MICHEL ROCARD
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Debo a Michel Rocard haber podido llevar tan lejos como era posible mi reflexión acerca de dos problemas que se hallaban en el centro de mis preocupaciones a lo largo de los últimos veinte años de mi vida activa: la inmigración y las relaciones Norte-Sur. La relación entre ambas cuestiones siempre me ha parecido evidente.
De todos los grandes fracasos de la segunda mitad del siglo XX, el más grave es a buen seguro no haber sabido gestionar simultáneamente la globalización de la economía y su regulación social. Es justo reconocer que no era tarea fácil.
En el siglo XIX a los dirigentes de los Estados industrializados se les planteó un problema análogo en el marco nacional. Tardaron mucho tiempo en abordarlo y más aún en resolverlo. La expansión de un nuevo modo de producción, cuyas nefastas consecuencias sociales Marx había denunciado, reclamaba, para paliar los efectos de la pauperización y de la explotación descritos por Charles Dickens y Émile Zola, una política social y una defensa de los intereses de las clases proletarias que Bismarck fue de los primeros en inaugurar. Sólo a mitad del siglo XX los modelos socialdemócratas más o menos próximos a la noción de Estado providencial crearon unos equilibrios siempre frágiles entre libertad y regulación, economía de mercado y legislación social. Sin duda alguna, el modelo soviético obligó a todas las naciones industriales a tener en cuenta las necesidades de las clases sociales menos favorecidas. Los resultados obtenidos están lejos de la perfección, pero desde hace cincuenta años hemos asistido a una prodigiosa mejora de las condiciones de vida de medio millardo de habitantes del planeta.
A partir de los años setenta no se tuvo en cuenta un nuevo dato: la evolución de las ciencias y de las técnicas transformó la Tierra en lo que común pero falsamente se denomina la «aldea global». «Global», en el sentido de planetaria, sí, y por ello las regulaciones que los Estados tratan de imponer individualmente dentro de sus fronteras se han vuelto caducas. «Aldea», no, puesto que carece de todo cuanto precisamente caracteriza la convivencia y la solidaridad que asociamos a esa palabra.
La globalización progresa a una velocidad vertiginosa. Las crispaciones de identidades y las marginalizaciones sociales que provoca hacen retroceder la convivencia y la solidaridad.
Las dos cuestiones básicas a las cuales el siglo XX no ha respondido son, pues, las relaciones entre zonas geográficas, ecológicas y culturales dispares, a las cuales la globalización hace económicamente interdependientes, y los movimientos migratorios que provoca esa disparidad.
Desde su llegada a Matignon, Rocard animó a su ministro de Planificación, Lionel Stoleru, a que exhumara un informe sobre la inmigración que el comisariado de Planificación había hecho elaborar a un grupo de trabajo bajo mi presidencia. Ese trabajo, iniciado en 1985 bajo el gobierno de Fabius, fue concluido bajo el gobierno de Chirac, que guardó el informe en un cajón. Lionel Stoleru lo presentó a la prensa dándole el ambicioso título de Inmigraciones: el deber de la inserción. En el mismo, distinguíamos las diversas inmigraciones, cada una de las cuales exigía para su inserción en la sociedad francesa la puesta en marcha de una política concertada y voluntarista. Con esa condición, la participación de los extranjeros que habían elegido vivir y trabajar en Francia sería una formidable baza para ellos mismos, para sus países de procedencia y para la sociedad francesa. Significaba, empero, enfrentarse a la mentalidad reinante entre la mayoría de los responsables de la nación que, sin llegar a adoptar las tesis del Frente Nacional, veían en el flujo de inmigrados una amenaza para el equilibrio de nuestra sociedad. Había que frenar la inmigración.
Nuestro informe recordaba cuánto debían la economía, la cultura y el esplendor de Francia a los extranjeros que en ella habían trabajado, con una energía a menudo superior a la de los demás habitantes del país, y que, como consecuencia de nuestro derecho del suelo (ius soli), habían dado a luz a varias generaciones de franceses. Identificaba las precauciones que había que tomar para limitar la inmigración clandestina; las medidas indispensables para facilitar el acceso, la formación, el empleo, la escolarización, la libertad de expresión, de confesión, de participación en la vida social de quienes se hallaran en situación regular o quienes, en busca de asilo en una tierra de libertad, reclamaran para ellos mismos y para los suyos el estatuto de refugiados.
Fruto de numerosas consultas a sociólogos, economistas, sindicalistas, empresarios, dirigentes asociativos, islamólogos, parlamentarios y profesores, según la fórmula definida por el comisariado de Planificación, nuestro informe de casi ciento cincuenta páginas, sin contar los anexos, maduró entre 1985 y 1988 y eclosionó durante los primeros días del segundo septenio.
Fue antes de la caída del muro de Berlín y del fulminante deshielo del Este, antes de las turbulencias argelinas, antes del incremento dramático del desempleo, en un contexto aún relativamente estable pero que no tardaría en degradarse.
La elección presidencial de 1988 estuvo marcada por el inquietante incremento de votos del Frente Nacional. En torno a los problemas de exclusión, de los que no tenían responsabilidad alguna, los «inmigrados» —término en el que se englobaban las poblaciones no blancas de los suburbios pobres— se convertían en objeto de un rechazo xenófobo que impregnaba incluso el discurso de los dirigentes de izquierdas. Rocard utilizó una expresión peligrosa por su laconismo: «No podemos acoger toda la miseria del mundo». El propio François Mitterrand pronunció una frase acerca del «umbral de tolerancia» más allá del cual los inmigrados estarían de más.
Sin embargo, el presidente de la República nunca había dejado pasar la ocasión de fustigar públicamente el racismo o los atentados contra los derechos humanos. Con ocasión de las ceremonias del bicentenario de la Revolución francesa, en el curso de un coloquio consagrado a la herencia de 1789 en el gran anfiteatro de la Sorbonne, lo oí caracterizar a los franceses como un pueblo compuesto por celtas, latinos, germánicos, italianos y —concluyó, tras una pausa— árabes. Aquel día, como muy a menudo, aprecié su elocuencia.
Habría preferido, sin embargo, que hubiera puesto en marcha algunas de las propuestas del informe de Planificación. No hubo ni reforma administrativa ni avance legislativo. Respecto al derecho de voto de los residentes extranjeros en las elecciones municipales, que siempre he considerado una de las claves de la integración, Mitterrand insistió en decir, en su Carta a los franceses —que describía su programa— que era favorable al mismo, pero que no tomaría la iniciativa pues sentía que sus compatriotas no estaban preparados para ello.
Poco después, la opinión pública se vio sacudida por el conflicto de los velos y el del código de la nacionalidad. El primero sacaba a la luz los problemas de coexistencia entre las comunidades islámicas fieles a sus costumbres y una escuela pública marcada por el laicismo. Se dio con una solución ambigua y el tema sigue dividiendo a las mentes más preclaras. El segundo cuestionaba uno de los principios esenciales de la «nación» francesa según Renan, el derecho del suelo o ius soli, que favorece el mestizaje cultural, baza magistral de la sociedad francesa. Una comisión presidida por Marceau Long consiguió el equilibrio entre las cabezas pensantes y desechó cualquier posible retorno al derecho de sangre (ius sanguinis).
Michel Rocard tuvo la idea de apoyarse en ese precedente para crear un Alto Consejo para la integración y, con su habitual desvergüenza hacia mí, anunció que yo era miembro de éste antes de consultarme. Al saberlo por la prensa, sólo pude alegrarme. Volvía a ser «sabio».
Dos o tres veces al mes, entre 1990 y 1993, ascendí los peldaños de mármol blanco del Palais-Royal para ir a sentarme a la izquierda de Marceau Long, en una vasta sala contigua a su despacho de vicepresidente del Consejo de Estado. Al constituirnos, en noviembre de 1989, Michel Rocard precisó lo que esperaba de nosotros. La escena tuvo lugar en el salón del hotel Matignon donde, el año anterior, él había presidido el encuentro entre los negociadores del acuerdo sobre Nueva Caledonia, Jean-Marie Tjibaou y Jacques Lafleur. Su alocución delataba aquel recuerdo emocionante para el primer ministro. Ante todo, nos pidió que dijéramos la verdad, que diéramos las definiciones precisas y las cifras exactas de la presencia de extranjeros en Francia, acabando de una vez por todas con fantasmas y rumores. En cuanto a la política de integración a seguir, contaba con nuestras propuestas.
Gracias a su ecléctica composición, el Alto Consejo permitía instaurar un auténtico debate y alcanzar así un acuerdo entre las familias de pensamiento de la sociedad francesa sobre un tema a menudo mal comprendido por la opinión pública.
Una vez al año, en una bella sala del Consejo de Estado decorada con un retrato en pie de Bonaparte, primer cónsul, creador de esa venerable institución, Marceau Long convocaba una rueda de prensa. Las preguntas de los periodistas a quienes presentaba nuestro informe expresaban sus recelos, sus esperanzas de cogernos en falta y, a menudo, su poca madurez. Long, sin embargo, se entrevistaba la víspera con los editorialistas más competentes y los mejores periódicos nos dedicaban columnas interesantes. Ya que la actualidad se prestaba a ello, dábamos el mayor peso posible a nuestro mensaje de incitación a la solidaridad.
¿Qué ha quedado de esa presentación constructiva de una política francesa hacia los inmigrados, tras seis años de reflexión y de informes del Alto Consejo, del que dejé de ser miembro después de las elecciones legislativas de 1993 y con el inicio de la nueva cohabitación?
El gobierno Balladur no hizo más que endurecer el carácter represivo de la legislación sobre extranjería. Charles Pasqua infringió indirectamente el derecho de suelo al añadir condiciones para la adquisición de la nacionalidad a aquellos que tenían pleno derecho a ella. Su sucesor, Jean-Louis Debré, aún fue más lejos en la caza de los «irregulares». Su lamentable obstinación y su testarudo rechazo a agarrar los cabos que se le lanzaron en 1996 acabaron por provocar la indignación de una parte creciente de la opinión pública. Haber participado en la campaña de regularización de los «sin papeles» y haberme codeado, en el colegio de mediadores, con las mujeres y hombres que me inspiran mayor confianza y respeto representa uno de los grandes momentos de compromiso cívico, que son para mí los más deseados.
Estuve a punto de vivir otro de esos momentos al presentar a la prensa, el 1 de febrero de 1990, el informe sobre las relaciones de Francia con los países en desarrollo que Michel Rocard me pidió que pusiera en marcha a su llegada a Matignon. Pero mi reciente éxito llevaba en su interior la semilla del fracaso.
Ésta es la triste historia de mi último intento de sacar a mi país del estancamiento en África y convertirlo en socio lúcido y eficaz de los pueblos del Sur.
Como ministro de Planificación en el primer gobierno socialista, Rocard había observado los esfuerzos que Cheysson, Cot y yo habíamos hecho para renovar, desde una perspectiva de izquierdas, la política de ayuda y de cooperación de Francia. Dio su aval a la noción de «codesarrollo», idea arriesgada que queríamos probar con países como México, Argelia e India. No se trataba simplemente de ayudar a esos países, sino de reflexionar conjuntamente acerca de cómo Francia podría desarrollarse a sí misma y, paralelamente, acompañar el desarrollo de otros. Partíamos del principio de que las relaciones entre naciones deberían ser recíprocas: no de asistencia, sino de cooperación.
Rocard no me ocultó su decepción ante el poco éxito obtenido en 1982, con la delegación interministerial fulminada y Jean-Pierre Cot apartado del gobierno.
Seis años más tarde, el que lo había suplantado como candidato a la presidencia de la República lo llamaba para ponerse al frente de su gobierno. Temible ambigüedad. ¿Hasta dónde llegaría su verdadero poder? ¿Debía renunciar por completo a inmiscuirse en política exterior, dejando ese terreno a Roland Dumas, quien no lo tenía en gran estima pero a quien Mitterrand escuchaba?
No. Michel Rocard tenía sus propias ideas y consideraba que era urgente revisar nuestras relaciones con el conjunto de los países en desarrollo, desencallar nuestro cara a cara con el África francófona y ver más allá del «patio trasero». Al saber que yo compartía sus convicciones, recurrió a mí.
Esa vez me rodeé de ciertas precauciones. Conseguí que un miembro del gabinete del primer ministro formara parte del grupo de trabajo y que el Tesoro pusiera a mi disposición a uno de sus altos funcionarios. Además, debían estar representados el gabinete del ministro de Cooperación, la Dirección general de relaciones culturales, el comisariado de Planificación, el ministro responsable de la ayuda humanitaria y la Caja central de cooperación económica. En primer lugar, había que consultar a todo el abanico de administraciones, personalidades competentes y organismos interesados, y recopilar sus puntos de vista en un primer borrador de propuestas, que llevaría a un informe intermedio, llamado «de etapa».
Para lograrlo, preguntamos a nuestras misiones diplomáticas en los países socios del Sur y en los países competidores del Norte con el fin de comprender cómo acogerían unos nuestra cooperación y cómo los otros gestionaban sus recursos. Tratábamos de conocer mejor las dificultades con las que se enfrentaban las instituciones europeas o multilaterales, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o el PNUD. ¿Qué posiciones había defendido Francia en esas instituciones y por qué? Hablamos con el gobernador del Banco de Francia, Jacques de Larosière, antiguo miembro del Club Jean Moulin, más recientemente director general del FMI; con el director del Tesoro, Jean Claude Trichet, y con el director de la Caja central de cooperación económica, Philippe Jurgensen. Todos nos recibían con gran afabilidad y diversos grados de escepticismo sobre el éxito de nuestra empresa.
Más aún para mí que para mis jóvenes colegas, esas entrevistas eran muy repetitivas. Como en 1974 o en 1982, trataba de evocar inercias lamentables, enojosas incoherencias o nuevas vías insuficientemente exploradas. En lugar de desanimarme, ese darle vueltas a lo mismo me hacía pensar que había llegado ya la hora de renovar de arriba abajo nuestros objetivos, nuestra mecánica y nuestros métodos.
El informe de etapa estaba marcado por esa convicción. Fue sometido al primer ministro, que no puso ninguna objeción, y recibimos sus directivas para preparar el informe definitivo, que debería entregársele a finales de 1989.
Se acordó que yo asumiría la responsabilidad de los altos funcionarios que habían colaborado a título exclusivamente personal, es decir sin comprometer a sus ministros, y que asumiría solo las principales recomendaciones, teniendo en cuenta las asperezas del terreno, de las que éramos muy conscientes.
De ese delicado equilibrio, mantenido a lo largo de los veinte meses que duró nuestro trabajo, surgiría una severa crítica a la política llevada a cabo desde hacía veinticinco años y una argumentación precisa a favor de los cambios que habría que introducir para tener en cuenta un contexto mundial en plena evolución. Pero ahí no acababa nuestra acción. Formulábamos también propuestas de reforma que no abarcaban sólo las grandes orientaciones, sino también —y ahí había que hacer gala de prudencia— las estructuras ministeriales, los métodos de trabajo, las movilizaciones que habría que llevar a cabo y las coherencias que habría que lograr en el plano interno, europeo e internacional.
Como todos los miembros de nuestro equipo tenían su propio puesto, nuestras reuniones se celebraban fuera del horario laboral, por la tarde en mi apartamento o al mediodía en el comedor de uno u otro ministerio, preferentemente en el del anejo al hotel Matignon, en la calle Vaneau, donde el menú estaba especialmente bien elaborado. Cada uno de los miembros del equipo escribía sobre un tema. Mi función era asegurar la síntesis y garantizar la legibilidad.
¿Trazaré el retrato de cada uno de los participantes en esta empresa, tal vez la más ambiciosa y a buen seguro la más cautivadora de todas cuantas he consagrado a la política francesa de desarrollo? Saben la estima que tengo por ellos; el lugar que traté de hacer a sus concepciones y a su experiencia, y el respeto que me inspira su competencia. Lo esencial, sin embargo, era nuestra convicción común de que existía lo que se da en llamar una «ventana de oportunidad» que había que aprovechar. Había apasionados y puntillistas, visionarios y pragmáticos, audaces y prudentes, pero todos entregaban generosamente su tiempo y su confianza. A algunos los conocía desde hacía tiempo, pero también hice descubrimientos y nacieron nuevas amistades. ¡Qué lástima que el modo de vida de los responsables de nuestra administración haga tan difícil consolidar los lazos que se crean en el trabajo y tan efímeras unas amistades cuya posible fertilidad sospechamos sin poder anclarlas en el tiempo! Pero tal vez sea sólo culpa mía. En mis contactos con las mujeres y los hombres con los que me he cruzado en el camino, tan numerosos y tan ricos en experiencias, soy más entusiasta que fiel.
El 1 de febrero de 1990 pude finalmente entregar «mi» informe a Michel Rocard, con un mes de retraso sobre la fecha prevista. Ese texto de ciento cincuenta páginas preconizaba principalmente la creación, bajo la autoridad del primer ministro, de un Alto Consejo de cooperación y desarrollo encargado de evaluar y orientar, según la evolución de cada contexto, los métodos y los recursos que se deberían consagrar a los diferentes socios. Era la propuesta más ostensible contenida en el informe, la que prudentemente quedaba al margen de reformas más profundas, como la supresión del Ministerio de Cooperación y de la célula africana del Elíseo, y la transformación de la Caja central de cooperación económica en un Banco francés de desarrollo con vocación universal. No había contemplado ni la disolución de la zona franco, ni —cosa que habría hecho caduco el informe— la europeización de las políticas de desarrollo de los doce. Estaba persuadido de haber evitado los escollos más visibles, y a la vez de haber abierto pistas que permitirían verdaderos progresos.
El primer ministro me pidió que presentara el informe a la prensa, lo que tuvo lugar en uno de los salones del hotel Matignon. Una vez más pude constatar el poco interés de los medios y de nuestros periodistas por los problemas de los países pobres cuando no tienen que ver con hambrunas o masacres. Hablé ante una sala medio vacía y los principales periódicos no dedicaron más que unas líneas al fruto de nuestras largas deliberaciones. Decepcionante. Tal vez, ya no lo recuerdo, aquel día tuviera lugar algo realmente apasionante: un gran partido de fútbol o el descubrimiento por parte de un joven juez de un asunto escabroso.
No tuvimos que esperar mucho para darnos cuenta de la gravedad de una omisión en nuestra estrategia: los principales ministros habían sido consultados, pero no el Elíseo. En mi cabeza, tal misión le correspondía al gabinete del primer ministro, pero por supuesto habría debido tomar esa precaución personalmente. Ese error tuvo como efecto poner al presidente ante el hecho consumado. Llegó la orden del Elíseo de no difundir el informe. Michel Rocard la acató.
Paradójicamente, ese incidente hizo de ese texto poco revolucionario en sí mismo un objeto que despertaba la curiosidad. Cuanto más difícil era procurárselo, más se le metía en la cabeza a la gente que debía de ser una verdadera bomba. Quienes lo leían —puesto que, por descontado, existían numerosos ejemplares que circulaban de mano en mano— no hallaban en él, a fin de cuentas, más que aquello que muchos observadores de la política francesa ya habían dicho y que nunca se había hecho.