9
Dejé a los McCabe y volví a casa. Cuando doblé la esquina para meterme en mi calle, descubrí que aparcar sería más difícil que de costumbre porque uno de mis vecinos celebraba una fiesta. Vi una casa con las luces encendidas y varios coches aparcados en el camino de acceso, donde normalmente sólo cabían tres. No quedaba ni un sitio libre en toda la calle. Tuve que dar la vuelta a la manzana dos veces, y finalmente no me quedó más remedio que meter el Honda en un espacio semilegal cerca de la esquina de Albanil con Cabana Boulevard. Mientras cerraba el coche me fijé en un peatón solitario: un hombre envuelto en un impermeable negro que volvió la cara hacia el otro lado cuando cruzó la calle un poco más adelante. Llevaba las manos metidas en los bolsillos, y al caminar rompía la quietud de la noche. Algo en su postura y en la forma de su cabeza me recordó a Ned Lowe. Aminoré el paso y dirigí la mirada hacia las sombras, con el cerebro momentáneamente desconectado del cuerpo. Había visto a Ned en muy pocas ocasiones —puede que tres o cuatro—, lo que significaba que mi capacidad para reconocerlo en la oscuridad era bastante limitada. Bajo la tenue luz de la farola el parecido podría haber sido una ilusión óptica, pero el intento de allanamiento en mi despacho ya me había provocado cierta inquietud. Empecé a salivar igual que uno de los perros de Pávlov al oír el sonido de la campana, y me vi trasladada al pasado como si me arrastraran con el cayado de un pastor.
Sentí su peso, la presión de su rodilla en mitad de la espalda. Me encontraba de nuevo boca abajo, tendida sobre la moqueta de mi despacho. Incapaz de darme la vuelta, incapaz de moverme o de zafarme de él. Sentí cómo me tapaba la boca con la mano, cómo me pellizcaba la nariz para impedirme respirar. Los pulmones me ardían por la falta de oxígeno. Percibí el olor de su loción para después del afeitado: almizcle y pachulí, como en la sala de espera de una pitonisa; la pelusa rasposa de su mejilla sin afeitar, su piel algo grasienta. Recordé cómo resoplaba mientras me impedía respirar. Ned era un hombre de mediana edad que parecía cansado, y su aspecto me hizo suponer que sería incompetente. Grave error el mío, dado lo cerca que había estado de matarme.
Sacudí la cabeza. El pánico desapareció tan pronto como me había invadido, y mi intelecto retomó el control. Si Ned había vuelto, ¿por qué iba a arriesgarse a aparecer en mi barrio a menos que estuviera explorando el terreno? ¿Y qué diantres querría?
Corrí hasta mi casa con la oscuridad a mis espaldas, impelida hacia delante por el miedo. Al abrir la verja, vi el resplandor de la luz del baño que había dejado encendida para cuando volviera, pero aquel ambiente acogedor no me proporcionaría demasiado consuelo si Ned había estado allí, intentando forzar la cerradura. Rodeé la esquina del estudio. Henry había apagado la luz del porche y el jardín trasero estaba envuelto en la penumbra. Permanecí inmóvil unos instantes mientras los ojos se me acostumbraban a la oscuridad. Gracias a la luz de las farolas pude distinguir una pequeña montaña gris: era la tienda de Pearl, plantada en medio del suelo de tierra. El gato Ed cruzó delicadamente el jardín como si fuera un espectro y luego desapareció entre los arbustos. Henry tendría que encontrar la manera de impedir que se le escapara el minino. Pearl y Lucky estaban sentados en las hamacas de madera, pero sólo alcancé a ver sus formas fantasmagóricas y las brasas de sus cigarrillos, brillando como puntos rojos en la negrura.
—Hola, Lucky. ¿Encontraste a tu perro?
—Sí, pero Henry dijo que deberíamos llevarlo al veterinario por si tiene lombrices. Como le falta alguna vacuna, el veterinario ha dicho que se lo quedará hasta mañana.
—Me alegro de que lo hayas recuperado.
—Yo también. Es el mejor amigo del hombre y todo eso.
—Hablando de amigos, el tuyo acaba de irse —dijo Pearl despreocupadamente.
—¿Qué amigo?
—Un tío que te estaba buscando. No hará más de cinco minutos. Me sorprende que no te hayas topado con él.
—Creo que lo he visto, y no es amigo mío. Es un asesino de mujeres.
Pearl se echó a reír, pero captó el tono de mi voz y su sonrisa se desvaneció.
—¿Es el cabrón que mató a esas chicas?
—Ned Lowe —respondí.
—¿Por qué te busca?
—Espera añadirme a su lista.
—Vaya, lo siento, nena. Qué putada. No tenía ni idea. Parecía un tío normal y corriente. No era tu tipo, pero ¿qué voy a saber yo? ¿Tú qué piensas, Lucky? ¿Te ha parecido amenazador?
—Me ha parecido escurridizo. Puede que estuviera oscuro, pero he visto enseguida que no era un tío normal.
—¿Ah, sí? —preguntó Pearl—. ¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—Porque me lo he olido.
—Pues ojalá me lo hubieras dicho. Y yo charla que te charla con él, la mar de simpática.
—Eres demasiado confiada, Pearl —observó Lucky—. Te lo he dicho otras veces. ¿Y si te hubiera atacado?
—A mí no puede estrangularme, tengo el cuello tan grueso que ni siquiera podría rodeármelo con las manos. Si vuelve a aparecer por aquí, lo noquearé de un puñetazo —afirmó Pearl—. ¿En qué dirección iba?
—Ha girado a la izquierda por Cabana.
—¿Sabes qué? Mañana les diré a mis colegas que tengan los ojos bien abiertos. Puede que ese tío se aloje en uno de los moteles baratos que están cerca de las vías del tren, o que duerma en la playa. Incluso podría esconderse en ese campamento de vagabundos que usaban los boggarts antes de que los echaran de allí.
Los boggarts eran una banda de matones despiadados que se apostaban junto a los carriles de salida de la autopista para mendigar.
—Ese tipo es un mal bicho —dije—. Si lo ves, llama a la policía. No te enfrentes a él.
—No me metería con un tipo así, pero seguro que lo encontramos. No te preocupes. Si está por aquí, daremos con él.
Entré en mi estudio, donde comprobé que todos los cerrojos estuvieran corridos. Después subí las escaleras de dos en dos y saqué mi pistola H&K P7 del baúl cerrado con llave que tengo a los pies de la cama. Aunque había hecho ejercicios de tiro para mejorar mi puntería, no pensé que tendría que protegerme, así que había puesto la pistola a buen recaudo. Comprobé la carga y saqué la pistolera y el arnés, me los coloqué y protegí la semiautomática bajo la axila. Me puse un cortavientos sobre el jersey de cuello alto y me miré al espejo. ¿Cuál era mi plan? Ya me veía acarreando la pistola bajo la teta izquierda cada día. Me imaginé en el súper, alargando el brazo para coger un cartón de leche sin poder evitar que asomara la culata de la pistola. Si la guardaba bajo llave en la guantera del coche, me sería tan difícil acceder a ella como si la tuviera metida en el baúl a los pies de la cama. Lo mismo podía decirse de mi escritorio en el despacho. Si no estaba dispuesta a llevarla encima, ¿de qué iba a servirme? Me hice con la linterna, que era lo bastante recia para usarla como arma en caso de apuro, y a continuación me dirigí a paso ligero hacia el restaurante de Rosie.
Pese a la happy hour, la taberna estaba casi vacía. Los lunes y los martes por la noche solía haber menos clientela. La cosa se animaba los miércoles, y al llegar el fin de semana, el local se llenaba a reventar. Rosie estaba sentada frente a la barra leyendo el Dispatch, un periódico local cuya escasa información provenía principalmente de las agencias de noticias. La interrogué para asegurarme de que mi «amigo» no hubiera pasado por allí antes preguntando por mí. Rosie conocía todos los detalles de mi encuentro con Ned Lowe y me aseguró que estaría en guardia.
Jonah acababa de levantarse de la mesa a la que estaba sentada Anna Dace, y vi cómo se ponía la chaqueta con la intención de irse a casa.
Crucé el local y me acerqué a él.
—Ned Lowe ha vuelto —dije sin más preámbulos.
Jonah se detuvo mientras se ponía bien el cuello de la chaqueta.
—¿Cuándo?
—No estoy segura. Ayer por la tarde se disparó la alarma de mi despacho, parece que alguien intentó entrar después de romper la ventana de la cocina. La empresa de seguridad llamó a la policía, y el agente que acudió al despacho encontró la piedra que habían lanzado. Hace unos minutos he visto a un hombre vestido con un impermeable que doblaba la esquina en Albanil y se metía por Cabana. No puedo jurar que fuera él, pero es muy probable. Acababa de pasar por mi estudio para preguntar por mí. Afortunadamente, Pearl y un amigo suyo estaban allí. Pearl acampa en el jardín trasero de Henry, y por una vez me alegro de tener compañía.
—Déjame hablar con el jefe de turno y ya te llamaré. Podría reforzar las patrullas de esa zona. ¿Estás bien?
—Sí, pero no dormiré tranquila hasta que lo encontréis.
—No tendría que ser muy difícil si está por tu barrio. Ya me encargaré de que emitan una orden de búsqueda, y puede que consigamos localizarlo —dijo Jonah—. ¿Quieres que te acompañe a casa?
—Necesito sentarme un rato para serenarme.
—Lo entiendo. Cuídate. Te llamaré en cuanto me entere de algo.
—Te lo agradezco.
—Oye, casi se me olvida preguntártelo. ¿Cómo te fue la reunión?
Lo miré perpleja.
—¿Qué reunión?
—Con Lauren McCabe.
Por un momento no supe qué decir. De ninguna manera podía hablarle de la cinta, ni del chantaje.
—Bien, me fue bien. Conocí a Hollis y a Fritz —añadí, como si fuera un dato relevante.
—¿Te va a contratar?
—Aún lo estamos hablando —respondí. Si me hacía una pregunta directa sobre la clase de trabajo que era, tendría que echar balones fuera o mentir, algo que prefiero no hacer con los amigos. Jonah entendería que quisiera proteger a mi cliente, pero pensé que cuanto menos dijera, mejor—. ¿Cómo están Courtney y Ashley? No las he visto últimamente.
—Camilla no quiere que vengan. Dice que esto es un antro de mala muerte, y que no tienen nada que hacer aquí.
—Pues, por lo que he visto, ella parece estar muy a gusto cuando viene.
—Es una mujer adulta, y ellas unas chicas muy impresionables.
—Venga ya. Una visita de vez en cuando no les hará ningún daño. Ya sabes que Rosie siempre está muy pendiente de ellas.
—Eso mismo le dije a Camilla. Sospecho que acabará cediendo, pero de momento es mejor que no vengan mucho por aquí. Yo tendría que hacer lo mismo —dijo Jonah—. Me alegro de volver a verte.
—Y yo de verte a ti.
Jonah saludó a Rosie con la mano al salir. Anna permaneció sentada con un gin-tonic en la mano, sin levantar la vista del Cosmopolitan que estaba leyendo.
Rosie apareció a mi espalda con una copa de vino blanco peleón que ni siquiera le había pedido.
—Eres un encanto —dije.
—Guardo un bate de béisbol detrás de la barra. Si viene ese tío, le romperé la crisma.
Me levanté y le di un abrazo, lo que nos sorprendió a las dos.
—Gracias, lo digo en serio. Dale en las rodillas primero —añadí en voz baja.
Cuando Rosie se fue, volví mi atención hacia Anna.
—¿Te importa si me siento contigo?
—En absoluto. ¿A qué ha venido eso?
Me senté a su mesa.
—Parece que Ned Lowe ha vuelto —respondí, y luego repetí la historia de la ventana rota de mi despacho y la aparición del hombre del impermeable. Sentí cierto alivio al contarlo, como si la repetición restara gravedad a los dos incidentes—. Pearl me ha dicho que un «amigo» ha pasado por allí preguntando por mí poco antes de que yo volviera a casa esta noche.
—Vaya, mal asunto.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te va? Pareces deprimida.
—¿Quién, yo? En absoluto. No es a mí a quien acosan.
—Jonah me ha dicho que hará correr la voz entre sus compañeros, pero no creo que sirva de mucho.
Me tomé media copa de vino como si fuera agua, y además tuvo el mismo efecto. No me extraña que la gente se meta en problemas por culpa de la bebida.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Anna.
—Ojalá lo supiera. Aumentaré las medidas de seguridad, aunque todavía no he decidido si debería llevar la pistola siempre encima. Solía llevarla en la zona lumbar, pero ese es el punto preferido de Ned. Puede que compre aerosol de pimienta, que es bastante eficaz siempre que no te lo dirijas a la cara.
Anna se estremeció.
—Tendríamos que volver a casa juntas.
—Me parece bien. ¿Estás lista?
—Sí, si tú también lo estás.
Apuré la copa de vino y esperé a que Anna recogiera el jersey y el bolso.
—¿Te lo apuntan en tu cuenta? —pregunté señalando su vaso.
—Está pagado.
Recorrimos la media manzana hasta mi casa siguiendo el haz de luz de mi linterna. Cuando llegamos al camino de acceso de Henry, me detuve un momento y observé a Anna cubrir la corta distancia que había hasta la casa de Moza. Subió las escaleras del porche y, después de entrar en la casa, encendió y apagó la luz de fuera dos veces para indicarme que estaba bien. Atravesé la verja chirriante y doblé la esquina hasta llegar a mi puerta, consciente de cada sombra y del crujido de las hojas movidas por el viento. No vi ni a Lucky ni a Pearl, por lo que supuse que dormirían dentro de la tienda. Me sentía más segura sabiendo que esos dos estaban ahí, como perros guardianes.
Entré en mi estudio y cerré con llave. Antes de subir al altillo por la escalera de caracol, encendí las luces de fuera. Esperaba que el resplandor no penetrara en la tienda y despertara a sus ocupantes, pero si eso sucedía tendrían que aguantarse. Me pareció sensato iluminar el exterior del estudio. Por segunda vez en una hora, comprobé los cerrojos de puertas y ventanas. Aún conservaba la alarma para puertas que Robert Dietz me había proporcionado años atrás, cuando tuve el dudoso honor de ser uno de los cinco nombres en la lista de víctimas de Tyrone Patty. Coloqué la alarma portátil sobre el tirador, donde emitiría un estruendo ensordecedor si alguien trataba de forzar la puerta. También hice un reconocimiento rápido del estudio para asegurarme de que Ned Lowe no hubiera entrado a hurtadillas, se hubiera aplanado como una araña y se hubiera deslizado bajo mi sofá cama. No me pareció que pudiera ocultarse en un espacio de diez centímetros de alto, pero eché un vistazo de todos modos.
Cuando ya estaba en la cama con la luz apagada, consideré la situación. Ned era de esa clase de hombres que disfrutan persiguiendo a sus víctimas. Querría asegurarse de tenerme atemorizada, porque mi desazón contribuiría a aumentar su felicidad. Yo no era una de esas mujeres de actitud desafiante empeñadas en impedir a toda costa que un hombre perturbe su tranquilidad. ¿Qué tranquilidad? Incluso la posibilidad de verlo a media manzana de distancia bastaba para mantenerme despierta por la noche. Con tal de pensar en otra cosa, recordé mi encuentro con Fritz McCabe. Había algo en aquella conversación que no me cuadraba, pero no se me ocurrió qué podría ser. Cuando quise darme cuenta, dormía como una bendita. Y entonces el despertador empezó a sonar.
Fui al trabajo por otro camino. Ned Lowe sabía dónde estaba mi despacho y tenía la dirección de mi casa, pero no me gustaba pensar en la posibilidad de que me siguiera. Mientras aparcaba en el camino de acceso del despacho, dediqué unos minutos a hacer un reconocimiento visual. Luego salí del coche, lo cerré con llave y recorrí el corto trecho hasta la puerta. Cuando tecleé el código, la luz de la alarma pasó de rojo a verde, lo que consideré una prueba de que nadie había entrado en mi despacho. Dejé las puertas de delante y de atrás cerradas con llave, y las alarmas perimetrales conectadas. Si Ned Lowe forzaba la cerradura esperando pillarme desprevenida, yo dispondría de unos cuantos segundos de advertencia.
Cuando me senté al escritorio me vino a la cabeza la pregunta que llevaba tiempo rondándome el subconsciente, en un intento de captar mi atención. Me quité el cortavientos, descolgué el teléfono y llamé a Lauren McCabe, que contestó al cabo de dos timbrazos.
—Hola, Lauren. Soy Kinsey. ¿Tienes un minuto?
—Sí, claro. Hollis se acaba de ir al trabajo y Fritz aún está durmiendo. ¿En qué puedo ayudarte?
—Le he estado dando vueltas a un par de cosas que se mencionaron en la conversación de anoche.
—¿Qué cosas?
—Me preguntaba por qué no habíais tenido noticias del extorsionista. Lo más lógico es que ya se hubiera vuelto a poner en contacto con vosotros. Dijo que os dejaría un mensaje con instrucciones.
—Yo también me lo he preguntado. Cada vez que suena el teléfono me temo lo peor, y pasa lo mismo cuando llega el correo. He pensado que a lo mejor nos estaba dando tiempo para reunir el dinero.
—Poco probable, pero sería muy considerado por su parte.
—¿Tú qué opinas?
—Creo que se trata de alguien muy poco profesional. Ni siquiera estoy segura de que ese tipo tenga un plan. Cuanto más tarde en actuar, más tiempo os estará dando para llamar a la policía o al FBI.
—Por otra parte, este es el momento más arriesgado en cualquier chantaje, ¿no te parece? —observó Lauren—. Cuando nos diga dónde dejar el dinero, el chantajista tendrá que jugar su baza. Seguro que sabe que podríamos llamar a la policía para que estén al acecho.
—Es cierto, pero todo esto me parece muy raro. Me refiero a que, de momento, no existe ninguna garantía de que no haya una docena de copias más. El extorsionista no puede pretender que paguéis hasta que os haya aclarado ese punto.
—No sé cómo responder a eso. Hollis da por sentado que el extorsionista nos especificará las condiciones cuando nos explique cómo pagar los veinticinco mil pavos.
—Lo que nos lleva al siguiente punto. Fritz dijo un par de veces que veinticinco mil no eran nada para vosotros. No te estoy preguntando sobre vuestra situación económica, pero imagino que tendréis bastante dinero.
—Supongo que sí. No somos ricos, pero nos va bien. Más que bien —se corrigió.
—Y cualquiera que os conozca lo sabe, ¿no?
—Sin duda. No somos ostentosos, pero tampoco ocultamos el hecho de que vivimos bien.
—Entonces, ¿por qué no os pidió el extorsionista cien mil dólares, o medio millón incluso? Esa cantidad también podríais conseguirla, ¿no?
—Dios santo, no nos desees algo así.
—En absoluto. Me preguntaba acerca de su marco de referencia. Puede que para él veinticinco mil dólares sea mucho dinero.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que hace bastantes años se cometió un secuestro en Santa Teresa. Yo investigué el caso mucho tiempo después, pero me llamó la atención que pidieran tan poco dinero. Después resultó que los secuestradores eran dos adolescentes que creían que quince mil dólares eran una fortuna —expliqué—. La otra posibilidad es que vuestro extorsionista tenga un objetivo específico en mente, y que sólo necesite esos veinticinco mil.
—¿Para qué los necesitaría?
—Quizá para independizarse.
Se produjo un tenso silencio.
—¿No insinuarás que Fritz está detrás de todo esto?
—Eso explicaría por qué insiste tanto en que paguéis.
—No nos haría algo así. Es absurdo.
—Puede que no te guste esa posibilidad, pero no es tan absurda como crees —repuse—. No recibisteis la cinta con la nota hasta que él volvió a casa.
—Pura coincidencia.
—No estaría tan segura. Doy por sentado que su salida de la cárcel es lo que provocó el chantaje. ¿Tú no lo ves así también?
—Eso no significa que el chantajista sea él.
—¿Y si ha tenido la cinta desde que lo internaron en el correccional de menores?
—Eso no es posible. Se enfadó muchísimo cuando descubrió que la cinta había desaparecido. Estoy segura de que no fingía. Además, vendimos la casa y nos mudamos mientras Fritz estaba en el correccional. Tuvimos que empaquetar todas sus cosas. Si hubiera tenido la cinta, la habríamos encontrado.
—A menos que se la hubiera confiado a algún amigo suyo. Podría tener un cómplice que ahora le estuviera ayudando a coordinarlo todo.
—En ese caso, ¿por qué acusaría a Sloan de habérsela robado?
—Para desviar la atención.
Me di cuenta de que Lauren empezaba a impacientarse.
—Nos dijo que Sloan usó la cinta para amenazar a Austin, lo que significa que es mucho más probable que ella se la entregara a alguien para que se la guardara. No creo que se la hubiera entregado a Iris, pero a Poppy quizá sí. De hecho, podría habérsela dado a cualquiera. La cuestión es que no te pago para que involucres a mi hijo en esto.
—Lo único que digo es que no creo que debamos descartar nada por ahora.
—Pues yo sí que lo descarto, así que pasemos a otra cosa.
—¿Qué sugieres? —pregunté, intentando no sonar muy brusca.
—El paso más obvio sería localizar a Troy y a Bayard, y preguntarles si corroboran lo que ha dicho Fritz sobre las escenas cortadas. Si hubo cortes y la cinta era un engaño, a mi entender ninguno de los dos corre peligro.
—En teoría es así, pero sin la cinta original, ¿quién va a creerlos?
—No nos adelantemos a los acontecimientos —contestó Lauren con irritación—. Si Troy confirma lo que nos ha dicho Fritz, puedes centrarte en el asunto de las tomas descartadas e intentar localizarlas. Ahora mismo sólo tenemos su palabra. También deberías ponerte en contacto con Poppy por si sabe lo que hizo Sloan con la cinta.
—De acuerdo —acepté. Le hice una mueca al teléfono para demostrar que no pensaba pasar por el aro sin una protesta.
Después de colgar saqué la lista de nombres que había apuntado después de mi primer encuentro con Lauren. Seguía pensando que mis sospechas sobre Fritz estaban justificadas, aunque su madre no lo viera así. Pero yo era su empleada, y ella tenía todo el derecho a llevar la voz cantante. Al menos le había sugerido la idea, y si Fritz estaba involucrado en el chantaje, quizás acabaría delatándose.
Ya conocía a Iris, pero aún me faltaba conocer a Poppy, Troy y Bayard. También tendría que visitar a la madre de Sloan para averiguar lo que sabía. No me apetecía nada hablar con la madre de la chica muerta, por lo que no tardé en autoconvencerme de que sería mejor empezar por lo más fácil. Saqué la guía telefónica del cajón de abajo de mi escritorio y busqué sus números. Poppy no figuraba en el listín. Puede que se hubiera casado, o que se hubiera marchado de la ciudad en los últimos años. Sin embargo, sí encontré a un doctor Sherman y una Loretta Earl con domicilio en Eden Way, una calle de Horton Ravine. La dirección y el teléfono de la consulta del doctor Sherman aparecían a continuación, y también los copié. Al parecer, el doctor Sherman era cardiólogo. Bayard Montgomery y Troy Rademaker sí que figuraban en la guía, así que anoté sus direcciones y teléfonos respectivos. Luego hice una llamada rápida a Ruthie para que me diera el nombre del taller mecánico en el que trabajaba Troy Rademaker. Así empezaría con cierta ventaja.
Pertrechada con toda la información, me puse el cortavientos y cogí el bolso. A continuación conecté la alarma, cerré el despacho con llave y me dirigí al coche. Antes de arrancar, guardé la pistola en el maletero y lo cerré con llave. No quería alarmar a quienquiera que aceptara hablar conmigo. Saqué el callejero de la guantera y dediqué un par de minutos a buscar Eden Way. Un cuarto de hora después ya atravesaba la verja de hierro forjado, que estaba abierta en la entrada de la propiedad. El camino de acceso adoquinado bordeaba un tramo de césped inclinado que se extendía hacia la izquierda y acababa en un aparcamiento circular. La casa era de piedra gris y estilo Tudor, con sus listones a la vista y sus ventanas con parteluz. ¿Cuántas viviendas así tendríamos en la ciudad? Por todas partes se veían casas de estilo Tudor. Casi esperaba ver salir de ellas a Ana Bolena. Un jardinero montado en un cortacésped había creado un cuidado sendero en la hierba de un verde brillante.
Aparqué al final del camino de acceso y caminé hasta la puerta. Llamé al timbre y me volví para admirar los inmensos robles esparcidos por todo el jardín. Me percaté de que ya no se oía el ruido del cortacésped y vi que el jardinero venía hacia mí, secándose el sudor de la cara con un pañuelo.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Llevaba vaqueros, una camiseta y una gorra de béisbol que se quitó al dirigirse a mí, revelando una calva rodeada de una franja de pelo gris.
—¿Viven aquí los señores Earl?
—Sí. Soy el doctor Earl.
Me tendió la mano y se la estreché.
—Encantada de conocerlo. Me llamo Kinsey Millhone. Pensaba que usted trabajaba aquí, así que disculpe.
—No pasa nada —dijo el hombre. Tendría cincuenta y muchos y no era corpulento, pero supuse que habría aumentado de peso a lo largo de los años y aún no había cambiado de talla de pantalón—. Hoy tengo la tarde libre. Corto el césped porque es una tarea rutinaria y me da tiempo para ordenar las ideas. ¿Usted es la investigadora privada?
—La misma. ¿Nos conocemos?
—Recuerdo haber leído algo sobre usted en el periódico cuando desapareció Dowan Purcell.
—Fue un mal asunto —dije—. ¿Era amigo suyo?
—Éramos socios del mismo club de campo, aunque no teníamos mucho trato. ¿Ha venido a preguntarme por él?
Negué con la cabeza.
—Vengo con la esperanza de localizar a Poppy. Como no figura en el listín, he pensado que a lo mejor usted podía decirme dónde encontrarla.
—Mi hija es una chica muy popular últimamente. Ese chico que acaba de salir de la cárcel también espera poder ponerse en contacto con ella.
—¿Fritz McCabe? No lo sabía.
El doctor Earl dirigió la mirada a algún punto situado detrás de mí, y al volverme vi un Lincoln Continental negro que entraba por el camino de acceso sin apenas hacer ruido.
—Mi esposa —dijo el doctor Earl.
Los dos observamos cómo aparcaba. El maletero se abrió con un ruido sordo. La mujer salió del coche y fue hasta la parte de atrás, donde sacó varias bolsas de los almacenes Saks Fifth Avenue. Llevaba un abrigo de visón largo hasta el suelo que parecía excesivo para la cálida temperatura otoñal.
Cuando se acercó a su marido, ambos intercambiaron uno de esos besos protocolarios propios de una relación conyugal amigable, pero poco más.
—Loretta, mi mujer —dijo el doctor Earl—. Y esta es Kinsey Millhone.
Nos dimos un rápido apretón de manos antes de que Sherman Earl continuara hablando.
—Está buscando a Poppy.
—¿Por qué motivo? ¿O Sherman ya se lo ha preguntado?
Loretta tenía las raíces del pelo oscuras y mechas rubias, como si el sol se las hubiera aclarado. Sonreía de forma forzada y en su tono, si bien cortés, percibí un dejo de crispación.
—Acabo de llegar, así que su marido no ha tenido ocasión de preguntármelo. Siento haberme presentado sin avisar.
—Es un poco tarde para preocuparse de eso ahora, ¿no? —preguntó Loretta sonriendo abiertamente, como si pretendiera ser ingeniosa en vez de grosera. Menuda suerte la mía. La tipa era maliciosa además de suspicaz.
El doctor Earl se volvió a poner la gorra.
—Si a las damas no les importa, yo seguiré trabajando.
Loretta fue hacia la puerta de entrada. Hablando por encima del hombro, dijo:
—Ya que ha venido, será mejor que entre.
—Si ahora no le va bien, puedo pasar otro día.
Loretta no se molestó en contestar. Abrió la puerta y se detuvo unos instantes en el recibidor para quitarse el abrigo de visón, que lanzó sobre una silla antes de dirigirse hacia el fondo de la casa.
La seguí resignándome a mantener unos minutos de insoportable conversación, durante la que ella esquivaría mis preguntas y me suministraría la información con cuentagotas, si es que se dignaba contestar.
Pero la había juzgado mal. Afortunadamente, Loretta no era la madre de Poppy. Era su madrastra, y tenía tan mala opinión de la chica que se moría por compartirla conmigo.