemplazar la confrontación por una cooperación más amistosa, que se vio detenida súbitamente por la crisis petrolífera. Regresó a Venezuela, donde ocuparía un puesto ministerial importante, y volvió a París en 1974 para copresidir con un ministro canadiense la conferencia convocada por Giscard d’Estaing. Juntos deploramos la obstinación simétrica de los países exportadores de petróleo y de Estados Unidos, uno de los numerosos ejemplos de desencuentros fatales que impiden a la comunidad mundial dar un paso adelante.
Cuando fue sustituido por Gamani Corea, la confrontación se había avivado de nuevo y se buscaban en vano terrenos en los que los puntos de vista del Norte y del Sur pudieran confluir. La crisis del petróleo fue larga; endeudó sobremanera al Tercer Mundo e hizo aún más severa la competencia entre los países industrializados. Desde su innegable competencia como economista, Corea, el primer asiático que ocupaba aquel puesto, miró decepcionado y entristecido a aquellos embajadores que acudían a presentarle sus desideratas, tanto los del 77, que no entendían sus propios problemas, como los occidentales, que pretendían entenderlos, mientras que su formación de diplomáticos los hacía, a ojos de Corea, unos analfabetos.
Comprendió el papel que Francia podía desempeñar y me reconoció los esfuerzos que hacía, apoyado con mayor o menor vigor por París, para dar de mi país la imagen de una nación apegada a la defensa de los derechos humanos y deseosa de alcanzar un reparto más equitativo de los recursos del planeta. ¡Cuántas veces evocamos, en su esplendoroso despacho del Palacio de las Naciones, mientras el Mont Blanc aparecía a veces en el cielo sobre el lago, las posibles formulaciones de un texto o los párrafos de una resolución en torno de los cuales podría alcanzarse un consenso!
Mi memoria, mecida por ese paisaje, halagada por los elogios que rodeaban mi acción, viste con un halo de luz la silueta de muchos de los colegas con los que, a lo largo de los años, he compartido vida y trabajo. Algunos se convirtieron, y siguen siéndolo, en símbolos de esa hermosa solidaridad que une a los continentes.
Otorgaría la primera plaza al embajador Alioune Sene, que llegó de Dakar al mismo tiempo que yo de París. Tras haber sido ministro de Cultura de Senegal, representaba entonces a su país no sólo ante las Naciones Unidas en Ginebra, sino también ante la Confederación helvética en Berna. Su imponente silueta —casi caricaturalmente africana—, su sonrisa luminosa y la cortesía de su lenguaje sólo dejaban aparecer progresivamente la sutilidad de su talento diplomático. Pronto compartimos la convicción de que, si se jugaba con inteligencia y candor, las Naciones Unidas podrían contribuir de manera decisiva a la solución de los grandes problemas de nuestro tiempo. Para ello, sin embargo, era necesario conseguir formular los valores sobre los que se podía llegar a un acuerdo y denunciar con valentía los intereses ocultos de los unos y el recelo nervioso de los otros, que impedían alcanzar ese consenso con eficacia.
Alioune Sene tenía gran influencia en el grupo africano. Éste era numéricamente el más importante, pero también el más difícil de coordinar, pues sus integrantes eran muy heterogéneos. Entre ellos figuraban algunos de los Estados más pobres del mundo, para los cuales mantener una misión permanente en Ginebra suponía un transtorno financiero. Del voto del grupo africano dependía a menudo la adopción de textos que supondrían un progreso en la cooperación internacional. Al igual que yo sufría las reticencias y obstrucciones de los Estados de mi grupo, a él le pesaban las reivindicaciones excesivas del suyo, y nos lamentábamos de ello el uno al otro antes de buscar juntos la manera de relanzar la negociación. Sene permaneció diecisiete años en Ginebra. Allí adquirió notoriedad y sabiduría. Su esposa, cuyo encanto y afecto me robaron el corazón en cuanto la conocí, le ofrecía un equilibrio que los fracasos no podían socavar. Y, sin embargo, ¡cuántas ocasiones desaprovechadas durante los años de su mandato debido a la falta de visión de las grandes potencias, mientras África se hundía en la pauperización, la marginalización y la violencia!
Ni él ni yo nos dejábamos engañar por los discursos. Los años pasaban sin que se iniciara una verdadera negociación, la que habría podido sentar las bases de un «nuevo orden económico mundial». La fórmula se acuñó en 1973, en Argel, en la cumbre de los no alineados. La Asamblea General de las Naciones Unidas la había adoptado a su vez, para convertirla en el horizonte de las «décadas de desarrollo» proclamadas cuatro veces. Horrorizaba a Estados Unidos, que juzgaba que el orden reinante era satisfactorio. Los europeos fingían suscribirla, pero, a falta de una visión más valiente, no osaban desmarcarse de su gran aliado.
Nuestros esfuerzos comunes para movilizar a los francófonos al servicio de una estrategia más eficaz entre Norte y Sur aún me unieron más a Alioune Sene. El grupo constituido no se limitaba a protestar, por otra parte sin excesivo éxito, contra la supremacía de la lengua inglesa en todos los trabajos de la organización, sino que trataba también de afirmar unos valores comunes: la aspiración a un mundo menos inicuo, más preocupado por la dignidad de cada persona, capaz de procurar a todas las sociedades que en él conviven los recursos necesarios para su crecimiento, un mundo más humanista.
Por agradables que fueran esos encuentros y por sinceras que fueran nuestras deliberaciones, la experiencia de Ginebra me convenció de que, incluso movilizando todos los recursos de su área lingüística, Francia no tendría peso en el destino del mundo si no conjugaba sus fuerzas con las de las demás democracias europeas reunidas en una unión de naturaleza federal. Pero fue también en Ginebra donde pude ver lo difícil que sería alcanzar ese objetivo.
Difícil, pero no imposible. Constaté, por ejemplo, que, en muchos de los problemas particulares que surgían en el orden del día de cada una de las numerosas sesiones de los órganos internacionales, bastaba con que la delegación francesa presentara una propuesta constructiva para que los miembros de la Comunidad Europea aceptaran apoyarla. Y, si se ponían de acuerdo acerca de un texto, por lo general conseguían convencer a los demás occidentales. Su peso ya era preponderante y era posible llegar a un acuerdo, a condición de que el representante de Estados Unidos no estuviera maniatado por instrucciones muy estrictas, como las que en los años ochenta procedían del secretario de Estado adjunto John Bolton, enemigo declarado de las Naciones Unidas.
A ese respecto, tuve la fortuna de pasar en Ginebra los años de Carter. El impulso dado por ese joven presidente, embebido de los valores del New Deal, los que hicieron de Estados Unidos el faro de los años treinta y cuarenta, nos permitió dar más brillo a las deliberaciones de las Naciones Unidas sobre desarrollo y sobre derechos humanos. Pero aquel impulso se detuvo en seco con la elección de Ronald Reagan.
Entre mis colegas asiáticos, recuerdo a uno cuya amistad me impresionó sobremanera, el embajador Marker de Pakistán. Llegó a Ginebra en el momento en que la larga y apasionante negociación sobre la creación de un fondo común para los productos básicos había superado ya las primeras etapas. El grupo de los 77 le confió la presidencia de uno de los comités encargados de hallar una solución al problema del estatuto específico de aquella nueva institución. Tras la marcha de un diplomático británico muy competente y prudente, me convertí en coordinador del grupo de las naciones industrializadas en esa negociación. Por ello tenía buenas razones para interesarme por la persona y las ideas del embajador Marker. Descubrí a un hombre de gran cultura, descendiente de una familia parsi dedicada desde hacía varias generaciones al servicio del país, acompañado de su esposa que, ya gravemente enferma, murió poco después de su llegada. La dignidad con la que vivió aquel drama y la naturalidad con la que volvió a casarse poco después constituyen unos recuerdos que me han marcado más a la larga de lo que creí en su momento. Marker fue unos años más tarde embajador de Pakistán en París, donde recuperamos nuestra relación. Es propio de la vida de los diplomáticos ver cómo a través de los años se suceden amistades efímeras y reencuentros inesperados. De Marker aprendí muchas cosas acerca del islam, acerca de la profundidad de las tradiciones de Asia y de su resistencia a una civilización occidental muy arrogante y a veces con poca amplitud de miras.
En el polo opuesto a esa serenidad, por así decirlo, me viene a la memoria la espumosa alegría del embajador de Jamaica, Tony Hill. También él desempeñó un papel importante en los debates sobre materias primas. Sus discursos acalorados irritaban a mis colegas occidentales, pero pronto comprendimos que, tras haber denunciado despiadadamente las tesis de los países industrializados, en los pasillos trataría de lograr compromisos aceptables. Fue él quien me inició en los problemas del Caribe, región del mundo en la que las mezclas de poblaciones, de culturas y religiones son tal vez las más inextricables, al ser tierras de poblaciones mestizas, de las que emana una poesía estridente y desesperada. Tony Hill expresaba todo aquello y además añadía una sorprendente confianza en la fuerza de la palabra, que lo alejaba de cualquier morbidez.
Al evocar mis años en Ginebra, navego entre las personas y las ideas. Más personas que ideas. Por lo menos, las ideas se vivían en el día a día, en el debate sobre los textos en los que la forma primaba a menudo sobre el sentido: proyectos de resolución en lenguaje codificado, compromisos redactados de manera que no comprometieran demasiado, afirmaciones de principios que debían presidir la acción de los gobiernos sin impedirles tratar de alcanzar sus propios intereses.
Me sumé a aquel juego algo absurdo y me sentía satisfecho, incluso orgulloso, cuando la CNUCYD, la Comisión de derechos humanos, el comité ejecutivo del Alto Comisariado para los Refugiados o la Comisión económica para Europa tomaban una decisión que ponía fin a un debate a veces laborioso con lo que me parecía sentido común: menos recelo mutuo, mejores perspectivas para la cooperación, mayor vigilancia sobre el respeto de los derechos de las personas humanas.
Han pasado quince años desde la larga negociación sobre el fondo común para los productos básicos que, tras haberme ocupado durante días y a menudo durante noches a lo largo de tres años, dio a luz en 1980 un tratado muerto antes de nacer. La dependencia de la mayoría de los países del Tercer Mundo respecto al comercio de esas materias primas, que constituía su principal o incluso su única fuente de divisas, era una evidencia. Era necesario evitar que ese comercio fuera monopolizado por los consumidores, esos países ricos que tenían interés en mantener los precios bajos. Su tranquilidad se vio sacudida por la explosión de los precios del petróleo consecutiva a la acción enérgica de los productores, agrupados en la OPEP. La conferencia de París, convocada por Giscard d’Estaing en 1974, fracasó en la búsqueda de un nuevo equilibrio. Dos años más tarde, durante la cuarta Conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo, celebrada en Nairobi, el principio de un nuevo mecanismo ingenioso destinado a estabilizar los precios de las materias primas a un nivel remunerador fue aceptado en el curso de una memorable sesión de noche en la que el ministro francés de Asuntos Exteriores, Jean François-Poncet, desempeñó un papel determinante. Ese mecanismo recibió el nombre de Fondo común para los productos básicos, y a la CNUCYD se le encargó que negociara las modalidades del mismo. Era, cuando llegué a Ginebra, una de las negociaciones que movilizaban a la comunidad internacional. Exigía sacrificios por parte de los seguidores incondicionales de la economía de mercado, puesto que se trataba de ejercer una acción voluntarista sobre los precios regidos hasta el momento por la oferta y la demanda. Era un tema muy controvertido, en el que la proclamación de grandes principios disimulaba a duras penas un sólido escepticismo sobre los resultados. Occidente, sin embargo, se había comprometido a ello y no podía desdecirse de sus promesas.
Hacer que ciento cuarenta Estados negocien sobre los elementos de un futuro tratado exige una mecánica. Cada grupo designa a un portavoz, encargado de recoger el acuerdo de los portavoces de los subgrupos que lo componen. Al notable embajador de Indonesia, Ali Alatas, quien unos años más tarde sería ministro de Asuntos Exteriores de su país, le correspondió la tarea casi imposible de negociar en nombre de los 77 y, por lo tanto, recoger los puntos de vista a menudo divergentes de los grupos africano, latinoamericano y asiático. Por mi parte, recibí el encargo de negociar con él en nombre de los occidentales, es decir, operar la conciliación entre los nueve de la Comunidad, los otros europeos —entre ellos los escandinavos—, los estadounidenses, los canadienses, los australianos, los neozelandeses y Japón. Una misión a priori más sencilla y que me hizo concebir una creciente estima hacia Alatas a medida que yo mismo percibía las dificultades de mi propio ejercicio. Había que tener también en cuenta a los otros dos grupos, China y los países del Este. Sus portavoces, sin embargo, se limitaban a observarnos debatir y a hacer algunas puntualizaciones. Creían que el tratado no les concernía, y en eso se equivocaban, puesto que la entrada en vigor del mismo se debió, ironías de la historia, a su ratificación por la URSS.
Además de en las sesiones a menudo nocturnas en las que Alatas y yo proclamábamos nuestras mutuas obstinaciones en tono vehemente, nos reuníamos con Vitia y su esposa June en unas cenas en las que, dejando de lado por unas horas la cotización de las materias primas, evocábamos los barrios de París y los rascacielos de Nueva York. Nuestra amistad se nutría del hecho de que, al margen de todas las contradicciones, la negociación acabó por llegar a buen puerto y el tratado fue firmado en 1980.
Ese resultado no se habría obtenido si Estados Unidos no hubiera estado representado durante aquellos dos años decisivos por William Van den Heuvel, amigo personal de los Kennedy, que había participado activamente en la campaña presidencial de Jimmy Carter. Cuando se incorporó a aquel puesto, hizo públicas sus enormes reservas acerca de la viabilidad del fondo común, aspecto en el que llevaba razón. Para la entrada en vigor del tratado, no sólo debía ser ratificado por la mayoría de los Estados, sino que había que reunir el capital necesario, lo que exigía su ratificación por los principales contribuyentes. Sin la ratificación de Estados Unidos, que sabía que sería difícil conseguir, el tratado sólo entraría en vigor si, en una inverosímil hipótesis, era ratificado por la URSS. Eso sucedió en 1984, para sorpresa general. Pero la criatura recién nacida no tenía sustancia.
Por lo menos, Van den Heuvel, impresionado por el vigor con el que yo conducía la negociación, estuvo atento a que su delegación, de la que formaban parte brillantes diplomáticos como Robert Hormats o Richard Holbrooke, futuro negociador de paz en Bosnia, no obstruyera sus avances. Comprendía mi preocupación por no permitir que Occidente incumpliera sus promesas. «Si alguna vez se crea un fondo común —me decía con humor—, en su pórtico deberá figurar su estatua».
La negociación se interrumpió durante la celebración de la quinta Conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo, convocada en Manila en el verano de 1979. Todos los equipos de Ginebra se trasladaron entonces a la capital del presidente Marcos. Imelda y él nos recibieron con gran pompa en el palacio de Malacanal. Aquello debía ser el apogeo del mandato de Gamani Corea, quien militaba a favor de que se iniciara la famosa «negociación global» en la que se reconstruiría la maquinaria multilateral destinada al desarrollo del Tercer Mundo, una maquinaria cuya arquitectura polimórfica e incoherente parecía incapaz de encarrilar a la comunidad internacional hacia un orden más justo.
La presión de los países petroleros aún era muy fuerte y dio lugar a la segunda crisis petrolera que, una vez más, hizo peligrar los flujos monetarios internacionales y el equilibrio de las instituciones de Bretton Woods. Jimmy Carter y su consejero diplomático Zbigniew Brzezinski se mostraban dispuestos a escuchar las necesidades de los países del Sur. La Comunidad Europea, en vías de ampliación, estaba presidida por Francia. Ésta, como ocurre muy a menudo, negociaba con ambigüedad. Por un lado, nos aproximábamos a los países deseosos de hacer justicia a las legítimas reivindicaciones de los socios del Sur o, por lo menos, establecer un diálogo constructivo con los menos radicales de ellos; por otro, estábamos ligados por nuestra solidaridad con los miembros más timoratos de la Comunidad Europea: el Reino Unido y Alemania. Incluso en el propio seno de la delegación francesa había que arbitrar entre escépticos y convencidos.
Tanto por sus fastos y sus grandes esperanzas como por sus bloqueos y sus desencuentros, la conferencia de Manila fue uno de los momentos importantes de mi compromiso con la diplomacia multilateral. Allí percibí más que nunca el alcance de sus limitaciones y las razones de su fracaso, y de allí extraje buena parte de mis convicciones acerca de los nuevos impulsos necesarios para salir de aquel callejón sin salida.
Decidí que Vitia me acompañara y nos regalamos una escala puramente turística por el camino. Así pasamos unos días en Nepal. Pero, en Katmandú, ni siquiera las cumbres centelleantes del Himalaya y la sutileza de la arquitectura sagrada nos protegían de una sensación de desasosiego y horror ante el mortífero aliento de las hordas occidentales y la invasión de la Coca-Cola. La autenticidad de una cultura que relegaba a los comerciantes al papel de criados se veía atacada desde el exterior y desde el interior por las tentaciones corruptoras de la sociedad de consumo.
Solo, trataba de evitar descorazonarme ante aquella constatación. Con Vitia, sufría el contagio de su lucidez. Sucedió lo mismo en Manila. La yuxtaposición de una miseria colorista y de una riqueza gris, el lujo insolente de los gastos suntuarios y la indiferencia ante las masas indigentes no podían dejar insensible a nadie. De excursión a la base norteamericana de Baguio, ambos sentimos la presencia opresiva del ejército estadounidense, como si MacArthur aún estuviera allí.
En los amplios pasillos del Palacio de Congresos se cruzaban colegas míos del pasado y del momento, del Norte y del Sur, con quienes había construido muchos castillos en el aire. Unos llegaban al final de sus carreras y otros ocuparían luego puestos prestigiosos. El suizo Arthur Dunkel sería secretario general del GATT; el británico Peter Marshall llegaría a secretario general adjunto de la Commonwealth; el argelino Idriss Jazairy fue el primer presidente del Fondo internacional de desarrollo agrícola. En Manila, éramos una cuadrilla de amigos no siempre disciplinados, pero dispuestos a hacer avanzar nuestras carreras y también la negociación.
Al atardecer, en el hotel, con las ventanas abiertas ante las espléndidas puestas de sol de la bahía de Manila, conversaba con Vitia acerca de los penosos avances de nuestros debates, y ella me explicaba los encuentros que había tenido en las calles atestadas de la ciudad, alegradas por los minibuses engalanados y las barracas de feria.
En mi calidad de jefe de la delegación francesa, y dado que Francia asumía aquel semestre la presidencia de la Comunidad Europea, pasaba muchas horas tratando de conseguir un acuerdo de los nueve y luego presentando en su nombre propuestas a los demás miembros del grupo de los países occidentales. Preparábamos el terreno antes de la llegada de los ministros, que supondría la cumbre de la conferencia y su conclusión. René Monory representó a Francia y el conde Lambsdorf, a la RFA. Los ministros no tenían mucho más que decir que los embajadores, pero lo decían con más hipocresía y, como si quisieran convencerse de que creían en ello, no escatimaban elogios a Marcos y a Gamani Corea. Mi ministro, cuya sencillez y capacidad de escuchar apreciaba, no se hacía ilusiones acerca de los progresos que la conferencia supondría para en el comercio y el desarrollo. Por lo menos, deseaba que se relanzara la negociación sobre el fondo común, y ése fue prácticamente el único resultado obtenido en Manila.
De regreso en Ginebra nos pusimos manos a la obra y, con la ayuda de Van den Heuvel, conseguí cerrar la negociación con Ali Alatas, ante la resignada satisfacción de los socios. Los avances decisivos se obtenían por lo general hacia medianoche, cuando a los miembros de la comisión preparatoria se les cerraban los párpados. Recuerdo una de esas noches en que la comisión estaba presidida por un ministro de Bangladesh que practicaba el arte de la suspensión de las sesiones para permitir negociar a los grupos y subgrupos. Al juzgar que aquella noche se había conseguido el acuerdo, fui a verlo a eso de la una de la madrugada con intención de apremiarlo para que retomara la reunión. Miró su reloj y, con enorme sentido común, me dijo que esperaría a las tres de la madrugada. Llevaba razón.
La conclusión del tratado sobre el fondo común la viví más como una prueba deportiva en la que conduje a mi equipo a la victoria que como una etapa importante en el camino del desarrollo. Como sucede a menudo en la vida internacional, el problema que nos habíamos propuesto resolver había perdido ya buena parte de su pertinencia. Incluso si nuestros esfuerzos no se hubieran visto frustrados por el número insuficiente de ratificaciones, incluso si el fondo hubiera entrado en vigor en 1980, no habría dispuesto de las sumas necesarias para incidir en la cotización de las materias primas. Y aunque esas cotizaciones se hubieran estabilizado en un nivel remunerador, esto no habría resuelto los problemas fundamentales de los países productores.
Sin embargo, en el curso de la negociación se establecieron lazos y se constataron evidencias que servirían de base para la siguiente etapa de la cooperación internacional. Nuevas esperanzas constituirían el preludio de nuevas decepciones, y éstas darían a luz nuevos puntos de vista. Aprendí así a aceptar ese movimiento lento de los conceptos y de las realidades, en el que las palabras y las cosas, los textos y los actos reflejan en su laborioso encadenamiento las profundas pero imperceptibles transformaciones del mundo.
Otros muchos debates ocuparon, en el curso de los cuatro años y medio que estuve en Ginebra, a la misión permanente que estaba a mi cargo. Sería imposible evocarlos detalladamente. Entresaco al azar algunos ejemplos, como una negociación en la CNUCYD sobre la deuda, problema ya crucial en 1978 y que lo sería aún más a los largo de los quince años siguientes; un asunto aún mal resuelto hoy en día, a pesar de las condonaciones y las renegociaciones que nunca llegan hasta la raíz del mal. Aquel año, los 77 insistían para que la CNUCYD obtuviera un papel de observador en las negociaciones entre acreedores y deudores, llevadas con gran discreción por el Club de París[49]. El director adjunto del Tesoro había sido enviado a Ginebra para dirigir esa negociación. Así conocí a Michel Camdessus, que años más tarde sería director general del Fondo Monetario Internacional. Fue para mí un placer ver cómo se sumergía en el torbellino de Ginebra, se familiarizaba con la mentalidad de los países en desarrollo y salía del mismo elogiado y reconfortado por aquella breve negociación.
Igualmente, en 1979, se confió una misión interesante a una joven consejera de Estado, Nicole Questiaux, que formaba parte de la Subcomisión de los derechos humanos y que se convirtió en una fiel amiga de Vitia y mía. Mientras en la comisión estábamos representados por un profesor de derecho bastante reaccionario, cuyas maniobras la misión veía con poca simpatía, el trabajo de Nicole Questiaux la situó de inmediato en la categoría de los innovadores. Las Naciones Unidas, aquellos años, abordaban aún la protección y la promoción de los derechos humanos con grandes precauciones. Los objetivos de la mayoría de los Estados miembros eran Sudáfrica e Israel. Lo que sucedía en Chile bajo Pinochet, en Argentina bajo la dictadura militar o en los Estados totalitarios del Este y del Sur aún escapaba a una investigación seria. El mérito de la subcomisión fue elaborar pacientemente unos procedimientos, mecanismos, investigaciones e informes que se apoyaban en la acción perseverante de las grandes organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos humanos, en particular Amnistía Internacional. Éstas sometían cada vez más vigorosamente a todos los Estados que violan esos derechos al examen crítico de la comunidad internacional. Nicole Questiaux desempeñó en ese proceso un papel protagonista y sus logros me enorgullecían: hay, a veces, no siempre, un patriotismo feliz.
Fue también con Nicole Questiaux con quien logré llevar a buen puerto un pequeño complot destinado a poner al gobierno ante el hecho consumado de un nombramiento que se revelaría beneficioso para el prestigio internacional de Francia: el de un joven magistrado, Louis Joinet, al que Nicole apreciaba por su coraje y combatividad, pero cuya inclinación a la izquierda no era del agrado de Matignon. Aprovechando el momento propicio para simular el acuerdo del departamento, hice que lo nombraran sustituto de Nicole Questiaux antes de que fueran consultadas otras instancias gubernamentales. A lo largo de los quince años siguientes, desempeñaría un papel relevante en la protección de los derechos humanos. De esos pequeños tejemanejes uno se siente orgulloso durante mucho tiempo.
Estaba en Ginebra desde hacía cuatro años cuando François Mitterrand, que había perdido contra De Gaulle en 1965 y contra Valéry Giscard d’Estaing en 1974, presentó por tercera vez su candidatura a la presidencia de la República. Apartaba así de la misma a Michel Rocard, cuya valiente reacción tras el fracaso de los socialistas en las legislativas de 1978 lo había convertido por primera vez en candidato potencial. Desde Ginebra seguíamos la campaña apasionadamente. Tan grande era mi deseo de asistir a aquella «alternancia», que para mí constituía la verdadera prueba de un régimen democrático, que predecía la victoria de la izquierda a mis colegas de las Naciones Unidas. Éstos me tomaban por un soñador. Hasta el último momento les pareció que Valéry Giscard d’Estaing sería reelegido.
Recibí a Giscard unos meses antes. El Alto Comisariado para los refugiados, donde el ex primer ministro danés Poul Hartling había sucedido al príncipe Sadruddin Aga Khan, concedió un premio al presidente de la República francesa y otro al presidente de Botsuana. La ceremonia de entrega de esos premios reunió a ambos hombres en una sala del palacio atestada de cámaras. Yo me había preguntado cómo me saludaría Giscard y si recordaría mi desgracia tras el asunto Claustre. Se mostró amable y discreto y regresó a París tras una breve visita al Comité Internacional de la Cruz Roja. Iba acompañado de un joven diplomático destinado al Elíseo, Jean-David Levitte, al que yo había conocido unos años antes en Nueva York, donde trabajaba en la misión permanente. Ya en aquel primer encuentro me habían impresionado su inteligencia y su disponibilidad. Ese segundo contacto confirmó mi impresión. Ocho años más tarde, ocuparía el puesto de embajador ante las Naciones Unidas en Ginebra y residiría en la carretera de Malagnou. Y obtuvo mi nombramiento como presidente de la delegación francesa en la Comisión de derechos humanos. Desde 1995 es consejero diplomático de Jacques Chirac.
Unas palabras más acerca de la casa de Malagnou. La televisión de la Suiza romanda deseaba hacer un reportaje acerca de un representante permanente ante las Naciones Unidas en Ginebra y eligió al embajador de Francia. Como aquel año yo presidía el comité ejecutivo del Alto Comisariado para los Refugiados, el rodaje se concentró primero en la gran sala del nuevo palacio en el que tenía la sede ese órgano. Pero deseaban también que los telespectadores compartieran la vida privada del interesado. Así que nos propusimos organizar una cena en la carretera de Malagnou y advertimos a nuestros invitados de que habría cámaras, cosa que los divirtió mucho. Vitia preparó un postre de color rojo que se comía la pantalla, y obligaron al chófer del embajador de Italia a repetir tres veces la maniobra de su marcha en la avenida lateral de la residencia, pues las cámaras no habían obtenido una buena toma en los dos primeros intentos.
No era la primera ni sería la última vez que me viera en un film. Cuando tenía unos doce años una amiga fotógrafa de mi madre que rodaba un film sobre los muelles de París le sugirió que yo interpretara el papel de un chiquillo que había perdido a su hermano pequeño y que iba en su busca por las orillas del río. Con setenta y seis años, un equipo de jóvenes cineastas berlineses me convenció para ser el personaje principal de un documental titulado Der Diplomat que evocaba mis aventuras y mis encuentros. Me he visto, pues, en una pantalla de cine en diferentes edades de mi vida, moviéndome y hablando, corriendo y discutiendo. Es una experiencia que disocia más netamente que cualquier otra el cuerpo del yo. El cuerpo se convierte en ese objeto un poco torpe que se utiliza para desempeñar las funciones vitales, y uno mira cómo se comporta con una mezcla de incomodidad y simpatía.
Cuando era niño, un día mi madre me preguntó, para poner a prueba mi modestia: «¿Te crees guapo?» ¡No era, claro está, más que una provocación! Pero recuerdo mi respuesta: «No, pero me creo simpático».
Más recientemente, tal vez con motivo de la película alemana, constaté que siento hacia mi cuerpo una enorme gratitud: nunca me ha abandonado. Sin embargo, no le he prodigado demasiados cuidados. No he hecho deporte ni gimnasia, jamás he llevado sombrero, aunque lloviera, y he mantenido una higiene muy ordinaria. Una sola baza a mi favor, tal vez: para llevar la contraria a Helen, siempre he evitado el tabaco.