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Jueves, 5 de octubre de 1989

Cuando volví a casa, mientras cruzaba la verja chirriante oí gemir a Lucky. Pensé que su perro habría muerto, pero cuando llegué al jardín trasero, vi a Killer observándolo fascinado, sin dejar de mover la cola. Qué animal tan increíble, con su pelaje corto negro, su franja leonada alrededor del cuello y aquella cara similar a la de un oso en tamaño y forma, con la curiosidad añadida de tener un punto naranja sobre cada ojo. Lucky parecía fuera de sí, y a Pearl se le estaba agotando la paciencia.

—¿No te da vergüenza armar tanto escándalo? —preguntó Pearl.

Miré a Lucky y luego a Pearl.

—¿Qué pasa?

—Un tío se ha quedado con su cama en Harbor House.

Me llevé las manos a las mejillas.

—¡Oh, no! —exclamé, como si la noticia fuera trágica. Estaba a punto de hacer un comentario sarcástico, pero Lucky parecía tan acongojado que no me atreví a burlarme de él—. Lo siento, iba a decir una tontería. ¿Cuál es el problema?

—No me dejan llevar a mi perro.

—¿Qué van a hacer en Harbor House con un perro? —saltó Pearl—. En cuanto se descuidaran, todos los pordioseros que hubieran pedido prestado un cachorro para mendigar querrían llevarlo allí. Entre cacas y ladridos, sería como una perrera. Los sintecho se merecen algo mejor.

Los miré de nuevo a los dos.

—Creía que me habías dicho que hace doce años que tienes a Killer.

Lucky se sorbió los mocos y se frotó un ojo lloroso con los nudillos.

—Desde que tenía seis semanas.

—Pues si Harbor House lo aguantó todo ese tiempo, ¿por qué no va a aguantarlo ahora?

—El perro nunca estuvo en Harbor House —dijo Pearl con desdén—. Va contra las normas. Cuando Lucky llegó a la ciudad, pasó una noche en el albergue y metió al perro en su cama a escondidas. Estaba borracho… Me refiero a Lucky, no al perro. El encargado del albergue descubrió al perro y los puso a los dos de patitas en la calle. Entonces Lucky volvió a entrar y lo destrozó todo. ¿Quieres dejar de quejarte de una vez? —dijo Pearl dirigiéndose a Lucky—. Ya me quedaré yo al perro. Es mejor vivir con él que contigo. Al menos no se tira pedos por la noche.

Entré en mi estudio y me senté frente al escritorio. Mientras buscaba las fichas en el bolso, encontré las cartas que había metido antes en el compartimento exterior. Las saqué y las repasé rápidamente. Había recibido cheques de dos clientes distintos. Ambos solían pagar con retraso, así que los cheques me alegraron el día. Las otras cartas eran la misma basura de siempre, salvo un sobre blanco con remite de Perdido. Al abrirlo encontré una hoja blanca doblada, en la que habían escrito un número de teléfono con el prefijo 406 y el nombre «Hazel Rose», alguien de quien no había oído hablar nunca. Ni siquiera recordaba haber llamado a nadie que tuviera el prefijo 406, y desconocía a qué parte del país correspondería.

Abrí el cajón de abajo del escritorio y saqué el listín telefónico. En las primeras páginas, destinadas a servicios comunitarios, números de urgencias, oficinas gubernamentales y colegios públicos, había un mapa muy útil de Estados Unidos con los husos horarios diferenciados en colores pastel, y con los numerosos prefijos indicados estado por estado. Empezando por la Costa Oeste, en el huso horario del Pacífico, recorrí la página con el dedo pasando rápidamente por los estados de Washington, Oregón, California y Nevada. Pasé al huso horario de las montañas y enseguida encontré el prefijo 406. Cubría todo el estado de Montana, donde yo no conocía a absolutamente nadie. Saqué el atlas de Estados Unidos y fui pasando las páginas del índice alfabético hasta llegar a Montana, que se encontraba entre Misuri y Nebraska. Gracias a la información escrita en letra diminuta en un recuadro, me enteré de que la población de Montana pasaba de un millón y medio de habitantes, esparcidos en aproximadamente 375.000 kilómetros cuadrados. Ahora conocía muchos datos sobre un estado que nunca había visitado, pero seguía sin saber nada acerca de la tal Hazel Rose. Volví a leer el remite de la carta, y al verlo de nuevo me resultó familiar. Exclamé «¡Ah!» cuando se me encendió la bombilla. Era la nueva dirección particular de Phyllis Joplin en el complejo residencial donde Ned Lowe la había molido a palos. Hazel Rose tenía que ser el nombre falso de Celeste Lowe. Su nueva dirección debía de encontrarse en alguna parte de Montana, lo que no restringía mucho la búsqueda. Ned había destrozado las cajas de embalaje de Phyllis en busca de esta información, que ella había tenido la precaución de enviarme por correo.

Me senté, medité unos instantes y descolgué el auricular. Luego lo volví a colgar. Ned había conseguido pinchar el teléfono de mi despacho, así que, ¿por qué no también el de mi casa? Desmonté el auricular y estudié el interior, donde no parecía haber ningún micrófono. Antes de ponerme a gatas para inspeccionar los zócalos en busca de micrófonos de contacto y otros artilugios de espionaje, recordé el receptor de banda estrecha que había comprado años atrás en RadioShack. Saqué el receptor del primer cajón de mi escritorio y busqué pilas nuevas. Peiné el estudio hasta convencerme de que no había ningún transmisor, y entonces me puse a gatear por el suelo.

Volví a mirar el papel doblado y marqué el número que me habían enviado. Al cabo de seis timbrazos saltó el contestador.

Nada. Ningún mensaje, y tampoco instrucciones. Sólo silencio, seguido de un pitido.

Dije: «Hola, me llamo Kinsey Millhone. Nos conocimos en tu casa de Cottonwood hace seis meses. Me ha dado tu número una amiga común que hace poco ha sufrido lesiones de gravedad. Te agradecería que respondieras a esta llamada. No tienes que mencionar tu nombre ni tu dirección, pero es imprescindible que hablemos».

Recité dos veces mi número de teléfono y luego colgué. Puede que Celeste estuviera junto al contestador, escuchando mi mensaje. Tendría que esperar para ver qué decidía hacer en respuesta a la noticia que acababa de darle. Entretanto, me escondí el papel doblado en el sujetador, donde sabía que no lo encontraría nadie. Qué pena me doy a veces.

No tuve más remedio que volver a centrarme en el trabajo para el que me habían contratado.

Busqué en mis notas los datos que Margaret Seay me había proporcionado para localizar a Steve Ringer, Roland Berg y Patti Gibson, cuyo apellido de casada ignoraba. Me fijé en que Steve y Roland compartían dirección en una urbanización para solteros de Colgate. Tomé la 101 y me dirigí hacia el norte. Iris mencionó que le habían organizado una fiesta de bienvenida a Fritz, por lo que podrían conocer su paradero actual.

Los edificios de dos plantas debieron de construirse en los años sesenta. Los pisos de la planta superior tenían tejados inclinados rematados por claraboyas. Los bloques de estuco estaban distribuidos en grupos de cuatro, y cada grupo de bloques disponía de cuartos para las lavadoras, un gimnasio y una enorme piscina en el centro. Los pisos de la planta baja tenían patios lo suficientemente grandes para albergar fiestas improvisadas. Dada la calidez de aquella tarde otoñal, muchas ventanas con persianas de lamas estaban abiertas y la música llegaba hasta las terrazas, amuebladas en su mayoría con muebles de jardín, barbacoas, bicicletas y plantas de interior. Vi bañadores mojados colgados en las barandillas de hierro forjado, y un tufillo a marihuana se escapaba por una de cada tres puertas. Había mucho espacio donde aparcar, y no se permitía tener animales de compañía. Al norte, los montes de Santa Inés formaban un neblinoso telón de fondo.

Me sorprendió ver a tantos residentes. Era primera hora de la tarde y supuse que trabajarían de camareros desde las ocho de la noche hasta el amanecer. El piso en el que vivían Steve Ringer y Roland Berg se encontraba en un edificio que daba a la autopista. El tráfico parecía imitar el flujo y reflujo del Pacífico, pero con abundantes gases de escape añadidos.

Subí a la primera planta y llamé a la puerta. Me abrió un joven alto y delgado en chancletas, envuelto en un albornoz raído de felpilla verde que le llegaba hasta las rodillas. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y tenía una perilla tan rala que daba pena verla. El joven se sonó estrepitosamente con un pañuelo de papel. Calculé que tenía veintitantos. La tuerca y el tornillo que le atravesaban el lóbulo de la oreja me refrescaron la memoria.

—Eres el chico de la tienda de fotografía —dije señalándolo con el dedo.

Negó con la cabeza, como si lo hubiera acusado de hacer novillos.

—He llamado a la tienda esta mañana y Kirk me ha dicho que me coja el día libre. No quiere que vayamos a trabajar si estamos enfermos.

—No soy una inspectora sanitaria. Nos conocimos hace un par de semanas, cuando fui a la tienda y te pregunté cómo se podía duplicar una cinta.

Esta vez fue él quien me señaló con el dedo.

—La exhibicionista.

—Era un asunto de trabajo.

—Sí, claro.

—Soy investigadora privada. Kinsey Millhone.

Le tendí la mano como si quisiera estrecharle la suya y luego lo pensé mejor. El chico ya había levantado los brazos como si alguien lo apuntara, reacio a contagiarme su infección de las vías respiratorias.

—Puede entrar si quiere, pero estaremos mejor aquí —dijo, y se sonó ruidosamente de nuevo.

Alcancé a ver un trozo de la moqueta naranja, y sospeché que los electrodomésticos de la cocina serían de color verde aguacate.

—Muy bien, así tomaremos el fresco —dije—. ¿Eres Stringer?

—El mismo.

Le entregué una tarjeta de visita.

—Estoy intentando localizar a Fritz McCabe. Ha estado alojándose en casa de algunos amigos y esperaba que pudieras decirme quiénes son.

—Nosotros —respondió Stringer—. Fritz estuvo aquí un par de fines de semana, pero nos hartamos de él enseguida. Leí en el periódico que acababa de salir de la cárcel y de pronto nos llamó por teléfono, soltando indirectas no muy sutiles sobre reunir a toda la peña de nuevo. Eso fue un par de días después de que volviera a Santa Teresa.

—Le organizasteis una fiesta de bienvenida.

—Fue idea suya. Ni a Roland ni a mí nos hacía ninguna gracia retomar la relación. El tío me daba pena, pero eso no significa que se nos tenga que pegar como una lapa. Ese chico está chiflado, ¿sabe? Por una parte, ha estado en la cárcel y se las da de tipo duro, de señor sabelotodo. Pero por otra, es como si aún tuviera quince años y no se enterase de nada, porque se ha quedado atrapado en el tiempo. Ya no me caía muy bien entonces, y me pareció que tenía mucha jeta al pedirnos que le hiciéramos una fiesta. Menudo mal rollo. Nadie se lo pasó bien. Fue un marrón de la hostia, pero ¿qué podíamos hacer? Nos metió en un aprieto. Le dijimos que sí una vez y dio por sentado que se nos podía pegar de por vida. Cuando quisimos darnos cuenta, ya se había instalado aquí y dormía en nuestro sofá.

—¿Lo viste el viernes pasado?

—Sólo un momento. ¿Hay algún problema?

—Uno muy grande. Nadie ha vuelto a tener noticias suyas desde el viernes. No ha dicho ni pío desde entonces.

—Bueno, yo lo vi el viernes por la tarde. Me llamó el jueves por la mañana y dejó caer que esperaba que lo invitáramos. Le dije que estábamos ocupados, y entonces me pidió si podía venir a pasar la noche aquí de todos modos. Le dije: «No, tío, no puedes». Joder, ese tipo no capta las indirectas. Le dije que quizás otro día, para quitármelo de encima, y luego le expliqué que Roland esperaba una llamada, así que tenía que cortar. Llamó de nuevo el viernes por la mañana, muy excitado porque había conseguido los veinticinco mil pavos.

—Eso me han contado. ¿Pensaba pagar al extorsionista?

—Supongo que sí, pero después resultó que la historia había cambiado. Se presentó aquí con una versión muy distinta. Dijo que todo había sido un malentendido. Que el chantajista no pretendía hacerle una putada. Necesitaba el dinero y no se le había ocurrido otra forma de conseguirlo. Fritz le contestó que estaría encantado de ayudarlo. A nosotros nos contó que lo consideraba una especie de préstamo a corto plazo. Según él, ese tío había prometido devolvérselo en un par de semanas.

Me quedé mirando a Stringer como si le hubiera crecido una segunda cabeza.

—¿Lo dices en serio?

—Yo sólo repito lo que Fritz me contó a mí.

—No tiene ningún sentido. ¿El chantajista era alguien a quien Fritz conocía?

—Eso me pareció. Tendría que serlo, ¿no? No le prestarías veinticinco de los grandes al primer tarado que pasara por la calle.

—¿Fritz no te dijo quién era?

—No.

—¿Se lo preguntaste?

—¿Por qué iba a preguntárselo si me importaba un carajo? Me alegré de quitármelo de encima.

Entorné los ojos, intentando comprender ese giro inesperado de los acontecimientos.

—Se suponía que el extorsionista tenía que recoger a Fritz en el centro. ¿Es así como llegó luego a tu casa?

—Exacto. Ese tío lo trajo en coche. Pensaban ir de acampada juntos a Yellowweed y por eso pasó Fritz por aquí, para pedirnos un saco de dormir.

—¿Él no tenía uno?

—Sí, pero no quería volver a su casa por si se topaba con sus padres.

—Muy considerado por su parte. Los pobres están preocupadísimos —expliqué—. ¿Sabes qué? No me gusta nada todo esto. ¿Cómo hemos pasado de un chantaje a un viajecito de acampada de dos colegas?

—A mí tampoco me gusta, ahora que lo dice. Especialmente si nadie ha tenido noticias de Fritz desde entonces. La zona que rodea Yellowweed está muy aislada. Si Fritz pensaba que podía correr algún peligro, ¿por qué fue?

—Quizás al extorsionista se le ocurrió la propuesta de la acampada para conseguir que Fritz cooperara.

—Podría ser —admitió Stringer—. Ha conocido a Fritz, ¿verdad?

—Poco después de que me contrataran.

—No es que quiera dejarlo mal, pero ese tío es patético. Haría cualquier cosa para caerte bien. ¿Sabe lo que quiero decir? Es una de esas personas que no creen que los demás vayan a aprovecharse de ellas. Fritz piensa que el extorsionista es su amigo. No llegué a ver a ese supuesto colega porque se quedó esperando en el coche, me baso únicamente en lo que me dijo Fritz.

—¿Y si se trataba de algún conocido de la cárcel? Eso podría explicar por qué Fritz estaba tan contento. Puede que fuera alguien al que hubieran soltado hacia la misma fecha que a él, y que ahora intentara conseguir dinero fácil. O eso, o es alguien de la Academia Climping.

—Si es un exalumno de Climp, ¿a qué venía tanto secreto? —preguntó Stringer.

—Puede que Fritz se mostrara tan reservado porque sabía que tú conocías a ese tipo.

Stringer se encogió de hombros para indicar su falta de interés en el asunto.

—Bueno, la cuestión es que Fritz necesitaba un hornillo de camping y una linterna, así que le presté los míos. Le dije en plan sarcástico: «¿Seguro que no quieres también la tienda?», y me respondió que no, que ya tenían una. Así que le pregunté: «¿Qué demonios vais a hacer en Yellowweed?». Me miró como si estuviera chalado y contestó: «¿Y tú qué crees? Vamos a liar un petardazo y a bajarnos unas birras». ¿Un petardazo? Hace años que no los llamamos así. No es que quiera pelearme con él, pero me saca de quicio. Al menos prestarle esos trastos era mejor que tenerlo rondando por casa.

—¿Y qué hay de Roland? ¿Es posible que haya tenido noticias de Fritz?

—Si las hubiera tenido, me lo habría mencionado.

—¿Fritz aún tiene tu equipo de acampada?

—Sí, pero yo ya no lo usaba. Espero que me lo devuelva, pero si no, tampoco pasa nada.

Dirigí la mirada hacia el horizonte, pensando en lo que Stringer acababa de decir. A lo lejos, donde la cordillera de Santa Inés descendía hasta el valle, vi bandadas de pájaros impulsados por las corrientes térmicas, volando en círculos como motas oscuras.

—¿Cuándo viste a Austin Brown por última vez?

—Pues hará unos diez años. El tío desapareció cuando Fritz abrió la bocaza y se chivó a la policía.

—Iris Lehmann cree haberlo visto dos veces la semana pasada.

—Imposible. ¿Qué chorrada es esa? Puede que Austin fuera un cabrón, pero no era imbécil. La pasma lo detendría enseguida.

—¿Por qué diría Iris algo así si no era verdad?

—No te puedes fiar de ella. Siempre ha dicho chorradas, tanto antes como ahora.

—Bueno, te agradezco la información —dije.

—A mandar.

Cuando ya me iba, me vino algo a la cabeza. Sigo sin poder identificar el impulso que me llevó a preguntárselo, porque no era una cuestión que hubiera meditado de forma consciente.

—Una pregunta más.

—Adelante.

—Tú eres uno de los chicos que fueron a casa de Margaret Seay el día en que vació la habitación de Sloan, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quién encontró la cinta?

Observé cómo procesaba la pregunta, que pareció pillarlo desprevenido.

—Nadie. Nadie encontró nada. La policía ya había registrado el dormitorio, así que no había nada que encontrar.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. ¿Por qué lo pregunta?

—Sólo era una suposición. Vaciasteis el dormitorio poco antes de que pusieran a Fritz en libertad.

—Vale, pero no capto la conexión —dijo Stringer con cautela.

—Pensaba que la cinta había aparecido aquel día. Erais seis, y me cuesta creer que nadie soltara un grito al descubrirla.

—Pues nadie gritó, y no descubrimos nada. Se lo juro por mi madre —dijo Stringer levantando la mano derecha como prueba de su sinceridad.

No me quedó más remedio que aceptar su versión de los hechos, pero me costaba encajar las piezas. Había dado por sentado desde el principio que el chantaje guardaba relación con el descubrimiento de la cinta. O bien la cinta no apareció aquel día, o Stringer no sabía nada al respecto.

Bajé las escaleras algo inquieta y me dirigí al coche. En aquel momento, el paradero de Fritz era mi principal preocupación. Fritz me recordaba a Pinocho: pese a creerse muy listo, era bastante crédulo y parecía probable que acabara juntándose con malas compañías. ¿Su objetivo era caerle bien a la gente? Seguro que entregándoles veinticinco mil pavos les caería de maravilla. A su modo de ver, así resolvería el problema. Una vez pagados los veinticinco mil, todo se solucionaría. Podía llamarlo préstamo si quería, pero la posibilidad de recuperar ese dinero era más que remota. Aunque tampoco es que eso le preocupara mucho. Puede que incluso se estuviera divirtiendo. Había sido más listo que sus padres, había engañado al banco y todo había salido de acuerdo con el plan previsto.

Ya era hora de intentar localizarlo. Como soy muy aficionada a las obviedades, decidí empezar por Yellowweed, ya que, según las últimas informaciones, era hacia allí adonde se había dirigido. El campamento abandonado estaba muy aislado y ofrecía privacidad, lo que lo convertía en el lugar idóneo para las transacciones clandestinas. Si Fritz fue hasta allí con aquel individuo el viernes, ¿por qué no había regresado aún? Puede que el plan original del extorsionista consistiera en llevarlo hasta allí y robarle el dinero. Quizás el tipo no se había percatado de lo innecesaria que resultaba la astucia cuando Fritz estaba tan dispuesto a entregar el dinero.

Hice una parada en una gasolinera, llené el depósito de camino a la 101 y luego me dirigí al desfiladero. Mientras serpenteaba montaña arriba, vi varios auras gallipavos que revoloteaban en lo alto. Conté cuatro, con las alas abiertas en forma de uve cerrada. A veces se inclinaban de lado a lado, lo que hacía que sus plumas de vuelo tuvieran un aspecto plateado bajo la luz del atardecer. El aura gallipavo, o buitre americano, busca alimento valiéndose del olfato, lo que al parecer no es habitual en el mundo de las aves. Cuando vuela bajo hasta el suelo, es capaz de detectar el olor de los gases que anuncian la descomposición de los animales muertos. El aura gallipavo se alimenta de carroña, y considera a los animales atropellados una especie de banquete inagotable que le ofrece la vida.

Aparqué el Honda a un lado de la carretera, cerca de la ladera ascendente. Este debía de ser aproximadamente el punto en el que Troy había aparcado su camioneta la noche en que murió Sloan. Inicié el ascenso. El campamento para boy scouts de Yellowweed llevaba años desierto. El camino estaba cubierto de maleza, y probablemente me iba abriendo paso a través de hiedra venenosa que más tarde me produciría un virulento sarpullido. Los letreros que jalonaban el camino estaban descoloridos. Algunos tenían los postes partidos por la mitad, dejando a la vista un ramillete de astillas irregulares. Como suele ocurrir, la excursión me hizo constatar que no estaba nada en forma. Lo que más me fastidia de realizar determinado ejercicio, ya sea ir en bicicleta, practicar senderismo, correr o levantar pesas, es que te prepara únicamente para esa actividad, pero no necesariamente para cualquier otra.

En la cima, donde el terreno se nivelaba, hice una pausa para evaluar la situación. A primera vista, me era imposible adivinar si Fritz y su amigo habían estado ahí. Los visitantes solían acceder al campamento por el antiguo camino de grava, que dada la sequía que sufríamos no mostraría huellas de neumáticos. Una fina capa de polvo se había posado sobre la maleza, pero puede que llevara meses allí. Conté ocho buitres más congregados en una serie de árboles despojados de hojas. Aquel tiempo tan seco había provocado un cambio prematuro de estación, y el follaje se había desprendido sin mucha ceremonia.

Los buitres ocupaban las ramas más bajas de un conjunto de árboles situados a unos cincuenta metros de donde me encontraba. Me fijé en que las ramas se habían combado bajo su peso. Algunos buitres saltaban torpemente sobre el terreno yermo, en dirección a los cimientos de una de las cabañas derruidas tiempo atrás. Dos de ellos anadeaban emitiendo gruñidos y silbidos, tan torpes como los pingüinos en tierra firme. Otro permanecía erguido, con las alas extendidas para secarse las plumas. Tenía las patas manchadas de blanco, como si se hubiera defecado encima. Era evidente que habían convocado una reunión, aunque todavía esperaban la lectura de las actas. Los buitres se habían reunido confiando en obtener algún bocado sabroso, pero al ver frustradas sus esperanzas parecían malhumorados e irritables. No los perdí de vista por si me consideraban un canapé.

Tras una inspección más concienzuda, me di cuenta de que alguien había estado en el campamento hacía poco. Vi leña apilada, y los restos de un fuego de campamento apagado con agua. Cuando las toqué, las cenizas estaban frías. Habían plantado una tienda en una parcela de tierra aplanada, y habían clavado las piquetas formando un gran cuadrado. Las marcas del suelo indicaban que alguien había desmontado la tienda y la había guardado. No voy nunca de acampada, así que no sé muy bien cómo se hacen estas cosas. Al parecer, habían usado una hoja de palma a modo de escoba antes de desecharla. Vi un montoncito de tierra barrida en forma de abanico, pero resultaba imposible adivinar qué hubo antes allí.

Habían arrastrado hasta el claro un gran cubo de basura de plástico. Alguien había echado en su interior una bolsa de plástico llena de latas vacías de judías con tomate, una caja vacía de perritos calientes y el envoltorio de celofán para los panecillos de los perritos calientes. Habían rematado tan saludable festín con una bolsa de Fritos, también vacía. Como me estaba muriendo de hambre, no pude reprimir una mirada anhelante al envoltorio de un paquete de galletas bañadas en chocolate.

Recorrí todo el perímetro del campamento. Ni latas vacías de cerveza, ni colillas de porros, ni papel de liar. No estaba segura de lo que habrían hecho para entretenerse. Vi unas cuantas cabañas viejas derruidas, con cuyos escombros habían llenado la antigua piscina. El lecho de hormigón parecía un parterre de tamaño olímpico. Casi podía oír gritar a los chicos de nueve años mientras hacían la bomba. El «relleno» de la piscina era una maraña de aspecto traicionero compuesta de vallas viejas y troncos partidos procedentes de los restos de las cabañas. Debió de discutirse si era mejor sacar los escombros o dejarlos donde estaban, pero dado que el campamento dos veces abandonado no volvería a usarse, los imperativos económicos prevalecieron. La piscina estaba rodeada de árboles centenarios, por lo que la luz solar no habría llegado muy lejos y la superficie del agua se habría cubierto de cieno y de hojas podridas.

Algunas partes del sotobosque parecían pisoteadas. Los tallos cortados indicaban que algún vehículo había aplastado la maleza no hacía mucho. Entretanto, los buitres no me quitaban ojo. Uno de ellos consiguió emprender el vuelo con un aparatoso aleteo, y dos más siguieron su ejemplo. Me preocupaba el tufillo a perro muerto que llegaba de vez en cuando. Podía haber sido un ciervo, pero no me lo pareció. El hedor no venía de ningún punto en concreto. Olisqueé en varias direcciones, pero no conseguí detectar su procedencia. Ya estábamos a jueves, y Fritz llevaba desaparecido desde el viernes anterior. Dirigí la vista hacia la parte baja de la empinada ladera. A unos veinte metros de donde me encontraba divisé un bulto. Parecía como si alguien se hubiera desplomado colina abajo y ahora yaciera inconsciente.

Bajé con mucho cuidado, intentando no perder el equilibrio cada vez que la tierra suelta se desprendía bajo mis pies y caía en una miniavalancha. Cuando llegué hasta el bulto, me di cuenta de que era un saco de dormir, al parecer vacío. Inspeccioné detenidamente la abertura, donde la cremallera se había atascado en un pliegue de tela. No vi orificios de bala, ni sangre seca. Lo dejé donde estaba. Imposible saber cuánto tiempo llevaría allí. Volví a ascender por la ladera, enviando otra cascada de tierra colina abajo.

Cuando llegué a la cima, me detuve en el claro y di un giro de trescientos sesenta grados. Puede que hubiera olido gases de alcantarilla, pero se me ocurrió que un campamento como ese, construido en pleno monte, no estaría conectado al sistema de alcantarillado de la ciudad porque los problemas logísticos no lo habrían permitido. Lo que indicaba la posibilidad de que hubiera una fosa séptica. Se supone que las fosas sépticas tienen que pasar inadvertidas. Una vez instaladas, la hierba vuelve a crecer, el tiempo pasa y quedan pocos indicios visuales de su existencia. Me acerqué a los restos de una de las cabañas y rodeé los cimientos hasta encontrar una tubería de unos diez centímetros en el punto en que salía al exterior. Supuse que la fosa séptica debería de estar a tres metros y pico de la cabaña más próxima, así que calculé unas veinticinco zancadas y empecé a andar. Al cabo de siete minutos localicé un rectángulo de hormigón que mediría fácilmente dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho. Ahí el hedor era lo bastante fuerte para provocarme arcadas. Me tapé la boca y la nariz con el borde de la camiseta, lo que filtró un poco el olor. Había una tapa de hormigón de algo más de un metro cuadrado en el centro del rectángulo. La tapa tenía una enorme argolla de hierro e intenté levantarla, pero al primer intento ya vi que pesaba demasiado y que no podría arreglármelas sola.

Uno de los buitres bajó volando y aterrizó sobre el hormigón dando unos cuantos saltos. Ladeó la cabeza para averiguar la procedencia del olor y luego me miró fijamente con un ojo negro y vidrioso. Tenía la cabeza roja y pequeña en relación con el cuerpo, y el cuello largo y desnudo. Por lo que sé, la falta de plumas supone una ventaja para un ave que pasa tanto tiempo con la cabeza metida en las barrigas de los animales muertos. El buitre hizo una finta agresiva dirigiéndose hacia mí y me vi obligada a retroceder paso a paso.

Regresé a la autopista por el antiguo camino de grava, bajando por la colina con mucho cuidado. Volví al coche y conduje hasta el siguiente mirador, donde había visto una cabina. Marqué el 911, le detallé a la operadora dónde estaba, qué sabía y qué sospechaba, y esperé a que llegara el primer coche patrulla. Aunque aún tardarían unas horas en confirmármelo, Fritz McCabe no se encontraba lejos de allí.