BUCHENWALD Y ROTTLEBERODE

Treinta y siete resistentes salidos de locales de detención parisinos de la Gestapo subieron el 8 de agosto de 1944 a un vagón de tren ordinario que partía de la estación del Este. Dirección: Verdún. En nuestro compartimento había militares alemanes que vigilaban que permaneciéramos esposados en nuestras banquetas. ¿Adonde nos dirigíamos? «A un campo de prisioneros en Alemania. Allí esperarán la victoria alemana y la paz». Sea.

Largas paradas marcadas por las alarmas aéreas. Tal vez la ofensiva aliada conseguiría alcanzarnos y liberarnos. Una noche en Verdún, siempre esposados y encerrados en una granja. Al día siguiente, primera sorpresa. En Saarbrücken fuimos conducidos a un campo y encerrados toda la noche, treinta y siete personas en un espacio de tres metros cuadrados. Nos faltaba aire. Sólo conocía a un miembro del grupo: Forrest Yeo-Thomas, que había desempeñado un papel importante entre la Francia combatiente y el primer ministro británico; aviador próximo a Winston Churchill, lo había convencido para que confiara en los servicios gaullistas para organizar el ejército secreto. No sabía que lo habían detenido. Espontáneamente asumimos responsabilidades hacia los otros treinta y cinco. ¿Hablar con el jefe del campo para obtener más espacio? Tentativa vana.

—Somos oficiales.

—Son ustedes una mierda.

Sombrío comienzo. En la plaza de formación del campo, unos prisioneros daban vueltas a la pata coja, con las manos detrás de la nuca, entre los gritos de los SS. Caímos de las nubes. ¿En qué mundo nos hallábamos? Por la mañana, otro tren nos embarcó hacia Turingia. Turingia. Weimar. Buchenwald. Sabía de ese campo, cuyo nombre había sido pronunciado con horror por unos amigos de mi madre, huidos de Alemania en 1938, que sólo hablaban de él en voz baja. ¿Aún existía aquel lugar?

Evadirse. Saltar del tren. Un joven francés del grupo nos susurraba que con un muelle de reloj podría abrir las esposas. Era posible pero arriesgado. Por unos pocos que lograran escapar, ¿cuántos morirían? El 12 de agosto de 1944, la situación de Alemania nos parecía desesperada. Hitler no aguantaría más de unas semanas. Así que era mejor esperar.

El tren se detuvo. Nos hicieron avanzar hasta un portón con la leyenda «A cada uno su merecido». Nos empujaron por un largo pasillo que daba a una sala de duchas. Espera nocturna. Por la mañana, nos desnudaron, nos desinfectaron y nos vistieron a rayas, nos condujeron al barracón 17 y nos entregaron a un Kapo. Hice de intérprete: mantenerse limpio, gimnasia por la mañana, sopa a mediodía y no salir del barracón después de las ocho de la tarde. En términos secos, pero sin brutalidad, nos dio sus instrucciones. Concertación. ¿Quiénes éramos? Todos agentes detenidos por ser responsables de actividades.

Entre los franceses, el corredor de coches Benoît; Henri Frager, jefe de una red británica en Francia; Rambaud; Avallard; Cuglioli; Chaignaud, y Séguier. Entre los demás, varios belgas, tres ingleses —Southgate, Peulevé y Yeo-Thomas—, un estadounidense y un canadiense. Nunca me he sentido tentado, Dios sabrá a causa de qué superstición, de reconstituir la lista exacta.

No nos asignaron a un comando de trabajo. Los días pasaban sin hacer nada. El 25 de agosto, la vida del campo se vio trastornada por un bombardeo aliado que alcanzó la Gustloff, la fábrica de armamento contigua al campo, donde trabajaban numerosos deportados. Había muertos, pero sobre todo reinaba una enorme exaltación: ¿aquel golpe contra Alemania propinado por nuestros aviadores acaso no significaba una pronta liberación?

Día tras día, nos adentrábamos en la vida y la rutina de Buchenwald. Encuentros inesperados. El de Christian Pineau, mi «cliente» en la sección R de la BCRA. Me pasó un manuscrito: Deyanira. Se trataba de una obra de teatro acerca de esa heroína cuyos celos, la pasión más implacable, triunfan frente al invencible Heracles. También estaba Hewitt, a quien los SS habían autorizado para montar un cuarteto de cuerda que tocaba Mozart, por la noche, en uno de los barracones. Extraño campo, donde se podía tocar música y escribir tragedias.

Estaban también las largas colas de seres descarnados que se arrastraban a lo largo de las avenidas entre los barracones. Para ellos se forjó la expresión die Muselmänner, «los musulmanes», que en aquella época remitía al supuesto fatalismo del islam: se habían resignado a morir. Los demás, los útiles, partían por la mañana con los comandos exteriores y regresaban por la tarde extenuados; los reunían en la inmensa plaza donde nos formaban y los contaban una y otra vez.

En nuestro barracón de tránsito jugábamos a las cartas, a pesar de que estuviera prohibido. Helen me había enseñado a echarlas y divertía a mis camaradas diciéndoles la buenaventura: su liberación. Ahí está, junto a la sota de tréboles, que significa «dentro de poco».

Escuchaba las noticias de la radio alemana a través de un altavoz. La víspera del bombardeo de Gustloff, París había sido liberado por los Aliados. Una gran emoción. Alfred Balachowski vino a vernos y nos trajo conejo. Estaba rico. ¿Quién era ese francés alto y con una buena mata de cabello? Sería uno de nuestros salvadores. No sabría hasta mucho después que fue deportado en enero de 1944 y enviado de Buchenwald a Dora como simple trabajador, y que el doctor Ding-Schukler, que dirigía en Buchenwald el Instituto de Higiene, al saber que Balachowski era investigador del Instituto Pasteur, hizo que trabajara con él. Así que no sólo conservó su cabello, favor excepcional, sino que además disfrutaba de una particular autoridad en el campo: manejaba vacunas y cultivaba piojos, portadores de una enfermedad que sembraba el terror entre los deportados y los SS: el tifus exantemático. En cada barracón, podía leerse la siguiente inscripción: «Un piojo, tu muerte».

El 8 de septiembre, dieciséis de nosotros fuimos llamados a la torre. Balachowski nos confirmó, tres días después, que habían sido ejecutados. Nos ocultó los aspectos atroces de su ahorcamiento que había averiguado. Esos horrores, como tantos otros, yo los descubriría tres años más tarde en El estado de las SS de Eugen Kogon, nuestro segundo salvador. Kogon trabajaba también en el barracón 50 con Ding-Schukler, cuya confianza se había ganado. Estaba al corriente de los experimentos in vivo que Ding llevaba a cabo con «criminales».

Yeo-Thomas comprendió que estábamos todos destinados a ser ejecutados. Se dirigió en primer lugar a la dirección comunista clandestina del campo, que reservaba sus intervenciones a los camaradas del Partido. Balachowski se puso de acuerdo con Kogon, y éste se comprometió a sondear a Ding. Este último, lo sabía, ya no creía en la victoria alemana. ¿Aceptaría permitir organizar un intercambio de identidades entre oficiales aliados y muertos del tifus? Su asentimiento se obtuvo a cambio de la promesa de certificados con firmas de prestigio que podría hacer valer ante los Aliados. Faltaba aún conseguir la peligrosa complicidad del Kapo del barracón 46, donde vivían y morían los deportados aquejados de tifus.

Arthur Dietzsch también era una «autoridad» en Buchenwald, donde ya llevaba once años, tras haber pasado seis en las cárceles de la república de Weimar. Diecisiete años tras las rejas o las alambradas lo habían convertido en una especie de bruto temido por los otros Kapos. Hacía valer su reputación para ejercer su poder. No le gustaba el católico y demasiado intelectual Kogon, pero se dejaría influir por el socialdemócrata Heinz Baumeister, a quien Kogon confió la misión de ponerlo al corriente del complot.

De todos mis salvadores, con quien fui más injusto fue con Dietzsch. En mi artículo en Temps modernes tracé de él un retrato odioso, en el que evoqué «la figura inquietante del Kapo Dietzsch, brutal, autoritario, sádico y taimado». Era un juicio abrupto, injusto, deformado por el maniqueísmo de los campos. ¿Qué habríamos hecho sin su coraje y su lealtad?

A finales de septiembre, la conjura estaba madura. Yeo-Thomas debía elegir a los beneficiarios. ¿Uno? ¿Dos? Tres como máximo. Eligió a un inglés, Harry Peulevé, y a un francés, yo. ¿Por qué a mí? ¿Para que hubiera un oficial francés? ¿Porque hablaba alemán? Quién sabe. Tal vez por amistad.

Nos instalamos en el primer piso del barracón 46. En la planta baja había una quincena de jóvenes franceses en cama, gravemente enfermos. Tras una epidemia de tifus en un campo de trabajos forzados cerca de Colonia, habían sido confiados a Ding, en Buchenwald. Habíamos convenido que adoptaríamos las identidades de los tres primeros que murieran. Sus cuerpos serían enviados al crematorio con nuestros nombres y nuestros números de identificación. Si la torre nos llamaba para ser ahorcados, habríamos muerto de tifus.

Fue una espera angustiosa, de la que tratábamos de escapar jugando en nuestra estancia, vigilando la expresión más o menos enfurruñada de Dietzsch, único al corriente del complot y que mantenía la sangre fría. Felizmente para Peulevé. En la tercera hornada de llamados, su nombre figuraba en la lista. Hubo que disfrazarlo de enfermo de tifus moribundo, y despistar a la guardia de la torre. Marcel Seigneur, cuya identidad debía adoptar, ¿iba a morirse a tiempo? Sí. Peulevé se salvó, por los pelos.

A mí me correspondía obtener cuanta información fuera posible acerca de los camaradas de los que asumiríamos la identidad. Conocer su profesión o las indicaciones que figuraban en sus fichas para evitar meter la pata. Así que tenía que hablar con ellos y, peor aún, desear que la muerte les llegara lo antes posible. ¡Menuda manera de conocer a alguien!

Cuando murió Chouquet y fue incinerado bajo el nombre de Yeo-Thomas, sólo quedaba yo. Michel Boitel, el joven francés cuya identidad debía suplantar, se encontraba mejor. ¿Acaso Ding consideraría que ya había hecho suficiente? Le propuse a Kogon, con quien manteníamos contactos en secreto, tratar de evadirnos en lugar de poner en peligro la vida de otro, ya que, desde el principio, habíamos temido que Dietzsch pudiera acelerar los fallecimientos de los jóvenes franceses para terminar con aquella arriesgada aventura.

En la obra de Kogon aparece el texto de nuestra correspondencia ultrasecreta. El 13 de octubre le escribí:

Hoy ha muerto D.[22], un hecho que constituye un gran alivio para todos nosotros. A mí me tocará el próximo lunes, si todo va bien. Sin embargo, en caso de que la orden de ejecución llegara antes (las cosas van tan deprisa que podemos esperar que llegue cualquier día), me pregunto si no sería más razonable preparar una evasión que llevaría a cabo en el momento en que llegue la orden de ejecución. Esa solución, que naturalmente no es tan fácil, sería en cualquier caso más segura para todos nosotros, pues en ese caso no habría dos casos parecidos de muerte súbita justo antes de la ejecución y en circunstancias tan sospechosas. Naturalmente, os dejo enteramente la decisión. Por favor, indicadme qué debo hacer. Me pongo en vuestras manos con entera confianza.

Stéphane

El 18 de octubre, nueva nota dirigida a Kogon:

Mi sustituto parece que saldrá de ésta, ¡alabado sea Dios por él! No hay más franceses moribundos. Por ello creo que no hay que perder tiempo: debo aprovechar la próxima ocasión de fugarme, aunque eso no parezca tan seguro ni práctico como la solución que habéis contemplado recientemente y que parece claramente excelente. Hoy es miércoles y es muy probable que la orden de ejecución llegue mañana (si no tenemos la «suerte» de que llegue hoy). Por favor, haced lo que esté en vuestras manos para que yo sea asignado a un transporte que abandone mañana el campo. Y dadme una buena dirección fuera del campo. Todo cuanto podáis hacer por mí, al margen de esto, será de gran valor para mí, pero de todas formas creo que tendré que correr mis propios riesgos. Sería una locura esperar más tiempo. Con mi reconocimiento de todo corazón y mi plena confianza:

Stéphane

La respuesta de Kogon fue categórica: la evasión era imposible, había que esperar. La vida de Boitel significaba mi muerte. Su muerte, que ocurrió el día de mi vigésimo séptimo cumpleaños, significó mi vida.

El 21 de octubre escribí a Kogon:

Tu presentimiento no te engañó. Gracias a vuestras atenciones, ahora está todo resuelto. Mis sentimientos son los de un hombre salvado en el último instante. ¡Qué alivio!

Y, más adelante:

Hoy esperamos más información acerca de Maurice Chouquet y Michel Boitel. ¡Dios! ¡Qué contento me he puesto al saber que no estaba casado!

Y, aún más adelante:

Ahora estamos los tres en plena forma y muy optimistas tras las últimas noticias del frente y los últimos discursos alemanes que son extremadamente sintomáticos para nuestra propia victoria.

Siempre suyo.

Hacía mucho tiempo que no volvía a leer este intercambio de notas. Esos momentos de luces y sombras los narré frente a una cámara, en los mismos lugares donde los viví, en una película rodada en 1993 por unos berlineses. Nunca es exactamente el mismo relato.

Hoy, al escribir estas líneas, lo que de repente emerge con fuerza a la superficie es la flema de mis dos camaradas británicos, su coraje sereno y su imperturbable buen humor.

Y también un pesado sentimiento de culpabilidad por aquellos que hubieran podido salvarse en mi lugar; Henri Frager, por ejemplo, quien, antes de morir, obtuvo de la dirección del campo que él y sus camaradas fueran fusilados en lugar de ahorcados.

El 2 de noviembre, bajo el nombre de Michel Boitel, fui transferido al campo de Rottleberode. Michel Boitel era fresador y no hablaba alemán. Yo, ni una cosa ni la otra. En la fábrica de trenes de aterrizaje del Junker 52 donde trabajaban los deportados de Rottleberode, el ingeniero civil que nos dio la bienvenida se dejó convencer con bastante facilidad de que me ocupara de la contabilidad. Habría sido incapaz de manejar una fresadora. Así me convertí en Buchführer. Los días no eran demasiado cansados. Las noches eran cortas: levantarse a las cinco, tres cuartos de hora de camino a pie a través del bosque hasta la fábrica, alimentación mínima y somieres estrechos en los que dormíamos tres.

En diciembre, mi cuerpo manifestó por primera vez signos de debilidad. Me arrastraba. Alerta. Caí en gracia a los dos Prominenten de ese pequeño campo, el Kapo Walter y el Schreiber Ulbricht. Me hicieron fingir que estaba enfermo para que pudiera trabajar para ellos. Aproveché los privilegios que esos deportados veteranos habían adquirido para ellos y sus protegidos: mejor comida, un poco más de espacio en los camastros… Debo esos favores a mi conocimiento de la lengua alemana. Me familiaricé con ella y aproveché para entretenerlos contándoles historias. Y, gracias a ellos, me inicié en el funcionamiento administrativo del campo. Esas tareas de gestión, complejas, habían sido confiadas por las SS a los detenidos. El clima humano de un campo dependía de la manera en que esos «detenidos a disposición», esos Prominenten, ejercieran su trabajo. Si habían sido elegidos entre los políticos, trataban de evitar los conflictos. Cuando eran elegidos entre los criminales, gozaban ejerciendo un sadismo que a menudo era tan cruel como el de las SS.

Walter y Ulbricht eran políticos. Me explicaron las reglas según las cuales un campo pequeño como Rottleberode recibía de Mibau, el centro regional, el avituallamiento y las órdenes. ¿Qué era Mibau? Sobre ese punto se quedaron mudos, como si se tratara de un monstruo. Mibau, descubriría posteriormente, era el nombre en código de Dora, la inmensa factoría subterránea donde se fabricaban las armas secretas de Hitler, los V-l y V-2, fruto del genio de Wernher von Braun, que supuestamente debían asegurar la victoria de Alemania.

Con Walter y Ulbricht me inicié en la larga experiencia de los prisioneros, los Kazettler, alemanes, que fueron la base sobre la que se llevó a cabo esta aventura humana cruel y singular. Vivieron su lado mórbido, pero a veces también otro, más cotidiano y cómico. Las historias que me explicaban me iniciaron en el humor macabro de los campos. Como la del viejo coronel que habían destinado «a los calcetines» para darle un trato privilegiado y que, como se aburría, intrigó para que lo trasladaran «a los rosales», sin saber que era el peor comando de trabajo, en el que, entre las bromas de los Kapos y los SS, había que ir a buscar excrementos a las letrinas para arrojarlos en los parterres. Walter y Ulbricht se reían y yo me instruía.

Les gustaba oírme recitar versos de Goethe o de Hölderlin. La magia del verbo y del cuento. Al leer, años más tarde, los Relatos de Kolymá, en los que Shalamov hace la descripción más impresionante del gulag que jamás haya leído, pensé de nuevo en aquellas veladas en Rottleberode. Quien sabe narrar, en un campo, disfruta de una de las mejores protecciones.

En enero, de regreso a la fábrica, fui acogido por el ingeniero civil que me tenía aprecio. La ofensiva de Von Rundstedt se hallaba en curso en las Ardenas. «Ya verá —me decía el ingeniero—: pronto habremos ganado esta guerra y podrá volver usted a su casa».

Yo había llegado a la conclusión contraria. Había llegado la hora de marcharse. Un camarada, ingeniero de formación, Robert Lemoine, con el que había hecho amistad, se declaró dispuesto a planear la fuga. Era fácil desaparecer durante la marcha matinal entre el campo y la fábrica. Robert se había fabricado una brújula y había robado ropa de dril azul. Uno de los primeros días de febrero, hacia las cinco y media de la madrugada, nos escondimos entre los matorrales. Al salir el sol, temblorosos pero radiantes, sentados en el lindero del bosque, contemplamos el paisaje de la Baja Sajonia que se extendía a nuestros pies. Eramos libres. La palabra estallaba como una bomba.

Yo estaba demasiado seguro de mí mismo, de mi suerte y de mi sentido de la orientación, y afirmé que a buen seguro en el país ya no quedaban hombres útiles y que sólo habría que atravesarlo con paso decidido, como si nos dirigiéramos a un lugar de trabajo, sin que pareciera que nos ocultábamos. Error. En el primer pueblo, unos viejos con uniforme de la Landwehr nos detuvieron, nos desenmascararon, nos encerraron en la comisaría de policía y alertaron a la comandancia del campo, donde fuimos recibidos porra en mano. Walter y Ulbricht estaban hundidos. Me advirtieron de lo que nos esperaba: ser colgados o veinticinco bastonazos. Durante la formación, el comandante hizo un discurso que no nos tranquilizó en absoluto. Al día siguiente, fuimos embarcados con destino a Dora.