5

El rechazo

Mayo de 1979

Sloan se sentó en un banco del vestuario de las chicas, donde se quitó las espinilleras y las botas de fútbol. Luego se despojó de la camiseta mojada y se secó el sudor del cuello. Se quitó los pantalones cortos y el sujetador deportivo y los dejó en el montón de ropa empapada que se había acumulado en el suelo. Después se dirigió a las duchas, que estaban vacías. Era un viernes por la tarde de finales de mayo, y nadie le había dirigido la palabra en varias semanas. Sloan se había convertido en una marginada porque, supuestamente, le había enviado un anónimo al subdirector de la Academia Climping en el que acusaba a Troy Rademaker y a Poppy Earl de copiar en la Prueba de Aptitud Académica de California tras conseguir una copia de las respuestas. La noticia de esta traición se extendió por todo el colegio en menos de un día. Sloan admitió haber exhortado a Poppy a abandonar el plan de copiar, así que, cuando llegó la nota mecanografiada, Austin Brown convenció a toda la clase de que Sloan era culpable de traicionar su confianza. Nadie quiso contemplar la posibilidad de que fuera inocente. La declararon culpable del delito que se le imputaba, e incluso a ella le sonaron huecas sus airadas protestas. Sloan era alta, fuerte y ágil. Una deportista consumada. También era inteligente, estudiosa y tenaz. Aun así, aquel aislamiento la estaba agotando.

Mientras cruzaba el suelo embaldosado se quitó la goma de la trenza que le llegaba a media espalda. Una cascada de ondas le cubrió los hombros como una capa. Si se lavaba el pelo tardaría horas en secársele, pero era preferible a tener la cabeza sudada. Como de costumbre, la ducha olía a lejía, un olor que asociaba tanto a las victorias como a las derrotas. El agua caliente tenía un efecto reparador, y Sloan no lamentaba disponer del vestuario para ella sola. Empezaba a acusar los efectos del rechazo, y aunque fingía indiferencia, era muy consciente de la desaprobación de sus compañeros. Nadie le hablaba. Nadie reconocía su presencia. Nadie la miraba a los ojos. Si se dirigía a algún compañero de clase, recibía la callada por respuesta. Incluso algunos alumnos de los cursos inferiores se habían sumado a la prohibición. Los del último curso se abstenían de participar, pero Sloan tenía la sensación de que la miraban con desprecio, convencidos de que se lo había buscado.

El escándalo del examen copiado se desencadenó cuando Iris Lehmann pulsó el timbre de la alarma contra incendios y esperó a que los pasillos y las aulas se hubieran vaciado. Entonces se metió a toda prisa en la secretaría del colegio y fotocopió el examen y la hoja con las respuestas, que la secretaria había distribuido en las casillas de los profesores. El examen tuvo lugar el viernes 13 de abril, y unas tres semanas después de que se publicaran las notas, el anónimo apareció sobre el escritorio del subdirector. En un principio nadie sospechó de la puntuación de Troy, porque solía sacar buenas notas. A Poppy le fue bastante mejor de lo esperado, lo que provocó las sospechas de algunos de sus profesores. En un torpe intento de disimular el engaño, Troy y Poppy habían respondido de forma incorrecta a las dos mismas preguntas. El señor Lucas los llamó a ambos a su despacho, donde los sometió a un interrogatorio. Poppy podría haberse librado a base de labia, pero Troy se derrumbó y la implicó también a ella.

Sloan se enteró de sus intenciones con antelación y no les ocultó su disconformidad. Puede que no se hubiera enterado de no ser por el grupito de alumnos que propagaron la noticia. La mitad de la clase sabía lo que iba a suceder, pero sólo ella fue culpada del chivatazo. Pese a que detestaba a los tramposos, nunca los habría delatado. Poppy y Sloan habían sido amigas íntimas desde que coincidieron en la guardería de la Academia Climping. A Sloan siempre le fue mejor en el colegio; sacaba buenas notas sin esforzarse, mientras que Poppy obtenía resultados mediocres en el mejor de los casos. Sloan era incapaz de contar el número de veces que había ayudado a Poppy con el inglés y con las matemáticas, o que le había preguntado las lecciones de historia y sociales. A medida que pasaban los años parecía que Poppy no avanzaba, y Sloan a veces se sentía culpable de que a ella le resultara todo tan fácil.

Después de ducharse se vistió, se recogió el pelo mojado en una cola de caballo y se dirigió al aparcamiento. Cuando llegó al elegante MG rojo de su padrastro, vio que alguien había rayado la palabra CHIVATA en el lado del conductor. Inspeccionó los rayajos, consciente de que se vería obligada a contarle a Paul lo que sucedía. Esperaba soportar el ostracismo en silencio, pero aquel coche era el tesoro de su padrastro y cualquier reparación tendría que facturarse a su seguro. No serviría de nada confiar en su madre, porque casi siempre estaba borracha o colocada por culpa de las pastillas que se tomaba para un sinfín de enfermedades, imaginarias o no. Su madre respondía al estrés metiéndose en la cama. Si se enterara de que le hacían el vacío a Sloan, su primer impulso sería llamar al colegio y presentar una queja larga e inconexa, cosa que empeoraría aún más la situación.

Sloan y su madre habían estado muy unidas años atrás, pero su relación cambió de repente. Sloan había sido concebida fuera del matrimonio, concepto un tanto extraño que su madre le explicó cuando tenía cinco años. Margaret le dijo que conoció a su padre en Squaw Valley el invierno después de haberse graduado en una pequeña universidad metodista de Santa Teresa. Quería cambiar de aires y consiguió un empleo de camarera en un hotel de lujo. Cory Stevens trabajaba de monitor de esquí en el mismo hotel. Era un chico guapo y esbelto, de carácter afable e intrépido. Margaret supuso que sería de familia rica, ya que no disponía de una fuente de ingresos conocida. Tuvieron un idilio apasionado, y en Navidad, cuando descubrió que estaba embarazada, Margaret se vino abajo. Pensó que Cory no querría saber más de ella, pero, para su sorpresa, el monitor pareció tomarse bien la noticia. Aunque no estaba dispuesto a casarse, le aseguró que la apoyaría hasta que naciera el niño y que colaboraría generosamente en su manutención. Dos semanas más tarde, Cory murió en una avalancha. A Margaret sólo le quedó una fotografía suya y una serie de promesas que ya no podría cumplir. Margaret se trasladó a Long Beach, dio a luz a su hija y se adaptó lo mejor que pudo a sus nuevas circunstancias.

Como madre soltera, trabajó de secretaria para una serie de constructoras, en las que apenas se ganaba la vida. Conoció a Paul Seay en una feria de muestras celebrada en Las Vegas en 1966. Paul, propietario de la empresa Merriweather Homes de Santa Teresa, era un hombre estable y realista que adoraba a Margaret y a su hijita. Margaret y Paul se casaron cuando Sloan tenía cuatro años y Margaret acabó volviendo a Santa Teresa, la ciudad en la que había estudiado. Paul tenía dos hijos de trece y quince años de un matrimonio anterior. Justin y Joey vivían con su madre durante el curso escolar y pasaban las vacaciones navideñas y los veranos en Santa Teresa.

De niña, Sloan suspiraba por el padre al que nunca conoció. En la fotografía donde aparecía, tomada en la estación de esquí, su padre tenía los ojos oscuros, la piel bronceada y los dientes muy blancos. Llevaba las gafas de esquí apoyadas en el pelo, que también era oscuro. A medida que Sloan crecía, la imagen de su padre dio origen a diversas fantasías. Sloan esperaba que, en realidad, no hubiera muerto en aquel accidente. Su madre le dijo que no encontraron el cuerpo, lo que llevó a Sloan a suponer que quizás estaba sano y salvo en alguna parte. Puede que hubiera aprovechado la excusa de la avalancha para rehuir su inminente paternidad. En lugar de ofenderse al pensar que su padre la había abandonado antes de nacer, Sloan leía cuanto caía en sus manos sobre el mundillo del esquí con la idea de ir en su busca algún día.

A los diez años, mientras leía detenidamente una pila de revistas viejas de esquí, Sloan dio con un artículo sobre Karl Shranz, el esquiador austriaco que había competido en el Campeonato del Mundo de 1962. Shranz ganó la medalla de oro en la prueba de descenso, la de plata en el eslalon gigante y una segunda medalla de oro en la prueba combinada. La cara del hombre que aparecía en la fotografía que acompañaba al texto era la de Cory Stevens. De hecho, la fotografía era una copia de la que Sloan tenía sobre la mesilla de noche. El descubrimiento la dejó estupefacta. ¿Su padre era un esquiador austriaco que había ganado varias medallas?

Se lo preguntó abiertamente a su madre.

—¿Karl Shranz es mi padre?

Margaret la miró asombrada.

—No conozco a nadie llamado Karl Shranz, Sloan. ¿A qué viene esa pregunta?

Sloan le enseñó las dos fotografías, una junto a la otra.

—Este es Karl Shranz, y este mi padre. ¡Son iguales, y tú me has mentido! No está muerto. Lleva vivo todo este tiempo.

Margaret lo negó al principio, pero Sloan siguió insistiendo hasta que su madre se derrumbó y admitió lo que había hecho. La historia sobre Cory Stevens y el invierno en Squaw Valley era pura invención. Margaret había recortado la fotografía de Karl Shranz de una revista, y la había enmarcado para que Sloan tuviera una imagen a la que recurrir siempre que precisara el consuelo de una figura paterna. El verdadero padre de Sloan, le reveló Margaret, era alguien a quien conoció en el pasado, pero con el que había tenido poco contacto desde entonces. Sloan no supo qué pensar. Confundida y disgustada, le contó la historia a Poppy confidencialmente, y le hizo jurar que guardaría el secreto. Poppy juró y perjuró que no diría nada, y dos días después la historia ya circulaba por todo el colegio. Poppy negó habérselo contado a nadie, y a Sloan no le quedó más remedio que restarle importancia al asunto y tragarse la humillación.

A decir verdad, la versión de Margaret cambiaba cada vez que Sloan le exigía información, hasta que esta comprendió que su madre no tenía ninguna intención de contarle la verdad. El único fragmento de la historia original que Margaret había repetido siempre era que el padre biológico de Sloan apoyó su embarazo y prometió contribuir generosamente a la manutención de la niña. Margaret se negó a revelarle nada más. Puede que el dinero estuviera pensado como un premio de consolación, pero como no llegó a materializarse, tampoco es que supusiera un gran consuelo. La furia y la decepción que sentía Sloan agriaron su relación con Margaret, y el vínculo jamás se restableció. Madre e hija acordaron una tregua precaria, pero Sloan nunca llegó a perdonar a su madre. La trataba con desdén, rechazando incluso sus muestras más bienintencionadas de cariño y preocupación. Paul Seay había llenado el vacío dejado por su padre biológico y Sloan redirigió su veneración hacia él. En un par de semanas, Paul y Margaret recogerían a los chicos en Tucson y los traerían a Santa Teresa para que pasaran el verano con ellos.

Cuando Sloan volvió del colegio, su perro fue a recibirla a la puerta ladrando alegremente, como si no esperara volver a verla. Butch era un perro de raza gran Pirineo, más de sesenta kilos de lealtad, paciencia y afecto. Tenía dos años y era blanco, con la cola en forma de penacho y un pelaje áspero que se le ondulaba alrededor del cuello. Sloan besó su cabeza lanuda y le frotó las orejas. Mientras colgaba la chaqueta en el perchero del recibidor dirigió la mirada al salón. Su madre estaba tendida en el sofá, con un cigarrillo encendido entre los dedos. Sloan detestaba aquel hábito de su madre casi tanto como sus andares tambaleantes y sus dificultades para hablar al final del día. Ya era media tarde y Margaret aún dormía, borracha como una cuba. Sloan le quitó la colilla, la apagó en el cenicero y subió a su dormitorio seguida de Butch.

Se puso un chándal, tomó la correa que colgaba en el recibidor y sacó al perro a pasear. Aquel era el momento favorito de Butch, y también el de Sloan. Paul se lo había regalado al cumplir los catorce, una enorme bola de pelo con un corazón igualmente grande. Por la noche, Butch dormía en su dormitorio, al pie de su cama. Durante el día, se tumbaba en el recibidor y esperaba a que Sloan volviera del colegio. El sol de mayo se ponía un poco más tarde cada día, y Sloan notó cómo se le levantaba el ánimo a medida que avanzaban por la calle. Media hora después, cuando volvieron a casa, Sloan se sorprendió al ver a Bayard Montgomery sentado en la mecedora blanca del porche delantero. Tenía un vaso de porexpán en la mano, un refresco de tamaño grande que sorbía a través de una pajita.

Butch corrió a su lado y lo saludó con entusiasmo, jadeando alegremente mientras Bayard dejaba la bebida en el suelo y acariciaba la noble cabezota del perro.

—¿Cómo estás, chico? ¡Qué perrazo tan guapo!

Era evidente que Butch adoraba a Bayard. No dejaba de mover la cola con la boca abierta en una especie de sonrisa perruna.

—Hola. ¿Cómo te va? —preguntó Bayard mirando por fin a Sloan.

—No me lo creo. ¿Me hablas a mí?

Bayard la observó con mirada socarrona.

—Quiero volver a trabajar para tu padre. Me deja conducir su bulldozer y su excavadora. Guay, ¿no? He pensado que vale la pena hacerte la pelota.

—¿Me tomas el pelo? Soy una apestada. Si Austin descubre que has hablado conmigo, arderás en el infierno.

—¡Dios mío! —exclamó Bayard con voz de falsete. Se metió los dedos de la mano derecha en la boca y se los mordió fingiendo pavor. Era un gesto que solía exhibir como muestra de irreverencia. Llevaba el pelo enmarañado, con mechones levantados en todas direcciones. Al igual que el gesto de morderse la mano, la mata de pelo oscuro y alborotado y el brillo travieso de sus ojos constituían su seña de identidad. Como sucedía con Poppy, Sloan lo conocía desde la guardería.

Aún recordaba cómo era Bayard en aquella época, un niñito retraído que guardaba las distancias con todo el mundo. Bayard era hijo único, y sus padres estaban enzarzados en un agrio proceso de divorcio. A los cinco años, incapaz de escoger entre los dos, se convirtió en la víctima de sus forcejeos. Un año después, su madre ganó la pugna y se lo llevó a Santa Fe para que tuviera una vida mejor, según dijo. Aquel plan funcionó hasta que Bayard cumplió doce años y empezó a rebelarse. Lo hiciera de forma consciente o no, se distanció tanto de su madre que esta se lo devolvió a su exmarido, renunciando de paso a todos sus derechos maternos. Tigg Montgomery matriculó de nuevo a Bayard en el Climp, donde por haber estado ausente durante seis años se convirtió en un alumno exótico: un inadaptado disoluto que continuaba sin integrarse en el estrecho círculo de sus antiguos amigos.

Sloan se sentó en el sofá de mimbre, absurdamente agradecida de estar en compañía de Bayard. El perro se acomodó a sus pies.

—No hablemos de Austin, ni del colegio.

—¿De qué quieres hablar?

—De cualquier cosa. Me han dicho que tu padre está enfermo.

Bayard hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—No le queda mucho —dijo con voz suave—. Estoy seguro de que mi madre se pondrá contentísima. Lo odia a muerte desde hace años. Claro que mi viejo es un cabrón, así que, ¿por qué no iba a odiarlo?

—Pensaba que te llevabas bien con él.

—Lo adoraba, y suponía que el sentimiento era mutuo. Eso demuestra lo gilipollas que soy.

—Al menos sabes quién es, que ya es mucho. Yo soy una bastarda entre comillas, lo que resulta bastante ridículo hoy en día.

—¿Y cómo es eso?

—No tengo ni idea. Mi madre se niega a contarme nada sobre mi padre biológico.

—¿Por qué?

—Tiene que ser por un sentido equivocado de la lealtad, o como autoprotección. Lleva mintiéndome desde que yo era pequeña, y cuando finalmente encontré pruebas de su embuste, se cerró en banda y ya no me contó nada más. Si se lo pregunto ahora, suelta la lagrimita, desvía la mirada y se sirve otra copa.

—Puede que no sepa quién es tu querido papá. Quizás haya muchos tipos que podrían haberlo sido.

—No lo creo. No es nada promiscua, va siempre con mucho cuidado.

—A lo mejor entonces era distinta. Un espíritu romántico. Ese tío podría haber sido su gran amor.

—Ahora ya no importa. Por suerte, mi padrastro ha resultado ser un hombre estupendo. La verdad es que se ha portado de maravilla, especialmente teniendo en cuenta que mi madre cada vez está peor.

—¿Cuándo empezó a beber?

—Quién sabe. Mi padrastro dice que no bebía mucho cuando se conocieron. Un cóctel de vez en cuando, pero no iba siempre pedo.

Bayard se encogió de hombros.

—¿Ahora te enteras de que los padres son un coñazo? Mi padre es un mago: te da algo con una mano y te lo quita con la otra. ¡Puf! Visto y no visto. A la que te descuidas, te ha dado por saco.

—No lo entiendo.

Bayard rechazó el comentario con un gesto.

—No merece la pena entrar en detalles. Digamos que ahora que le queda tan poco, mi padre quiere volver atrás para reparar todo el daño que ha hecho.

—Pero eso no es malo, ¿no?

—Puede hacer lo que quiera, siempre que no me toque a mí pagar el pato.

—¿Qué tiene que ver su arrepentimiento contigo?

—Nada, según él. Durante años, mis padres se me han ido pasando como si fuera una pelota. Igual que una patata caliente que va de mano en mano porque quema. Estoy harto de que me engañen.

—Pero aquí has sido feliz, ¿no?

Bayard le dirigió una sonrisa sarcástica.

—¿Y qué significa ser feliz? Tienes que cuidarte, es todo lo que sé. Nadie va a hacerlo por ti, eso está claro.

Bayard agitó el hielo en el vaso de refresco, intentando calcular cuánto le quedaba. Dio un buen sorbo con la pajita y vació la mitad del contenido.

—¿Quieres un poco? Última oportunidad.

—¿Qué es?

—Bourbon y Coca-Cola.

Sloan torció el gesto.

—No, gracias.

—No te culpo. Sabe fatal, pero me alegra el corazón, o al menos lo que queda de él.

—No deberías beber.

—No debería hacer un montón de cosas, pero las hago. —Bayard dejó el vaso a sus pies, apretó las rodillas contra el pecho y apoyó la barbilla sobre los brazos cruzados—. Además, la que necesita ayuda eres tú.

—Sobreviviré. Ya empiezo a encontrarme mejor ahora que Austin no me chupa toda la energía.

—Menudo mal rollo, y encima saliste con ese tío. Además de asfixiarte, seguro que intentó llevarte al huerto.

Sloan se echó a reír.

—¿Cómo lo sabes?

—Austin y yo tuvimos algo —contestó Bayard sin darle importancia.

—¿Qué quieres decir con «algo»?

—¿Qué te parece que quiero decir? A Austin le va tanto la carne como el pescado. No le importan las sutilezas, le gusta la caza. Le gusta seducir, y luego se aburre.

—Por eso no quise acostarme con él.

—Chica lista. Empezó a salir contigo nada más dejarme a mí.

—Lo siento, Bayard. No tenía ni idea. Debió de hacerte daño.

—Hacer daño es lo que más le gusta. ¿Te estás preguntando si soy marica?

—No digas eso. A mí no me importa.

—A mi madre sí que le importó, por eso se me quitó de encima y me dejó tirado en casa de mi papuchi.

—Joder. ¿Lo sabe él?

—Cielo santo, claro que no. Sólo me faltaría eso. Mi padre es homófobo, se sube por las paredes cada vez que sale el tema. Si Austin tira de la manta, mi padre me pondrá de patitas en la calle. Por no hablar del dinero: se asegurará de que yo no reciba ni un centavo. Algo que Austin sabe de sobra.

—¿Te ha amenazado con contárselo a tu padre?

—Por supuesto. Siempre dice: «Una llamada, Bayard. Basta con una llamada». Y entonces levanta así el dedo y ya no tiene que decir nada más. ¿Y sabes qué es lo más patético? Que aún estoy colgado de él. Fíjate en Fritz: él también está colado por Austin.

—Pero si te sacara del armario a ti, ¿no se descubriría también él?

—Nadie se atrevería a decir nada, es un tipo a prueba de balas. Los chicos le tienen un miedo atroz.

—Y yo también se lo tengo, si quieres que te diga la verdad.

—Escúchame bien, Sloan: tú eres más fuerte que él. Te odia porque no puede dominarte, pero podría estar marcándose un farol. Quién sabe, puede que sea un fanfarrón cagado de miedo. Un imbécil sin cojones, hablando en plata.

—A mí no me mires. No pienso enfrentarme a él.

—¿Les has contado a tus padres lo que pasa?

—No me quedará más remedio. Alguien ha escrito «chivata» en el coche de Paul. Hablaré con él, pero no quiero que, además de soplona, me tachen de chismosa. Y pasa lo mismo con el colegio: si se lo digo al señor Lucas o al señor Dorfman, parecerá que quiero que intervengan. Sería como cavar mi propia tumba.

Bayard bajó la vista.

—Puedo proporcionarte una salida.

—¿Cómo?

—Pregúntale a Austin por la cinta.

—¿Qué cinta?

Bayard cogió el vaso y agitó los cubitos.

—Fritz, Troy y él se lo montaron con Iris cuando estaba borracha y colocada. Se la follaron como perros en celo y lo grabaron todo en un vídeo. Iris sale repantingada en la mesa de billar, totalmente ida, mientras Fritz y Troy hacen el imbécil a su alrededor y le meten un taco de billar por el chocho. Tu amigo Austin también estaba, claro. No participó en la juerga, pero fue idea suya. El tío es un voyeur.

—¿Cuándo grabaron esa cinta?

—El fin de semana pasado.

—¿Lo dices en serio?

—Muy en serio.

—¿Y tú cómo te enteraste?

—No es que me enterara, yo también estaba allí. ¿Quién crees que lo grabó todo?

—¿Y no interviniste?

—Me comportaba como un reportero. Me dediqué a grabar la realidad sin imponer mi voluntad ni mi punto de vista. Capté aquellas escenas para la posteridad. ¿Qué hay de malo en eso?

—¡Por favor! Eres peor que ellos.

—Soy despreciable —dijo Bayard con una sonrisa pícara—. La cuestión es que ella se lo buscó. Es una niñita necesitada de cariño, capaz de hacer cualquier cosa para llamar la atención. ¿Por qué crees que robó el examen? Para congraciarse con Poppy. Y, además, Troy la pone cachonda.

—No te creo. ¿Lo dices en serio?

—Claro que sí. Siempre lo está sobando.

—Pero Troy y Poppy salen juntos. Troy le dio a Poppy su anillo de graduación.

—Hay muchas cosas que Poppy no sabe sobre ese tío. En cuanto a Iris, flirtea con cualquiera.

—Pero, Bayard…

—Qué Bayard ni qué hostias. Te lo aseguro, esa cinta es pura dinamita.

—¿Qué haría yo con una cinta porno? Todo esto me parece asqueroso.

—Puedes usarla para que Austin te deje en paz. Sería una prueba contundente, por así decirlo. Dile que se la entregarás a la policía.

Sloan le dirigió una mirada escéptica.

—Pero has dicho que él no participó.

—Él fue quien lo organizó todo y azuzó a los otros, lo que lo vuelve tan culpable como los demás, ¿no te parece?

—Austin no lo verá así.

—Puede que no, pero ¿para qué va a arriesgarse? ¿Y si se enteran sus padres? Esa es la madre del cordero.

Sloan negó con la cabeza.

—¿De qué sirve echar leña al fuego? Si lo desafío, las cosas se pondrán aún más feas.

—No lo creo. Necesitas un as en la manga para poder apretarle las tuercas. Si tienes la cinta, podrás acabar de una vez con todo este asunto.

—¿Dónde está?

—En casa de McCabe. Fritz está pensando en retocar el montaje, como si fuera una película importante y a él lo hubieran nominado para recibir un premio.

—Fritz no me la dará así por las buenas. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Claro que no. Tendrás que buscar la manera de mangársela sin que él lo sepa. No puede ser muy difícil, ese tío no se entera de nada.

—No me parece bien. No puedo meterme en más problemas de los que ya tengo.

—Te equivocas. Esto es justo lo contrario: es tu tarjeta de «queda libre de la cárcel».

—No me gusta.

—¿Sabes cuál es tu problema? Que no entiendes a los hombres. Crees que si te muestras modosita y amable con ellos todo irá bien. Austin juega sucio, tienes que darle donde más duele. Es un jugador muy astuto.

—Yo no quiero andarme con juegos.

—¿Por qué no? Si va por ti, tienes que darle una patada en el culo. Si no lo haces, nunca te respetará. Ahora mismo te tiene bien pillada.

—No puede seguir controlándolo todo siempre.

—¿Lo dices en serio? Esto irá a más. Si crees que ahora estás mal, espera a que Austin vaya a por todas. ¿No quieres pagarle con la misma moneda?

—Lo único que quiero es que todo este mal rollo se acabe de una vez.

—Exacto. Vete a casa de Fritz y consigue la cinta. Si sospecha que has sido tú, mejor aún. Así le irá con el cuento a Austin. Seguro que Austin se echa a temblar por una vez en su vida. Si das muestras de debilidad sabrá que te ha ganado la partida.

—Me da miedo.

—Pues trágatelo. Te crees inferior a Austin, pero son imaginaciones tuyas.

Sloan se lo quedó mirando durante un buen rato y luego bajó la vista. Bayard tenía razón. Quizás había llegado el momento de dejar de hacerse la víctima y tomar el control de la situación. Se levantó y llamó al perro chasqueando los dedos.

—Espero que funcione. Si no, te echaré la culpa a ti.

—No lo dudo —dijo Bayard.

Sloan le puso la correa a Butch. El perro se levantó y trotó obedientemente a su lado. Bayard la observó salir hasta la calle por el camino de acceso. Distraídamente, le quitó la tapa al vaso y se acabó la bebida.