16
Jueves, 21 de septiembre de 1989
El jueves por la mañana pasé por el despacho para recoger el correo y escuchar los mensajes del contestador, y no encontré nada digno de mención. Conecté la alarma, cerré con llave y me encaminé a la dirección de Bayard Montgomery en Horton Ravine que había encontrado en la guía telefónica. La niebla costera envolvía casi todo el barranco, pero en la zona elevada donde vivía Bayard brillaba el sol. Su casa, de estructura achatada y líneas puras, estaba construida en un estilo contemporáneo, con grandes ventanales y vigas verticales de secuoya envejecida. Habían sustituido el césped por una serie de plantas resistentes a la sequía, y ahora aquello recordaba más a Arizona que al típico paisaje californiano de palmeras y buganvillas. En esta parte del estado gozamos de un clima mediterráneo, pero las tierras bajas costeras en realidad son semiáridas, y cuando el agua escasea, la región se vuelve desértica.
Pese a que la cinta me había proporcionado imágenes muy gráficas de Fritz y Troy sin calzoncillos, nunca había visto una fotografía de Bayard, por lo que el aspecto del hombre que abrió la puerta me desconcertó. Supuse que, al igual que sus compañeros de clase, rondaría los veintitantos, pero Bayard parecía estar más cerca de los cuarenta. Tenía el pelo oscuro e iba descalzo y sin afeitar. Llevaba vaqueros y una camiseta blanca ajustada, con la palabra «factótum» estampada en la parte delantera en minúsculas negras. Supuse que factótum sería otro grupo malo de rock del que nunca había oído hablar.
Le di mi tarjeta y me presenté.
—Kinsey Millhone. Soy una investigadora privada de Santa Teresa. Disculpe si me presento sin haber llamado antes, pero confío en que me dedique unos minutos.
—Usted quiere ver a Bayard. La está esperando.
—¿Ah, sí?
—¿No viene por lo de la cinta?
—¿Cómo lo sabe?
—Digamos que me lo ha contado un pajarito. Bayard y Maisie están junto a la piscina. Sígame, por favor.
—De acuerdo.
—Me llamo Ellis, por cierto.
—Encantada de conocerlo.
Y yo que me creía muy discreta por no revelar para quién trabajaba ni por qué, cuando todos los involucrados en aquel asunto parecían saberlo. Intenté imaginar todas las llamadas telefónicas que se habrían cruzado desde el inicio de mi investigación. Puede que estos chicos no se hubieran dirigido la palabra en los últimos diez años, pero no cabía duda de que ahora tenían una comunicación fluida. Fritz se había puesto en contacto con Troy, y Troy con Bayard. No estaba segura de si habrían incluido a Iris y a Poppy en la ronda telefónica, pero parecía más que probable.
Mientras seguía a Ellis analicé lo que acababa de decirme. Al parecer, Fritz había alertado a Bayard de que sus padres habían contratado mis servicios. Si Fritz lo hubiera llamado antes del sábado simplemente para hablarle del chantaje, mi nombre no habría salido en la conversación. Aquello me evitó una explicación incómoda, pero el preaviso le habría dado tiempo a Bayard para decidir exactamente qué me contaría. Dado mi natural escéptico, desconfío de la capacidad de los demás para decir la verdad. Dios sabe lo mucho que me cuesta a mí.
Entretanto, me entretuve observando los detalles del interior de la casa, o al menos de la parte que alcancé a ver. Tenía suelos de microcemento pulido y muebles modernos, o sea, reducidos a formas geométricas básicas. Todos los tapizados parecían estar pensados para personas que llevaran bañadores mojados. El espacio era amplio, con techos altos y paredes blancas inundadas de luz natural. En medio del enorme salón, rodeada de sofás y sillones, había una mesa de café cuadrada hecha con madera de deriva. Sobre las distintas superficies reposaban algunos objetos artísticos: una vasija con pie en la que habían plantado plantas suculentas, una naranja perfecta colocada junto a un óleo de una naranja perfecta. Obviamente, todo esto era obra de algún diseñador de interiores pretencioso que disponía de un presupuesto ilimitado. Sabía que costaría un ojo de la cara porque los resultados eran muy discretos. Habría disfrutado criticando la decoración, pero la verdad es que me encantó.
Cruzamos la sala y atravesamos las cristaleras plegables que daban directamente al patio. La piscina parecía uno de esos chillones anillos de cóctel, un gigantesco rectángulo turquesa incrustado en el suelo de piedra. Bayard y Maisie estaban morenísimos. Se acababan de embadurnar de aceite bronceador y tomaban el sol en dos grandes hamacas de madera tapizadas en blanco. No parecía preocuparles dejar manchas de aceite en la tela. En la mesa fijada al suelo que había entre los dos, vi dos Bloody Mary coronados por sendas brochetas de acero inoxidable con pimientitos rojos y verdes insertados. Maisie se había puesto un bikini azul marino y un sombrero de ala ancha, con una cinta de cuadros azules y blancos alrededor de la copa. Bayard llevaba gafas de sol y un minúsculo bañador negro de la marca Speedo. El bulto delantero permitía adivinar que ahí era donde Bayard guardaba su porra de cuero.
—Esta es Kinsey Millhone, la detective privada —dijo Ellis.
Bayard se incorporó en la hamaca, se quitó las gafas de sol y se las colocó sobre la cabeza. Se extendió una toallita blanca sobre la nuca y usó los extremos para limpiarse el sudor de la cara. Tenía el pelo oscuro y grueso, con algunos mechones de punta que parecían ramitas rebeldes. En sus ojos color chocolate se adivinaba una chispa de sorna, como si estuviera a punto de echarse a reír.
—Encantado de conocerte —dijo Bayard tendiéndome la mano. Era delgado y musculoso, pero la hinchazón de sus facciones revelaba un estilo de vida lleno de excesos. Maisie no se movió de donde estaba. El ala del sombrero le cubría casi toda la cara.
Ellis no se apartó de Bayard por si este lo necesitaba.
—Has venido para hablar de la cinta —dijo Bayard.
—Sí, y también de Sloan Stevens. ¿Preferirías que lo habláramos en privado?
—Buena idea. ¿Por qué no pasamos a mi despacho?
Pensé que entraríamos en la casa, pero Bayard cogió su Bloody Mary y se dirigió a una mesa de cristal con un enorme parasol de color tostado. Me señaló una silla y tomé asiento, consciente de que Maisie y Ellis podían oírnos. Supuse que habrían hablado antes de mi llegada, porque los tres parecían conocer el propósito de mi visita.
Bayard se sentó frente a mí.
—¿Te apetece beber algo? Ellis prepara unos Bloody Marys diabólicos que te reconcilian con la humanidad.
Eran las nueve y media de la mañana.
—De momento no, gracias —respondí, como si en unos minutos pudiera tener ganas de atizarme un chupito con una graduación del ochenta y seis por ciento.
Ellis se despidió y se metió en la vivienda.
—Lo he confundido contigo —dije algo avergonzada—. ¿Es un amigo?
—Un empleado. Lleva cinco años a mi servicio. Mayordomo, ayuda de cámara, entrenador personal, cocinero experto y chófer.
—Menudo lujo. Me parece que no conozco a nadie que tenga chófer.
—Es una cuestión práctica, porque ni Maisie ni yo conducimos. Perdí el permiso después de que me pillaran conduciendo borracho tres veces, y a ella le caducó el suyo. Con lo que bebemos, le hacemos un favor a la gente poniéndolo a él al volante. No es que seamos alcohólicos ni mucho menos. ¿Sabes cómo lo sé? Porque los alcohólicos van a todas esas reuniones —dijo Bayard.
Se metió cuatro dedos en la boca y fingió mordérselos. El gesto tenía su gracia, aunque el chiste ya lo conocía.
—Esta es Maisie. Es una grosería por mi parte no habértela presentado antes. Quítate el sombrero, cariño, y muéstrale a la señorita Millhone lo guapa que eres.
Maisie se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa, honrándome con una mirada lánguida. No se levantó para saludarme, y eso me permitió estudiarla sin mostrar demasiado interés. Tenía una melena brillante de color negro azabache y los ojos de un azul límpido, bordeados de oscuras pestañas largas y espesas. Iba primorosamente maquillada, con la base de maquillaje perfecta para su tono de piel y una sutil sombra de ojos muy favorecedora. Dada la perfección de su cutis, el efecto resultaba impactante. Era alta y esbelta, y tenía un estómago que de tan plano parecía cóncavo. Supuse que su impresionante delantera sería auténtica, sin mejoras quirúrgicas. Algunas mujeres lo tienen todo. Parecía mayor que él, pero la diferencia de edad no era tan grande para que le asignaran el papel de madre en una película. ¿Una novia, quizás? Su pose relajada indicaba que no había venido a beber algo y hacer unas brazadas matutinas en la piscina, sino que vivía allí. Maisie volvió a ponerse el sombrero sobre la cara y retomó la ardua tarea de mantener su bronceado.
Bayard se inclinó hacia mí y me susurró con tono teatral:
—Es mi malvada madrastra, la viuda de Tigg. Como mi padre no le dejó casi nada al morirse, yo intento compensarla. No ha trabajado en su vida. Tiene mucho estilo, pero de eso no se vive hoy en día.
Los efluvios del bourbon del día anterior emanaban de su piel como loción para después del afeitado.
—¿Y qué hay de ti? —pregunté—. ¿Trabajas en algo?
Ya conocía la respuesta, pero me intrigaba saber cómo respondería.
Bayard sonrió.
—¿Crees que podría permitirme todo esto si tuviera un empleo? ¿De qué iba a trabajar? Ni siquiera tengo un título universitario. Le pago más a Ellis de lo que gana cualquier abogado. ¿Te gusta la casa?
—Es increíble.
—La he diseñado yo. Tardaron tres años en construirla, y llevamos cinco viviendo aquí. Tigg tenía una casa muy cutre en Colgate, una vivienda al estilo de las haciendas de los años cincuenta en una urbanización con parcelas de algo más de mil metros cuadrados. Estaba muy ocupado demostrando lo humilde y sencillo que era por el hecho de seguir viviendo en la primera casa que había comprado. Vendí esa pocilga en menos de un mes.
—¿A qué se dedicaba tu padre?
—A las inversiones. Era un genio de las finanzas, e hizo muy ricos a unos cuantos habitantes de esta ciudad.
—Es una suerte que se muriera cuando se murió —lo interrumpió Maisie—. En realidad era un chanchullero que no acabó en la cárcel de milagro.
—No fue así exactamente, pero sí que tuve que cumplir algunas promesas en su nombre —observó Bayard.
—Tengo entendido que tu padre murió durante el juicio.
—Es cierto, pero no antes de negociar un acuerdo sobre el asunto del prematuro fallecimiento de Sloan. Me concedieron inmunidad a cambio de testificar. Respondí a todas las preguntas que me hicieron lo más sinceramente que pude. Pobre Fritz.
—¿Por qué «pobre Fritz»?
—Porque estaba prendado de Austin, y Austin fue el que le tendió la trampa. Aquella noche en la cabaña… Supongo que tienes una idea de lo que pasó.
—Más o menos —respondí.
—Austin sugirió que echáramos a suertes a quién le tocaría llevar la pistola. Fritz escogió la paja más corta, así que el honor le correspondió a él. Austin no nos enseñó la última pajita. Que era la suya, por supuesto. Sospecho que las dos últimas pajitas eran cortas, así que Austin ya había decidido que le tocaría a Fritz.
—Caramba.
—Fíjate en la situación: Fritz tenía quince años entonces, así que Austin supuso que lo juzgarían como menor, que es lo que era. No tenía antecedentes, y se trataba de un primer delito. No es que matar a alguien sea un asunto menor, ni mucho menos, pero Austin pensó que Fritz se libraría de lo peor. Y podría haberse librado si se hubiera comportado de otra forma.
—¿Me estás diciendo que Austin sabía de antemano que Fritz acabaría matando a Sloan?
—Te estoy diciendo que Austin sabía que de todos los que podíamos haber usado esa pistola, Fritz era el que tenía menos experiencia, y el que dispararía de forma más descontrolada —contestó Bayard—. En cualquier caso, mejor Fritz que él. Cuando Fritz se vino abajo y confesó, Austin desapareció. Al final, ironía de ironías, Troy fue juzgado como adulto y condenado a cinco años, de los que cumplió la mitad. Fritz acabó en el Correccional de Menores de California hasta los veinticinco, es decir, ocho años. Imagínate su consternación.
—Bayard, la detective ha venido para hablar de Sloan —volvió a interrumpir Maisie con tono irritado—. Deja de enturbiarlo todo.
—¡Enturbiarlo! No sabía que tuvieras tanto vocabulario —replicó Bayard con admiración fingida.
—¿Quieres que te lo defina? Oscurecer, confundir, ensombrecer. Lo haces constantemente. Alguien te pregunta algo que no te gusta, y tú te vas por las ramas.
—Gracias, Maisie, pero nadie te ha dado vela en este entierro —dijo Bayard sin alzar la voz.
—Lo siento, señor.
Debo admitir que agradecí la intervención de Maisie, porque me permitió retomar el hilo de la conversación.
—Tengo entendido que Sloan y tú erais buenos amigos.
—Yo fui el único que la defendió cuando todos le hacían el vacío.
Bayard se acabó el Bloody Mary y depositó el vaso sobre la mesa de cristal con un golpe seco.
—Me han dicho que aquello fue idea de Austin. ¿Por qué lo aguantabas? Seguro que sabías la clase de persona que era.
Bayard esbozó una sonrisa amarga.
—La verdad es que todos estábamos un poco enamorados de él. Austin era un mal bicho, además de impredecible. Los demás éramos muy inseguros, y nadie sabía cómo manejarlo. Si te sonreía, te sentías especial y la vida te parecía maravillosa. Mientras gozaras de su aceptación, te creías importante. Si se volvía contra ti, te desesperabas y habrías hecho cualquier cosa para volver a congraciarte con él. Ahora lo veo, pero entonces no era capaz de verlo.
—¿Todo el mundo sabía que Fritz estaba colado por él?
—Desde luego. Por eso se esforzaba tanto en impresionar a Austin. Ese asunto de la pistola es un buen ejemplo de lo que digo. Fritz la sacó del cajón y empezó a agitarla. Nos acojonamos muchísimo, porque había bebido. A saber de lo que era capaz de hacer. Stringer, Patti y Betsy se fueron más o menos entonces. Era una situación imprevisible. Austin se pasó el día entero insultando a Fritz y tratándolo a patadas, mientras que Fritz se las daba de gallito intentando demostrarle a Austin que era un tío guay. Más tarde, Austin le dio la pistola y le enseñó cómo quitarle el seguro. Fritz iba pavoneándose por ahí porque de pronto era el preferido de Austin. Austin le tendió una trampa. Sabía exactamente lo que pasaría. ¿Has visto alguna fotografía suya?
—La cámara lo enfoca un momento en la película.
—No sé si pudiste apreciarlo bien. Hay algo en él que intimida, una especie de desprecio innato por los demás. Austin es un tío guapo, altivo y muy seguro de sí mismo. Se comportaba como un aristócrata, y todos le rendíamos tributo. Sloan y él tuvieron una relación muy breve, pero Austin cortó con ella.
Maisie se revolvió en la hamaca y a continuación se incorporó. Agarró el vaso, se calzó las sandalias y cruzó el patio sin decir palabra. Sus suelas de cuero resonaron contra el suelo. Había algo gélido en su lenguaje corporal.
—¿Se ha enfadado?
—No te preocupes. Es una chica muy temperamental.
No pude evitar seguirla con la mirada, hasta que entró en la casa y desapareció. Las fricciones soterradas me ponen de los nervios. Esta pareja se peleaba delante de los demás sin alzar la voz ni dejar de sonreír. Se lanzaban insultos disfrazados de chanzas, en los que las palabras volaban de un lado a otro como si fueran bolas de algodón. Volví a centrar la atención en Bayard.
—¿Por qué quería Austin que Sloan sufriera? Si ya la había rechazado, ¿no era castigo suficiente?
—No en su opinión. Le importa mucho su imagen pública, y se cuida de que nada empañe su fachada. Además, era enormemente competitivo. Nadie podía interponerse en su camino.
—Me he fijado en que vas pasando continuamente del presente al pretérito. ¿Tú crees que está vivo o que está muerto?
—Vivo. Aún andará por ahí, a menos que a ti te hayan llegado otras noticias. La muerte acaba desenmascarando a todo el mundo, ¿no te parece? Si Austin sigue vivo, podría ser cualquiera y encontrarse en cualquier parte. Pero si está muerto, lo identificarán nada más comprobar sus huellas dactilares.
—¿Sus huellas constan en algún sitio?
—Supongo que sí. Si solicitó un permiso de conducir, tendrán la huella de su pulgar, ¿no?
—¿Por qué suponía Sloan una amenaza tan grande para él?
—Si Austin vuelve a aparecer, se lo preguntaré.
—Me desconcierta la dinámica subyacente entre los dos. ¿Tú entendías lo que pasaba?
—Sabía que se habían peleado, pero desconocía qué intenciones tenía Austin, si es que las tenía.
Ellis apareció con otro Bloody Mary. Bayard le dio brevemente las gracias y el mayordomo se retiró en silencio.
—¿No sospechaste nada? —pregunté—. ¿No tenías ni idea de qué podía pasar después de aquella ruptura?
Bayard se encogió de hombros.
—Austin dijo que no teníamos que seguir haciéndole el vacío a Sloan. Al parecer, todo se había arreglado. Si aún le guardaba rencor, no lo demostró. Incluso se empeñó en invitarla a la fiesta. Si estaba enfadado, ¿por qué iba a invitarla?
—Quizá planeaba atraerla hasta allí para poder matarla —sugerí.
—¿Y por qué querría matarla?
—Eso es lo que acabo de preguntarte.
Bayard reflexionó unos instantes.
—Supongo que el plan, si es que lo tenía, se le ocurrió de improviso. No creo que quisiera su muerte. Quería su sumisión. Como Sloan le había plantado cara, Austin pensó que asustándola la obligaría a ceder.
—¿Y eso explica la fosa que había cavado antes?
Bayard me miró fijamente.
—Me había olvidado de eso.
—La fosa no salió a la luz hasta que encontraron el cuerpo de Sloan —expliqué—. Ahí es donde Austin la enterró. O debería decir «la enterrasteis», ya que todos participasteis.
—Es cierto. Hasta entonces, por lo que yo sé, no había pasado nada siniestro. Era verano, se habían acabado las clases y nos estábamos divirtiendo. Los porros y el alcohol aniquilaron cualquier presentimiento que pudiera haber tenido.
—Al menos tú no le quitas importancia a tu participación en aquella tragedia —admití.
—Ojalá pudiera apuntarme el mérito de ser franco, pero no soy tan inocente.
—Háblame de la cinta. ¿De qué iba?
—Básicamente era una broma. Una gansada. Nos partíamos el culo mientras la grabábamos. Pero dadas las exigencias del extorsionista, supongo que podríamos decir que la broma nos estalló en la cara, para desgracia de Fritz.
—Fritz dice que tú montaste la cinta. ¿Qué pasó con las tomas eliminadas?
—No tengo ni idea. Siempre he creído que Austin se las llevó cuando se fue.
—Tengo entendido que tu padre te ha dejado en una posición económica muy buena.
—Buenísima. Soy asquerosamente rico.
—Me pregunto por qué no te ha enviado el extorsionista una nota similar.
—No tendría sentido, yo no aparezco en la grabación. Si ese pobre imbécil viniera a por mí, descubriría que soy intocable.
—¿Cómo se enteró Sloan de lo de la cinta si ella no salía en la película?
—Se lo dije yo.
—¿Tú?
—Sí. Le sugerí que la robara para presionar a Austin.
—¿En serio?
Me estaba costando encajar aquellas revelaciones en la trama. Bayard no intentaba justificarse y se mostraba impasible, lo que me llevó a preguntarme cuáles serían sus motivos. No tenía claro si actuaba movido por la culpabilidad, las ansias de racionalizar lo sucedido o cualquier otra consideración.
—A Sloan no le gustó la idea, pero la convencí —explicó Bayard.
—En retrospectiva, ¿cómo te enfrentas ahora a lo que pasó?
—¿Me estás preguntando si me avergüenzo de mi papel en aquel asunto? Claro que me avergüenzo, pero es algo con lo que tengo que vivir. Ojalá hubiera salido todo de otra forma, pero no es el caso.
Esperé sin interrumpirlo. Decidí que podría averiguar más detalles si le dejaba hablar libremente. Bayard permaneció en silencio unos instantes.
—Hay algo que no le he contado nunca a nadie. Después de la muerte de Sloan, le pregunté a su madre si podía quedarme con su perro. Es un animal increíble y cuidarlo me habría reconfortado, pero ella rechazó mi oferta. Supongo que todos seguimos buscando maneras de aferrarnos a Sloan. Poppy está escribiendo un guion sobre el asesinato, y Troy expía su culpa haciendo buenas obras.
—¿A qué te refieres?
—Cuando salió de la cárcel, recaudó dinero para establecer una beca en nombre de Sloan.
—Una causa muy noble.
—Típico de Troy. Nunca hace alarde de nada —afirmó Bayard—. Se supone que no debemos alardear de nuestros logros, lo cual les quita todo el aliciente.
—¿Y qué hay de Iris? ¿Cómo ha conseguido aferrarse a Sloan?
—Muy sencillo: está prometida a Joey Seay.
—¿El hermanastro de Sloan?
—El mismo. ¿Soy el primero en mencionártelo?
—Iris me dijo que se iba a casar, pero no con quién.
Percibí una chispa maliciosa en su mirada. Estaba claro que Bayard disfrutaba de lo lindo a costa de Iris.
—Me pregunto a qué estará jugando —dijo—. Si te paras a pensarlo, Iris es responsable de todo lo que pasó. Como robó el examen, Troy y Poppy copiaron. Como copiaron, alguien los delató. Como Austin culpó a Sloan de la delación, los demás le hicieron el vacío y ella acabó usando la cinta para amenazar a Austin. Y como Austin quiso vengarse, Sloan murió. Causa y efecto. Igual que el fruto del árbol envenenado.
—Visto así, la madre de Sloan no estará muy contenta de tener a Iris en su familia.
—Eso tendrías que preguntárselo a ella. Puede que no haya llegado a la misma conclusión que yo. Supongo que todos vemos lo que queremos ver.
—Pero ¿cómo se conocieron? Me refiero a Iris y Joey. Parece muy enrevesado.
—En absoluto. Se conocieron en el instituto de Santa Teresa, que es donde acabó Iris cuando la expulsaron de Climp. Después de la muerte de Sloan, sus dos hermanastros decidieron irse a vivir con su padre. Joey iba al mismo curso que Iris. Y su hermano, Justin, dos cursos por debajo.
Bayard desvió la mirada hacia la puerta, donde esperaba Ellis.
—Tienes una llamada.
Bayard apartó la silla y se levantó.
—Lo siento. Puedes quedarte si te apetece.
—No, ya me voy. Te agradezco que me hayas atendido. Puede que vuelva a retomar esta conversación cuando tenga la oportunidad de asimilar todos los datos.
—Ven cuando quieras.
Ellis me acompañó a la puerta y volví al coche.
Tras deslizarme en el asiento del conductor, dediqué unos minutos a hacer unas cuantas anotaciones en mis fichas. Al volverme para contemplar la casa, vi a Maisie de pie junto a una ventana, con esos ojazos tan azules clavados en los míos. Le aguanté la mirada un tanto perpleja, hasta que Maisie interrumpió por fin el contacto visual. ¿A qué venía aquello? Me metí las fichas en el bolso, arranqué y di marcha atrás. Cuando miré de nuevo hacia la ventana, Maisie había desaparecido.