40
Sábado, 7 de octubre de 1989
Aquella noche no dormí bien. Di un sinfín de vueltas en la cama, pensando que en algún momento descubriría una posición en la que me sentiría cómoda y me ayudaría a conciliar el sueño. En lugar de dormirme, observé cómo iban pasando los minutos en el reloj digital. Si llegué a dormir, fue a ratos. Al menos hasta la madrugada, cuando me sumí en un sueño profundo. Me desperté a las nueve con la cabeza embotada. Cómo se me habían escapado las horas. Era sábado y hacía sol, por lo que en teoría podría haber salido a correr, pero no me apetecía. Estaba preocupada por la llegada de Celeste, e intranquila por el hecho de que Ned hubiera vuelto a desaparecer. No se me ocurrió cómo podría interferir en nuestro plan, pero Ned tenía la astucia innata de un psicópata y aparecería cuando menos lo esperáramos.
Me duché. Me vestí. Desayuné un tazón de cereales. Bebí dos tazas de café que me despertaron tal y como esperaba, pero que también aumentaron mi aprensión. Un hormigueo de miedo me recorrió la columna. El avión de Celeste llegaba a la una y cuarto. Para mayor seguridad, yo saldría hacia el aeropuerto a las doce y media, de modo que me quedaban unas tres horas. Decidí ir a casa de Henry, vi que tenía la puerta trasera abierta y la mosquitera con el gancho quitado. Percibí un delicioso aroma a rollos de canela recién horneados. Di unos golpecitos con los nudillos en la puerta y Henry me invitó a entrar. Anna estaba sentada a la mesa de la cocina, sobre la que reposaban dos bandejas en las que iba poniendo masa de galletas con una cuchara para servir helado. Ahora que sabía que estaba embarazada, me recordó a una Virgen rebosante de serenidad. Sólo habían pasado dos semanas desde que descubrimos su estado y ya empezaba a tener una figura más redondeada. Toda ella parecía resplandecer.
Henry le cortó la corteza a un pan de molde y sacó una fuente con ensalada de huevos duros. Ya había preparado panecillos caseros con jamón untados de mantequilla y hojitas de endivia con un poco de queso azul en las puntas. Vi seis bandejas de pequeños sándwiches cubiertos con plástico adherente. Al mirarlos más de cerca identifiqué sándwiches de mantequilla de anchoas y rábanos, de pepino cortado a rodajas finas con queso en crema y de cheddar curado con chutney, todos especialidades de Henry. Había dispuesto magdalenas, pastelillos variados y minúsculos profiteroles de nata en tres bandejas de plata, también cubiertos con plástico adherente para que no se secaran.
—Estoy preparando una merienda para Moza Lowenstein —dijo Henry como respuesta a la pregunta que aún no le había hecho.
—Yo estoy invitada porque vivo allí. Ahora que llevo un garbancito en la barriga me muero de hambre. Devoro todo lo que pillo, no puedo frenarme. ¿Quieres ver una foto?
—Claro.
Anna se sacó del bolsillo una foto en blanco y negro de diez por quince centímetros. La imagen estaba muy borrosa, y parecía como si alguien hubiera estado haciendo ángeles en la nieve al fondo. En el centro de aquel mundo incoloro destacaba una criatura que podría haber salido de una nave alienígena —cabeza grande, cuerpo curvado en forma de C, miembros delgados, piel transparente—, unida a un cordón gris.
—Has decidido quedarte con el mocoso —dije.
—Bueno, eso aún no lo sé. He decidido seguir adelante, y esperar que todo salga bien.
—Pues yo he adoptado el mismo plan. ¿Estamos locas o qué?
—No tengo ni idea de a qué te refieres.
—Mejor así. ¿Puedo probar un rollo de canela?
—Sírvete los que quieras —respondió Henry—. Aún queda café, si te apetece.
—¿Por qué no? Estoy hecha un manojo de nervios de todos modos.
—¿Qué sucede?
—Te lo contaré cuando ya haya pasado. —Me acerqué a la cafetera, cogí una taza y la llené—. ¿A qué hora es la merienda?
—A las cuatro. Me apuesto lo que quieras a que Moza sacará el jerez y sus invitadas estarán charlando hasta la madrugada.
—¿No tienen maridos a los que dar de comer?
—Son viudas. Todas llevan a sus perritos metidos en el bolso, junto a latitas minúsculas de comida para perro. Una de ellas ha adiestrado al chucho para que haga sus necesidades en una de esas alfombrillas sanitarias con césped artificial, por lo que ni siquiera tiene que sacarlo a la calle. Basta con doblar la alfombrilla, meterla luego en una bolsa de plástico grande y asunto resuelto.
—Estas ya pueden ir al horno —dijo Anna.
Henry abrió la puerta del horno, cogió las dos bandejas con masa de galletas y las metió dentro. A continuación programó el temporizador y volvió a sus sándwiches.
—Me sorprende que Pearl no esté aquí —dije.
—A uno de sus amigos sintecho le pareció haber visto a Ned Lowe y han salido en su busca.
—Pues espero que sea sensata. No tiene ni idea de lo peligroso que es Ned. —Me acabé el café y metí la taza en el lavavajillas—. ¿Necesitas ayuda?
—Lo tenemos todo bajo control, pero gracias de todos modos.
—Intentaré encontrar algo en lo que ocuparme.
Salí de casa de Henry y volví a mi estudio. Luego fui al supermercado, donde me abastecí de productos básicos como el papel higiénico. De nuevo en casa, vacié las bolsas y lo guardé todo. Había tardado cuarenta y dos minutos, durante los cuales pasé de la preocupación al aburrimiento. Me eché en el sofá con una novela policiaca y a los dos párrafos me quedé dormida. Me desperté a las doce y veinticinco, lo que tomé como un buen presagio porque me quedaba el tiempo justo para cepillarme los dientes, hacer mis necesidades y salir en dirección a Colgate.
El Aeropuerto Municipal de Santa Teresa fue construido en los años cuarenta y se asemeja bastante a una hacienda modesta: estructura de estuco, tejado de tejas rojas y buganvillas de color magenta. La zona de recogida de equipajes parece una gran cochera añadida a uno de los extremos. En la primera planta hay una cafetería y a nivel de calle un patio cubierto de césped, rodeado de un muro con la parte superior de cristal que permite observar cómo despegan y aterrizan los aviones. Me situé a unos seis metros de la entrada principal, desde donde podía ver cinco de las seis puertas de embarque.
Al cabo de unos minutos vi un pequeño avión que se bamboleaba hacia la pista en los últimos momentos de su descenso. Por vuelos anteriores, sabía que durante el brusco aterrizaje los pasajeros se aferrarían a sus rosarios procurando no gritar. Al tocar tierra, las ruedas chirriarían como zapatillas de deporte en un suelo de parqué.
Los pasajeros empezaron a llegar poco a poco a la terminal, algunos arrastrando maletas con ruedas, otros camino de la recogida de equipajes. Celeste fue una de las últimas en salir. Le había garantizado que la reconocería, pero en realidad no estaba del todo segura. La había visto una vez hacía seis meses, y sólo recordaba que tenía el rostro ovalado, el pelo claro, los ojos oscuros y el aspecto de un prisionero de guerra recién liberado de su cautiverio. La convivencia con Ned Lowe había embotado su voluntad. Cuando la conocí, tenía una personalidad tan plana como una fotografía pegada en un cartón. Cualquier muestra de vivacidad atraería la atención de Ned y acabaría provocando su ira.
Celeste me vio y levantó una mano a modo de saludo. Parecía rehidratada, con el cuerpo henchido de confianza. No tenía una personalidad del tipo A, por lo que nunca sería una alborotadora, pero ahora se movía como si una chispa hubiera prendido en su interior. Vestía un abrigo ligero de tweed marrón. Llevaba un maletín en la mano y un bolso colgado del hombro con una correa de cuero.
—Hola, ¿cómo estás? —pregunté tendiéndole la mano. Evité mencionar su nombre, por si Ned detectaba el más mínimo indicio de la presencia de Celeste en la ciudad—. ¿Has traído equipaje?
—Sólo esto —respondió Celeste señalando el maletín.
—¿Ya has comido?
—Mejor después. Estoy muy nerviosa.
—Yo también.
Mientras nos dirigíamos a la zona de estacionamiento limitado, las dos buscamos a Ned con la mirada.
—No creo que pueda encontrarnos —afirmé.
—¿Vas armada, por si acaso?
Negué con la cabeza.
—He dejado mi H&K en casa. De haberlo pensado, la habría traído. La última vez que estuvimos en contacto le pegué tres tiros. Si hubiera podido verlo mejor, lo habría dejado inválido de por vida.
—¿Le alcanzaste?
—Más bien le rocé. No sé si en la cadera o en el muslo, pero fuera donde fuera, soltó un grito. Más tarde usó las llaves que le había robado a Phyllis para volver a entrar en el piso de esta. Al aplicarse allí los primeros auxilios, se dejó algunas vendas manchadas que parecían indicar una herida purulenta.
—Me encanta. Estoy muy orgullosa de ti —dijo Celeste.
El viaje hasta Santa Teresa transcurrió sin incidentes reseñables. Procuré no hacerle ninguna pregunta personal, basándome en la teoría de que cuanto menos supiera, mejor. Cuando llegamos a la comisaría, aparqué en la bocacalle más próxima y la acompañé a pie hasta los escalones de la entrada. Las dos volvimos la cabeza a un lado y a otro.
Cuando entramos en el vestíbulo empecé a relajarme. Ver a hombres y mujeres de uniforme equipados con armas letales te proporciona una sensación de seguridad inigualable. El agente de la entrada llamó al despacho de Cheney, que apareció poco después y nos acompañó hasta su escritorio. Vi cómo Celeste le entregaba el sobre con los recuerdos de Ned, y entonces me excusé y volví al vestíbulo a esperar mientras Celeste le contaba a Cheney todo lo que sabía. Los recibos de gasolina que Ned había guardado servirían para trazar el recorrido de sus viajes, y podrían ayudar a descubrir nuevas víctimas.
El encuentro duraba más de lo previsto y me fui poniendo más nerviosa con cada minuto que pasaba. Celeste no me había dicho a qué hora salía su vuelo, así que no me quedó más remedio que confiar en que estuviera pendiente del reloj. Finalmente, a las cuatro y diez vi aparecer a Cheney y crucé el vestíbulo en dirección a su escritorio.
—¿Dónde está Celeste?
—Ha ido al servicio. Dice que la vas a llevar directamente al aeropuerto y quería estar preparada por si luego quedaba poco tiempo.
—¿A qué hora sale su avión?
—A las cinco y cuarto.
Volví a mirarme el reloj.
—Pues vamos muy justas.
—Confía en la providencia —dijo Cheney.
Celeste apareció a su espalda.
—¿Va todo bien?
—Sí, pero tenemos que darnos prisa —respondí—. Son veinte minutos hasta el aeropuerto, siempre que no haya mucho tráfico.
Cheney y Celeste se dieron la mano. Conseguí acortar el intercambio de agradecimientos y despedidas dejando escapar varios bufidos de impaciencia. Siempre procuro llegar una hora antes del despegue, y ya habíamos reducido esa hora a la mitad. Al parecer, Celeste es una de esas personas a las que no les importa presentarse cuando ya han cerrado la puerta del avión, aunque luego se vean obligadas a suplicar que les permitan subir a bordo. Muchas compañías aéreas rechazan a los pasajeros rezagados una vez han cerrado la puerta. Si Celeste perdía aquel vuelo, me tocaría aguantar varias horas de cháchara intrascendente mientras esperábamos a que quedara un asiento libre en el siguiente vuelo disponible.
Volvimos a mi coche a toda prisa. Arranqué y salí del espacio en el que había aparcado antes de que Celeste tuviera la oportunidad de abrocharse el cinturón. Yo me lo abroché cuando llegamos al siguiente cruce. Me metí por Fig hasta Chapel Street, donde torcí a la derecha y recorrí seis manzanas hasta Arroyo porque sabía que desde allí se accedía a la autopista. Ocupábamos el tercer lugar de la cola en el carril de incorporación, y el flujo de vehículos se había detenido. Resulta patético ver a una mujer adulta llorar a causa del tráfico, así que me vi obligada a controlarme.
—Lo siento —musitó Celeste—. Tendría que haber acabado de hablar con el inspector Phillips un poco antes.
Si buscaba mi absolución, yo no pensaba dársela.
Al cabo de cinco minutos conseguí meterme en el carril en dirección norte. Los coches que circulaban por los dos carriles de mi izquierda llevaban puesto el intermitente, telegrafiando así su intención de embestir a otros vehículos si estos no les cedían el paso. Todos acabaríamos saliendo del coche para intercambiarnos los datos del seguro si no teníamos un poco más de paciencia. Pensé que el atasco se debería a algún accidente, pero no vi coches de bomberos, ni ambulancias ni coches patrulla con luces centelleantes.
Finalmente, el coche que teníamos delante consiguió avanzar unos metros cuando el vehículo que lo precedía dejó un espacio entre ambos. De pronto, el embotellamiento remitió y pudimos reemprender el viaje. Procuré respetar el límite de velocidad para no arriesgarme a que me pusieran una multa. Pasamos una de las salidas de la autopista. Dos. Tres. Unos tres kilómetros más adelante, salí de la 101 y me metí en la autovía. En aquel momento el tráfico era fluido, cosa que no me alivió la tensión. Miré el reloj de pulsera: las cinco menos veinticinco y aún nos quedaban tres kilómetros. La distancia no me preocupaba tanto como el tiempo que nos llevaría aparcar, cerrar el coche y dirigirnos a pie hasta la terminal, donde Celeste tendría que hacer cola para recoger la tarjeta de embarque y pasar el control de seguridad. ¿Quién me aseguraba que no fuera a surgir ningún contratiempo?
Ahora Celeste estaba tan nerviosa como yo, y eso al menos eliminó la charla insustancial mientras nos concentrábamos en el trayecto. Me metí por la salida de Airport Boulevard. Cuando llegué a la recta, busqué rápidamente con la mirada a algún agente de tráfico, y, al no ver a ninguno, pisé a fondo el acelerador. Me acerqué a la entrada del aparcamiento para estancias cortas, arranqué un tique de la máquina y seguí adelante casi antes de que la barrera hubiera acabado de subir. Celeste salió del coche mientras yo aparcaba, y ya se dirigía a la entrada de la terminal cuando la alcancé. La prisa al menos había borrado a Ned de nuestra conciencia.
Cruzamos a toda prisa la puerta de entrada y Celeste se unió a la pequeña cola que se había formado frente al mostrador de facturación de United Airlines. Afortunadamente, la espera fue corta porque todos los pasajeros con dos dedos de frente ya habían facturado y ahora esperaban en la puerta de embarque. No llevar equipaje nos ahorró cuarenta y cinco segundos, aunque el agente de facturación miró con recelo a Celeste preguntándose si estaría tramando algo. Capté la atención del empleado, hice ademán de atornillarme la sien con el dedo, señalé a Celeste y moví los labios para decir: «Es mi hermana», como si eso cambiara las cosas. El agente de facturación le deslizó la tarjeta de embarque por encima del mostrador y la acompañé hasta el control de seguridad, situado a cinco metros de allí. Cuando lo hubo pasado, Celeste me saludó con la mano para que supiera que estaba a salvo y que ya podía irme.
Me tomé un minuto para inspeccionar los alrededores por si Ned se encontraba al acecho, dispuesto a saltar por encima de la máquina de rayos equis y agarrar a Celeste por el cuello. No vi ni rastro de él, lo que por un momento me llevó a esperar que ya estuviera sufriendo los síntomas de la septicemia: fiebre, dificultad para respirar, hipotensión, frecuencia cardiaca acelerada y confusión mental. Confieso que no esperé a que el avión de Celeste despegara. Salí de la terminal y volví al coche.
Los vehículos que abandonan el aeropuerto se ven obligados a dar la vuelta y pasar frente a la entrada por segunda vez antes de acceder al carril de salida. Este pequeño rodeo me permitió ver un taxi que aparcaba junto a la acera. Bayard Montgomery salió del lado derecho y Ellis del izquierdo. Bayard se había puesto una cazadora de cuero negro y lo que parecía ser una gorra negra de chófer con una reluciente visera de charol. Ellis llevaba una camisa blanca y un jersey rojo sobre los hombros, con las mangas anudadas delante como si se dieran la mano. El taxista dejó el motor al ralentí mientras bajaba del taxi y los ayudaba a sacar la gran bolsa de lona y la maleta expandible con cuatro ruedas que yo había visto en el recibidor de la casa de Bayard. Después sacó la bolsa de mano de cuero negro, dos maletas de tamaño mediano, una mochila, una bolsa de viaje grande de cuero, tres maletas a juego de distintos tamaños, un portatrajes y un maletín. No parecía que fueran a pasar un fin de semana en Palm Springs.
En cualquier caso, los planes de viaje de Bayard no eran asunto mío. Estaba a punto de salir de la rotonda para meterme en Airport Boulevard cuando algo me llamó la atención: al mirar por el retrovisor, vi que el mozo de equipajes cargaba las maletas en su carrito. Me desvié hacia el aparcamiento para estancias cortas por segunda vez y busqué una plaza libre. Ni una. Di la vuelta dos veces, esperando ver luces traseras que indicaran que alguien salía, pero no detecté ningún movimiento. Podía seguir dando vueltas durante otros veinte minutos mientras Bayard y Ellis hacían quién sabe qué. Finalmente, encontré una zona de estacionamiento prohibido señalizada con franjas diagonales y aparqué allí.
De vuelta en la terminal, vi que Bayard recogía las dos tarjetas de embarque en el mostrador de facturación de American Airlines. Llevaba su bolsa de mano y se puso en la cola del control de seguridad mientras Ellis entraba en la tienda de regalos. Me fijé en que compraba varias bolsas de picoteo, dos revistas y un cojín cervical de viaje relleno de semillas de lino orgánico. Cuando Ellis salió con sus compras en dirección al control de seguridad, yo me agaché simulando observar algo que estaba en el escaparate. Bayard ya había encontrado dos asientos en la zona de espera. Al echarle un vistazo al panel de salidas descubrí que el avión en el que pensaban embarcar volaba a Phoenix, Arizona. Bayard había mencionado Palm Springs, por lo que ladeé la cabeza como un cachorro perplejo ante el cambio de planes.
Me resultaba imposible acceder a la zona en la que estaban sentados porque ya habían pasado el control de seguridad. Como no tenía tarjeta de embarque, a mí no me permitirían ir más allá del primer control. Me acerqué a ellos todo lo que pude y llamé a Bayard. Siete personas se volvieron para mirarme.
Cuando levantó la cabeza, lo saludé alegremente con la mano. Le indiqué mediante gestos que viniera hasta donde me encontraba yo y vi cómo le comentaba algo a Ellis. Gracias a mis notables dotes para la lectura labial, descubrí que decía: «Mierda, ve a ver lo que quiere esa».
—¿Por qué tengo que ir yo? —preguntó Ellis.
—No importa, ya voy yo —respondió Bayard.
Se levantó y me dirigió una sonrisa algo forzada.
—Hola —saludé—. No esperaba verte aquí. He venido a dejar a una amiga.
—El mundo es un pañuelo —dijo Bayard sin ofrecer más explicaciones.
—¿Te vas de fin de semana?
—Sí —contestó Bayard simulando practicar un swing.
—Creía que habías dicho que ibais a Palm Springs, pero este vuelo va a Phoenix.
—Un cambio de última hora —explicó—. Cancelaron nuestro vuelo, así que nos decidimos por Phoenix.
—Estoy segura de que los campos de golf serán igual de buenos —dije.
—Y los hoteles más baratos.
—No hay mal que por bien no venga.
—Me alegro de verte —dijo Bayard, y luego volvió a su asiento. Cuando ya estaba sentado, esbozó una leve sonrisa de disculpa por haberse ido. Volví a saludarlo con la mano y di media vuelta.
¿Qué podía hacer ahora?
Al pasar frente al mostrador de American Airlines se me encendió una bombilla. En el bloc de notas que encontré en la biblioteca de Bayard vi las iniciales «AA» rodeadas con un círculo. Primero pensé que serían las siglas de Alcohólicos Anónimos, pero probablemente se trataba de American Airlines. Me metí la mano en el bolsillo y me felicité por tener la costumbre de llevar los mismos vaqueros cuatro días seguidos. Saqué la anotación que había hecho aquel día: 8760RAK. Puede que no fuera una matrícula de coche después de todo. La cola para facturar en el mostrador de American Airlines había aumentado, así que fui al de United.
Cuando el agente de facturación levantó la vista, le mostré con el dedo las iniciales RAK.
—¿Reconoce estas letras?
El empleado las miró.
—Es el código de un aeropuerto.
—¿Qué aeropuerto?
—El de Marrakech-Menara, en Marruecos.
Por poco se me escapa la risa.
—¿En serio? ¿Se puede volar de Santa Teresa directamente a Marrakech?
—Pues sí —respondió como si hablara con una simplona—. Sí que es posible en esta época posmoderna de viajes internacionales. Basta con volar durante treinta y cuatro horas y pagar entre tres y cuatro mil dólares por el asiento.
—¿Y 8760 es el número del vuelo?
—Eso lo tendría que preguntar en el mostrador de American Airlines.
—¿Cuál es la ruta?
—Pregúnteselo a ellos —respondió, reacio a hacer de relaciones públicas para una compañía rival.
Volví al mostrador de American Airlines y esperé mi turno en la cola. Tenía tres personas delante, y como suele ocurrir cuando uno va al banco, todas tenían problemas que requerían largas discusiones con el empleado, consultas frecuentes al ordenador, negativas con la cabeza y más discusiones. Miré la pantalla de salidas que había en la pared que tenía a mi espalda y vi que el vuelo a Phoenix despegaba en veintiséis minutos. Ese suele ser el tiempo destinado a acomodar a los pasajeros con embarque prioritario, a los que van acompañados de niños, a los discapacitados y a los ancianos. Saqué la cabeza para llamar la atención del agente de facturación y me lo quedé mirando. Cuando levantó la vista me señalé el reloj, pero no pareció impresionarle lo más mínimo mi urgencia. Al cabo de dos minutos, el primer pasajero de la cola se apartó del mostrador y la mujer que tenía detrás ocupó su lugar. Oí el anuncio de embarque del vuelo a Phoenix y empecé a dar saltitos de impaciencia. La mujer se fue y el agente de facturación despachó rápidamente a los dos pasajeros que iban delante de mí.
Cuando llegué al principio de la cola, el empleado colocó un pequeño letrero metálico en medio de su mostrador: «Ventanilla de al lado, por favor».
—¡No, no, no! ¡Se lo ruego! Sólo quiero hacerle una pregunta breve…
—Normas del sindicato —dijo con tono displicente.
—Muy bien. Me merecen mucho respeto esas normas y soy consciente de todo lo que el sindicato hace por usted. Lo único que necesito saber es el itinerario desde Santa Teresa hasta Marrakech.
El agente de facturación parpadeó y empezó a recitar de corrido la lista de ciudades.
—Phoenix, Filadelfia, Madrid, Marrakech. Phoenix, Filadelfia, Chicago, Madrid, Marrakech. Phoenix, Detroit, Madrid, Marrakech. Phoenix, Londres, Madrid, Marrakech. Phoenix, Londres, Casablanca, Marrakech. Phoenix, Chicago, JFK, Madrid, Marrakech. Elija la ruta que elija, tendrá que volar a Madrid o a Casablanca. No sé cuántos vuelos hay desde Casablanca, pero desde Madrid sólo hay un vuelo hasta Marrakech, y es el 8760.
—Gracias.
Di una vuelta de ciento ochenta grados en busca de un teléfono público y vi uno junto a la puerta del aseo de señoras. Alguien lo usaba. Una mujer con zapatos de tacón y abrigo de chinchilla estaba en plena conversación. Me acerqué al teléfono y me situé detrás de ella, esperando que captara la indirecta. Ahora que la tenía tan cerca me di cuenta de que iba perfumadísima. La mujer ni siquiera me miró. Me puse a su lado y la observé fijamente. Entonces me vio y me dio la espalda, tapando el micrófono con la mano para que yo no pudiera oír lo que decía. Miré mi reloj de pulsera ostensiblemente. Di golpecitos con el pie. Volví a colocarme en su línea de visión e hice ese gesto con la mano en sentido circular que significa: «¡Date prisa, joder!». Ni caso.
Cogí el billetero, saqué dos billetes y me acerqué a su oreja.
—Señora, le daré veinticinco dólares si suelta el teléfono ahora mismo.
La mujer me miró sorprendida y luego miró los billetes de veinte y de cinco que yo sostenía en la mano. Me arrebató los billetes y le dijo a la persona con la que hablaba:
—Te llamo luego.
—¡Espere! Disculpe. ¿Tiene un cuarto de dólar?
La mujer suspiró con expresión hastiada, pero encontró una moneda en el bolsillo de su abrigo y me la puso en la palma de la mano antes de irse.
Marqué el número de Cheney en el Departamento de Policía preguntándome qué podía hacer si no me contestaba. Al cabo de cuatro timbrazos, Cheney descolgó el auricular.
—Phillips.
—Gracias a Dios. ¡Cómo me alegra oír tu voz!
—He estado intentando llamarte…
—Espera, espera. Yo primero…
Cheney tenía tantas ganas de contarme sus novedades que siguió hablando sin escucharme.
—¿Recuerdas que te mencioné el polvo blanco que encontraron en la ropa de Fritz? El forense lo identificó como cal viva, así que fuimos al escenario del crimen y le echamos otro vistazo a la fosa séptica donde lanzaron el cadáver de Fritz. ¿Sabes qué encontramos? Bajo la tierra de relleno y los escombros había una segunda víctima. Alguien había cubierto el cuerpo con al menos cuatro kilos de cal viva, y luego había vaciado unas seis botellas de desatascador de tuberías. Mucha gente cree que la combinación de las dos sustancias acabará disolviendo un cadáver con el paso del tiempo, pero en realidad sucede todo lo contrario…
—¡Basta ya, Cheney! —exclamé.
Cheney ignoró mi interrupción y continuó con sus revelaciones forenses.
—Si la apagas con agua, la cal viva causará quemaduras superficiales, pero el calor procedente de la reacción química momificará el cuerpo. La cal muerta absorbe la humedad de los tejidos y del suelo, e impide la putrefacción. A que no adivinas quién es.
Alguien decía por megafonía: «Rogamos al propietario de un Honda azul marino de cuatro puertas que se presente en el aparcamiento para estancias cortas y recoja su coche».
—Austin Brown —respondí.
Silencio absoluto.
—¿Cómo lo sabes?
—Bayard Montgomery lo mató porque Austin había amenazado con llamar al padre de Bayard y contarle que su hijo era gay. Tigg era un homófobo furibundo y no le habría dejado ni un centavo.
—¿De dónde has sacado esta información?
—No te preocupes por eso ahora. Bayard y su novio, Ellis, están en el aeropuerto a punto de embarcar en un vuelo a Phoenix. Su destino final es Marruecos, y me apuesto lo que quieras a que no hay tratado de extradición con Estados Unidos.
Otro silencio breve.
—Tienes razón.
«Rogamos al propietario de un Honda azul marino de cuatro puertas que vuelva al aparcamiento para estancias breves o la grúa se llevará su vehículo», repitió la voz por megafonía.
—¡Joder, la grúa se me está llevando el coche! —exclamé.
Percibí movimiento con el rabillo del ojo y miré hacia la puerta de embarque justo cuando la auxiliar de tierra se hacía con el micrófono.
—Damas y caballeros, el vuelo 5981 de American Airlines con destino a Phoenix, Arizona, está listo para embarcar. Rogamos a los pasajeros que viajen con niños pequeños, a los que tengan alguna discapacidad y a los que requieran asistencia durante el embarque que se dirijan a la puerta número cuatro.
Observé a Bayard y Ellis levantarse y recoger todas sus pertenencias. Bayard cogió la bolsa de mano de cuero negro que yo había visto en su dormitorio para invitados. Ellis fue hasta una papelera, tiró unos envoltorios de caramelos y a continuación volvió a su asiento para coger la bolsa de plástico con los artículos que había comprado en la tienda de regalos del aeropuerto. Levantó su bolsa de viaje, se palpó el bolsillo para comprobar que llevaba la tarjeta de embarque y entonces recordó que la había metido en el compartimento exterior de la bolsa. La sacó y leyó su número de asiento. Los pasajeros ya formaban una cola ordenada, encabezada por los que tenían billete de primera clase. Bayard le había guardado sitio a Ellis en la cola y los dos se pusieron a charlar mientras esperaban.
—Cheney, ya están embarcando. Es el vuelo 5981 de American con destino a Phoenix.
—Apuntado. Ya me ocupo yo, tú quédate donde estás. Voy a llamar al departamento de seguridad del aeropuerto.
Colgué el auricular y me dirigí a la puerta de embarque. La agente de embarque acababa de llamar a los pasajeros de primera clase. El primer caballero de la cola le entregó la tarjeta de embarque a la empleada, que la pasó por la máquina, le sonrió y se la devolvió. El pasajero entró por la puerta de embarque y cruzó la puerta exterior hasta la pista de despegue.
Mientras esperaba, pensé: «¿Y si la línea telefónica del departamento de seguridad comunica? ¿Cuánto tiempo tardará Cheney en transmitir la urgencia de la situación?». Vi al agente de seguridad del aeropuerto junto a la máquina de rayos X charlando con otro empleado de la compañía.
En la puerta de embarque, el segundo pasajero llegó al principio de la cola y entregó su tarjeta a la empleada. Esta la comprobó y se la devolvió. Bayard y Ellis avanzaron un par de pasos.
Dirigí una mirada rápida a la entrada. Tal y como me temía, no vi a ningún policía en el exterior de la terminal. Al parecer no le habían trasmitido ningún mensaje al corpulento agente de seguridad, el cual había cruzado los brazos y se disponía a charlar amigablemente con su colega.
Bayard le entregó la tarjeta de embarque a la agente. Bolsa de cuero en mano, cruzó la puerta y esperó a que Ellis pasara el control.
Me acerqué al agente de seguridad.
—Disculpe.
No pareció oírme, así que no interrumpió su conversación.
—Disculpe, señor, pero alguien me ha robado la bolsa de mano. —Ahora que por fin había captado su atención, señalé a Bayard—. ¿Ve a ese hombre con la cazadora de cuero negro y la gorra de chófer? Su compañero es el del jersey rojo. Dejé la bolsa en el suelo de la tienda de regalos un momento, y cuando me di la vuelta había desaparecido.
—¿Podría identificarla?
—Sí, agente. La bolsa lleva una etiqueta con mi monograma, BAM. Me llamo Barbara Ann Mendelson. Si la abre, encontrará mi jersey de cachemira azul, mi walkman y unos auriculares.
El agente me miró y luego miró la puerta de embarque.
—¿A qué caballero se refiere?
—A aquel que está allí, el que acaba de salir a la pista de despegue. Cazadora de cuero negro y gorra de chófer con la visera de charol negro. El hombre que lo acompaña lleva un jersey rojo y tiene una bolsa de plástico de la tienda de regalos.
El guardia dijo algo por la radio que llevaba sujeta al hombro. Escuchó durante unos segundos y a continuación se encaminó a la sala de espera, avanzando muy deprisa para un hombre de su corpulencia. Vi que hablaba con la agente de embarque, que se hizo a un lado para permitirle pasar. Aunque yo me encontraba en el interior de la terminal, oí que el guardia decía: «Señor, ¿puedo hablar con usted un momento?».
Los demás pasajeros se dirigieron hacia el avión formando dos hileras, una a la derecha y otra a la izquierda de Bayard, Ellis y el guardia de seguridad.
Al principio, Bayard no pareció percatarse de que le hablaban a él. Un hombre le tocó el brazo y le señaló al agente, el cual acababa de repetirle la pregunta. Bayard se detuvo. Ellis caminaba delante de él, muy cerca ya de las escaleras exteriores que conducían al avión, cuando se dio cuenta de que Bayard no lo seguía. Entablaron una conversación a tres bandas, en la que el guardia dejó claro que tenían un problema. Bayard le respondió, pero no consiguió persuadirlo para que le permitiera embarcar. Cuando Ellis empezó a protestar, Bayard le indicó mediante un gesto que se calmara. Quizá pensaba que perderían menos tiempo si se mostraban dispuestos a cooperar. El agente repitió su pregunta una vez más y los tres volvieron a la puerta de embarque.
Decidí esfumarme por si el guardia de seguridad pensaba pedirle a Barbara Ann Mendelson más detalles del robo. Salí de la terminal e intercepté a la grúa antes de que el conductor se me llevara el coche. No sé cómo logré persuadirlo de mi inocencia, pero tras frecuentes referencias al inspector jefe Phillips y a la investigación de la muerte de Fritz, de algún modo conseguí recuperar el Honda antes de que lo remolcaran hasta el depósito municipal.
Me senté al volante y traté de serenarme.
Aún había mucho tráfico, así que acepté con resignación que el viaje de vuelta sería lento. Cuando llegué a mi barrio, encontré un espacio para aparcar, salí del coche y lo cerré con llave. Después de cruzar la verja aminoré el paso. Como últimamente me había dado de bruces con tantas escenas inesperadas, decidí alargar el cuello para echar un vistazo rápido antes de pisar el jardín. Ned me atacó por detrás. Me agarró del pelo y tiró con fuerza. Levanté las manos y me aferré a su muñeca para impedir que me arrancara el cuero cabelludo. Entonces me arrastró de lado, y di un traspié. Ned ejercía un control férreo por el simple hecho de tenerme agarrada por la cabeza. Intenté zafarme de él, pero me llevó hasta un punto del jardín alejado de la calle. No pude evitar tragar una profunda bocanada de aire, en parte por la sorpresa y en parte por el dolor. Conseguí un breve momento de equilibrio, que Ned contrarrestó poniéndome la zancadilla. Me desplomé, pero no llegué a caerme. Ned me arrastró y me obligó a volverme para que estuviéramos cara a cara. Tenía la tez grisácea y le caía un mechón grasiento sobre la frente, lo que indicaba que llevaría semanas sin ducharse. Noté su aliento en la cara, fétido y caliente. Farfullaba palabras y frases que apenas tenían sentido, aunque no es que hiciera falta ninguna aclaración. Había vuelto para matarme, algo que yo esperaba impedir por cualquier medio. Oí un ruido rápido y me di cuenta de que Ned acababa de abrir una navaja automática.
Hasta aquel momento no me percaté de la presencia de Killer. Estaba tumbado entre los faldones abiertos de la tienda, lamiendo alegremente una bandeja de porexpán. Había hecho pedazos el envoltorio de plástico y ahora roía los trocitos de porexpán que estaban desperdigados a su alrededor. Su ensimismamiento resultaba sorprendente, pero no tardé en comprender que no iba a ayudarme. Mi única posibilidad de salvación llegó de la mano de Pearl White, quien acababa de doblar la esquina del estudio apoyándose en sus muletas.
—Malas noticias sobre Ned —dijo Pearl—. Se ha escapado de nuevo…
En aquel momento me vio y se detuvo en seco. Ned me retorció de nuevo la cabeza y me obligó a volverme hacia Pearl. La miré con la boca abierta, incapaz de articular palabra. Ned presionaba la hoja de la navaja contra mi garganta, donde bastaría con un solo tajo para acabar conmigo.
—¡Me cago en su madre! Supongo que ya sabemos dónde está —dijo Pearl. Y luego gritó—: ¡Killer!
El perro se levantó y se olvidó de su Happy Meal, aunque aún le colgaba un trozo de porexpán de la boca. Sus partes de mastín y de rottweiler hicieron aflorar en él una profunda vena de ferocidad canina. La cresta de pelo se le erizó a lo largo de la columna, y un gruñido sordo retumbó en su pecho. A lo largo de innumerables generaciones, habían criado a sus antepasados para atacar como estrategia de supervivencia. Desgraciadamente, la domesticación había ejercido una influencia similar, y ahora Killer se hallaba sumido en un momento de consternación perruna. ¿Qué era más fuerte, el impulso de proteger a su ama en un combate a muerte, o el entusiasmo que despertaba en él su tentempié? Pearl y yo intercambiamos una mirada rápida. Ambas esperábamos que primaran en él sus instintos más bajos.
Oí que el perro emitía un gemido gutural y lo miré justo cuando sucumbía a un enorme bostezo. Killer bajó la cabeza, esperé que fuera el preludio de una exhibición de ferocidad inaudita, pero vi cómo se le iban doblando las patas. Entonces se colocó de lado delicadamente y se durmió. Al parecer, Ned había añadido un sedante a medio kilo de carne picada y Killer le había mostrado su agradecimiento zampándosela. La imagen del perro era tan ridícula que Ned se echó a reír. Fue en aquel momento de despiste cuando Pearl aprovechó para pasar a la acción.
Cruzó la distancia que nos separaba con sorprendente velocidad para alguien de su corpulencia, por no mencionar su cadera rota. Ned no estaba preparado para el arrebato de furia que acababa de provocar. Pearl blandió una muleta y le asestó un golpe en la cabeza. Más que aturdido, Ned parecía desconcertado. Pearl le propinó otro golpe en la muñeca con la misma muleta y lo obligó a soltar la navaja, que salió disparada hacia su derecha. Después se le acercó y le clavó la punta de la muleta en la nuez de Adán. Ned emitió un sonido similar al de un gato que escupe una bola de pelo. Entonces Pearl soltó la muleta y nos abrazó a Ned y a mí con tal fuerza que los tres nos desplomamos de lado sobre la tienda de campaña, la cual se hundió bajo nuestro peso.
Ned fue el primero en levantarse, impulsado por la furia y la indignación. Aprovechando que a Pearl le costaba ponerse en pie, agarró un faldón de la tienda y trató de asfixiarla con el grueso pliegue de tela. Mientras yo intentaba liberarme de la voluminosa tienda, Ned se sentó a horcajadas sobre Pearl y la aplastó con su peso, impidiéndole respirar. Pearl agitaba los brazos y las piernas, intentando zafarse de él. Al no poder apuntalarse en el suelo le costó derribarlo, pero finalmente lo consiguió. La cadera debía de causarle un dolor insoportable, porque al levantarse soltó un grito agudo. Ned había vuelto a centrar su atención en mí y luchamos sin que ninguno consiguiera imponerse al otro. El silencio se vio interrumpido por toda una serie de resoplidos y gritos ahogados. Algunos de aquellos sonidos parecían sollozos, pero allí nadie lloraba. Conseguí levantarme, empujé a Ned y le di una patada donde antes le había golpeado Pearl. Perdió el equilibrio y se desplomó, aullando de dolor.
Pearl se esforzaba por mantenerse erguida pese al dolor que la atenazaba. Los tres permanecimos inmóviles unos instantes. En plena orgía de violencia, aquel fue el momento en que podríamos haber hecho una pausa para fumarnos el consabido cigarrillo poscoital.
El descanso duró poco. Ned se abalanzó hacia delante y agarró a Pearl por las rodillas. La hizo caer de lado y volvió a sentarse a horcajadas sobre ella, inmovilizándola con su peso. Buscando desesperadamente algún arma, cogí la cadena con que Lucky solía atar a Killer a la piqueta de la tienda. Le lancé la cadena a Ned sobre la cabeza y alrededor del cuello, cruzando una mano sobre la otra para apretar el nudo corredizo. Ned se revolvió con furia, y entonces dio un tirón repentino hacia delante que me lanzó por encima de su cuerpo y me hizo caer al suelo.
Pearl agarró una de las muletas caídas, se la clavó a Ned en el plexo solar y lo embistió antes de que él pudiera recobrar el equilibrio. Luego le asestó dos golpes en la cabeza con la contera de la muleta. Ned cayó de rodillas y se puso a buscar a tientas la navaja. Al encontrarla echó el brazo hacia atrás, con intención de clavársela a Pearl en cualquier parte del cuerpo. Esta le interceptó la mano en el aire y ambos echaron un pulso para hacerse con el control. Pearl se dejó caer de rodillas y quedaron cara a cara. Los dos continuaban forcejeando, y vi que a Pearl le temblaba el brazo por el esfuerzo. Ambos se encontraban en igualdad de condiciones: la fuerza de Ned enfrentada a la corpulencia de Pearl. Permanecieron así durante al menos veinte segundos, hasta que Pearl soltó un gruñido gutural y empujó la mano de Ned contra el suelo.
Crucé el jardín en dirección al garaje, donde cogí la pala de Henry y la blandí como un bate de béisbol con la hoja paralela al suelo, a tanta velocidad que hizo silbar el aire. Si le hubiera dado en el cuello podría haberle segado la cabeza, pero Ned levantó el brazo y esquivó el golpe. El borde afilado le rasgó la camisa y le rajó la carne. De la herida brotó un chorro de sangre de un rojo intenso.
Yo sentía un dolor tan intenso que temí desmayarme. Nuestra instructora de defensa personal no nos había explicado lo extenuante que podía ser una pelea así, ni la concentración que exigía. Pearl volvió a levantarse haciendo un gran esfuerzo. Tenía la cara encendida y el sudor le resbalaba por las mejillas. Ned se arrastró hasta un punto situado a un metro de Pearl, en busca de una zona neutral donde poder recuperarse. Se levantó de nuevo, demostrando poseer unas reservas de fuerza que me sorprendieron. Ahora apenas podía usar el brazo derecho. Sudaba abundantemente, y a sus golpes les faltaba convicción. Cuando Ned se detuvo unos instantes para evaluar la situación, Pearl se abalanzó sobre él y le dio un puñetazo por detrás. Se oyó un ruido sordo, como si un saco de cemento empapado hubiera caído desde lo alto. Ned se desplomó tan tieso como una tabla. Pearl le cayó encima, en medio de la espalda. Yo estaba de pie con las manos apoyadas en las rodillas, jadeando por el esfuerzo.
Los pulmones me ardían y me había quedado sin energía. Descubrí que tenía varias heridas, pero no pude recordar ni cómo ni cuándo me las había hecho. La cara de Pearl estaba cubierta de magulladuras. Tenía un ojo morado, había perdido un diente y sangraba por la boca. Se había plantado sobre la espalda de Ned, aprisionándolo entre sus muslos para impedirle respirar.
—Mierda, creo que me he vuelto a romper la cadera, pero ahora mismo está entumecida y no noto nada —dijo Pearl.
Rebotó un par de veces y oí una especie de bufido: era el aire que salía de los pulmones de Ned. Pearl rebotó de nuevo, aunque se estremeció de dolor al hacerlo.
—¿Adivinas lo que estoy haciendo? Eres muy lista, seguro que lo sabes.
—Pues, mira por dónde, sí que lo sé. Se llama «asfixia por compresión», y consiste en limitar mecánicamente la expansión de los pulmones al comprimir el tórax, de ahí que se vea afectada la respiración.
—«De ahí que». Me gusta la frasecita. Estoy aquí sentada rebotando sobre Ned, de ahí que no pueda respirar. Es lo que él les hizo a esas niñas, ¿no?
—Era su método preferido —respondí—. También les tapaba la nariz y la boca, lo que probablemente aceleraba el proceso. Un procedimiento conocido como burking, porque lo empleó un asesino llamado William Burke.
—¿Cuánto se tarda en asfixiar a alguien?
—Pearl, cariño, antes de continuar, déjame aclararte algo. Eres consciente de que lo estás matando, ¿verdad?
—Claro —respondió.
—Pues no sé si es muy buena idea. Supón que algún vecino haya oído todo este jaleo y haya llamado al 911. Aun cuando nadie haya llamado, Henry volverá dentro de poco y seguro que llama él. Si los agentes te encuentran sentada encima de Ned, no creo que les vaya a gustar mucho.
—Eso es cosa mía.
—¿No te parece que te estás pasando?
—¿De verdad piensas pedir clemencia para este tío?
—No.
—Entonces cierra esa bocaza y no vuelvas a interrumpirme.
Pearl miró a Ned con una expresión casi afectuosa.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de mi tamaño extragrande, Ned? Que puedo despachurrarte como si fueras un bicho.
Le dio un golpecito con los nudillos en la cabeza.
—¿Aún estás con nosotras? No hace falta que digas nada, pero si puedes mover un dedo, sabré que sigues vivo.
Pearl observó primero la mano derecha de Ned y después examinó la izquierda.
—Mira qué bien. Buen chico. Ha movido el meñique —me comentó Pearl en un aparte. Y luego dijo, dirigiéndose a él—: Quiero asegurarme de que estés despierto, porque tengo un último consejo que darte. No te metas nunca con las mujeres, hijo mío. Porque, si lo haces, te acabarán aplastando.