INTRODUCCIÓN

A pesar de haber nacido en el seno de una familia de escritores, jamás imaginé que yo también empuñaría la pluma. Siempre he preferido la acción a la escritura, y el futuro a la nostalgia y las reminiscencias.

A mi edad, sin embargo, uno es testigo de su tiempo. Mi existencia llega a su fin con el siglo. Probablemente a ello debo las amistosas presiones —entre ellas las de Régis Debray, imperiosas y reiteradas— que me han llevado a emprender ese arriesgado ejercicio que consiste en hablar de un destino personal ligado a los acontecimientos de la época que a uno le ha tocado vivir, sin notas ni archivos.

Basándome exclusivamente en mi propia memoria, me aferro a algunos puntos de referencia, a simples coincidencias, para desarrollar un relato forzosamente subjetivo y decantado por los años.

Al buscar los principales puntos de contacto entre el tiempo del mundo y el de mi vida, hay algunos irrefutables y otros más sutiles. Así, 1917, el año de mi nacimiento en Berlín, fue también el crepúsculo del imperio de Guillermo II, cuando el fracaso de la revolución proletaria impondría límites a la que Lenin haría triunfar en Petrogrado pocos días antes de mi llegada al mundo.

En 1937 adquirí la nacionalidad francesa, y el Anschluss preludiaba ya la atroz aventura que convirtió a los ciudadanos de mi tierra natal en verdugos de los de mi tierra de adopción y cubrió de vergüenza a la civilización a la que apelaban.

El año 1944, cuando cambié mi nombre por mi vida, fue aquel en el que los Aliados redactaron la Carta de las Naciones Unidas, la organización más ambiciosa que la humanidad haya concebido. Para justificar mi supervivencia, me puse al servicio de esa organización.

El año 1985, cuando me jubilé oficialmente, fue el de la perestroika y la glasnost, signos precursores del hundimiento de una Unión Soviética que duró menos tiempo que yo; y también el de la entrada del mundo en una fase imprevisible, expuesto, sin rumbo, a toda suerte de violencia, pero liberado de una amenazadora confrontación, obsesión de nuestras conciencias a lo largo de cuarenta años.

Me vienen a la mente otras coincidencias fortuitas: descubrí un mensaje en la obra de mi padre el mismo año en que Alemania recuperó su unidad; regresé de una misión en Burundi el mes en el que se desencadenó un genocidio en la vecina Ruanda.

En cada una de esas encrucijadas, mi juicio acerca de mí mismo y de la historia avanzó un poco. A pesar de tantas ingenuidades refutadas e ilusiones perdidas, de tantos horrores observados y amargos balances, mi certidumbre sigue intacta: todo cuanto merece ser deseado se convierte en realidad. El privilegio de poder observar el mundo y su movimiento con una mirada confiada constituye, en buena medida, ese favor que el destino me ha concedido. Y cuanto más amplio es el período observado, más reconfortante es ese optimismo.