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Sábado, 16 de septiembre de 1989
La dirección de los McCabe en State figuraba, con un estilizado número 1319, en un azulejo de estilo español incrustado en la pared estucada de un edificio contiguo al Teatro Axminster. Una puerta de madera, pintada de color turquesa, daba a una escalera alicatada con los mismos azulejos decorativos. La escalera quedaba interrumpida hacia la mitad por un descansillo que facilitaba el ascenso a la primera planta. La hilera de edificios de la planta baja albergaba la sala de lectura de la Ciencia Cristiana, una tienda de muebles caros, dos restaurantes, una floristería y una tienda de la cadena Pendleton.
Cuando llegué a lo alto de la escalera llamé a una segunda puerta, esta vez interior. Al cabo de un momento me abrió una asistenta que salía de la casa. En la mano izquierda llevaba el bolso y una gran bolsa de papel marrón. En la derecha, una aspiradora pequeña. Tuve miedo de que diera un traspié y cayera rodando por las escaleras.
—¿Necesita ayuda?
—No, gracias. Pesa menos de lo que parece —dijo señalando la aspiradora. Luego gritó por encima del hombro—: Tiene una visita, señora McCabe.
—Gracias, Valerie. Salgo enseguida.
—Nos vemos el martes.
La asistenta siguió bajando por la escalera. Lauren apareció en el umbral vestida con unos pantalones ajustados de lana de color azul marino, una blusa verde azulada de seda de manga larga y unas bailarinas bordadas. Rondaría los cincuenta años, pero parecía más joven, posiblemente gracias a algún que otro retoque estético, aunque no detecté señales evidentes de que hubiera pasado por el quirófano.
Nunca había visto a una mujer engalanada con tantos diamantes: anillos, pendientes, un collar y un sinfín de pulseras. Tenía los ojos azules y el pelo liso, de un gris brillante que lucía sin complejos en una melenita corta que le enmarcaba la cara. Estaba muy bronceada, y resultaba atractiva sin llegar a ser guapa. Apareció envuelta en una nube de colonia que olía a lirio de los valles, como un leve soplo de primavera.
—Debes de ser Kinsey. Yo soy Lauren McCabe —dijo tendiéndome la mano.
—Encantada de conocerte —saludé. Al darnos la mano me sorprendió la fuerza de sus dedos finos y fríos.
—Entra, por favor.
Lauren se hizo a un lado para dejarme pasar delante de ella. Desde el pequeño recibidor se accedía a un salón de techos altos. La luz entraba a raudales a través de varias cristaleras que daban a una galería. Las paredes eran blancas y los muebles estaban tapizados en tonos neutros. En lugar de combinar colores, el decorador había optado por distintas texturas: lana, terciopelo, pana, cachemira y seda. El piano negro de media cola quedaba empequeñecido por la amplitud de la sala, pavimentada con baldosas rojas cubiertas por una enorme alfombra oriental de tonos apagados. Los visillos revolotearon al soplar una brisa pasajera y por un momento el piso pareció frío. Lauren cerró dos de las cristaleras para amortiguar el ruido del exterior. Me invadió una sensación momentánea de admiración, más que de envidia. Viviendo aquí, a un paso del centro, podías ir andando a todas partes: tiendas, hoteles, restaurantes, cines, incluso consultorios médicos y dentales.
—Este piso es increíble. ¿Es el único del edificio?
Lauren sonrió.
—Sólo vivimos nosotros. Teníamos una casa en Horton Ravine, pero la vendimos hace ocho años para poder pagar las facturas judiciales. —Lo dijo con naturalidad sin añadir más detalles, probablemente dando por sentado que yo ya los conocía—. He hecho café, si te apetece.
—Sí que me apetece, gracias.
Lauren ya había dispuesto todo lo necesario: tazas con sus respectivos platitos, crema de leche, azúcar, servilletas de tela, un plato de biscotes y un gran termo de café caliente. Supuse que tendríamos que hablar de naderías antes de pasar al meollo de la cuestión. Sentía cierta curiosidad, pero no me corría demasiada prisa escuchar lo que Lauren tuviera que decirme. Disfrutaba de la sensación de bienestar, tratando de imaginar una vida rodeada de lujos. Después de aquel agradable preámbulo, Lauren entró en materia.
—Hollis no volverá a casa hasta las seis, tenemos tiempo de sobra para charlar.
—¿A qué se dedica tu marido?
—Es abogado tributario, gestiona las inversiones de algunos clientes del banco. No me gusta alardear, pero la verdad es que le va muy bien. Yo no he tenido que trabajar nunca.
—¿Y dónde está Fritz?
—Se ha ido a pasar el fin de semana con unos amigos.
—He leído algún artículo sobre su puesta en libertad. Estaréis contentos de tenerlo en casa.
—Desde luego, aunque su llegada ha provocado un problema que nos ha pillado desprevenidos.
—Y por ese motivo te pusiste en contacto con Lonnie.
—Exacto —respondió Lauren—. Esperábamos que pudiera ayudarnos, pero él nos sugirió tus servicios.
—¿Entonces no se trata de un asunto legal?
—Sí y no. Es complicado.
Me pregunté por qué Lonnie Kingman habría rechazado el trabajo. Según mi experiencia, a los abogados les encanta adentrarse en cuestiones legales espinosas y exponerte con detalle todos tus problemas, que —te asegurarán sin dilación— son mucho peores de lo que pensabas en un principio.
—¿Me puedes contar de qué se trata?
Lauren se inclinó hacia delante y cogió un sobre que había depositado en la mesa auxiliar más próxima.
—Recibimos esto hace tres días.
Me mostró un sobre acolchado marrón, de esos que tienen burbujas para proteger su contenido. Cuando llegó, el sobre estaba grapado y cerrado con cinta adhesiva. Ahora estaba abierto, y palpé los contornos de lo que parecía ser un libro, o una caja de algún tipo.
—¿Puedo? —pregunté, para no parecer descortés.
—Por supuesto. Quizá necesites una breve introducción para saber lo que tienes entre las manos.
Lo que saqué del sobre acolchado era una cinta de vídeo con una etiqueta en la que ponía: «Un día en la vida de… 1979». Sentí una descarga de adrenalina. Se la mostré a Lauren esperando una explicación, aunque ya sabía de qué se trataba: esta tenía que ser la película de contenido sexual grabada diez años atrás.
—Esto venía en el mismo sobre —explicó Lauren, y me entregó una nota escrita con un ordenador, todas las frases estaban en mayúscula.
VEINTICINCO MIL EN EFECTIVO O ESTO CAERÁ EN MANOS DEL FISCAL DEL DISTRITO. NO LLAMÉIS A LA POLICÍA, NI AL FBI. TENED EL DINERO LISTO EN BILLETES PEQUEÑOS. DEJARÉ UN MENSAJE TELEFÓNICO CON LAS INSTRUCCIONES.
—¿Esta es la única comunicación que habéis recibido?
—Por el momento, sí. Hollis fue a RadioShack y compró tres grabadoras de llamadas para instalarlas en los teléfonos, por si se ponían en contacto.
Estaba a punto de admitir que Jonah me había contado cuatro cosas sobre la cinta, pero ¿qué sentido tenía interrumpirla? Me interesaba conocer su versión, y no vi ninguna razón para ponérselo fácil.
—¿Por qué tenéis que pagar por este vídeo?
Por primera vez, a Lauren se le sonrojaron ligeramente las mejillas.
—¿Has oído hablar de Sloan Stevens?
—La chica a la que mataron a tiros.
—Desgraciadamente, sí. Alrededor de una semana antes de aquello, Fritz, Troy y otro amigo empezaron a grabar un vídeo doméstico, creyéndose la mar de ingeniosos. Les pregunté varias veces de qué iba, pero no quisieron decírmelo. Todo eran guiños y risotadas. Una tarde encontré el vídeo en el dormitorio de Fritz y no pude contenerme. Mi hijo estaba en clase de tenis, así que parecía la oportunidad perfecta para echar un vistazo. Me imaginé que sería algún melodrama: hombres lobo, vampiros, o quizás un tiroteo.
»Cuando vi la cinta me horroricé. Ya sabrás por qué cuando la veas, claro, pero te lo advierto: es repulsiva. Los chicos agreden sexualmente a una pobre niña borracha. Ni te imaginas el asco que me dio.
—¿Se lo echaste en cara?
—No tuve ocasión. Dejé la cinta en el vídeo de Fritz, donde la había encontrado. Me pareció imprescindible hablar primero con Hollis para que pudiéramos tomar una decisión juntos. Pensé que Fritz debería responder por lo que había hecho, aunque ignoraba cómo. Entonces Sloan se presentó en casa preguntando por él, pero le dije que llegaba en mal momento. No insistió. Le expliqué que tenía que recoger a Fritz en el club de tenis y me contestó que ya hablaría con él en el colegio, así que no le di más importancia a su visita. Cuando salí del garaje, Sloan estaba en la calle con Butch, su perro, y supuse que se dirigía hacia su casa porque iba en esa dirección. Ahora sospecho que esperó a que yo doblara la esquina para dar media vuelta y meterse de nuevo en nuestra casa.
—¿Robó la cinta?
—Digámoslo así: cuando Fritz y yo llegamos, la cinta había desaparecido. A Fritz le dio un ataque. Estaba convencido de que yo se la había cogido. Me hice la tonta y le juré un montón de veces que no sabía de qué hablaba.
—¿Podía habérsela llevado otra persona?
—Supongo que sí, pero Sloan era la culpable más obvia porque se presentó justo antes de que yo saliera de casa.
—¿Quién más formaba parte de aquel grupo de amigos?
—Poppy Earl, para empezar. Sloan y Poppy fueron amigas íntimas hasta que llegó Iris Lehmann; es la chica que sufre la agresión sexual en el vídeo. La verdad es que sólo Sloan pudo haber entrado y salido de mi casa durante el poco tiempo que estuve fuera.
—¿No cerraste la puerta con llave?
—Sí, pero era fácil entrar. Los amigos de Fritz podían venir cuando quisieran, y todos sabían dónde guardábamos la llave.
—Erais muy confiados.
—Queríamos que se sintieran a gusto; que nuestra casa fuera una especie de refugio donde pasar el rato.
—¿Dónde estaba la llave?
—Colgada de un gancho en el garaje, que dejé abierto al salir.
—¿Qué le dijiste a Hollis?
—Le describí lo que había visto, pero como la cinta había desaparecido, no le quedó más remedio que aceptar mi palabra. Pensó que exageraba cuando, en realidad, le había dado una versión suavizada.
—¿Y qué pasó después?
—Nada. La cinta desapareció y no volví a tener noticias hasta ahora. Entretanto, Sloan murió y detuvieron a los chicos. Salvo a Austin, claro, y nadie sabe dónde está.
—¿Austin es el adolescente que tuvo la idea de hacerle el vacío a Sloan?
—El mismo. También estaba detrás del plan que provocó la tragedia. Al parecer, Sloan quería usar la cinta para obligarlo a ceder.
Volví a leer la nota.
—Veinticinco mil dólares parece una cantidad un tanto extraña. Lo normal sería que os pidieran bastante más.
—Hollis tiene la teoría de que el chantajista no nos quiere pedir una cantidad astronómica de entrada. Piensa que los veinticinco mil son una especie de anticipo, razón de más para no pagarlos. De todos modos, antes de seguir adelante deberías ver la cinta. El vídeo está en la biblioteca.
Me levanté y la seguí por el pasillo. Pasamos junto a un espacioso comedor y alcancé a ver la modernísima cocina a través de una puerta abierta en la pared del fondo. La biblioteca era más bien pequeña, íntima incluso en comparación con las otras estancias. Las paredes estaban revestidas de nogal oscuro. Una mezcla de libros y obras de arte colocados con gusto ocupaban las altas estanterías. Vi el escritorio antiguo de rigor, así como un mueble que no sólo albergaba el televisor, sino también el reproductor de vídeo y varios aparatos más. Habían orientado algunas butacas hacia la pantalla del televisor. Me imaginé a Lauren y a su marido disfrutando de sendos cócteles mientras veían el noticiario de la noche.
Lauren introdujo la cinta en el aparato, agarró el mando a distancia y fue pulsando los botones de play y pause en rápida sucesión. Cuando encontró la parte que buscaba, me pasó el mando.
—Te parecerá que no se acaba nunca, pero sólo dura cuatro minutos. Me voy a la cocina hasta que acabes de verla. Entonces Iris estudiaba noveno en la Academia Climping, y no dejaba de meterse en problemas. También deberías saber que Poppy y Troy salían juntos, hasta que Poppy descubrió que Iris había tenido relaciones íntimas con su novio. Lo de «íntimas» no parece muy apropiado, teniendo en cuenta que lo hicieron delante de varios testigos mientras los grababan.
—Entiendo lo que quieres decir.
Lauren vaciló.
—Para serte sincera, cuando vi la cinta hace diez años estaba dispuesta a permitir que Fritz cargara con las consecuencias. Pero entonces murió Sloan, y Fritz fue a la cárcel por su participación en el homicidio. Ahora que vuelve a estar libre, he cambiado de postura. Sigo enfadada por lo que hizo, pero ya no tengo tan claro que merezca otro castigo. Ha pagado su deuda, y no veo de qué serviría que lo metieran de nuevo en la cárcel.
Nada más desaparecer Lauren por el pasillo le di a play. Aun sabiendo que la cinta podía tener consecuencias graves no estaba preparada para su contenido, que me pareció tan vulgar como violento. Las imágenes iniciales no me escandalizaron: dos adolescentes recién salidos de la piscina bebiendo cerveza y fumando porros. La escena parecía grabada en un sótano convertido en sala de juegos, en el que había una barra de bar, varios taburetes y una mesa de billar que entraría en juego a mitad de la cinta. Supuse que el chico más joven sería Fritz McCabe. El que parecía algo mayor, un pelirrojo con el pelo cortado al cepillo, tenía que ser Troy Rademaker.
A continuación apareció una chica muy joven, envuelta en una toalla. Tenía el pelo mojado y bebía una lata de cerveza. Fritz le pasó el porro, y luego le llenó un gran vaso de plástico con ginebra de una botella que reposaba sobre la barra del bar. Hicieron unas cuantas payasadas y después la cinta dio un salto en el tiempo. Ahora la chica estaba despatarrada en el sofá, completamente borracha. Se dirigió a Austin, el cual no aparecía en la imagen, suplicándole que la besara. Tras un rápido cambio de plano apareció en pantalla el infame Austin Brown, vestido con americana y corbata pese a que los otros iban en bañador. Austin estaba sentado en una butaca tapizada, con las piernas colgando sobre uno de los brazos mientras hojeaba una revista, al parecer indiferente a la escena que se desarrollaba ante él. Pulsé pause y lo estudié. Tenía el tipo de cara que yo habría asociado a la aristocracia de haber conocido a algún aristócrata: larga, afilada y arrogante. Era consciente de que la explicación de Jonah había influido en mí, pero, de todos modos, el chico me provocó rechazo. No me costó imaginármelo dando órdenes a sus amigos con un aire de indiferencia que lo hacía parecer superior.
—Porfa, Austin —dijo la chica.
Austin parecía aburrido.
—¿Que te bese, Iris? Ni hablar. Soy el director, no un actor secundario. Soy el que está al mando.
—El auteur —interrumpió Troy.
—Exacto. El cerebro —dijo Austin mirando a Iris—. Además, parece que ya te diviertes tú sola.
La respuesta de la chica se oyó fuera de cámara.
—Aguafiestas. Qué muermo de tío.
La imagen saltó a Fritz y a Troy, ahora desnudos y excitados. Ambos agredían sexualmente a la misma chica, que estaba inmóvil e inconsciente debido al alcohol, a la hierba o a ambas cosas. No pude evitar fijarme en que Troy también tenía el vello púbico pelirrojo. No me disculparé por la observación, ya que estoy cualificada para hacerla. Soy una profesional, y para eso me pagan. Resultaba penoso ver la forma en que se comportaban esos chicos, porque imaginé que a ellos les debía de parecer un juego. Disfrutaban alardeando de su virilidad, demasiado ensimismados para comprender el alcance de sus actos pese a que eran, sin ningún género de duda, criminales. Ambos serían considerados legalmente responsables si la cinta acababa en el despacho del fiscal del distrito. La amenaza del extorsionista ponía a los McCabe en una situación imposible: si pagaban los veinticinco mil dólares, se arriesgaban a ser chantajeados de por vida. Si acudían a la policía con la esperanza de perder de vista al chantajista, Fritz y su amigo Troy serían acusados de violación, agresión sexual y quién sabe cuántos delitos más. Hasta donde yo recordaba, las violaciones con agravantes no prescribían.
Supuse que Iris no sería consciente de lo que le habían hecho o, en todo caso, que no lo habría denunciado. Si hubiera emprendido acciones legales en su momento, el pleito —ya fuera por lo penal o por lo civil— se habría fallado y la amenaza estaría neutralizada. Me imaginé a los chicos alardeando de su conquista sexual. Probablemente culparían a Iris por ser tan promiscua y, por tanto, merecedora de la forma en que la habían tratado. Debieron de considerarlo una travesura que les permitiría presumir de su potencia viril ante sus amigos. Sabía de situaciones similares, en las que los fotogramas de una agresión sexual habían circulado entre los amigos de los agresores. No me cabía en la cabeza qué podría llevar a alguien a grabar unos actos tan abominables.
Me percaté de que Lauren, ahora situada a mi espalda, veía los últimos quince segundos de la cinta. Al parecer, había entrado en la habitación sin que yo me diera cuenta. Procuré no exteriorizar mis emociones. Pese a que el contenido de la cinta me parecía abominable, sería poco profesional dar muestras de repugnancia o de reprobación. Los médicos se rigen por el mismo código de conducta, de ahí que repriman los gritos de horror y las caras de asco al descubrir los síntomas de tu enfermedad de transmisión sexual durante un examen pélvico.
—Supongo que el chico de más edad es Troy Rademaker —dije.
—Sí. Fue el que acabó conduciendo la camioneta la noche en que murió Sloan.
—¿Sabes si también lo han chantajeado?
—Me parece que está sin blanca, así que no tendría mucho sentido que lo hicieran.
—¿Y qué hay del cámara?
—Creo que era Bayard Montgomery, otro amigo de Fritz. Hollis trabajaba para el padre de Bayard en aquella época. Tigg Montgomery murió un año después.
—¿Cuando todo esto aún no se había acabado?
—Durante el juicio de los chicos, pero antes de que dictaran sentencia. No se lo contaron todo porque estaba muy enfermo.
—¿Cáncer?
—De un tipo poco frecuente. Desconozco los detalles —dijo Lauren—. De hecho, a Bayard no lo acusaron. Tigg llegó a un acuerdo con la fiscalía: inmunidad a cambio del testimonio de su hijo, que resultó muy perjudicial para el resto de los acusados.
Procesé el dato mientras Lauren continuaba hablando.
—Hollis y yo vimos el vídeo después de que nos llegara por correo, y es evidente que el extorsionista confiaba en nuestras ansias de proteger a Fritz para obligarnos a pagar. Francamente, no tengo ni idea de lo que podemos hacer, salvo intentar localizar a la persona que nos lo envió.
—¿Se te ocurre quién podría ser? —inquirí—. Sé que la pregunta te parecerá obvia, pero a lo mejor se os pasó por la cabeza alguna posibilidad cuando recibisteis el vídeo.
—Tendría que ser alguien que estuviera muy unido a Sloan. La mataron una semana después del robo, así que si se llevó la cinta, y estoy convencida de que lo hizo, entonces probablemente la tendría ella cuando murió.
—¿Crees que sus padres podrían haber descubierto la cinta mientras revisaban sus cosas?
—Es posible. Lo que no puedo entender es por qué alguien ha esperado tanto tiempo.
—Quizás el extorsionista prefiriera sacarle el máximo partido a la situación. Si la cinta salía a la luz después de que Fritz ingresara en la cárcel, la revelación pasaría desapercibida. Mejor esperar a que lo pusieran en libertad, y entonces amenazarlo con divulgarla.
—No se me había ocurrido, pero tienes toda la razón.
—Has dicho que la chica del vídeo era Iris Lehmann. ¿No es la misma que robó aquel examen?
Lauren asintió con la cabeza.
—Fue la que provocó el escándalo de las respuestas copiadas, aunque no estoy segura de que haya admitido el papel que tuvo en todo aquello. Por lo que sé, nunca ha expresado el más mínimo arrepentimiento.
—¿Y qué hay de Fritz? ¿Tiene alguna idea de quién podría estar detrás de todo esto?
—Aún no sabe lo de la cinta, ni lo del chantaje. Hollis y yo creemos que deberíamos tener algún plan antes de contárselo todo. Él no podrá hacer nada hasta que sepamos a qué atenernos.
—¿Cuál era la amenaza de Sloan? ¿Que entregaría la cinta a la policía?
—Eso creo. Puede que Fritz nos lo aclare cuando se entere de lo que ha pasado.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Obviamente, no podemos ir a la policía sin exponer a Fritz a las acusaciones de violación y agresión sexual. Nuestra única esperanza consiste en averiguar quién está detrás de esto y pararlo.
—Supongo que no pensáis pagar ese dinero.
—Se nos pasó por la cabeza cuando nos dimos cuenta del lío en el que estábamos metidos.
—Yo que vosotros no lo haría.
—Eso mismo nos aconsejó Lonnie. Si no hay más remedio, pagar sería preferible a la alternativa. Veinticinco mil dólares es poco en comparación con el montón de facturas de abogados a las que tendríamos que hacer frente si volvieran a acusar a Fritz.
—No pretendo desanimarte, pero os van a jorobar tanto si optáis por un plan como por el otro. Lo más probable es que esta cinta no sea la original. El extorsionista sería muy tonto si os entregara la única copia sin recibir nada a cambio. Lo que significa que, si esta cinta es un duplicado, no veo qué ganaríais pagando. Seguro que hay más copias circulando por ahí, y si es así, correríais el mismo riesgo.
Lauren cerró los ojos, como si fuera incapaz de contemplar esa posibilidad.
—La cuestión es: ¿puedes ayudarnos?
—Haré lo que esté en mis manos, pero no te hagas muchas ilusiones.
—Ahora nos limitamos a sobrevivir, dejamos de hacérnoslas hace mucho tiempo —explicó—. Doy por sentado que querrás un anticipo.
—Te lo agradecería. Cuando vuelva al despacho, prepararé un contrato y te lo mandaré por correo.
—¿Cuánto necesitas?
—Dos mil quinientos por ahora. Mientras dure la investigación os entregaré varios informes escritos y os tendré al corriente por teléfono. Si acabo en un callejón sin salida, podemos quedar para discutir qué hacer a partir de entonces.
Saqué una tarjeta del bolso y apunté el teléfono de mi casa en el dorso.
Lauren le echó un vistazo y la dejó sobre el escritorio. Después abrió un cajón y sacó un talonario de cheques. Me extendió un cheque por dos mil quinientos dólares, lo arrancó del talonario y me lo alargó por encima del escritorio.
Le di las gracias, doblé el cheque y me lo metí en el bolsillo de los vaqueros.
—Le explicaré a Hollis lo que hemos hablado —dijo Lauren—. Si él quiere añadir alguna cosa, ya te llamaré.
—Tendré que hablar con Fritz en algún momento.
—Desde luego. Hollis y yo le pondremos al corriente. No me apetece nada tener esa conversación, pero soy consciente de que debemos decírselo. No tengo ni idea de cómo reaccionará.
—Mientras tanto, si el chantajista vuelve a ponerse en contacto con vosotros, avísame enseguida.
—Por supuesto —dijo Lauren.