PRIMERA
TRASHUMANCIA:
DE BERLÍN A PARÍS
DE BERLÍN A PARÍS
Durante mucho tiempo conservé un cuaderno en el que había pintado los episodios de mi vida, desde mi nacimiento hasta mi llegada a Francia a la edad de siete años. Cada acuarela tenía una leyenda. Recuerdo la primera: representaba una cama en la que estaban tumbadas una figura femenina y otra más pequeña. Al pie de la cama, dos pares de zapatillas, uno el doble de grande que el otro. Delante, un hombre con una bata blanca, sentado ante un plato con una mancha roja. La leyenda decía: «Tras mi nacimiento, el doctor se come una loncha de jamón». Había representado el relato de mi madre, divertida por aquel gesto incongruente de su partero en el Berlín de 1917, donde la gente carecía de todo.
Mis padres vivían en un amplio apartamento en un bonito edificio finisecular, con una escalera ancha y curvada cuya alfombra roja pisaba encantado. La casa estaba en la esquina de las calles Friedrich-Wilhelm y Von der Heydt, a cien metros del Tiergarten, el gran parque de la capital al que mi hermano y yo íbamos a jugar al aro. Ese barrio de las embajadas, del que conservo un recuerdo tan preciso que, aún hoy en día, podría dibujar el mapa, fue completamente arrasado por las bombas. No queda ni rastro de mi casa natal.
En mi memoria conservo una imagen que sitúo poco después del fin de la guerra. Debo de tener algo más de dos años. Bailo, en Navidad, en el gran salón, despejado para la fiesta. En las muñecas y en los tobillos llevo unos anillos de rafia azules y rojos. Mi hermano me mira. Mis padres aplauden. Giro y giro y giro.
¿Quiénes eran mis padres?
La familia de mi padre había hecho fortuna, una fortuna sustancial, con el comercio de grano. Dejaron Polonia, donde formaban parte de la comunidad judía, y se instalaron en lo que entonces era el gran puerto alemán de Pomerania, Stettin, convertido de nuevo en 1945 en el Szczecin polaco. Su tercer hijo, Franz, vio la luz allí en 1880. Con el cambio de siglo, Heinrich Hessel y su esposa Fanny rompieron con la tradición judía, se establecieron en Berlín y bautizaron a sus hijos en la religión luterana.
Dos de ellos, el mayor, Alfred, y el benjamín, Hans, corresponden a la imagen que uno se hace de la burguesía judía asimilada que ocupó, a lo largo del primer tercio del siglo XX, una extensa gama de posiciones sociales de primer orden en la banca, la universidad, el teatro, la prensa y la intelligentsia en general, hecho que la convertiría en objetivo de la derecha nacionalista primero y de los nazis después.
Los otros dos hijos no parecían salidos del mismo molde: una hija, Anna, sin duda muy bella, muy dulce, y que fallecería de tuberculosis a los veinticinco años, y un hijo, Franz, mi padre, quince años más joven que ella, a quien esta muerte afectó mucho. De ese hecho extraería tal vez la melancolía y el desapego a la vida material propios de los poetas. Los negocios serían para Paul Briske, su cuñado, que dilapidó la fortuna familiar, la banca para Hans y la universidad para Alfred, que murió en Göttingen, llorado por sus alumnos, en 1939. Franz, por su lado, se consagró desde su juventud a las letras, las lenguas y el estudio de la Antigüedad griega.
Mi madre, Helen Grund, vino al mundo en Berlín en 1886. Era la hija pequeña de un banquero melómano cuya familia, de confesión protestante y de origen silesio, había dado a Prusia brillantes arquitectos y grandes administradores. He sabido recientemente que mi bisabuelo fue nombrado comandante de la Legión de Honor por haber participado, en la década de 1850, en el acondicionamiento de la cuenca fluvial del Sarre, en cooperación con las autoridades imperiales francesas. Mi abuela nació en Zúrich, en el seno de una familia alemana emigrada a Suiza tras la revolución de 1848. Tenía una cuñada francesa y otra inglesa. Los relatos de mi madre acerca de su infancia, acerca de aquellos cuatro hermanos y hermanas que mimaban a la pequeña, permiten adivinar un mundo de intensa alegría, de alocadas imprudencias, de angustias maternales y de laxismo paterno que llevaron a mi abuela a una casa de reposo donde falleció antes de mi nacimiento.
Franz primero se sintió atraído por la bohemia artística de Schwabing, el Montparnasse de Munich, donde vivió durante tres años a los pies de la condesa Franziska zu Reventlow, entre el poeta Stefan George y su discípulo Karl Wolfskehl, en un orgulloso cenáculo que lo impresionó sobremanera, aunque en sus escritos satíricos se burle del mismo. De regreso a Berlín, fundó una revista literaria: Vers und Prosa[2]. Luego, en 1906, se trasladó a París, donde conocería a Henri-Pierre Roché, Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin.
Helen quería ser pintora, y su profesor, Mosson, que fue también su primera pareja, la animó a formarse en la Grande Chaumière, en París, junto a Maurice Denis.
Fue en Montparnasse, en 1912, en el Café du Dome, donde se conocieron Franz y Helen, tan alemanes y tan cosmopolitas el uno como la otra.
Ese París de los años anteriores a la guerra es el crisol cultural y moral del que surgimos mi hermano y yo, un lugar de sueños y revueltas. Fue allí donde nuestros padres se decidieron a casarse, no para atarse con cadenas, sino, al contrario, para aumentar su libertad tan reivindicada. Libertad con respecto a sus familias: a los hermanos de Helen les parecía que había demasiados judíos entre los invitados a la boda; los de Franz, más tolerantes, se preguntaban si ella no se habría casado con él por su fortuna. ¿Quiénes de ellos podían comprender el lazo tan particular que los unía y a la vez los liberaba a uno y otra?
La boda se celebró en Berlín, un año antes de la declaración de guerra. Helen estaba embarazada. Decidió dar a luz en Ginebra, en condiciones peligrosas, mientras Franz se veía obligado a dejarla para incorporarse a filas en su regimiento. El recién nacido, con una herida en el cráneo, se salvó por el empecinamiento de la madre. A raíz de ello sufriría una discapacidad que hizo de él a la vez mi hermano mayor y mi hermano pequeño. Tres años más tarde, en Berlín, mientras tenía lugar una masacre en Verdún, fui el fruto de un permiso concedido a Franz por el servicio de censura, al que estaba destinado. El absurdo que aquella guerra supuso para él está presente en su mejor libro, Romance en París, que tiene la forma de una correspondencia con su amigo francés Henri-Pierre Roché. En el mismo aparece su encuentro en París con Helen, de la que se convierte en protector amoroso y ambiguo, y a la que describe cómo le habría gustado amarla.
A lo largo de esa fase belicosa de las relaciones franco-alemanas, mi hermano y yo, que éramos casi unos bebés, no nos beneficiamos de la presencia paterna. Helen y su hermana Bobann constituían nuestro universo físico y mental, hecho de risas y caricias, de juegos y disfraces: dos berlinesas endiabladas.
Para mí, Helen tenía los rasgos de Afrodita, de ojos azules y largos cabellos rubios, fogosa ternura y necesidad de seducir. Toda su relación conmigo se basó en la admiración: me enseñó a valorarme a mí mismo, sin criticarme ni regañarme demasiado. Los efectos de semejante educación habrían podido ser desastrosos, pero a la vez quiso inculcarme la modestia, cualidad que para ella era fundamental. Lo expresaba con uno de sus aforismos preferidos: «Bescheidenheit ziert nur den Erfolgreichen». Es difícil de traducir, pero viene a decir: «Para que la modestia te siente bien, debe ir de la mano del éxito». Mucho después hallé en su diario la huella de esa paradoja: se enfurecía cuando uno escapaba a su seducción, pero ejercía sobre sí misma una crítica implacable.
¿Y nuestro padre? Helen sólo nos transmitía una imagen bastante pálida, la de una mente sutil en un cuerpo ingrato. Franz era casi calvo, bajito, bastante corpulento. Su rostro y sus gestos eran dulces, y a nuestros ojos aparecía como un sabio, un poco ausente, que vivía aparte y no se ocupaba mucho de nosotros. Poco locuaz, era muy cuidadoso con su expresión verbal y gozaba disponiendo las palabras como si de un juego se tratara. Veo su despacho, al final del pasillo, donde trabajaba y donde imperaba permanentemente un fuerte olor a tabaco. Salía de allí para leernos fragmentos de su traducción de la Odisea. Aquel en el que Ulises le clava la lanza en el ojo a Polifemo hizo vomitar de miedo al chiquillo que era yo. Más que los cuentos de Grimm y los libros de Wilhelm Busch que leíamos, tumbados sobre la alfombra en el salón de mi abuela Fanny, mis primeros alimentos intelectuales fueron la mitología griega y las epopeyas homéricas. Franz me inculcó el gusto por el politeísmo, que no reduce lo divino a la entidad única y algo angustiosa del Padre eterno, sino que nos deja al arbitrio emocionante de Atenea, Afrodita, Apolo o Hermes. Cuarenta años después de su muerte, se convirtió para mí en una figura iniciática. Su obra, que conocía poco y de la que no esperaba más que puro entretenimiento, ha sido reeditada y aporta una mirada profética y melancólica sobre el primer cuarto de siglo, en asonancia con Brecht y Walter Benjamin.
Recientemente recibí de un editor alemán un texto de cinco páginas, hallado en una colección de archivos literarios, en el que mi padre, dirigiéndose a sus dos hijos, nos recomienda la lectura de algunos extractos de sus escritos de los que considera que podremos sacar provecho. La mezcla de modestia, de ternura y de sentido de responsabilidad que desprende me causó una honda impresión. Como si una señal me llegara desde muy lejos, no para recordarme una herencia, sino una deuda que no hubiera liquidado. En la pareja poco usual que formaban mis padres, yo había recibido un impacto tan fuerte de la personalidad de Helen que había rechazado la de Franz.
Helen tenía una necesidad de independencia que casaba mal con una vida de rentista. Además, la fortuna de los Hessel no sobrevivió a la galopante inflación del Berlín de posguerra. La pintura fue su pasión y siempre estuvo rodeada de pintores. Pero ella ya no pintaba, puesto que lo consideraba un ejercicio que lo ensuciaba todo. Siguió dibujando siempre, a pluma, y hacía retratos de sus allegados con mucho talento. Durante la guerra, decidió ganarse la vida como trabajadora agrícola en una propiedad; más adelante quiso ser bailarina o tal vez actriz, pero fue finalmente la escritura la que dijo la última palabra.
Tenía ella treinta y cuatro años y yo tres cuando nos vimos en una situación de triángulo bastante banal, a fin de cuentas, pero cuya transposición novelada y luego cinematográfica elevaría a la categoría de mito.
El autor de la novela Jules y Jim, Henri-Pierre Roché, fue antes de la guerra uno de los amigos más próximos de Franz. Compartía con Marcel Duchamp, al que estaba muy ligado y del que trazó un retrato muy afectuoso, una concepción que aspiraba a ser radicalmente nueva de las relaciones entre hombres y mujeres, sin concesiones, libre. Franz y Henri-Pierre se interesaban por las mismas mujeres y compartían sus descubrimientos y sus placeres. La guerra los había separado y la paz los reunió de nuevo de manera natural.
¿Cómo aquel francés elegante y seductor no se iba a convertir en amante de la esposa de su viejo amigo? El triángulo, sin embargo, fue más trágico que frívolo y puso de manifiesto las asperezas de los que lo conformaban. Mi padre comprendió que lo que les sucedía a su esposa y a su amigo era un descubrimiento grave y hermoso que podría transformarlos a ambos. No sólo no quiso ser un obstáculo, sino que incluso se convirtió en mediador literario de aquella pasión y animó a ambos a describirla minuciosamente en un diario íntimo del que surgiría un libro escrito entre los dos o entre los tres.
Mi hermano, que contaba entonces siete años, y yo, que tenía cuatro, asistimos a aquella extraña aventura que hubiera podido privarnos de nuestra madre si su deseo de rehacer su vida y de tener un hijo con Roché se hubiera llevado a cabo. En mi memoria no queda prácticamente nada de las escenas que Truffaut hizo entrar en dominio público, y me incomoda que un nuevo interlocutor, que ha visto la película, me diga: «Ah, usted es la niña de Jules y Jim».
Yo era un chiquillo muy movido al que aquel francés alto, delgado, esbelto, simpático y de gestos seguros le parecía un compañero de juegos ideal en los prados de Baviera y al borde del estanque donde nos enseñaba a hacer rebotar las piedras sobre la superficie del agua. Yo dejaba que mi hermano Ulrich se ocupara de proteger a Franz, como hizo toda su vida. Me parece que, desde aquella temprana edad, habíamos dividido el mundo en dos partes: la de mi hermano y la mía. Su parte incluía a Franz, el rigor, la equidad y la música; la mía, a Helen, la impertinencia, el ingenio y la poesía. Era un reparto arbitrario, contestable, pero que aún hoy me es difícil evitar.
En el seno de esa agitación había una persona que mantenía el equilibrio: Emmy Toepffer. Puericultora, de familia protestante de Mecklembourg, sufría una deformación de la cadera que hacía que al andar pareciera que bailara. Emmy fue contratada por mi tía, que tenía una guardería infantil a veinte kilómetros al este de Berlín donde mi hermano y yo jugábamos con nuestros primos. Su formación como educadora era excelente, sabía juegos, poemas y canciones, y su manera de tratar a los niños era de una ternura y delicadeza excepcionales. Mi madre consiguió que su hermana mayor le permitiera llevarse a Emmy a su servicio para ocuparse de sus propios hijos.
Teníamos, pues, un aya, esa figura emblemática y muy a menudo ambigua de la burguesía del siglo XIX. Sin embargo, sólo conocí sus aspectos más armoniosos: una presencia protectora que no es la de un pariente a pesar de formar parte de la familia, un ser de sexo femenino sin ser verdaderamente sexuado y el reflejo terrenal más cercano a un ángel de la guarda. Hubo un segundo ejemplo en mi vida, veinte años más tarde: Valya Spirga de Riga, aya de Vitia, mi primera esposa, y luego de nuestros tres hijos. El caso es que en 1920, Emmy Toepffer de Ratzeburg se convirtió en el centro de gravedad de nuestra infancia y a ella le debo haberme cuestionado por vez primera.
Durante los primeros años de mi vida fui un niño turbulento, de mal genio, pendenciero y desmelenado. Me negaba a aceptar mi nombre, Stefan, y pretendía con insolente seguridad llamarme Kadi, y esa elección, que no se explica más que por una feroz afirmación de identidad, se impone aún hoy a mi hermano y mis primos. Según los relatos maternos, cuando alguien entraba en mi habitación, que eran mis dominios privados, pataleaba y berreaba. Emmy me hizo comprender, quién sabe gracias a qué sortilegios, que la cólera es contraproducente. Hacia los seis años tomé pues la decisión de no volver a recurrir a la cólera y así he seguido hasta el día de hoy.
Abandoné la cólera en beneficio de la pasión de gustar, igualmente capaz de sacudir el alma. De gustar en primer lugar a mi madre y halagar así las ambiciones que tenía para su hijo pequeño. Había que saber leer, calcular, recitar poemas, inventar bellas palabras o resolver enigmas antes y más rápido que los demás. Ambiciones, como puede verse, de carácter intelectual. La fuerza o la maña no tenían cabida.
Y además, la relación entre Helen y Emmy también me enseñó el arte de admirar, ingrediente precioso del de gustar: admirar a Helen como Emmy la admiraba; admirar lo que Helen admiraba con toda su generosidad: lo bello, lo inesperado, lo regalado.
Investido con esta nueva personalidad llegué a París con siete años.
¿Por qué mis padres habían decidido establecerse en Francia? Nunca me planteé la cuestión. Aún hoy en día, mi análisis no puede ser más que una reconstrucción artificial: las decisiones fundamentales de la vida son a menudo las más difíciles de justificar. Mi padre adoraba París y, al haber perdido su fortuna, se ganaba la vida como traductor. Mi madre amaba a Henri-Pierre Roché y deseaba vivir junto a él. ¿Eran razones para obligar a los hijos a cambiar de país en plena escolarización? En 1925, los alemanes no eran populares en Francia; éramos ineluctablemente unos boches[3]. Emmy, que vivía con nosotros, hablaba muy poco francés.
Al evocar ahora ese trasplante de Berlín a París, me doy cuenta por primera vez de su incongruencia. En mi recuerdo, era la cosa más natural del mundo. Y, sobre todo, despertaba entusiasmo. Todo me encantaba, desde el largo viaje en tren, el desfile diurno y nocturno de estaciones, cuyos nombres descifraba asomado a la ventana a pesar de la carbonilla, hasta la llegada bajo la bóveda inmensa de la estación del Norte. Primer contacto con el metro y luego con el león de Belfort, y primeras noches en el Hotel du Midi, en la avenida del parque de Montsouris. Era verano, al principio de las vacaciones. Al llegar el otoño ya le había cogido gusto a esa nueva vida, a aquella nueva ciudad.
Habíamos abandonado una capital cultural que la derrota había hecho perversa, donde nuestros padres compartían el tormento de una intelligentsia amarga, sublevada, a veces cínica, a la que daba alas el lirismo puro de Rilke al tiempo que se veía minada por las sombrías profecías del expresionismo. Llegamos al París de 1925, orgulloso tras haberse convertido de nuevo en el polo de una naciente ambición artística que rompía radicalmente con el pasado, dispuesta a explorar, según la fórmula de Apollinaire, «la bondad, inmensa extensión donde todo se calla».
A los siete años se perciben fácilmente los efluvios de un nuevo marco, el inconformismo y la altivez. Mi propia afición pueril al juego y al riesgo me llevaba a cuestionar las formas, las costumbres y las tradiciones que caracterizaban el medio en el que vivían mis padres, aquel al que los hizo acceder Roché. Cuanto más viva era la fractura, más me llamaba la atención. Dadá me parecía de lo más natural. Marcel Duchamp designaba con gran sencillez los cambios necesarios, ese ponerlo todo patas arriba que tanto gusta a los niños. Yo estaba dispuesto a creer que cuanto más lúdica fuera una cosa, más profunda era. El mensaje del ready-made es que el acto por el cual el objeto más vulgar se expone como obra de arte es un acto de fe en el imaginario infatigablemente disponible.
Entré de lleno en aquella fiesta ritual de la que Apollinaire había sido el profeta: aquella danza de las palabras, de los sonidos y los colores en la que el juego de palabras destronaba a la retórica; esa reivindicación de libertad ardiente, que descomponía la realidad en cubos y la recomponía en fantasmas, alimentada por los revolucionarios descubrimientos de Freud y las vertiginosas ascesis de Nietzsche, que florecerían en el surrealismo.
Cuando mi hermano y yo íbamos al taller de Alexander Calder —que ponía en funcionamiento, para un grupo de niños y adultos, su circo compuesto por figuras móviles de alambre—, cuando nos reíamos al ver al caballo depositar una boñiga que el mozo de pista recogía con una pala, sabíamos que aquello no era sólo una diversión. Aquella gran cabeza redonda y rosada inclinada sobre unas sutiles mecánicas era, para nosotros, la del heraldo de una libertad que había que proclamar, tanto para París como para Berlín, para el viejo y el nuevo mundo.
Jamás he dejado de tener una certidumbre: la vida no adquiere todo su sentido más que si descubre los caminos que conducen a ese aumento de la libertad creadora, que si pretende, más allá de la realidad, acceder a lo que la sobredetermina. Esa certidumbre la adquirí en mi infancia berlinesa y parisina de los años veinte.