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La cinta

Mayo de 1979

Lauren McCabe se sentó a su escritorio y extendió un cheque por veintiséis mil dólares. Era viernes y el contratista quería pagar a sus obreros, además de cobrar él. A Lauren no se le escapaba que el constructor y su alegre banda de subordinados venían a trabajar cuando les convenía. Algunos días llegaban tarde y otros ni siquiera se presentaban, pero cuando querían cobrar esperaban que Lauren apoquinara en el acto. Hollis y ella tenían dinero de sobra en la cuenta corriente, pero la sacaba de quicio ver desaparecer miles de dólares semana tras semana. Arrancó el cheque del talonario y cruzó el recibidor hasta la puerta de entrada, que estaba abierta. El contratista la esperaba en el porche con las manos en los bolsillos, probablemente dispuesto a charlar un rato mientras aceptaba el cheque, pero Lauren no estaba por la labor. Aunque su relación con aquel hombre era cordial, no le apetecía tener que fingir amabilidad.

—Que pase un buen fin de semana —dijo con tono impaciente.

—Usted también. Y gracias —contestó el contratista mostrándole el cheque.

Lauren cerró la puerta sin molestarse en responder.

Los McCabe habían comprado la casa hacía un año y aún la estaban reformando. Las obras ya deberían haberse acabado, pero parecían no tener fin. El constructor se había pasado del presupuesto. Se suponía que su oferta era en firme, pero no dejaba de encontrarse con obstáculos. Por ejemplo, el dormitorio principal, que a primera vista parecía en buen estado. Los Pruitt, el matrimonio que les vendió la casa, habían añadido la nueva suite, que incluía un baño para cada uno, dos espaciosos vestidores, una sauna y un pequeño gimnasio. Pero al iniciar las obras en el ala contigua, donde tenían que derribar las paredes de la cocina, el constructor descubrió grietas en los cimientos; los daños, causados probablemente por un terremoto, no se habían detectado hasta entonces. El constructor les aseguró que los Pruitt no podían haberlo sabido, porque las grietas no habrían salido a la luz si los McCabe no hubieran querido cambiar la distribución original. Lauren y Hollis le dieron muchas vueltas, pero a ninguno se le ocurrió cómo evitar la reparación de los cimientos.

Todo aquel asunto la había puesto muy nerviosa, porque Hollis y ella aún no estaban acostumbrados a los derroches. Al principio de su vida matrimonial tuvieron que ahorrar hasta el último centavo para que los imprevistos no los pillaran por sorpresa. El dinero no empezó a llegar hasta que Tigg Montgomery contrató a Hollis. Después de trabajar durante varios años en el sector bancario, a Hollis le ofrecieron dirigir la gestión de patrimonios en la compañía inversora de Tigg, puesto con el que siempre había soñado. Al principio, Lauren disfrutó enormemente de aquella sensación de seguridad, después de tantos años de apuros económicos. Últimamente el sueldo de Hollis se había disparado, y también recibía generosas primas al final de cada año. Tenían que hacer algo con todo aquel dinero, y al menos los bienes inmuebles eran tangibles. Tigg los animaba a celebrar su buena fortuna. Les dijo que habían limitado sus opciones; sus horizontes se habían reducido en proporción directa con su mentalidad cicatera. Según Tigg, había llegado el momento de «expandirse y abrazar las oportunidades», de permitir que la abundancia entrara en sus vidas para así disfrutar los muchos beneficios del éxito de Hollis.

Para Lauren, que había sido pobre toda su vida, esa riqueza recién adquirida le seguía pareciendo temporal. Lo que había llegado tan fácilmente podría desaparecer con la misma facilidad. Con el tiempo, acabó creyendo en su buena suerte. Hollis había apostado por un caballo ganador: Tigg era un visionario que se anticipaba a las tendencias del mercado. Predecía cambios en la economía y luego los manipulaba en beneficio propio. Cuanto mejor le iba, más atractiva resultaba su empresa. Sus amigos y conocidos estaban tan ansiosos por beneficiarse de su inteligencia financiera que Tigg había llegado al extremo de rechazar a posibles clientes, lo que aumentaba aún más su reputación como inversor.

Tigg llevaba una vida relativamente austera, y Lauren lo admiraba por ello. Aún vivía en la misma casa de Colgate que había comprado el año en que se casó con Joan. Sí, alquilaba un gran complejo de oficinas en el centro, pero no era un espacio pretencioso. Joan y él se divorciaron. Tigg se casó por segunda vez, y cuando aquel matrimonio no funcionó, se casó de nuevo. A Lauren le habían gustado las dos primeras esposas, pero apenas podía soportar a Maisie, la tercera. Maisie, una chica de veintiocho años, pelo negro como el azabache y ojos azules, se había empeñado en colaborar en un sinfín de causas benéficas repartidas por toda la ciudad. Maisie era elegante, le encantaba viajar y llevaba ropa de diseño y joyas caras. No había tenido hijos, por lo que, para colmo, lucía un tipo espectacular.

Los McCabe pasaban muchísimo tiempo con los Montgomery, e incluso se iban de vacaciones juntos. Dado que Tigg era su jefe, Hollis quería que las dos parejas mantuvieran una relación estrecha. En las numerosas ocasiones en que Lauren y Maisie ejercieron de anfitrionas, Maisie siempre conseguía sobresalir. Tenía un don para organizar cenas sencillas pero elegantes, y eso provocaba cierto resentimiento en Lauren y espoleaba sus ansias de rivalizar. Hollis se aseguró de que no saliera ni el más mínimo murmullo de desaprobación de la boca de su mujer. Maisie y Tigg eran intocables, y Lauren había aprendido a guardarse cualquier comentario negativo.

A las cinco, Lauren se sirvió una copa de vino y emprendió lo que ella denominaba «el recorrido de rigor», su inspección personal de las obras para comprobar cuánto se había hecho, lo que nunca parecía ser mucho. Hollis y ella solían hacerlo juntos, pero su marido no volvería a casa hasta las siete y Fritz estaba en una clase de tenis que duraba hasta las seis. Teniendo en cuenta el ruido, el polvo, los pitidos de la maquinaria pesada al dar marcha atrás y la infinidad de obreros que entraban y salían de la casa, Lauren esperaba cambios milagrosos. De vez en cuando descubría que habían derribado un trozo de pared, o que, por motivos que se le escapaban, habían clavado un listón de madera entre dos vigas, pero buena parte de la casa aún parecía el campo de batalla que llevaba meses contemplando.

Sintió cierto alivio al entrar en el ala donde se encontraban los dormitorios para invitados. Llegado el momento volverían a pintarlos y empapelarlos, pero por ahora no hacía falta. Lauren y Hollis se habían instalado en la suite, mientras que Fritz ocupaba un dormitorio en esta parte de la casa, cerca del estudio. Fritz les había pedido que le instalaran una puerta de entrada separada, pero Lauren se había negado en redondo. Su hijo tenía quince años y aún no conducía, pese a lo cual era difícil seguirle la pista. Cuando se sacara el permiso de conducir ya no le verían el pelo. Lauren no quería darle carta blanca para que entrara y saliera a su antojo. Por el momento, Fritz se presentaba puntualmente a todas las comidas, llegaba a casa a horas decentes y ayudaba con las tareas domésticas. A cambio, Lauren había establecido una política de puertas abiertas con respecto a sus amigos, los cuales eran bienvenidos a cualquier hora. Esta muestra de hospitalidad le permitía vigilar a los chicos con los que salía Fritz, y le ofrecía ciertas garantías de que su hijo se portaba bien. Había pasado dos años muy malos con él. A los doce y a los trece era respondón, maleducado y poco dado a colaborar. Lauren lo envió a terapia y las sesiones lo habían ayudado, así como la medicación prescrita por su psiquiatra. Ahora volvía a ser el niño feliz de antaño, el chico vivaz y divertido al que Lauren había adorado desde su nacimiento.

Al pasar frente a su dormitorio, Lauren se alegró de que no estuviera cerrado con llave. Durante los años difíciles, Fritz había protegido su privacidad y sus posesiones como si viviera rodeado de espías y traidores. Lauren sabía que en aquella época su hijo fumaba hierba porque la olía a través de los conductos de la calefacción, hecho que él ignoraba. A Lauren le gustaba saber todo lo que hacía Fritz a sus espaldas. Era una forma de asegurarse de que su rebeldía estaba bajo control. Si Fritz se hubiera apartado del buen camino, ella habría intervenido, pero el chico parecía haber dejado atrás lo que su psiquiatra denominaba «trastorno de oposición desafiante». Ahora su vicio favorito consistía en tomarse una cerveza de vez en cuando, hábito que Lauren consideró inofensivo en comparación con otras posibilidades mucho más peligrosas. El expediente académico de Fritz en la Academia Climping, el colegio privado de Horton Ravine, era otra indicación de que el chico iba por el buen camino. Nunca había sido un alumno brillante, pero cualquier alumno «normal» de Climp seguía estando a años luz de los adolescentes que estudiaban en los institutos públicos de la zona.

Había bautizado a su hijo con el nombre de Friedrich en honor a su padre, pero Hollis empezó a llamarlo Fritz el Travieso cuando aún no había cumplido los dos años y todo el mundo lo llamó Fritz a partir de entonces. Era un chico de estatura media y complexión delgada, lo que le hacía parecer más joven. Tenía el pelo castaño y lo llevaba peinado con raya al lado, aunque la raya quedaba casi tapada por sus rizos naturales, más definidos ahora que llevaba el pelo largo. Ojos marrones, piel sin granos y cara de niño, aunque Lauren suponía que en menos de un año sus rasgos se alargarían y empezaría a parecer un hombre. Había visto fotografías de su marido a los quince y luego a los diecisiete, y la transformación resultaba sorprendente.

Después de ser un muchacho solitario durante varios años, recientemente Fritz había hecho amistad con tres compañeros de la Academia Climping. Uno de ellos era un chico llamado Troy Rademaker, cuyo padre había muerto el año anterior de un infarto. Troy estudiaba en Climp gracias a una beca deportiva, que le había sido concedida por su precaria situación económica. Troy era el menor de cinco hermanos de una familia católica irlandesa. Su padre trabajaba como delineante en un estudio de arquitectos cuando sufrió el infarto. Tenía un seguro de vida lo bastante elevado para cancelar la hipoteca de la casa, pero como no cubría nada más, Troy se vio obligado a valerse por sí mismo. A Lauren le pareció que sería un buen ejemplo para Fritz, quien no concedía la suficiente importancia a su buena suerte. Fritz y Troy nunca sintonizaron mucho, pero últimamente habían descubierto algunos intereses en común, como la grabación de vídeos domésticos.

Troy era un muchacho robusto, de ojos azules y cabello pelirrojo cortado a cepillo. Al sonreír exhibía unos dientes torcidos que ya tendrían que haberle arreglado. El segundo amigo de Fritz era Austin Brown, a quien Lauren conocía desde hacía años. Troy y Austin tenían buena reputación, sacaban unas notas excelentes y se los consideraba buenos chicos.

El tercer miembro del grupito era el hijo de Tigg, Bayard, que ahora vivía con su padre y su madrastra. Bayard se había ido con Joan a Santa Fe cuando esta se divorció de Tigg doce años atrás. Tigg no lo veía a menudo, pero por lo que Lauren tenía entendido, el chico se portó bien hasta llegar a la pubertad. Entonces empezó a meterse en problemas: novillos, suspensos y gamberradas por las que Tigg tuvo que pagar cuantiosas indemnizaciones. La primavera anterior, presa de la desesperación, Joan se lo había enviado a su exmarido dejando muy claro que se trataba de una solución permanente. Su madre se había hartado de él.

La repentina amistad entre los cuatro había pillado a Lauren por sorpresa. Fritz era un alumno de décimo, mientras que Austin, Troy y Bayard estaban un curso por encima. Afortunadamente, cuando el escándalo del examen salió a la luz, Fritz quedó fuera de toda sospecha. Dejándose llevar por la intuición, Lauren decidió desentenderse del asunto. Después de todo, al no estar involucrado directamente, Fritz no se vio muy afectado por lo sucedido. El incidente guardaba relación con el examen conocido oficialmente como Prueba de Aptitud Académica de California, que tenía lugar al final del undécimo curso para determinar si un alumno podía acceder al último año. Al parecer, ni Austin ni Bayard corrían peligro de suspender, pero Troy necesitaba sacar una puntuación excelente para poder conservar la beca. Los pillaron copiando a él y a una chica llamada Poppy Earl, otra alumna perteneciente a una de las familias adineradas de Horton Ravine.

Tras echar un vistazo rápido al dormitorio de Fritz, Lauren se alegró al comprobar que parecía razonablemente ordenado. Su hijo había hecho la cama, y aunque la colcha estaba arrugada y algo torcida, Lauren reconoció el esfuerzo. Había descubierto tiempo atrás que si querías que alguien hiciera algo, no podías criticar después el resultado si no cumplía con tus expectativas. Fritz había cogido su ropa sucia y la había metido de cualquier manera en el cesto. Pese a que no había vaciado la papelera, al menos su contenido no estaba esparcido por el suelo, y eso era mejor que el caos habitual. Las persianas estaban bajadas y el dormitorio olía a chico adolescente, un desagradable tufillo a glándulas sebáceas y a sudor.

Lauren dejó la copa de vino medio vacía sobre la mesilla de noche y estiró la colcha. El escritorio estaba cubierto de libros que se sintió tentada de devolver a sus estanterías correspondientes, pero no quería despertar sospechas. Fritz no tenía por qué enterarse de que ella había estado inspeccionando el dormitorio durante su ausencia. En el aparato de vídeo vio una cinta con una etiqueta escrita a mano en la que ponía «Un día en la vida de…». Lauren sonrió para sí, porque tenía una idea bastante clara de lo que era. En marzo, por su cumpleaños, Hollis y ella le habían comprado a Fritz lo que él denominó un equipo de sonido «alucinante», además de un televisor y un reproductor de vídeo. Al parecer, el vídeo inspiró a los cuatro chicos —Fritz, Bayard, Austin y Troy— a grabar un documental. Se reunieron muchas veces, y a Lauren le divertía escuchar el contenido de sus negociaciones. Habían acordado media docena de ideas para después rechazarlas, aunque finalmente se decidieron por un tema del que no soltaban prenda. Lauren sintió curiosidad, pero reprimió su tendencia natural a investigar. Supuso que necesitarían un guion, y que uno de los otros tres se habría encargado de escribirlo. Seguro que no se trataba de Fritz, cuyas notas en inglés no pasaban del aprobado. Fuera cual fuera el tema escogido, se estaban tomando en serio el proyecto y el fin de semana anterior habían trabajado hasta bien entrada la madrugada.

Fritz le contó que Bayard había editado las tomas con la ayuda de algún programa informático que le permitía retocar la cinta. Llevaba dos días montándola y por fin se la había entregado la noche anterior. Troy vino a cenar y después se había encerrado con Fritz en su dormitorio, donde estuvieron riéndose como locos. Lauren intentó engatusarlos para que le permitieran ver la película, pero Fritz dijo que aún le faltaban algunos retoques.

Así que ese era el proyecto de los chicos en su estado actual. Lauren le echó una ojeada al vídeo y se fijó en que habían rebobinado la cinta. Habría dado cualquier cosa por ver un trocito, pero ¿se atrevería a hacerlo? Vaciló unos instantes y echó una ojeada a su reloj de pulsera: las cinco y veintidós. La madre de Troy había dejado a los chicos en la pista de tenis, y Lauren se había comprometido a recogerlos a las seis. El club de campo quedaba a menos de diez minutos de allí, por lo que disponía de media hora larga antes de salir. El mando a distancia se hallaba sobre el carrito. Lo cogió, encendió el aparato y empujó la cinta hasta el fondo. Le llevó un minuto averiguar cómo cambiar la fuente de entrada de la recepción por cable a vídeo. Pulsó la tecla de rebobinar y esperó mientras la máquina zumbaba hasta detenerse finalmente con un «clic». Lauren sabía que estaba fisgoneando, pero no pudo reprimirse.

Le dio a play, pendiente de la puerta por si Hollis llegaba temprano. A su marido no le parecía bien que curioseara las cosas de Fritz, pero Lauren detestaba la distancia que la pubertad había creado entre ellos. Aun así, comprendía que un niñito tuviera que separarse de su madre para convertirse en un hombre. Fritz necesitaba modelos masculinos. Si bien Lauren había estado muy unida a su hijo hasta el comienzo de la secundaria, ahora Fritz buscaba la compañía y los consejos de Hollis. A Lauren empezaba a fallarle la intuición, y nada de lo que dijera parecía tener ningún peso. Hollis era más estricto con su hijo, pero también le daba más libertad. Pensaba que su función como padres consistía en hacerse a un lado para que Fritz tomara sus propias decisiones. Hollis creía que Fritz sólo lograría aprender si se arriesgaba, cometía errores y cargaba con las consecuencias. Lauren, por otra parte, pensaba que su papel consistía en vigilar el proceso e intervenir si Fritz tomaba la senda equivocada. Si su hijo se adentraba en terrenos pantanosos, ambos tenían la responsabilidad de advertírselo antes de que las consecuencias de sus elecciones le estallaran en la cara. Aún era menor de edad, por lo que debían responder por él si sus decisiones resultaban ser desacertadas.

Lauren se sentó en la silla del escritorio sonriendo al pensar en la película de tres al cuarto que habrían grabado los chicos. En las primeras imágenes reconoció la sala de juegos que los Rademaker tenían en el sótano de su casa. La cámara fue recorriendo lentamente las escaleras, la mesa de billar y la barra de bar a la que estaban sentados Troy y Fritz charlando en bañador. Bebían cerveza, o lo que parecía cerveza, a juzgar por las muchas botellas alineadas a su derecha y a su izquierda. Por lo visto, habían estado bañándose en la piscina, porque Lauren se fijó en que a Fritz se le había rizado el pelo a causa de la humedad. Troy, un año mayor que Fritz, era un chico musculoso. Tenía el pecho pecoso y cubierto de un fino vello rojo, mientras que el pecho de Fritz era lampiño y estrecho. Troy y Fritz empezaron a hacer las típicas payasadas propias de borrachos. Estallaron en estridentes risotadas, creyéndose graciosísimos. La calidad del sonido era mala y no parecía haber un diálogo coherente. Lauren vio que Fritz liaba un porro, lo encendía y le daba una profunda calada antes de pasárselo a su amigo. ¿Realmente fumaban hierba en la película o se trataba de una escena representada por motivos «documentales»?

Las imágenes no dejaban de moverse. Se trataba de una técnica denominada «cámara en mano», empleada para simular que el contenido de la grabación era real. Puede que los chicos estuvieran grabando una película de terror. Aquel parecía ser el nivel de sutileza del proyecto. Lauren casi esperaba ver una momia o un zombi acercándose a la cámara con las piernas muy tiesas. A continuación la cámara se desplazó hacia la derecha y apareció una chica envuelta en una toalla de baño. Lauren no la reconoció. Si estudiaba en la Academia Climping, seguro que no era alumna ni de undécimo ni de duodécimo, porque Lauren conocía a todos los chicos de ambos cursos. La adolescente, que iba descalza, tenía el pelo empapado y aplastado contra la cabeza, como si acabara de salir de la piscina. Tomó una botella de cerveza y echó un trago mientras se cubría el pecho con la toalla. Parecía tan borracha y atontada como los chicos, lo que no dejó de incomodar a Lauren aunque los tres exageraran para llamar la atención. Fritz le sirvió un vaso de ginebra y la chica se bebió la mitad. Los dos chicos la animaban a desnudarse. Ella empezó a contonearse con cierta desgana, y cuando Troy intentó quitarle la toalla, la chica dio un paso atrás, sujetándola como si le fuese la vida en ello. Gritó: «¡Troy, apártate!», muerta de risa. A continuación tropezó y estuvo a punto de caerse, pero no pareció enfadarse por el forcejeo.

La película se interrumpió de repente y luego continuó otra vez. Ahora la chica estaba tumbada de espaldas en el sofá, desnuda y espatarrada. Se incorporó y se apoyó en los codos, quizá con intención de decir algo, pero parecía incapaz de expresarse de forma coherente. Se movía con torpeza y le costaba enfocar la mirada. Pese a su aspecto de niña, estaba muy desarrollada: tenía los pechos grandes y abundante vello púbico, una mata oscura que contrastaba con la blancura de su piel. Se echó a reír y lo intentó de nuevo, dirigiéndose a alguien situado en el otro extremo de la habitación.

—Oye, guapo, échame una mano. Necesito ayuda.

—¿Quién, yo?

Era una voz que Lauren había oído antes, pero no logró identificarla.

—Ven aquí y dame un beso.

La cámara giró torpemente hasta mostrar a Austin Brown en el centro del encuadre. A Lauren ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién estaría grabando la película. Austin hojeaba una revista sentado de lado en una butaca tapizada, con las piernas colgando sobre uno de los brazos. Llevaba su atuendo habitual, americana, camisa y corbata, prendas que desentonaban con los bañadores de los otros.

—¡Porfa, Austin!

Austin sonrió sin molestarse en mirarla.

—¿Que te bese, Iris? Ni hablar. Soy el director, no un actor secundario. Soy el que está al mando.

—El auteur —explicó el mayor de los dos chicos.

—Exacto. El cerebro —dijo Austin, mirando de reojo a Iris—. Además, parece que ya te diviertes tú sola.

—Aguafiestas. Qué muermo de tío —dijo Iris fuera de cámara.

La película dio un salto en el tiempo: tras unos segundos de cinta en blanco se reanudó la acción. La cámara volvió a centrarse en la chica, y cuando Fritz reapareció, ya no llevaba puesto el bañador. Se lo había quitado y ahora lo agitaba por encima de la cabeza como si fuera un estríper. Lanzó su Speedo fuera de cámara y Lauren oyó las carcajadas de Troy.

—Jo, tío, esto sí que mola. ¡Vamos allá!

La cámara mostró un plano panorámico. Lauren contuvo la respiración, horrorizada. El corazón le dio un vuelco y el cuerpo se le puso rígido.

—¡No, Dios mío! —exclamó. Se tapó la boca con la mano y las mejillas se le encendieron de la vergüenza.

Los dos chicos estaban desnudos y exhibían sendas erecciones. Al parecer, la chica, Iris, había perdido el conocimiento sobre la mesa de billar mientras los chicos se hacían los machitos, retándose el uno al otro. Troy fue el primero en llegar hasta Iris, agitando su pene erecto mientras Fritz se acercaba sigilosamente a ella y le acariciaba un pecho desnudo. Lo que vino después fue una agresión sexual en toda regla. Hacían todo lo que se les iba ocurriendo, mientras la chica yacía con actitud pasiva y sin ofrecer resistencia. Puede que estuviera actuando, pero Lauren lo dudaba. Los chicos la colocaron boca abajo, y ahora su trasero desnudo ocupaba buena parte de la pantalla. Lauren la observaba hipnotizada, haciendo muecas de disgusto mientras avanzaba la cinta. Sabía que debería apagar el aparato, pero aún tenía la esperanza de que todo aquello fuera una broma. Vulgar y de mal gusto, de acuerdo, pero si la chica se había prestado voluntariamente, la cosa cambiaría. Fritz apareció por la izquierda del encuadre con una lata abierta de manteca vegetal. La sostenía en alto, fingiendo retorcerse un bigote imaginario como si fuera el malo de un melodrama. Le mostró la lata a Troy, quien metió los dedos en la grasa blanca. En la escena siguiente, Troy estaba de espaldas a la cámara mientras penetraba rítmicamente a la chica sobre la mesa de billar.

Lauren se llevó la mano a la boca como queriendo reprimir un grito, y sacudió la cabeza horrorizada. Entretanto, Fritz cogió un taco de billar y lo introdujo en la lata, embadurnando el grueso mango de madera con la manteca mientras caminaba hacia la chica. El hecho de que Austin Brown observara la escena con aquella expresión tan fría y distante empeoraba aún más las cosas. Lauren le dio a stop y luego, con manos temblorosas, pulsó la tecla que expulsaba la cinta. El título de la etiqueta resultaba irónico en retrospectiva. Apagó el aparato y permaneció sentada unos instantes, tratando de serenarse. Aquellas imágenes le habían revuelto el estómago.

Repugnante. Todo era repugnante, unos actos tan repulsivos que era incapaz de asimilarlos. ¿Qué se suponía que debía hacer? Fritz y Troy habían violado a esa chica, habían abusado sexualmente de ella. Hollis se moriría si se enterara. Además de delictivo, el obsceno vídeo doméstico era totalmente depravado. Su primer impulso fue destruir la cinta —aplastarla, quemarla o enterrarla—, pero no se atrevió a hacerlo. Aquella cinta era la prueba de un delito, y si la destruía, Fritz y Troy podían negarlo todo. ¿Cómo iba a demostrar entonces lo que había visto?

Alguien llamó al timbre. Al oír el timbrazo, una descarga de adrenalina le recorrió el cuerpo. Puede que otra persona lo hubiera ido a recoger y Fritz no llevara encima las llaves. Lauren no quería decirle que había visto la cinta hasta que hablara con Hollis.

El timbre sonó por segunda vez.

—Un momento —dijo Lauren, aunque desde el porche delantero nadie podría oírla.

De repente, vislumbró un futuro lleno de incertidumbre. Hollis y ella se verían obligados a llamar a la policía, así como a la madre de Troy. Tendrían que proteger la identidad de Iris, pero Lauren ni siquiera estaba segura de si la chica había sido consciente de lo sucedido. ¿La habrían drogado? En cualquier caso, ¿qué vendría a continuación, un juicio penal o una demanda civil? ¿Condenarían a Fritz y quedarían ellos en la ruina? Lauren supuso que aquel desgraciado asunto tendría consecuencias durante años.

Oyó una voz procedente del recibidor.

—¿Hola? ¿Señora McCabe? Soy yo, Sloan.

—Mierda —musitó Lauren.

Sloan pertenecía al grupo de compañeros de Fritz que entraban y salían de la casa a voluntad. Al parecer, al comprobar que la puerta no estaba cerrada con llave Sloan había asomado la cabeza para llamar a Lauren.

—¡Salgo enseguida! —gritó Lauren.

Presa del pánico, Lauren se debatió rápidamente entre dos opciones: o bien coger la cinta o dejarla donde estaba. No se atrevió a actuar por su cuenta. No podía tomar una decisión tan trascendental sin hablarlo antes con Hollis; siempre habían afrontado así las cuestiones importantes. Ese terrible incidente tendría que hacerse público, pese al escándalo que pudiera causar o a las penas que conllevara. El hecho de que Hollis y ella sufrieran era irrelevante. Fritz podría sobrellevar cualquier castigo que le impusiera la ley. Ni ella ni Hollis lo protegerían de los insultos y las muestras de indignación que caerían sobre él cuando la cinta saliera a la luz. Se lo tenía bien merecido. ¿Y aquella pobre chica? ¿Volvería a ser la misma de antes?

Lauren dejó la cinta en el aparato. No tenía tiempo de rebobinarla, pero puede que Fritz no recordara haber visto una parte la noche anterior. Quería destrozar la carcasa de plástico, arrancar la cinta y cortarla a trocitos, cualquier cosa con tal de borrar su contenido. No haría nada hasta que Hollis llegara a casa y tuvieran la oportunidad de discutirlo. En el último momento se acordó de la copa de vino que había dejado sobre la mesilla de noche y la cogió.

Salió del dormitorio de Fritz, cerró la puerta y se dirigió apresuradamente a la entrada. Mientras recorría el pasillo, depositó la copa de vino en una consola sin detenerse apenas.

Tras entrar en la casa y anunciar su presencia, Sloan hizo gala de sus buenos modales y esperó a Lauren en el recibidor. Lauren vio el gran perro blanco de Sloan en el porche, asomando el hocico por la puerta abierta. Butch era un gran Pirineo, un guardaespaldas de más de sesenta kilos que Sloan llevaba con ella a todas partes. Sloan sabía que en casa de los McCabe no se permitía la entrada a los perros, y al parecer Butch también lo sabía, aunque no por ello dejó de gimotear con la esperanza de que alguien cediera.

—Sloan, cariño, lo siento —dijo Lauren—. No te había oído llamar. ¿Qué querías?

—¿Está Fritz en casa?

—No. Me pillas a punto de salir para ir a recogerlo al club. Troy y él tienen clase de tenis.

Lauren era consciente de que su voz sonaba alterada, pero Sloan no pareció darse cuenta.

—¿Puedo esperarlo aquí?

—Hoy no, guapa. No es un buen momento. Normalmente no habría problema, pero me ha surgido un imprevisto. Lo siento.

—No se preocupe, ya lo veré en el colegio.

—Le diré que has pasado por aquí.

—No hace falta, no es nada importante. Ya hablaré con él mañana.

Sloan no parecía dispuesta a irse.

—¿Alguna otra cosa?

—No, lo siento. No la entretengo más.

Lauren se acercó a la puerta y la sostuvo, avergonzada por tener que instar a la chica a irse. Sloan le dirigió una breve sonrisa y volvió al porche. Lauren cerró la puerta y apoyó la frente unos segundos contra el marco. La pesadilla acababa de comenzar y ya la invadía la desesperación.

Fue por las llaves del coche y se encaminó al garaje. Montó en el BMW, giró la llave en el contacto y salió dando marcha atrás. Después torció rápidamente para meterse en la calle y enderezó el volante mientras se dirigía hacia el club. Cuando estaba a media manzana de su casa, vio a Sloan tirando de la correa de Butch. Sloan la saludó con la mano, muy sonriente.

Lauren le devolvió el saludo sin demasiada convicción por el retrovisor, como si Sloan pudiera verla. Cuando Lauren dobló la esquina, Sloan dio media vuelta con paso resuelto y regresó a la casa de los McCabe.