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Viernes, 22 de septiembre de 1989

El viernes por la mañana fui directamente a Horton Ravine sin pasar antes por el despacho. Había llamado a Margaret Seay la noche anterior, y en nuestra breve conversación telefónica descubrí con alivio que hablar con la madre de la chica muerta era más fácil de lo que había pensado. Me presenté y le pregunté si podría verla para contarle algo relacionado con la muerte de su hija.

—¿Relacionado en qué sentido?

—Tiene que ver con una cinta de vídeo.

Margaret guardó silencio durante unos instantes y a continuación dijo:

—Estoy libre mañana a primera hora. A las ocho, si no le parece demasiado temprano.

—No, me va bien —respondí. Después le pedí que me confirmara la dirección y colgué.

Margaret Seay aún vivía en la casa que había compartido con Paul cuando estaban casados. La vivienda correspondía a la idea que me había hecho sobre la arquitectura del Medio Oeste: una estructura de dos plantas recubierta de listones de madera pintados de color amarillo brillante, con molduras y postigos blancos. Tenía el tejado metálico, que sin duda produciría un repiqueteo relajante en días de lluvia, en el caso improbable de que volviera a llover algún día. En el amplio porche que rodeaba la fachada había un balancín de madera de color blanco, muebles de mimbre blancos y geranios rojos en jardineras de madera pintadas de blanco.

Aparqué en el camino de acceso y me encaminé hacia la puerta. Llamé al timbre y, al cabo de un momento, me abrió una mujer de cincuenta y pocos. No dijo nada, pero me sujetó la puerta y entré en el recibidor.

—Gracias por recibirme —dije—. Se lo agradezco.

—Hace mucho que no me preguntan por Sloan. Este es Joey, mi hijastro.

El joven al que me presentó tenía pinta de ir todavía al instituto. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una cazadora de piel. Tenía las orejas de soplillo y el pelo mojado y repeinado, con algunos mechones sueltos en la coronilla. Las arrugas que le surcaban la frente le daban un aspecto preocupado que sorprendía en alguien tan joven. Joey era el hermanastro de Sloan, y ahora estaba prometido con la famosa Iris Lehmann.

Le tendí la mano.

—Me alegro de conocerla —dije—. Soy Kinsey Millhone. Espero no interrumpirles.

—En absoluto —dijo Margaret—. Joey se pasa por aquí casi todas las mañanas de camino al trabajo. —Miró al chico y le acarició la mejilla—. ¿Por qué no charlamos más tarde?

—Te llamaré. Encantado de conocerla —dijo Joey saludándome rápidamente con la mano al salir.

—¿En qué trabaja su hijastro?

—Es director de proyectos en la constructora de su padre, Merriweather Homes. Entra a las ocho y media, así que nos da tiempo de tomar un café antes.

La seguí hasta el salón. La casa tenía una distribución que he visto decenas de veces: salón a la derecha, comedor a la izquierda y unas escaleras que iban desde el recibidor hasta la primera planta. Me imaginé que el comedor comunicaría con la cocina y que, al fondo, habría un cuarto para la lavadora que llevaría de la cocina al porche trasero, el cual probablemente se extendería a lo ancho de la casa. Junto al salón habría un estudio del mismo tamaño que el comedor. La simetría resultaba relajante. Las paredes estaban pintadas de blanco marfil, mientras que el mobiliario consistía en una elegante mezcla de antigüedades y piezas tradicionales. El sofá estaba tapizado con estampados florales; los cojines y las butacas, con telas a juego en azul verdoso y amatista. Todo parecía impoluto.

Margaret Seay era probablemente de mi estatura, metro sesenta y siete, aunque de complexión más robusta que la mía. Tenía el pelo negro cortado a lo garçon, un corte que podría parecer poco apropiado para una mujer de su edad de no haberle quedado tan bien. Llevaba gafas de montura oscura y cristales levemente tintados. Ojos oscuros, cutis sin imperfecciones, muy poco maquillaje y ninguna joya. Calzaba zapatos de tacón bajo azul marino que probablemente había escogido por su comodidad. Parecía seria y concentrada, poco dada a las sonrisas o a las muestras de vivacidad.

—Siéntese, por favor —indicó. Ella se sentó en una butaquita de asiento acolchado y respaldo oval tapizada con terciopelo granate. No cruzó las piernas y dejó las manos sobre el regazo, como si posara para un retrato oficial.

Tomé asiento en una butaca que hacía juego con la de Margaret. Sólo entonces me fijé en el chucho que estaba tumbado un poco más allá: tenía que ser Butch, el perro de Sloan. No había visto nunca un gran Pirineo, pero este era grande y blanco, con una cola en forma de penacho y un pelaje áspero que se le ondulaba en el cuello. Tenía el morro gris, y el pelo de alrededor de los ojos se le había vuelto de un blanco lechoso con la edad. Butch se despertó, se puso de pie cortésmente y a continuación se nos acercó cojeando, sin duda a causa de la artrosis. Vino hasta mí y me puso la barbilla en la pierna. Supuse que le fallaría la vista, y que ahora sólo podría distinguir entre la luz y la oscuridad. No pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. Le permití olisquearme las puntas de los dedos, aunque me pregunté si no habría perdido también el olfato. Le froté las sedosas orejas y sonreí al ver cómo cerraba los ojos.

—¿Este es Butch?

—Sí.

—Qué perro tan cariñoso. ¿Cuántos años tiene?

—Trece, una edad avanzada para un perro tan grande como él, pero está bien de salud. Es un animal muy bueno, y no sé qué haría sin él.

—No me vuelven loca los perros, pero Butch es un encanto.

Al parecer, Margaret ya se había hartado de nuestra conversación trivial y prefirió ir directa al grano.

—Ha venido a preguntar por la cinta que se supone que guardaba Sloan cuando murió.

—¿Qué sabe al respecto?

—Sólo que hubo quien creyó que la cinta fue el motivo del crimen. Sin embargo, le diré que cuando la policía registró el dormitorio de Sloan, la cinta ya no estaba. ¿Por qué es tan importante después de todos estos años?

—Ya sabrá que Fritz ha salido de la cárcel.

—Lo leí en el periódico. Espero que no vaya a decirme que es un buen amigo suyo.

—Desde luego que no —aseguré.

—Entonces, ¿qué tiene que ver todo esto conmigo?

Permanecí un momento en silencio, intentando decidir qué podía revelarle.

—No suelo hablar de ningún caso sin el consentimiento expreso de mis clientes, pero no veo cómo puedo pedirle que confíe en mí si yo no confío en usted.

—Me parece bien. No se preocupe, soy muy reservada.

—Eso espero, porque cuento con su discreción. Los padres de Fritz McCabe me han contratado porque alguien les ha amenazado con enviar una copia de ese vídeo al fiscal del distrito si no le entregan veinticinco mil dólares. Repito que se trata de información confidencial. Se lo cuento porque espero que pueda ayudarme.

—No veo cómo —dijo Margaret, perpleja.

—He hablado con Poppy Earl, y me ha dicho que hace un par de semanas usted decidió abrir el dormitorio de Sloan para deshacerse de sus pertenencias. La fecha coincide con la puesta en libertad de Fritz McCabe.

—¿Cree que las dos cosas están relacionadas?

—Es una posibilidad que merece la pena investigarse. Creo que la salida de la cárcel de Fritz dio pie al chantaje. Lo que ya no sé es si alguien ha estado guardando la cinta todos estos años o si apareció cuando vaciaron el dormitorio de Sloan.

—Puedo asegurarle que los agentes registraron la habitación de arriba abajo hace diez años y no encontraron nada. Cerré la puerta con llave nada más irse ellos. ¿Usted ha visto la cinta? —preguntó.

—Sí.

—¿Puede decirme por qué tendría consecuencias penales si el chantajista se la envía a la policía?

—Básicamente, la cinta contiene imágenes de una agresión sexual a una menor. Se trata de una violación con agravantes, y es posible que los violadores tuvieran que rendir cuentas incluso ahora, después de todos estos años. Según me han dicho, se suponía que era una broma, una parodia de una película pornográfica, pero las escenas que respaldarían tal afirmación han sido eliminadas.

—Supongo que Fritz McCabe es uno de los cómplices.

—Así es —admití—. Sé que Poppy la ayudó a vaciar el dormitorio de Sloan, y me preguntaba si alguien más les echó una mano.

—Los dos hermanastros de Sloan, Justin y Joey, al que acaba de conocer. Joey fue el que me convenció para que lo hiciera. Es el hijo mayor de Paul. Dijo que conservar la habitación tal y como la tenía Sloan no me iba a devolver a mi niña. Ya me lo habían dicho otras veces, pero no lo asimilé hasta que lo oí de boca de Joey. Él la adoraba, y si Joey estaba dispuesto a olvidarla, yo tendría que hacer lo mismo. Como no habría podido vaciar la habitación yo sola, les pedí a algunos de los amigos de Sloan que me echaran una mano y cuatro dijeron que sí.

—¿Qué hizo con las pertenencias de su hija?

—Les pregunté a esos mismos amigos si querían quedarse con algo de Sloan como recuerdo. Tres escogieron algún objeto. Después, Joey y su prometida vendieron el resto de las cosas por unos doscientos dólares. Todo lo que no se vendió lo donamos a una ONG.

—¿Recuerda quiénes aceptaron quedarse con alguna cosa de Sloan?

—Poppy Earl fue una.

—¿Ah, sí? Pues Poppy no me lo mencionó.

—Sloan y ella fueron muy amigas durante años. Poppy se quedó muy afectada al ver la habitación de nuevo. Estoy segura de que le trajo muchos recuerdos.

—¿Puedo preguntarle quiénes eran los otros tres?

—Por supuesto. Patti Gibson, Steve Ringer y Roland Berg. Todos se emocionaron mucho.

—¿Y qué hay de usted? ¿Cómo le ha ido desde entonces? Yo no tengo hijos, así que no puedo ni imaginarme lo que habrá sufrido.

—Gracias, es usted muy amable. Paul y yo nos divorciamos un año después de la muerte de Sloan, porque mi marido dijo que no podía seguir viviendo conmigo. A algunos les pareció muy mal lo que hizo, pero yo no lo culpé. Yo era insufrible en aquella época. Bebí mucho durante toda la adolescencia de Sloan. Cuando ella murió, me di cuenta de lo que habría sufrido por mi alcoholismo, pero ya no había forma de reparar el daño. Ni siquiera podía pedirle que me perdonara. Dejé de beber el día del funeral, me supuso un esfuerzo enorme. Después de aquello sentí un gran vacío. Mis dos hijastros vinieron a vivir con nosotros aquel primer año, y cuando Paul se marchó, prefirieron irse con él, por supuesto. Cuando Sloan murió, tenían trece y quince años, y su presencia me causaba aún más dolor.

—Afrontar la tristeza no es nada fácil —observé—. Cuando mi tía Gin murió de cáncer, sentí alivio. Mi tía era una mujer difícil, y me crio de acuerdo con unos criterios bastante extraños de la feminidad. El alivio no duró mucho y lo sustituyó el dolor, pero al menos yo supe que mi tía se iba a morir. La muerte violenta es algo muy distinto. No sé cómo se puede superar.

—Nunca podré superarla. Sloan era mi única hija, y ahora está muerta. Lo digo porque toda mi vida gira en torno a eso. Lleva muerta diez años y ya no va a volver. Murió a los diecisiete, no se le permitió vivir más. En el periódico, Fritz dice que ha pagado su deuda con la sociedad, pero no ha pagado la deuda que tiene conmigo. Se refiere a lo que hizo como un «error» que ahora quiere olvidar para poder seguir adelante. Intenta lavar su culpa, pero no va a librarse de mí tan fácilmente. ¿Por qué tendría que disfrutar de la vida cuando a mí me arrebataron la mía?

Sabía que Margaret no esperaba una respuesta, pero aun así me dejó helada. Continuó hablando con un tono de voz engañosamente suave dado el contenido de sus afirmaciones.

—Le he dado mil vueltas a este asunto, y he llegado a la conclusión de que la venganza no tiene por qué consistir en el típico ojo por ojo. Las represalias pueden adoptar diversas formas. No es preciso que sean burdas, ni demasiado obvias. La persona que nos ha hecho daño debería sufrir un dolor equivalente; no tiene que ser exactamente igual, pero sí comparable.

—No sé si la sigo.

—Es muy sencillo. Cuando Fritz mató a Sloan, me robó lo que más quería en este mundo. Podría pensarse que, para desquitarme, yo tendría que matar a uno de sus seres queridos, pero hay otras formas de destrozarle la vida a alguien. No dejo de pensar en lo que le haría si pudiera. Quiero que pague por sus actos.

—¿Incluso al cabo de diez años?

—El paso del tiempo es irrelevante. Ahora mismo, sólo me importa encontrar la manera de hacerle sufrir tanto como sufro yo. No hace falta que sea la misma pérdida, puede ser otra que tenga un peso similar. Me dedico a planificar cómo borraría las huellas, qué diría si la policía se presentara en mi casa.

—Le sería más difícil de lo que cree —observé—. La culpabilidad hace que te tiemblen las manos y que la sangre no te riegue el cerebro. De pronto, ya no te muestras tan sereno como pensaste que lo harías. He estado a ambos lados de la ley, y le aseguro que no le conviene ir por ese camino.

—No es la primera en decírmelo. Mis amigos insisten en que debo perdonar, pero eso es ridículo. Sloan ya no está con nosotros y nunca va a volver, ¿a quién le importa si me entretengo tramando fantasías sangrientas?

—A nadie, siempre que no las lleve a la práctica —respondí.

Nada más decirlo caí en la cuenta de que Margaret podría haber urdido el chantaje. En vez de ojo por ojo, sería sufrimiento por sufrimiento.

—Querida, llevarlas a la práctica no tendría sentido, porque entonces se acabaría el juego. Si abandonara la esperanza de poder desquitarme tendría que renunciar a la ira, que es un sentimiento preferible al dolor.

—Déjeme preguntarle algo. Si hubiera encontrado la cinta, ¿qué habría hecho?

—Se la habría llevado directamente al fiscal del distrito.

—¿No habría considerado la posibilidad de vender su silencio por veinticinco mil dólares?

—Ya tengo todo el dinero que necesito. Lo que no tengo es satisfacción. Al parecer, eso tendrá que esperar.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que encaje la última pieza, sea la que sea. Mientras tanto, encuentro otras maneras de distraerme. Llamo a directores de periódicos, hablo con periodistas, envío copias de artículos que hablan del crimen…

—Espero que no le moleste la pregunta, pero ¿para qué lo hace? Ya se sabe quiénes son los culpables.

—Admito que, a medida que va pasando el tiempo, cuesta más despertar el interés en la historia. A veces leo la transcripción del juicio, sólo para recordarme a mí misma lo que pasó. No pone nada nuevo, pero ¿qué otra opción me queda? Continuaré insistiendo mientras Austin Brown siga suelto. Si puedo mantener vivo el interés de la gente, existe la posibilidad de que alguien vea a Austin y lo denuncie. En cualquier caso, usted no ha venido para escuchar mis problemas. ¿La puedo ayudar en alguna otra cosa? Me temo que no tengo nada que decir sobre el paradero de la cinta.

No pude evitar sacudir la cabeza.

—Creo que quienquiera que tuviera la cinta vio la salida de Fritz de la cárcel como una posibilidad de hacerlo sufrir. ¿Me podría dar los datos de contacto de Joey y de Justin?

—Espero que no piense que alguno de ellos está detrás de la amenaza a los McCabe.

—En absoluto. Sólo espero que uno u otro puedan aportar algún detalle útil. También me gustaría hablar con Patti, Steve Ringer y Roland, si le parece bien ponerme en contacto con ellos.

—Por supuesto.

Le di mi tarjeta y, a cambio, ella me facilitó los nombres, direcciones y números de teléfono que le había solicitado. Después de añadir a cinco jugadores a la lista no podía afirmar que estuviera estrechando el cerco, pero el enfoque comenzaba a ser más nítido.