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Martes, 3 de octubre de 1989

El martes por la mañana me encontré a Iris Lehmann y a su prometido, Joey Seay, sentados en un escarabajo Volkswagen de diez años aparcado frente a mi despacho. Cuando entré en el camino de acceso, los dos salieron del coche y se dirigieron a la puerta. Después de un breve intercambio de saludos, esperaron a que yo cumpliera con el ritual de abrir con llave y desactivar la alarma, hecho lo cual los hice pasar a mi despacho. El cartero había metido un puñado de facturas y catálogos por la ranura de la puerta. Me agaché, lo recogí todo y lo dejé sobre el escritorio. Les indiqué que se sentaran y luego me acomodé en la silla giratoria.

—¿Os apetece un café? —pregunté.

Iris estaba sentada con los brazos cruzados, procurando no mirarme a los ojos.

—No tengo tiempo. Joey me tiene que llevar al centro para que abra la tienda.

—Como quieras.

No pude evitar fijarme en las diferencias que había entre los dos. A Joey aún le quedaban cicatrices del acné que probablemente socavó su confianza durante la adolescencia. No es que tuviera las orejas enormes, pero una otoplastia no le habría venido nada mal. De nuevo me impresionaron las arrugas de preocupación que surcaban su frente. Me lo imaginé a los cinco, diez y quince años con la mismo expresión agobiada. Aún vestía como un adolescente canijo. Llevaba unas zapatillas de deporte hechas trizas, unos vaqueros sujetos con un cinturón de cuero marrón abrochado en el último agujero y una camiseta de manga larga con anchas rayas horizontales en rojo, amarillo y verde. Me pregunté qué pensarían de sus dotes de mando los obreros que estaban a sus órdenes, dado que Joey tenía la mitad de los años que ellos y parecía incluso más joven.

Iris llevaba un conjunto retro que consistía en una falda larga de seda azul marino y una blusa de manga larga y cuello alto con volantes. La blusa estaba hecha con una tela denominada «batista» en las pocas novelas románticas que había leído. La batista es una tela casi transparente, de modo que la blusa le cubría púdicamente el pecho y a la vez revelaba y resaltaba sus formas generosas. Mientras que Joey era como un niño que aún no se ha desarrollado del todo, Iris parecía tan lozana como un melocotón. Me fijé en que a Joey se le iban los ojos al escote de su novia con una expresión entre aturdida e incrédula. Que un pardillo como él tuviera acceso a tanta exuberancia probablemente lo mantenía despierto por las noches, maravillándose de su suerte.

—La madrastra de Joey me ha enseñado tu tarjeta —dijo Iris—. Cuando viniste a Yesterday dijiste que eras periodista, y ahora descubro que eres investigadora privada…

—Entiendo que quizá no te ha sentado bien.

—¿Que quizá no me ha sentado bien? ¿Me tomas el pelo? ¡Me has mentido!

—Es verdad, y lo siento. Buscaba información y no se me ocurrió otra forma de conseguirla.

—Pues mira qué bien. Supongo que piensas que eso justifica el engaño, pero no creo que mentir sobre tu profesión pueda excusarse.

—Lo siento, Iris. Si te hubiera conocido habría adoptado un enfoque más directo, lo que puede que hubiera sido mejor para las dos.

—Mejor para ti, quizá…

Joey le puso una mano consoladora en el brazo y le habló con voz suave.

—Nena, la señora Millhone se ha disculpado. No nos desviemos del tema, porque esto no tiene nada que ver con la razón por la que hemos venido.

Iris lo fulminó con la mirada, pero pareció aceptar su sugerencia. Obviamente, Joey sabía cómo manejarla y le reconocí una madurez que no se apreciaba a primera vista.

Ahora los dos parecían incómodos. Fue Joey el que rompió el hielo.

—La razón por la que hemos venido es que ha pasado algo, y mi madrastra cree que deberíamos contártelo.

—Soy toda oídos —dije, antes de recordar que le sobresalían las orejas como los retrovisores de un coche.

Joey se volvió hacia Iris.

—¿Quieres hablar tú o prefieres que lo haga yo?

—Ya hablo yo —dijo Iris. Aún parecía enfurruñada y decaída, pero al menos había dejado de meterse conmigo—. Lo que ha pasado es que me pareció ver a Austin Brown un par de veces la semana pasada.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—La primera vez fue el martes de la semana pasada. Joey y yo estábamos jugando al billar en el Clockworks, un bar que está en la parte baja de State Street. Yo me preparaba para tirar cuando miré por casualidad a mi izquierda y vi a Austin en la otra sala. Sólo un momento, pero supe que era él.

—¿Cómo lo supiste?

—¿Has visto fotos suyas? Una cara como la de Austin no se olvida tan fácilmente. Es un tío muy guapo. Tiene los pómulos marcados y una sonrisita despectiva, como si se creyera mejor que los demás. Se ha dejado crecer el pelo y llevaba gafas de sol de espejo, pero al verme se las quitó y nos miramos a los ojos. Me puse tan nerviosa que fallé el tiro, y cuando volví a levantar la cabeza, ya se había ido.

—¿Crees que Austin quería que lo vieras?

—No hizo ningún esfuerzo para esconderse. Por otra parte, si yo no hubiese levantado la vista en aquel momento, puede que él hubiera seguido andando sin detenerse.

—¿Qué crees que hacía en el Clockworks?

—Solíamos quedar allí después del colegio. Yo ya no iba tanto cuando salí de Climp, pero muchos otros chicos sí. Puede que Austin fuera pensando en los viejos tiempos.

Me la quedé mirando, intentando encontrarle sentido a lo que acababa de decir.

—Me extraña bastante.

—¿Por qué?

—No parece muy inteligente por su parte. Ha conseguido desaparecer durante diez años. ¿Y ahora vuelve de repente y entra en un bar en el que podrían reconocerlo?

—Es justo al revés. Austin siempre actúa como si lo tuviera todo bajo control. Puede que no esperara verme, pero cuando se dio cuenta de que yo lo había visto a él, tuvo que simular que había sido idea suya. Como si lo hubiese hecho a propósito, aunque yo lo hubiera pillado.

—Entiendo. Has mencionado que lo has visto más de una vez.

—También lo vi este viernes. Iba en un coche que pasó por mi lado en State.

—¿El viernes pasado? ¿Estás segura?

—El viernes es el día que voy al banco. Iba hacia allí cuando pasó Austin.

—¿No te vio?

—Miraba hacia otro lado.

—¿Conducía él?

Iris asintió con la cabeza.

—¿Iba alguien más en el coche con él?

—Llevaba un pasajero, pero no conseguí verlo bien desde donde me encontraba. Me pareció que era Fritz, pero puede que me equivoque.

—¿Qué hora era?

—Debió de ser poco después de la hora de comer, porque tuve que cerrar la tienda veinte minutos para hacer un ingreso en la sucursal de Wells Fargo que está en la esquina de State con Fig.

—¿Estás segura de que era Austin?

—No al cien por cien, pero bastante segura sí —respondió Iris—. Si no lo hubiera visto el martes, puede que ni me hubiese fijado en él.

—Qué curioso —dije.

—¿Le vas a contar el resto? —preguntó Joey.

—Supongo —respondió Iris de mala gana—. El día que viniste a la tienda no me preguntaste si había visto a Fritz, pero sí que lo había visto. Cuando salió del correccional llamó a Stringer, Steve Ringer, y dijo que sería estupendo si Steve pudiera reunir a unos cuantos de la antigua pandilla. El compañero de piso de Stringer es otro amigo nuestro llamado Roland Berg, así que nos invitaron a mí y a algunos amigos más a su casa. Joey no fue porque no conocía a nadie de Climp.

—¿Quién más fue, además de ti?

—Patti Gibson. Ahora está casada, y su marido también fue. Veamos… Betsy Coe, Michelle y yo. Bayard, por supuesto. Blake Edelston estaba invitado, pero yo tuve que irme antes de que llegara.

—¿Y Troy?

—Él no. No tiene mucha relación con la peña de Climp últimamente.

—¿Cómo fue?

—¿La fiesta? Aburrida. No tengo nada en común con esos tíos. Fui para no ser maleducada y porque tenía curiosidad, pero tampoco tanta.

—¿Qué te pareció Fritz? ¿Crees que la cárcel lo ha cambiado algo?

—Estaba tan insoportable como siempre. Tiene una risa que me saca de quicio. Delante de otros chicos de Climp siempre parecía inseguro y un poco ido. Sigue igual.

Joey, el apuntador de Iris en la gran obra de la vida, preguntó:

—¿Vas a contarle lo que dijo Fritz?

Iris lo miró sin comprender.

—Sobre el chantaje —aclaró Joey.

—Ah, vale.

—¿Sabes lo de la extorsión? —pregunté.

—Todo el mundo lo sabe. Tú lo mencionaste cuando viniste a la tienda haciéndote pasar por periodista —contestó Iris, incapaz de resistirse a lanzarme otra pulla—. Nada más enterarse del chantaje, Fritz nos llamó para protestar por lo de los veinticinco mil dólares. Estaba muy cabreado porque sus padres no querían pagar. Se quejó a todo el mundo.

—Vaya, por eso estabais todos tan bien informados —observé—. Y yo que creía que era un asunto privado.

—No hay nada privado para Fritz. Nunca dominó el arte de tener la boca cerrada.

—¿Comentó quién creía que estaba detrás del chantaje?

—No, pero en mi opinión parece algo propio de Austin. Le gustaba tenerte bien pillado para poder obligarte a hacer lo que él quisiera.

—¿Crees que ha vuelto por eso?

—No me sorprendería. Como Fritz siempre le cayó mal, ¿por qué no apretarle las tuercas?

—Hablando de Fritz, ¿cuándo hablaste con él por última vez? —pregunté.

—No recuerdo la fecha exacta. En algún momento de la semana pasada.

—Bayard nos invitó a su piscina y Fritz estaba allí —explicó Joey.

—Y luego nos llamó cabreadísimo porque el extorsionista había dejado un mensaje en el contestador de sus padres —añadió Iris—. Mencionó a Austin, así que seguro que pensaba lo mismo que yo.

Negué con la cabeza.

—No estoy segura de entender de qué va todo esto.

—Pues estamos en el mismo barco —dijo Iris.

Joey se revolvió inquieto.

—Bueno, ya no hay nada más que decir. No es que quiera meter prisa, pero los dos tenemos que ir a trabajar.

—Os agradezco que hayáis venido —dije—. Si veis a Austin de nuevo, ¿me llamaréis?

—Claro —respondió Joey. Al levantarse extendió el brazo y me estrechó la mano—. Siento las prisas, gracias por atendernos. Me alegro de volver a verte.

—Lo mismo digo.

Nada más irse Iris y Joey, llamé a Lauren McCabe.

Cuando me identifiqué, percibí la decepción en su voz.

—Esperaba que fuera Fritz —explicó.

—¿Aún no ha dado señales de vida?

—No. Mencionaste la posibilidad de denunciar su desaparición, y a Hollis le pareció buena idea. Esta mañana ha ido a la comisaría.

—Muy bien, me alegro. Es una buena decisión.

—Dijiste que si Fritz no había aparecido ya, tú nos ayudarías.

—Por supuesto, pero lo haré a mi manera. Si yo me equivoco, la responsabilidad será mía. Si vosotros os entrometéis, abandonaré la investigación.

—De acuerdo, siempre que le expliques tus condiciones a Hollis —dijo Lauren—. Cree que el que debe llevar la voz cantante es él. Entiendo tu punto de vista, y aunque yo estoy dispuesta a darte carta blanca, puede que él no se muestre tan conforme. No tendría sentido que yo no me entrometiera pero Hollis sí. Ahora mismo está enfadadísimo conmigo.

—¿Por qué?

—Porque dice que tendría que haberle permitido ocuparse de este asunto desde el principio.

—La última vez que hablamos del tema me dijiste que los dos estabais de acuerdo. ¿Qué habría hecho Hollis de otra forma?

—Habría fingido aceptar las condiciones y entonces se habría enfrentado al extorsionista antes de darle el dinero.

—¿Y si el extorsionista hubiera exigido que el dinero se depositara en algún lugar remoto? La mayoría de los chantajistas no aceptan encontrarse cara a cara con sus chantajeados. Quieren el dinero, no que sepas quiénes son.

—Hollis habría insistido. Si no, no habría llegado a ningún trato.

—Venga, Lauren. Eso es ridículo. Puede que el extorsionista se hubiera negado a colaborar y hubiese enviado la cinta directamente al fiscal del distrito.

—Entonces no habría conseguido ni un centavo.

—Das por sentado que el motivo es económico.

—¿Qué otro motivo podría haber?

—Haceros sufrir. Destrozaros la vida. Algo por el estilo.

—Dios mío.

—No debería haberte dicho eso. Lo siento. Me pasaré por tu casa lo antes posible.

Colgué, recogí el correo y me lo metí en el compartimento exterior del bolso. Ya me había levantado y me disponía a salir cuando sonó el teléfono. Como de costumbre, tuve la tentación de dejar que saltara el contestador, pero decidí contestar por si era Lauren de nuevo.

—Kinsey, soy Erroll.

Volví al escritorio y me senté con el corazón desbocado.

—¿Cómo está Phyllis? ¿Está bien?

—Confiamos en que sí. Sternberg le ha practicado un coma inducido.

—¿Te refieres a tu amigo el neurocirujano?

—Sí, lo siento. Tom Sternberg. Dice que cuando el cerebro se inflama después de una herida así, la presión puede dejar sin oxígeno algunas zonas. El tejido inflamado también puede dañarse al presionar la parte interna del cráneo. Es cuestión de reducir la actividad eléctrica y ralentizar el metabolismo cerebral para minimizar la inflamación. Tom tendrá más datos cuando la saquen del coma. De momento está estable, es todo lo que sabemos.

—¿Se recuperará?

—No existe ninguna garantía, pero Tom se muestra optimista —respondió Erroll—. Ha pasado algo más, y no es una buena noticia. Ned ha vuelto.

—¿Al piso? ¿Cuándo?

—Ayer por la tarde.

—¿Cómo sabes que era él? Pregunta estúpida, olvídala. ¿Cómo entró?

—Aún tenía las llaves de Phyllis. Esperó a que me fuera a trabajar y abrió la puerta. Puede que yo no me hubiera dado cuenta, pero contraté a una empresa para que viniera a limpiar la sangre de la moqueta aquella misma tarde. Cuando abrí la puerta para que entraran los de la limpieza, vi que Ned había destrozado el piso.

—¿No habían cambiado la cerradura?

—Se lo notifiqué al administrador de la finca y le pedí que enviaran a un cerrajero, pero no ha venido hasta esta mañana, y para entonces el daño ya estaba hecho.

—¿Por qué volvería Ned? Corría un riesgo enorme.

—Para inspeccionar las cajas de embalaje que aún no había abierto.

—¿Todas?

—Eso parece. Fue muy sistemático y esta vez se tomó todo el tiempo del mundo.

—¡Mierda! —exclamé.

—No me has dicho qué es lo que buscaba.

—Cree que su exmujer tiene una caja con los recuerdos que él les quitó a todas sus víctimas. Por eso necesita averiguar el nuevo nombre de su ex y su dirección actual. Phyllis me mencionó que había anotado los datos en un trozo de papel que luego metió en una caja de embalaje.

—¿Cómo se enteró Ned de eso?

Le conté todo lo que había sucedido hasta entonces y le expliqué que no sólo descubrí dónde se escondía el fugitivo, sino también cómo había conseguido pincharme el teléfono.

—Instaló una extensión, así que lo único que tenía que hacer era tumbarse allí abajo y escuchar todas mis conversaciones.

También le relaté el intento de Ned de quemarme viva, y cómo le disparé a través del respiradero.

—Eso explica que haya dejado el piso hecho un asco. Se quedó allí el tiempo suficiente para cambiarse la venda de lo que debe de ser una herida muy fea. Usó una botella de agua oxigenada, gasas y cinta adhesiva. Luego robó el Valium y los analgésicos que le recetan a Phyllis y echó los frascos vacíos a la basura. Al parecer, no puede resistirse a mostrarnos lo listo que es…

—¿Podrías poner al inspector Altman al corriente?

—Es la siguiente llamada de mi lista.