27

Lunes, 2 de octubre de 1989

La semana posterior al incendio fue muy tranquila, y di por sentado que mi vida había vuelto a la normalidad. Como Lauren McCabe me había despedido, ya no tenía que preocuparme por Fritz ni por el chantaje. Debería haber imaginado que aquello no era más que la calma que precedía a la tempestad. Durante aquel agradable paréntesis, no pude evitar repasar toda la secuencia de acontecimientos: el descubrimiento de que Ned acampaba bajo mi despacho, el enfrentamiento que tuve con él y los tiros que le disparé mientras él rociaba de gasolina el bungaló con la intención de prenderle fuego. Tras escuchar mi mensaje cortado, Henry llamó de inmediato a los bomberos y a la policía. No tuve tiempo de decirle dónde me encontraba, pero Henry supuso que si no estaba en casa, estaría en el despacho, así que allí fue adonde envió al Séptimo de Caballería para que acudiera a rescatarme. Cuando llegaron las tropas, yo ya había apagado el fuego con el extintor que guardaba bajo el fregadero de la cocina. Hacía años que lo tenía, y fue muy gratificante poder comprobar su eficacia. Funcionó a las mil maravillas, por supuesto. Una inspección superficial de la estructura del bungaló reveló que las tres balas habían astillado la madera, por lo que esperaba que ahora estuvieran incrustadas en el muslo de Ned Lowe. Con un poco de suerte, él habría salido peor parado que yo. La gasolina no llegó a empapar el revestimiento de estuco del bungaló, y, de todos modos, Ned no había vertido la suficiente para causar daños graves. Aun así, dediqué los cuatro días siguientes a tratar con la compañía de seguros de mi casero. El perito no conseguía entender qué habría provocado toda aquella serie de contratiempos.

El Departamento envió a los agentes de la policía científica, quienes se pusieron a recoger pruebas enseguida: las botas de excursionismo de Ned, su saco de dormir y el armazón de su mochila, que sin duda estarían impregnados con su ADN. No sólo tenía varias órdenes de detención pendientes por múltiples acusaciones de asesinato, sino que también lo buscaban por robo de vehículos, incendio provocado, allanamiento de morada, conducta criminal y maltrato animal. Ed no había sufrido ningún daño, pero estaba traumatizado por lo sucedido y tardó una semana en salir de la casa de Henry.

Pese a que el fuego no se había propagado, mi despacho olía a humo, a madera chamuscada y al agua con que los bomberos habían regado el bungaló para apagar cualquier rescoldo del incendio inicial.

Mi paranoia estaba alcanzando cotas insospechadas. Pasaba veinte minutos cada día gateando por el suelo de mi despacho en busca de dispositivos de escucha. Ya que el sistema de alarma le había impedido entrar en el bungaló, Ned habría tenido que recurrir a los micrófonos de contacto y a las grabadoras activadas por voz. Hice una búsqueda rápida de equipos de espionaje instalados por encima del nivel de la cintura, pero no encontré nada. Como de costumbre, mecanografié un informe del incidente con la teoría de que podría surgirme la necesidad de investigar de nuevo el asunto. Me calmó saber que no se había producido ningún daño importante. Ed estaba a salvo. Yo estaba a salvo. Por una vez, más que un motivo de preocupación, estar en el paro suponía un profundo alivio. Me senté en la silla giratoria y me dediqué a pensar en cosas agradables. Cuando oí que alguien llamaba a la puerta, tuve la tentación de no abrir. Tras echar un vistazo rápido a mi agenda vi que estábamos a lunes 2 de octubre, y que no esperaba a nadie. Habría ignorado a mi visita fingiendo no estar en el despacho, pero cualquiera que se plantara frente al bungaló me vería sentada al escritorio a través de la ventana.

Era Lauren McCabe.

Fui hasta la puerta, desactivé las alarmas perimetrales, abrí y la hice entrar. Si notó el olor a quemado que aún impregnaba el bungaló, no dijo nada al respecto. Entonces me di cuenta de lo absorta que estaba en sus problemas. No sé por qué me sorprendió tanto. Supuse que habría venido para discutir acerca del dinero que les había devuelto, así que, como muestra de indulgencia, estaba dispuesta a meter de nuevo los dos mil quinientos dólares en mi cuenta. Volví a la silla giratoria. Ella se sentó en uno de los dos asientos para los clientes que tengo al otro lado del escritorio y depositó su bolso de cuero en el de al lado.

No tenía buen aspecto, pese a ir arreglada como correspondía a una mujer de su posición social. Llevaba una casaca blanca con un grueso cinturón plateado, pantalones de lana gris y zapatos planos de charol negro que le hacían los pies enormes. Puede que a las mujeres altas les queden mejor los zapatos de tacón. Tenía el cutis lleno de manchas y el pintalabios se le había borrado casi por completo, dejándole un extraño reborde rojo vivo alrededor de la boca. El corte a lo garçon aún le enmarcaba perfectamente la cara, pero sus canas habían perdido brillo.

—Supongo que habrás recibido mi nota —dije. Me pareció muy considerado por mi parte introducir el tema de mi despido, ahorrándole así el mal trago de que tener que sacarlo ella.

Me miró con expresión ausente.

—¿Qué nota?

—La nota que te envié, junto a un cheque para devolverte el adelanto de dos mil quinientos dólares que me habías pagado.

—Llevo días sin mirar el correo. He estado demasiado preocupada por Fritz.

—Ah —dije.

Aquello supuso un revés. A decir verdad, una vez recuperada de la afrenta me alegró librarme de un caso que me había parecido sospechoso desde el principio. La única razón de que no me hubiera horrorizado ver a Lauren en la puerta de mi despacho fue que sabía que ya no ejercía ningún poder sobre mí.

Lauren frunció el ceño, perpleja.

—¿Y por qué has devuelto el anticipo?

—Porque tú me despediste. En la nota te confirmaba la ruptura de nuestra relación profesional a partir del veintitrés de septiembre.

Lauren se sonrojó y, pese a que hablaba con tono calmado, percibí un dejo de terquedad en sus palabras.

—Creo que me entendiste mal. Puede que no compartiera algunos de los pasos que habías dado, pero no hay necesidad de devolver el anticipo mientras la investigación siga en marcha.

—Ya no está en marcha, esa es la cuestión. De hecho, yo también te despedí a ti.

—Fue una decisión precipitada y completamente innecesaria. Creo que al menos podrías haber tenido la cortesía de hablarlo conmigo antes de dar un paso tan radical.

Finalmente caí en la cuenta de que Lauren había venido por otro motivo.

—Estás disgustada por otro motivo.

—Fritz se ha ido.

—¿Desde cuándo?

—No estoy segura. No nos hemos dado cuenta de su ausencia hasta hace un rato, y por pura casualidad.

—¿Qué casualidad?

—Yo tenía cinco cheques sobre el escritorio, endosados y listos para ser ingresados. Sé que estaban allí el jueves por la tarde, porque hice algunas llamadas y recuerdo haberlos visto. Esta mañana habían desaparecido. Se lo he preguntado a Hollis, pero él no tenía ni idea de dónde estaban. De hecho, Hollis pensaba que yo había ido al banco, y yo creía que había ido él.

—¿Te refieres al jueves pasado, el veintiocho?

Lauren asintió con la cabeza.

—¿Cuándo viste a Fritz por última vez?

—A eso iba. Ha pasado varios fines de semana con sus amigos. Desde que salió del correccional se irrita mucho cada vez que le pregunto adónde va o dónde ha estado, así que procuro no hacerlo. Cuando me di cuenta de que no había dormido en casa las tres últimas noches, no presté mucha atención. Esta mañana he ido al banco y he hablado con uno de los empleados. Parece que Fritz se presentó con un comprobante de ingreso, metió setenta y ocho mil dólares en nuestra cuenta de ahorro y sacó veinticinco mil en efectivo.

—¿Y el banco permite algo así?

—El nuestro sí. Los cinco cheques ascendían a ciento tres mil dólares en total, así que el hecho de que sacara una parte en efectivo no les pareció raro.

—¿Y si los cheques no hubieran tenido fondos?

—No habría pasado nada. Tenemos más de quinientos mil dólares en esa cuenta.

—¡Caray! —exclamé—. ¿Qué interés os dan por una cantidad así? ¿El uno por ciento?

—A Hollis le gusta tener liquidez.

Medio millón en activos líquidos me pareció una barbaridad, pero no quise interrumpirla para discutirle esa locura porque no venía a cuento.

Entretanto, Lauren continuaba hablando.

—Normalmente, el banco habría bloqueado el dinero unos días, pero la cajera sabía que los veinticinco mil estaban cubiertos porque lo comprobó. Hace veinte años que somos clientes, y nunca hemos tenido ningún problema. La cajera me conoce, conoce a Hollis y conoce a Fritz. No le pareció que hubiese nada irregular.

—¿No hacía falta una firma para que le dieran a Fritz los veinticinco mil en efectivo?

—Mi firma ya constaba en el comprobante de ingreso. Fritz la falsificó.

—Pues debió de falsificarla muy bien.

Lauren se puso algo tensa, pero pasó por alto mi comentario.

—¿Cuándo hizo Fritz el ingreso? —pregunté.

—El viernes por la mañana. Pidió que le dieran el dinero en billetes de veinte y de cien.

—¿Recuerdas haberlo visto después?

Lauren negó con la cabeza.

—Ni Hollis ni yo lo hemos visto.

—¿Y qué hay de su ropa, o de sus artículos personales? ¿Los metió en una bolsa?

—Guardamos las maletas en un trastero de la planta baja, pero no he tenido ocasión de comprobarlo. Su armario siempre está hasta los topes, así que no hay forma de saber si se llevó algo o no. La cajera del banco recuerda que Fritz llevaba una mochila. Quizá roja, o negra. No estaba segura.

—Bueno, no iría muy desencaminada. ¿Fritz tiene el permiso de conducir californiano en regla?

—No le ha dado tiempo de solicitarlo. El suyo caducó mientras estaba en la cárcel.

—¿Dispone de algún vehículo? ¿Cuántos tenéis vosotros?

—Tenemos dos, están en el garaje subterráneo. Fritz debe de haberse ido a pie.

—A menos que alguien lo recogiera.

—Cierto.

Estaba a punto de mencionar dos posibilidades obvias: o bien Fritz había ideado el chantaje y finalmente se había apropiado del dinero, o el extorsionista le había dado instrucciones sobre cómo entregar el rescate y Fritz había conseguido esa cantidad y se la había entregado al chantajista, pensando que así pondría fin a la extorsión.

—¿Tienes alguna teoría? —pregunté.

—Sé que estaba desesperado. Hollis y yo tendríamos que haberlo apoyado más, ahora me doy cuenta.

En mi opinión, el «apoyo» de sus padres era lo que lo había metido en problemas, pero no creí que Lauren quisiera oír mis reflexiones.

—¿Se te ocurre adónde puede haber ido?

Lauren negó con la cabeza.

—¿No tiene parientes cercanos?

—No en esta zona, y de todos modos ninguno lo acogería sin decírnoslo primero a nosotros.

—¿Y qué hay de sus amigos? Has dicho que Fritz ha pasado varios fines de semana con sus amigos. ¿Se ha puesto en contacto con ellos?

—No sé quiénes son. Fritz nunca los menciona por su nombre.

—¿No os dejó ningún número de contacto por si necesitabais llamarlo?

—Sé que sonará ridículo, pero nos sentimos tan aliviados al saber que aún tenía amigos que no le preguntamos nada.

—¿Tu hijo tiene una libreta de direcciones?

—Encontré una de antes de que lo metieran en el correccional. La mayoría de los nombres y de los teléfonos no son actuales.

—¿A cuántos llamaste?

—A cinco o seis. Los taché, por si quieres echarles un vistazo.

Lauren tomó el bolso de la silla que tenía al lado y lo abrió. Rebuscó en el interior y sacó una libreta de direcciones con la imagen de la portada de un disco de Led Zeppelin en la tapa. La imagen en blanco y negro mostraba una nave rígida en forma de puro, con el extremo posterior en llamas.

—Los números que marqué estaban desconectados o se los habían reasignado a otros usuarios —explicó Lauren mientras me alcanzaba la libreta de direcciones por encima del escritorio.

Fritz había apuntado nombres y números de forma descuidada, con borrones y tachaduras que los volvían casi ilegibles. Tras hojear rápidamente la libreta, el único nombre que reconocí fue el de Iris Lehmann, pero supuse que ya no tendría el mismo número. Dejé la libreta de direcciones sobre el escritorio.

—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Denunciarás la desaparición de tu hijo a la policía?

—No creo que haya desaparecido. Simplemente, se ha ido. Esperaba que tú pudieras localizarlo.

—Pero yo ya no trabajo para ti.

—Pensaba que ya lo habíamos aclarado. Me entendiste mal.

—No voy a discutir contigo, pero no podrías haber sido más clara. Me dijiste que estaba despedida y lo acepté.

—Bueno, pues entonces supongo que te debo una disculpa.

—No estaría de más —dije. Esperé, pensando que se disculparía, pero Lauren parecía creer que con mencionarlo era más que suficiente. Me puse la mano detrás de la oreja para indicar que esperaba una respuesta.

—Espero que seas consciente del aprieto en el que me vas a poner si te niegas a ayudarme —dijo—. Dadas las circunstancias, no puedo contratar a nadie más sin revelarle antes el asunto del extorsionista.

—Pues entonces será mejor que confíes en que Fritz vuelva a casa por su cuenta.

Parecía nerviosa.

—¿Es todo lo que tienes que decir?

—¿Y qué esperabas?

—Pensaba que estarías dispuesta a ayudarnos.

—Y yo pensaba que tú te disculparías, así que supongo que ninguna de las dos ha conseguido lo que quería. ¿Te gustaría intentarlo de nuevo?

Lauren se aclaró la garganta.

—Lamento que lo hayas entendido mal.

—No puedes lamentar mi comportamiento ni mi estado mental. Sólo puedes lamentar los tuyos.

Lauren permaneció en silencio unos instantes, como si intentara traducir el concepto a su lengua materna, que al parecer no era el inglés.

—Siento haberme entrometido. No lo volveré a hacer. Te agradecería que aceptaras ayudarnos.

—Primero, veamos si realmente tenéis un problema. Si Fritz ha pasado varios fines de semana con sus amigos, esa podría ser la explicación más sencilla. Llámame mañana a primera hora si aún no ha aparecido.

—¿Y el dinero que falta?

—Cada cosa a su debido tiempo.

No me apetecía mucho que me pegaran una paliza en mi clase de defensa personal para mujeres, pero me obligué a ir de todos modos. Es muy fácil acabar saltándote las clases. Si me perdía una, ya podía despedirme del resto. A las tres y media pasé rápidamente por casa, donde me puse el chándal y cogí la bolsa de deporte. A las cuatro ya estaba sentada con las piernas cruzadas sobre una de las esterillas junto a mis compañeras de clase, escuchando los comentarios introductorios de nuestra instructora.

En relación con el tema de las armas que pueden usarse en defensa propia, nos dijo que en la mayoría de los estados es legal llevar un aerosol de gas lacrimógeno siempre que no pese más de setenta gramos.

—Es importante recordar que los delincuentes no hacen ni caso a esas normas —dijo—. De hecho, cuesta imaginar que un violador vaya a quejarse a la policía si no habéis cumplido la ley.

El comentario provocó algunas risas. A continuación nos recordó que deberíamos reconocer y eludir las situaciones peligrosas. Entre otros consejos, nos pidió evitar las zonas oscuras y desiertas, caminar en compañía de otros, aparcar cerca de las farolas y exhibir confianza y decisión. Estas perlas de sabiduría ya me las habían inculcado antes. Todas obedecían al sentido común, pero me parece increíble cómo solemos pasar por alto lo más obvio. Lo malo es que resulta casi imposible vivir en un estado permanente de alerta. La subida sostenida de la tensión sanguínea por sí sola nos llevaría a la tumba antes de tiempo. Entonces, ¿qué se suponía que debíamos asimilar? Teníamos que ser conscientes de los peligros que corren únicamente las mujeres: las violaciones y agresiones físicas a manos tanto de desconocidos como de conocidos. La mayoría de las violaciones las perpetran hombres a los que conocemos, lo que debería llevarnos a reflexionar antes de salir con cualquiera. Me consideré sensata por haber limitado mi vida sentimental a polis y otros ilustres representantes de la ley a los que al menos podía recitar el código penal pertinente.

Como habíamos pagado una fortuna por las clases, nos regalaron un llavero del que colgaban una pequeña linterna y un silbato para que pudiéramos pedir ayuda si nos agredía algún maleante. El silbato era minúsculo y emitía un pitido agudo en un rango de frecuencias que sólo oirían los perros, pero era mejor que dar por sentado que gritaríamos pidiendo ayuda. Al principio de la clase practicamos los gritos en un ejercicio ideado para detectar si alguien se nos aproximaba por la espalda. Una de nosotras empezaba a andar y el falso agresor se le acercaba por detrás, acortando distancias con sigilo. Nada más percatarte de la aparición de tu posible agresor, se suponía que debías darte la vuelta de repente y gritar con todas tus fuerzas. Yo lo hice bastante bien, pero la mayoría sólo consiguió soltar un gritito ridículo. Una mujer dijo que le preocupaba herir los sentimientos del hombre en cuestión si ella había malinterpretado sus intenciones.

Pasamos el resto de la clase practicando toda una serie de ejercicios —como patadas y puñetazos simulados—, concebidos para poner a prueba y fortalecer los músculos que tanto habíamos ejercitado. Al igual que la semana anterior, no tardé en acabar derrengada y cubierta en sudor. Durante los últimos treinta minutos, luchamos con varios contrincantes contratados para que nos acostumbráramos a responder con rapidez al atacar y ser atacadas. Al final de la clase me di una ducha bien caliente, sintiéndome llena de energía y eufórica por el esfuerzo. Sabía que, al cabo de media hora, se me agarrotaría tanto el cuerpo que no sería capaz ni de levantar los brazos. Volví a casa con la esperanza de tener algún ibuprofeno a mano.

Al llegar a mi barrio, encontré uno de esos milagrosos espacios para aparcar que tan pocas veces aparecen en mi camino. Sólo estaba a cuatro puertas de mi casa cuando cerré el coche y subí a la acera. Oí los chirridos de la verja y, al levantar la mirada, vi a Pearl en su silla de ruedas intentando pasar por la abertura con una rueda trabada en la valla. Le daba golpes con una de las muletas, como si la valla la hubiera atacado y ella tuviera que defenderse. Nunca la había visto tan enfadada. Cuando consiguió liberarse, vino a toda velocidad hacia mí por el camino de acceso. Movía los brazos tan deprisa que la silla de ruedas se inclinó ligeramente al topar con una grieta provocada por la raíz de un árbol. Pensé que volcaría y que se quedaría ahí tirada con las ruedas rodando en el aire, pero en vez de volcar casi me arrolla.

—¡Eh! —exclamé—. ¡No tan deprisa! ¿Qué te pasa?

—Estoy cabreada, eso es lo que me pasa. ¿No has visto nunca una pataleta? Pues ahora ya sabes cómo son.

—¿Qué te ha cabreado tanto?

—No es qué, sino quién.

—Pues entonces, ¿quién te ha cabreado tanto?

—Henry, ¿quién si no? Y no es que esté enfadada, ¡estoy furiosa!

—¿Por qué?

—Porque la he fastidiado. Ojalá no me hubiera animado a hacer pasteles, porque no consigo que me queden bien. No sé ni por qué me he molestado en intentarlo.

—No entiendo qué ha pasado.

—Te lo voy a decir. Preparé un pastel y lo metí en el horno tal y como ponía en la receta. Pero todo el centro se hundió, y cuando lo corté, era como una baba pastosa.

—¿No se supone que tienes que tocar el centro del pastel y ver si rebota antes de sacarlo del horno?

—¿Y ahora encima me vas a criticar?

—Lo siento. ¿Qué te ha dicho Henry?

—Me ha dicho que el termostato del horno funcionaba mal, pero eso es una trola que me ha soltado para que no me disgustara. Y que llamará a la compañía del gas, aunque sé que lo decía para quedar bien.

—Henry no haría eso. Si el termostato del horno funciona mal, a él le habría pasado lo mismo que a ti, o sea que claro que tendrá que llamar a la compañía. Y aunque hubieras cometido un error, ¿qué más da? ¿Es que nunca te equivocas?

—No, nunca. ¿Y quieres saber por qué? Porque no soporto sentirme así. Me ha pasado un montón de veces, y jode de mala manera. Recuerdo que en primaria no sabía hacer sumas en la pizarra y escribía con montones de faltas de ortografía. Tenía ocho años, no me he sentido tan humillada en mi vida. Le conté a mi madre lo mal que lo pasaba, ¿y quieres saber qué me contestó ella? Me dijo: «Pearl, no tendrías que verlo así. No eres muy lista, así que no deberías esperar tanto de ti misma. Haz lo que puedas con lo que Dios te ha dado, que en tu caso no es tanto como para preocuparte».

Me eché a reír sin poder evitarlo.

—¡Será posible! Tu madre era tonta. No te pasa nada en absoluto. No te gusta hacer las cosas mal, ni a mí tampoco. ¿Quién quiere sentirse estúpido, incompetente o inepto?

—Pero tú sabes hacer un montón de cosas.

—No es verdad. Sé hacer unas cuantas cosas bastante bien. Todo lo demás intento evitarlo. De vez en cuando aprendo algo nuevo por casualidad, pero ahí se acaban mis logros.

—Dime una cosa nueva que hayas aprendido.

—He aprendido a ponerle gasolina al coche yo sola.

—Eso es ridículo. ¿No sabías ponerle gasolina al coche?

—¿Y ahora eres tú la que me critica a mí?

—Bueno —dijo Pearl a regañadientes. Y luego no pareció ocurrírsele nada más—. Me voy al bar de Rosie. Me dijo que podía ayudar en la cocina pelando patatas, y que me pagaría. El salario minino, pero no puedo quejarme.

—¿Quieres decir el salario mínimo?

—Eso es lo que he dicho. El salario minino.

—Mira qué bien. Un empleo remunerado.

La puerta trasera de Henry estaba abierta y Killer dormía en su esterilla, lo que me obligó a saltar por encima de él para llamar a la puerta mosquitera. Ahora ya sabía que Killer era un buenazo, pero es mejor no asustar a un animal de ese tamaño cuando está sumido en un sueño perruno. La otra norma es no molestar a un perro cuando quiere comer. Eso los puede volver muy gruñones. Henry estaba sentado en su mecedora, bebiendo un Black Jack con hielo mientras leía el periódico. Cuando me oyó llamar, gritó: «Está abierta», cosa que interpreté como permiso para entrar.

Parecía tan contento como sorprendido de verme. Dejó a un lado el periódico para poder levantarse y darme un abrazo muy digno que no implicara un gran contacto corporal. Henry tiene ochenta y nueve años y yo treinta y nueve, pero no nos permitirnos muchas confianzas.

—Anna ha pasado antes y me ha confesado que es ella la que está en estado de buena esperanza, así que te debo una disculpa.

—No me la debes, pero te la acepto de todos modos. ¡Menuda escenita! Me dejó estupefacta.

—Ya me lo imagino. La conducta de la tal señora Robb me pareció sumamente indecorosa. Y ahora todos están metidos en un lío de espanto —explicó ruborizado—. Disculpa mis modales. Debería haberte ofrecido una copa de Chardonnay.

—Gracias, me apetece mucho. También un par de ibuprofenos, si los tienes a mano. A mí se me han acabado. Vengo de una clase de defensa personal y espero no tener agujetas.

Henry volvió a su mecedora y dobló el periódico. No tardó en traerme una copa de buen vino blanco y una caja de antiinflamatorios, lo cual propició una larga conversación sobre Ned Lowe y mi consternación al descubrir que había estado viviendo en el semisótano de mi despacho justo debajo de mis pies. Esto le recordó a Henry que quería enseñarme los nuevos paneles de alarma, iguales a los que yo había instalado en mi oficina.

—¿Dónde está Lucky? —pregunté—. No lo he visto en el jardín.

—Ha ido a Harbor House a apuntarse para que le asignen una cama. Perdió la que tenía cuando lo echaron por culpa de su alcoholismo, y eso hizo que lo enviaran al final de la cola. No sé cuánto se tarda en llegar al principio de la lista de espera, pero Lucky hace lo que puede —explicó Henry—. Supongo que no te has encontrado con Pearl al entrar por la verja.

—La verdad es que sí. Deduzco que ha metido la pata al hacer un pastel y se ha cogido un buen berrinche.

—Esa mujer tiene un genio de mil demonios. He intentado explicárselo, pero me ha dicho que la trataba con condescendencia y me he callado —dijo Henry—. En cualquier caso, ahora la que me preocupa más es tu prima Anna. ¿Qué piensa hacer?

—Estaba a punto de preguntarte si te había dicho algo.

—Me ha preguntado qué haría yo en su lugar, pero me he negado a meterme donde no me llaman. No es una decisión que deba tomar precipitadamente, pero, por lo que dice, se le está acabando el tiempo. ¿Conociste a sus hermanos en Bakersfield?

Asentí con la cabeza.

—Ethan y Ellen. Los dos están casados y tienen tres hijos cada uno. A Anna le horrorizan sus vidas.

—¿Tú piensas lo mismo?

—En absoluto. Vi a Ethan con sus hijos y me pareció un buen padre: los controla, pero también les da libertad. Por desgracia, su carrera musical no ha despegado a pesar de que tiene mucho talento. Le resulta imposible compaginar familia y trabajo. Estoy segura de que muchos lo logran, pero Ethan no se encuentra entre ellos. No sé cómo lo lleva Ellen. La cuestión es que, según Anna, tener hijos es una trampa mortal.

—Me parece una lástima que no tenga una amiga que pueda servirle de ejemplo. Un modelo positivo podría hacerle cambiar de opinión.

Henry preparó la cena: ensalada verde y tortillas de queso con hierbas frescas. No era consciente de lo mucho que lo había echado de menos hasta que volvimos a charlar de nuestras cosas. A las nueve ya estaba en casa. Antes de hacer nada, saqué mi kit para limpiar armas y me senté frente a la encimera de la cocina. Cuando me aseguré de que la pistola funcionaba bien y estaba impoluta, la envolví en un trapo limpio y la guardé bajo llave en el baúl situado al pie de mi cama. Al deslizarme entre las sábanas me dolían todos los músculos del cuerpo, pero tenía el corazón en paz.