ÁFRICA
(1)
Cuanto más envejezco, más necesaria me es África. Me llevó tiempo conocerla, pero la amé de inmediato. Tenía respeto por mis colegas del Ministerio que habían llevado a cabo su formación en la Escuela Colonial, convertida tras la guerra en la Escuela de la Francia de Ultramar. La descolonización los obligó a reconvertirse. Los que habían elegido Asuntos Exteriores eran acogidos con más recelo que entusiasmo. ¿Iban a dificultar la promoción de los demás? Yo, al contrario, veía en ellos una seriedad y una competencia que no siempre encontraba en los jóvenes enarcas[44] atraídos a «la carrera» por los fastos diplomáticos. Esos evitaban ser destinados a África a puestos considerados marginales. ¡Cómo se equivocaban!
Apenas conocí el África colonial. El recuerdo de mi primer contacto con el continente negro es borroso. Me queda la sensación de un calor apabullante al aterrizar a bordo de un Constellation en el aeropuerto de Duala, donde hicimos escala de camino a Brazzaville. Era 1953. Trabajaba en la dirección de las Naciones Unidas y estábamos contentos de haber conseguido que la Organización Mundial de la Salud instalara su oficina regional para África en tierras francesas.
Aún no existía el aire acondicionado, pero las cabañas eran frescas y ventiladas, y la acogida del gobernador fue cortés.
La negociación se desarrolló entre funcionarios internacionales y autoridades francesas, sin la menor participación de los africanos. Iban a ocuparse de su salud sin consultarlos. De eso tengo conciencia hoy, pero en 1953 ni siquiera se me ocurría sorprenderme. Un artista polaco, instalado en un barrio tranquilo, dirigía una escuela de pintura, y de ese primer viaje me traje un pequeño cuadro rojo y negro de un congoleño muy imaginativo. Se lo regalé a mi hijo pequeño, hoy psiquiatra, y lo colgó en su sala de espera. Estoy convencido de que emana una estimulación onírica.
Veintiún años después, en una misión ante el gobierno congoleño, la yuxtaposición de blancos y negros no había cambiado fundamentalmente: los invitados del embajador de Francia, al salir de un cóctel al aire libre, se encontraron con una fiesta africana, y yo me dije que los africanos debían de observar la gestualidad del cóctel con la misma curiosidad sorprendida con la que los huéspedes del embajador descubrían sus danzas y sus cantos. Cada uno era aún el folclore del otro.
En 1953, sin embargo, era lo bastante joven como para que me turbaran las paseantes congoleñas que caminaban con los senos al aire o llevando a la espalda un bebé cuyos pies decoraban ambos lados de su cintura. Admiraba la gran ceiba a orillas del río, a cuya sombra los viejos contemplaban la otra orilla, dominada por Leopoldville. Esa África ya no es más que una reminiscencia poética.
Cinco años más tarde, Roger Seydoux, director general de Relaciones Culturales, quien me había confiado la dirección del Servicio de Cooperación Técnica, me envió a una misión difícil en Conakry. El referéndum de autodeterminación de los territorios franceses de ultramar había hecho que el África francesa accediera a un estatuto híbrido; una independencia limitada, en el marco de una «comunidad» manifiestamente inspirada en la Commonwealth británica. El general De Gaulle había convencido a todos los dirigentes africanos, salvo uno, de que sus pueblos debían aprobar esta fórmula. Se mantendría sólo durante dos años y desembocaría en el acceso a la independencia formal y en el ingreso en la Organización de las Naciones Unidas. El único partidario del no era Sékou Touré. Ese joven sindicalista, brillante orador, era popular entre la izquierda francesa. Aquellos que, como yo, no habían aplaudido el retorno de De Gaulle al poder no estaban molestos ante la resistencia que Guinea oponía a Francia. En el Club Jean Moulin juzgábamos severamente la manera hosca con la que el general había roto con Sékou Touré. Roger Seydoux había conseguido, con grandes dificultades, que un enviado pudiera explorar con las autoridades guineanas las formas que podría adoptar una cooperación técnica en los terrenos de interés común.
Descubrí Conakry con placer. Era, en la primavera de 1959, una hermosa capital colonial de arquitectura anticuada, con calles floridas, bellas palmeras, jacarandás y flamboyanes. Sin embargo, tras la ruptura en octubre, los franceses ya no se paseaban por ella, y la acogida del entorno presidencial al enviado de París no fue excesivamente cordial.
Sin embargo, el propio Sékou Touré me recibió, sin hacerme esperar demasiado, en las salas espaciosas y bien ventiladas del palacio presidencial. Por lo que recuerdo, la entrevista debía aclarar las razones de la elección de la independencia por parte de Guinea, que París no había comprendido. África, decía, no encontraría el camino de su desarrollo más que apoyándose en sus propias fuerzas. La ayuda de la antigua metrópolis la estancaría en un sistema económico y político que no le convenía. Había que seguir el ejemplo de Nkrumah. Sékou Touré hablaba con gran claridad, en una lengua melodiosa. Yo trataba de no contradecirlo, y evoqué algunos sectores en los que, durante unos años aún, la presencia de expertos franceses podría ser beneficiosa: el Instituto Pasteur de Kindia, la producción de aluminio de Boké o la participación de universitarios e ingenieros. ¿Podríamos acordar un texto que precisara las condiciones jurídicas de una presencia de esa índole? En ese punto, tras invitarme a visitar esos dos lugares, me dirigió al ministro de Economía, su hermano Ismael Touré.
En Boké me encontré con un antiguo miembro del gabinete de Mendès France, Marchandise, que dirigía una planta considerable en la que la bauxita, excepcionalmente abundante y pura, se transformaba en aluminio. La empresa Pechiney había negociado el mantenimiento de la misma sin intervención alguna del gobierno francés, y se guardaba de solicitarla. La fábrica era impresionante, ultramoderna, y las «barracas» de aluminio destinadas a los cuadros centelleaban bajo el sol. Marchandise me aseguró que aislaban a sus habitantes del calor. Era muy consciente de la precariedad de la empresa. Sékou Touré conocía la incompetencia de los cuadros guineanos. Había que aprovecharlo.
Igual en Kindia. El Instituto Pasteur criaba allí serpientes de precioso veneno: unos reptiles temibles, sobre todo los más delgados y más verdes. Al verlas serpentear en los grandes terrarios, uno sabía que su mordedura sería implacable. Los investigadores no se quejaban demasiado. ¿Precisar su estatuto? Sin duda, pero si se preservaba tanto como fuera posible su libertad de trabajo. Hasta el momento, las cosas funcionaban.
Mi entrevista con el hermano ministro no me dejó duda alguna acerca de la mentalidad del gobierno guineano: no firmarían nada con Francia.
Unos meses más tarde, acompañé a André Boulloche a Dakar, a la inauguración de la universidad de la que era rector Lucien Paye y «protector» Léopold Sédar Senghor. A esa ceremonia calcada de los ritos franceses —Senghor deseaba una universidad plenamente francesa con títulos equivalentes a los de la metrópolis— asistían más franceses que africanos. Enseguida me di cuenta de la ambigüedad de esa universidad de Dakar. Los estudiantes que en ella se formarían se convertirían inevitablemente en una élite aislada de la masa, y se sentirían atraídos por cualquier cosa excepto por la gestión de los verdaderos problemas de su país. La lectura de la hermosa novela de Hamidou Kane, cuyo título, La aventura ambigua, remite al gran texto de Michel Leiris, El África fantasmal, me abrió los ojos a lo que debería ser la cooperación: una mayéutica que permitiera a África definir democráticamente su camino y no aceptar de sus socios del Norte más que aquello que no la apartara de él.
Mi opinión respecto de esa concepción que se trataba de imponer por lo menos a la vez a la administración francesa y a los ministros africanos de Educación era compartida por mi amigo de Saigón Jean-Pierre Dannaud, a la sazón director en el Ministerio de Cooperación. Juntos recorrimos el continente africano entre 1959 y 1964, años de juventud de los Estados que habían alcanzado la independencia. Juntos predicábamos que se cortara el cordón umbilical. Era más fácil decirlo que hacerlo. Nos recuerdo en la oficina ya climatizada de uno de esos ministros, formados en su mayoría en la Escuela Normal William Ponty, en Senegal, y que espontáneamente tendían a perennizar —qué profesor no tiende a ello— el sistema del que habían surgido. El ministro estaba impresionado por la visita de aquellos dos «normalistas», ante los que deseaba hacer gala de su cultura clásica. Le recomendamos desarrollar, en beneficio de sus jóvenes compatriotas, una nueva pedagogía, con menor énfasis en el verbo y mayor en la acción; promover la enseñanza técnica y profesional, desatendida por la administración colonial, para formar así a los cuadros medios de las empresas de su país. Nos dejó hablar, asintiendo, pero instintivamente receloso, con la legítima desconfianza del negro hacia el blanco, pensando que tratábamos de confinar a su país en un papel subalterno para así conservar mejor su control.
Lo importante para él era que el inspector académico que le habíamos presentado fuera un «auténtico» agregado, del mismo grado que el obtenido por el Estado vecino.
En esos viajes había placeres e inquietudes. El placer de la coincidencia de opiniones con Dannaud acerca de los objetivos que había que alcanzar en esa fase auroral de las independencias africanas; el placer de los encuentros, en cada etapa, con maestros y escolares africanos; el placer de las incursiones, lejos de las capitales costeras, en las tierras rojas de laterita polvorienta del Sahel, por esos caminos siempre recorridos por largas filas de hombres y mujeres pacientes y alertas, acarreando cargas de vivos colores. Pero a la vez inquietud ante las carencias heredadas de la colonización: una escolarización a la francesa para una pequeña franja de jóvenes, atrapados por la función pública, salidos de sus pueblos, desarraigados, pero a los que su clan parasitaria en cuanto tuvieran un cargo; y, para la mayoría, unas clases de cien alumnos balbuciendo frases mal comprendidas para desespero de profesores desbordados, cuya paciencia y buena voluntad no compensaban la incompetencia y la carencia de recursos pedagógicos.
Era la época en que la Unesco apostaba por una escolarización acelerada, que primaba mucho lo cuantitativo en detrimento de la calidad. La misión confiada a nuestros inspectores académicos era ambigua y agotadora. Muchos lograron salir de ella airosamente con talento.
Pienso en Marcel Vitte, que me acompañó a Gabón, uno de los países donde la tasa de escolarización era más alta, pero donde el nivel de los conocimientos adquiridos por los alumnos era más bajo. Un joven ministro nos habló de sus proyectos de reforma, para los cuales requería nuestro apoyo ante su presidente, quien sospechaba de él que era un inconformista. Nos llevó en avión a Lambaréné. Sobrevolar Gabón a baja altitud es una experiencia violenta: esa selva ecuatorial aspira la mirada como un inmenso hoyo verde oscuro y mortal. El doctor Schweitzer nos esperaba a la puerta de su vasto campamento, donde los enfermos circulaban bajo la mirada paternal de aquel anciano, aún sólido, de hermosa cabellera plateada. Manifestó su curiosidad por conocer a un admirador de su joven pariente Jean-Paul Sartre. Nos habló de la simplicidad de su vida, de su africanidad bastante narcisista.
No lo tranquilizaba el acceso de las tierras africanas a su nuevo estatuto, que veía como fuente de desorden. Era ya el portavoz de su propia historia, de su pasado de pionero. Ya ni siquiera había un piano en su cabaña.
Fue en Camerún donde Dannaud y yo encontramos a los interlocutores más interesantes: el ministro de Educación Eteki, muy político, diplomado de la Escuela Nacional de la Francia de Ultramar, y su director general, Michel Doo Kingué, que haría una gran carrera internacional y sería, diez años más tarde, colega mío en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Fueron los primeros en comprender que la Universidad de Yaundé debía diferenciarse radicalmente de las universidades francesas, sin tratar de conseguir la equivalencia de sus títulos con los franceses, de manera que pudiera formar élites que permanecieran en Africa y orientar a sus estudiantes africanos hacia un destino propiamente camerunés.
Entre el África de los primeros años de la independencia y la que hallaría diez años después el foso abierto era enorme. Es hoy, con esa mirada hacia el pasado, cuando me doy cuenta de ello realmente. Se defraudó una esperanza y se malgastaron muchas energías. Los «padres de la independencia», los Ahidjo, Houphouët, Diori o Tsiranana, jugaron la carta del autoritarismo, de los partidos únicos, de los compromisos con el capital. Nuestra política de ayuda no tuvo otro objetivo más que mantener una tutela financiera, costosa para el contribuyente francés pero cuya carga se veía compensada por la reafirmación de la noción de «patio trasero», que aumentaría la dimensión internacional de Francia. El resultado fue el empobrecimiento de la población africana, por lo menos tan gravemente explotada por los dirigentes africanos como lo había sido por los administradores coloniales, y que se la mantuviera en una situación de servidumbre gracias al apoyo que la antigua potencia tutelar prestaba a los nuevos dueños.
¿Cuándo me di cuenta de esa deriva? ¿Cuándo empecé a mirar a África con la mezcla de afecto y de aprensión que siento por ella hoy? Tal vez me ayudó la experiencia argelina. Precisamente me parecía que, a la salida de una guerra larga y mortífera, el gobierno argelino de los años sesenta había dado el ejemplo inverso, el de una ruptura radical con el modelo francés. Realmente había cambiado de piel. Los gobiernos del África subsahariana no lo hicieron. Así, mi opinión acerca de la política africana de Francia se volvió cada vez más severa a la par que aumentaba mi desconfianza hacia los jefes de Estado africanos.
No era el único que tenía esa opinión. Mi primer embajador en Argel, Georges Gorse, se había ocupado, a finales de los años sesenta, de un informe acerca de la política de cooperación francesa, cuyas debilidades y absurdos denunciaba. Como administrador adjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, pude comparar los efectos de la ayuda multilateral y los de la cooperación bilateral francesa. Al fin y al cabo, cada una de ellas abordaba terrenos complejos, el encuentro de civilizaciones diferentes cuya solidaridad no era evidente. Era importante no dejarse descorazonar por los primeros fracasos, sino extraer lecciones de ellos.
Por ello, cuando las elecciones de 1974 llevaron al Elíseo a Valéry Giscard d’Estaing y a Pierre Abelin al Ministerio de la Cooperación, hice lo que sólo he hecho una vez en mi vida: ofrecerle mi colaboración a un ministro de derechas.
Pierre Abelin no era un amigo, sino una figura recurrente y respetada de las etapas más constructivas de mi carrera. Sucedió a Pierre Mendès France como presidente de la delegación francesa en el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. Yo no era ajeno, cuatro años más tarde, a su elección por parte del Ministerio para presidir la Comisión de Cooperación Técnica Internacional, donde supo movilizar a su lado a empresarios como Demonque y Dagallier. Pero también sabía que nuestra tentativa, en el club Jean Moulin, de convertir a Gaston Defferre en el «señor X», rival del general De Gaulle, había fracasado por su culpa. En el último momento, negó a Defferre el apoyo del MRP[45]. Además, suya era también parte de la responsabilidad en la caída del gobierno de Mendès France, que yo atribuía a su partido. Ello significa que mi opinión sobre él era equívoca, pero lo creía capaz de dejarme ejercer, en el nuevo terreno en el que se aventuraba, la influencia de quien tal vez sabía más que él.
Mi cálculo no era erróneo. No sólo Pierre Abelin me acogió con gran cordialidad, sino que además, al haberse comprometido ya a confiar la dirección de su gabinete a Robert Toulemon, un veterano del club menos comprometido políticamente que yo, me propuso trabajar con él como responsable de misiones.
Esa nueva aventura sólo duró dos años y acabó mal para mí, pero personalmente tuvo una importancia capital. De entrada, se trataba de operar una reorientación de la política africana de Francia, tratando de tomar distancia respecto a las costumbres de las presidencias gaullistas con las que Valéry Giscard d’Estaing parecía dispuesto a romper. No había mantenido a Jacques Foccart en el Elíseo. No sabíamos nada acerca de su sucesor, Journiac. Nuestro ministro estaba dispuesto a ganarse autoridad en la nueva política basándose en la confianza del Elíseo y pidió al equipo que estaba constituyendo que le hiciera llegar propuestas innovadoras.
La característica de ese equipo era su vocación de reformar una administración que hasta entonces había sobrevivido a todos los ministros sin perder las costumbres heredadas del período colonial. En resumidas cuentas, se nos pedía que descolonizáramos el Ministerio de Cooperación, que lo abriéramos a otras regiones del mundo además de África, que aprendiéramos de los fracasos del desarrollo africano, que entabláramos una colaboración más confiada con nuestros socios europeos, que dejáramos espacio a las organizaciones no gubernamentales, a las empresas y universidades. Pero, sobre todo, que comprobáramos mejor las verdaderas necesidades de nuestros socios y aumentáramos así su propia responsabilidad en el gobierno de sus asuntos.
Es justo reconocer que fracasamos y que, con la marcha de Pierre Abelin, a principios de 1976, cuando fue sustituido por Jean de Lipkowski, el cual se apresuró a ir a contracorriente de las ideas de su predecesor, la administración ganó la partida y el Elíseo retomó las costumbres de Jacques Foccart; el «patio trasero», con los privilegios que mantenían los tradicionales explotadores franceses de Africa, recuperaba así su lugar en el tablero francés.
Pensábamos, sin embargo, que aquel primer año del septenio de Giscard d’Estaing vería cambios profundos en la política exterior de Francia. El Ministerio de Cooperación ponía en marcha una gran reforma: tras deshacerse de los jefes de servicio de su predecesor, Abelin había nombrado como director de Planificación y Política a Jean Audibert, un hombre cuyos puntos de vista innovadores compartía el gabinete. ¿íbamos esta vez a estar a la altura de la ambición que Apollinaire muestra en el cuarto verso de «La hermosa pelirroja», el poema que contiene la más patética formulación de su personalidad como un hombre «que ha sabido a veces imponer sus ideas»?
Para nosotros lo esencial era comprender las razones de lo que analizábamos como un fracaso: catorce años después de su acceso a la independencia, los países del África francófona subtropical no habían emprendido una política de desarrollo «autosuficiente» (era el vocabulario de la época; hoy diríamos «perdurable» o «sostenible»). Los regímenes presidenciales amparaban el desorden y la corrupción. El sistema educativo no se había desmarcado suficientemente de las tradiciones coloniales y no formaba cuadros técnicos y administrativos capaces de tomar el relevo de los cooperantes franceses. Pero, sobre todo, queríamos acabar con la complicidad entre los dirigentes africanos y sus socios de las grandes empresas francesas, complicidad que desviaba de su destino los créditos concedidos a la ayuda, agravaba la deuda de los jóvenes Estados y retrasaba el momento en el que sus cuadros podrían asumir por sí mismos la responsabilidad de su desarrollo.
Esa complicidad fue denunciada y sus efectos lamentables fueron subrayados por un hombre que lleva a una altura particularmente elevada los valores a los que soy más sensible: la competencia aunada a la modestia, la lucidez en el combate contra la injusticia, el compromiso al servicio de las causas más humanas y la generosidad en las relaciones personales. Me refiero a André Postel-Vinay. Este inspector de Hacienda, que se había sumado a la Francia combatiente en Londres en 1942, ocupó durante treinta años el puesto de administrador del Fondo de Inversión para el Desarrollo Económico y Social, rebautizado en los años cincuenta con el nombre de Caja Central de Cooperación Económica. Fue uno de los mandatos más largos jamás asumidos por un alto funcionario. Tanto en lo relativo a los problemas de África como a los de la inmigración, adquirió una comprensión de la que ningún gobierno de la IV o la V República supo sacar provecho. ¿Por qué? Sin duda les faltaban la flexibilidad y el gusto por el compromiso, sin los cuales en nuestro país no se puede hacer una gran carrera. Del único puesto ministerial que aceptó —al pensar como yo que el septenio inaugurado en 1974 por Valéry Giscard d’Estaing autorizaba esperanzas de reformas—, el de secretario de Estado de Inmigración, dimitió al cabo de unas semanas al no haber obtenido los recursos mínimos sin los cuales consideraba que no podría ser eficaz. Su esposa, Anise, salvada milagrosamente del campo de Ravensbrück, puso su inagotable energía al servicio de la Asociación Francia Tierra de Asilo y aportó, junto a Geneviève Anthonioz, Germaine Tillon y Lucie Aubrac, la prueba irrefutable de la superioridad de las mujeres en el compromiso al servicio de la dignidad humana.
Durante los dos años que Pierre Abelin estuvo al frente del Ministerio, nuestro equipo consagró la parte esencial de su tiempo a reunir los datos concretos que permitirían ver con mayor claridad y proponer, en un informe que llevaría su nombre, las reformas que, al igual que André Postel-Vinay, creíamos indispensables.
Para ello, propusimos al ministro organizar una serie de misiones sobre el terreno, bautizadas «misiones de diálogo». No estarían integradas por veteranos de la administración, sino por hombres capaces de observarla con una mirada crítica.
Dirigidas en su mayoría por Robert Toulemon o por mí, algunas por Jean Audibert, esas misiones debían visitar los dieciocho países firmantes de la convención de Yaundé, los antiguos territorios de ultramar que habían alcanzado la independencia. A mí me correspondieron Senegal, Burkina Faso (que aún se llamaba Alto Volta), Níger, Mali, Mauritania, Benín (en la época, Dahomey) y Chad. La composición de mi equipo variaba en función de las disponibilidades de cada uno, pero hacía lo imposible para contar siempre con el inspector general de Hacienda, Jacques de Chalendar; el profesor de derecho de Aix-en-Provence Maurice Flory y el jurista originario de Cognac Paul Sabourin, responsable de escribir lo que debería ser el producto último de la aventura: el informe Abelin.
Como en cualquier empresa que se pretende innovadora, teníamos una mezcla de candidez y de astucia. Conseguiríamos demostrar que el sistema funcionaba mal, que requería ser reformado en profundidad, pero sin dar la impresión de criticar a sus actores, permitiéndoles simplemente decir lo que guardaban para sí. Evidentemente, significaba apostar por el efecto sorpresa que tendría nuestra actitud en el diálogo y coger a contrapelo a los que nos aseguraban que los responsables africanos eran demasiado corteses o tenían demasiados intereses en el statu quo para abordar una crítica constructiva del funcionamiento de la ayuda francesa.
Y la experiencia demostró que teníamos razón o que había llegado el momento de cuestionar el sistema, o incluso de que los miembros de nuestras misiones supieron llevar a la práctica esa mayéutica. En todos los lugares a los que viajé con él, Jacques de Chalendar se comportó con maestría. Ese hombre alto, un poco encorvado y cuyo rostro cambiante expresaba verdadera bondad sabía resolver rápidamente los saludos educados, cuando estábamos sentados alrededor de una mesa con ministros o directores africanos, y plantear las dos o tres cuestiones pertinentes que soltaban las lenguas y denotaban los rencores o las frustraciones. A partir de ese momento el diálogo se volvía útil y las sugerencias de unos y otros se reunían en un todo coherente.
Mi papel consistía principalmente en preservar el espíritu de equipo e impedir que se instalara el hastío o la desmotivación al descubrir la dimensión de las disfunciones o cuando nuestros colegas de las embajadas nos ponían en guardia contra el valor de las reflexiones de nuestros interlocutores africanos. Coincidí con algunos a los que había conocido en la época de la dirección de la cooperación en el Ministerio de Educación Nacional y con los que me unían relaciones de confianza, y con otros con los que había trabajado en el marco del PNUD. Me sorprendían los escasos contactos que se establecían en cada capital africana entre los diversos socios capitalistas. El Banco Mundial actuaba en solitario; el PNUD recelaba de las antiguas metrópolis; Francia se esforzaba en mantener su «coto vedado» y se las ingeniaba para que las actividades financiadas por Bruselas fueran confiadas a actores franceses.
Me parecía urgente incitar a los responsables africanos a dotarse de las instancias necesarias para poner orden en los conductos a través de los cuales sus socios bilaterales o multilaterales intervenían en su desarrollo.
Al final de esas misiones estaba profundamente impregnado de África. Había conocido las cualidades tan particulares de su hospitalidad, su buena convivencia, su fantasía y la imaginativa inteligencia de algunos de sus dirigentes, entre los cuales otorgo un lugar preeminente a Abdou Diouf, quien aún era sólo primer ministro cuando visitamos Dakar. Nos recibió el presidente Senghor y utilizó el lenguaje más conservador en el terreno cultural, el más tradicional en el terreno económico y el más elevado en el terreno moral. Y luego Abdou Diouf nos escuchó y, desde lo alto de su inolvidable silueta, nos dijo qué esperaba de Francia con notable claridad y dignidad. ¡Si sólo hubiéramos sabido, en esos años en que todo era aún maleable, cuando las cartas aún estaban en sus manos, apoyar las acciones de esos jóvenes altos funcionarios africanos crecidos sobre el terreno, como esos directores de Agricultura, Ganadería u Obras Públicas de Mali, del Níger o de Chad, esos jóvenes ministros de Sanidad de Mauritania o Dahomey, ese director de Presupuesto de Alto Volta que, cada uno de ellos con su temperamento, parecían felices de construir con nosotros una Africa liberada de sus lastres e inercias!
Veinte años después, es obligado reconocer que esa construcción, tan necesaria y excitante, se halla aún en el estadio de proyecto.
Paralelamente a nuestras misiones sobre el terreno, en París se habían organizado concertaciones con los numerosos actores de la cooperación franco-africana, a los que se les pedía que reflexionaran con nosotros acerca de algunas cuestiones ya examinadas y debatidas varias veces durante la redacción de los dos grandes informes que precedieron al nuestro: el informe Jeanneney, en 1963, y el informe Gorse, en 1970. Sus redactores fueron dos amigos: Simon Nora en el primer caso e Yves Roland-Billecart en el segundo. Sus recomendaciones se inspiraban en las mismas preocupaciones: liberar a Francia de un partenariado exclusivo con África y asociar a sus aliados europeos; aligerar el dispositivo de los cooperantes, demasiado numerosos, y proceder rápidamente a la formación de cuadros africanos susceptibles de garantizar el relevo; impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas y poner fin a las economías de renta, y garantizar espacios a las organizaciones no gubernamentales, que debían aumentar su coherencia y profesionalidad sin por ello pasar a formar parte de la estructura del Estado.
¿Qué más podíamos añadir al término de nuestra investigación? En primer lugar, que ninguna de esas recomendaciones se había seguido y que, sin embargo, seguían siendo pertinentes. En segundo lugar, que los países del Africa subsahariana no podían seguir disociados de su entorno y que la cooperación de Francia, con la experiencia adquirida, debía ofrecerse a otros socios, no sólo en el Magreb y en Oriente Próximo, sino a los países africanos no francófonos y también a Asia y a Latinoamérica. Finalmente, que si una gran administración política —que sólo podía ser Asuntos Exteriores— había de encargarse de negociar las orientaciones que debían darse a esa cooperación, la ejecución de la misma debía confiarse a una agencia gestionada con más flexibilidad y funcionalidad, como las que se ocupaban de dicha misión en el caso de los gobiernos estadounidense, sueco, canadiense y otros.
Sin embargo, cada vez que un gobierno había tratado de integrar la administración de la cooperación en el Quai d’Orsay, como probó Michel Jobert en 1973 y como haría Claude Cheysson en 1981, la resistencia de los servicios había sido muy fuerte y la «fusión» no se lograba.
A mis cincuenta y siete años, me creía lo suficientemente fuerte como para vencer resistencias que atribuía más al desconocimiento de los verdaderos datos del problema que a la defensa de intereses administrativos o financieros. La confianza de Pierre Abelin me infundía valor, y la cohesión del equipo que trabajaba conmigo así como el fervor del redactor del informe, Paul Sabourin, me hacían augurar el éxito. Fue por ello una enorme decepción constatar, a mi marcha del Ministerio tras el caso Claustre, que el informe Abelin no corrió mejor suerte que los dos precedentes. Y ello habría debido hacerme comprender que iba a suceder lo mismo con el informe, acerca del mismo tema, que le presenté quince años más tarde a Michel Rocard.