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Lunes, 25 de septiembre de 1989

Entonces me percaté de algo igualmente terrible a mi modo de ver: además de haberme pinchado la línea telefónica, Ned había metido en mi semisótano su mochila con armazón de aluminio y su saco de dormir rojo. Aquel tipo llevaba casi una semana vivaqueando bajo el suelo de mi despacho. Dirigí el haz de luz de mi linterna por todo el espacio y descubrí una radio portátil, unas cuantas latas de comida, un abrelatas y un hornillo Coleman con paravientos por si soplaba un huracán. Todo estaba dispuesto cuidadosamente sobre una caja de madera que Ned había arrastrado desde el exterior. Había dejado sus botas de excursionista a un lado de la caja y recogía la basura que generaba en una bolsa de plástico de las del súper. Qué hombre tan pulcro. Además, tenía una botella pequeña de whisky de Tennessee y un termo con un tapón de rosca que usaba a modo de vaso. Me lo imaginé a la hora del cóctel, contemplando su reino subterráneo apoyado en un codo mientras bebía a sorbos el whisky y repasaba lo que había hecho durante el día.

¿Cuándo debió de ocurrírsele la idea? Caí en la cuenta de que el día en que me rompió la ventana de la cocina quizá llevaba a cabo una misión experimental para evaluar la viabilidad del plan. En los bungalós contiguos al mío no vivía nadie, y el barrio suele estar muy vacío por la noche. Una vez se hubo instalado, sólo le quedó esperar a que oscureciera y ya podría entrar y salir a su antojo. Entretanto, podía anidar bajo mi despacho durante las horas de luz diurna, a salvo de miradas indiscretas. Salvo un baño donde hacer sus necesidades (que esperaba que aliviara en cualquier otro sitio), Ned disponía de un hábitat muy acogedor equipado con todas las comodidades de un hogar.

Me agaché y metí la cabeza por el respiradero.

A la izquierda había una lata de gasolina, cosa que me extrañó a menos que Ned usara gasolina sin plomo en su hornillo. Existía otra posibilidad, por supuesto. La última vez que salió huyendo le prendió fuego a su autocaravana y escapó a pie. No vi por ninguna parte el Oldsmobile rojo que Ned había robado, pero Erroll tenía razón: era un vehículo demasiado llamativo para conducirlo durante mucho tiempo. Ned le habría prendido fuego. O quizá lo había dejado en alguna parte y había venido hasta aquí a pie. Quemar el coche parecía algo muy extremo cuando lo único que tenía que hacer era limpiar sus huellas dactilares y abandonarlo. No tardarían ni una semana en robarlo o en desguazarlo. O quizás algún vecino sospecharía y llamaría a la grúa para que lo llevaran al depósito municipal.

Eché un vistazo a mi derecha, donde vi una trampa Havahart apropiada para capturar marmotas, mapaches y otros animales de tamaño medio. La trampilla se había cerrado, pero la trampa estaba vacía. Puede que Ned le pusiera algún cebo por la noche por si una mofeta decidía refugiarse en el campamento base que había instalado. Percibí un ruido muy débil. Ladeé la cabeza y entrecerré los ojos. Volví a oírlo otra vez: un sonido metálico que sonaba como el chirrido de una cadena. Se me pasó por la cabeza que podría ser Ned, pero descarté esa posibilidad. No había ningún indicio de que lo hubiera interceptado, a menos que me hubiera oído acercarme al semisótano y se hubiera ocultado entre las sombras.

Saqué la cabeza de la abertura e inspeccioné los alrededores del bungaló. ¿El ruido venía del interior del semisótano o del exterior? Recorrí con la mirada el trozo de calle que podía ver desde el espacio umbrío que separaba los dos bungalós. No había casi nadie, por eso me gusta el barrio. A Ned debió de gustarle por la misma razón. Tan poco tráfico. Tan pocos peatones. Ned no podía haber previsto que lo fuera a localizar, ya que la idea se me acababa de ocurrir. Por una vez iba un paso por delante de él.

Ahora que sabía dónde se ocultaba Ned, era cuestión de llamar a Cheney Phillips y pedirle que mantuviera vigilado el bungaló hasta que Ned volviera a aparecer. Cheney, Jonah o cualquier otro policía reuniría a las tropas, tendería la trampa y cazaría a Ned Lowe. Entretanto, yo no pensaba dejar ni el más mínimo indicio de mi presencia en el semisótano. Que Ned siguiera creyendo que nadie había descubierto su guarida. Mientras no apareciera en los diez minutos siguientes, todo iría bien. No me hacía ilusiones respecto a la posibilidad de cazarlo yo sola. Nada de intentar detenerlo por mi cuenta. Sé cuándo necesito ayuda, y esta era claramente una situación que requería la intervención de la artillería pesada. Pensé en llamar al 911 en aquel mismo momento, pero una respuesta policial con sirenas ululantes pondría a Ned sobre aviso si es que estaba por la zona. Tenía que actuar con sutileza para no alertarlo de que había descubierto lo que se traía entre manos.

Me empezaban a doler las piernas de llevar tanto rato en cuclillas. Introduje la cabeza y los hombros por el respiradero y dejé vagar la mirada por aquel paisaje desolado. Más allá del minúsculo campamento de Ned, el semisótano estaba envuelto en tinieblas, aunque la oscuridad no era total. A través de los otros tres respiraderos, uno en cada pared exterior, entraba un poco de luz, aunque el aire no parecía circular por ellos. El suelo de tierra se inclinaba hacia abajo en el lado izquierdo, por lo que el techo se elevaba hacia el centro del subsótano.

Cuando trataba de vislumbrar lo que se ocultaba en la penumbra, oí una serie de chillidos escalofriantes. Me asusté tanto que pegué un salto y me di un cabezazo contra el marco de madera del respiradero. ¡Mierda! Por un momento pensé que me iba a desmayar. Tenía el corazón desbocado y me costó recobrar el aliento. Las punzadas eran tan intensas que sentí que la oscuridad me envolvía y luego se alejaba, dejándome bizca de dolor. Me llevé la mano a la nuca, donde ya me estaba saliendo un chichón como respuesta al topetazo. Aparté la mano y me miré los dedos esperando no verlos ensangrentados. Por suerte, estaban limpios.

¿Qué diantres era aquello?

Oí un gemido ahogado que me hizo saltar por segunda vez. Obviamente, se trataba de algún animal. No podía ver de qué tipo porque un pilar de hormigón me tapaba la vista. ¿Una madriguera de ratas? ¿Un mapache? Puede que la criatura hubiera quedado atrapada en una segunda trampa Havahart, aunque no tenía ni idea de por qué Ned necesitaría dos. Hubo un momento de silencio y a continuación aquel forcejeo frenético empezó de nuevo. El animal tenía que estar atado a algo, porque su pánico resultaba palpable. Percibí un hedor repentino a orina y a heces; la criatura habría perdido el control de los esfínteres intentando liberarse. Incluso una zarigüeya soñolienta podía volverse agresiva si se veía acorralada. No quería acercarme a una bestia salvaje tan agitada, pero necesitaba averiguar qué sucedía. Por lo que sabía, debajo de mi despacho no vivía ninguna bestezuela, así que fuera lo que fuera aquel animal, Ned lo había traído consigo. Pero ¿por qué?

Ned era muy aficionado a los golpes de efecto. Como pegarle una brutal paliza a Phyllis Joplin para que yo la encontrara poco después. Había acampado bajo mi despacho para anonadarme. Seguro que se regodeaba pensando en mi reacción cuando averiguara dónde había estado él la última semana. Puede que incluso quisiera hacerme saber que lo tenía a metro y medio por debajo de mí cada vez que me sentaba a mi escritorio. ¿De qué sirve ser tan listo si nadie se entera?

¿Cuáles eran sus intenciones? Tras haber preparado el terreno, ¿qué nueva barbaridad estaría planeando? El aullido sordo resonó de nuevo. Era evidente que aquel animal estaba muy agitado. Vacilé. En realidad, no era problema mío. Mi cometido consistía en recuperar mi línea telefónica y notificar a la policía lo sucedido. Aun así, no soportaba la idea de dejar a ninguna criatura a merced de un hombre como Ned.

¿Iba a tener que entrar en el semisótano para echar un vistazo?

No se me ocurrió otra solución mejor. Pensé en rodear el bungaló e intentarlo a través del respiradero de la fachada posterior del edificio, cosa que me habría ofrecido una vista más despejada, pero sabía que los restantes respiraderos estaban cerrados con tapas clavadas a la pared. Sólo me hubiera faltado anunciar a golpes y martillazos que conocía el paradero de Ned.

Me quité la chaqueta y la introduje por la abertura. Luego me quité la pistolera, cogí la H&K y me la metí en la cinturilla de los vaqueros a la altura de la zona lumbar. No sin dificultad, me fui introduciendo por el respiradero. Primero extendí la pierna izquierda y luego el resto del cuerpo, esperando no volver a darme un cabezazo. Una vez dentro, me agaché en un espacio que apenas me permitía anadear hacia el pilar de hormigón que me tapaba al animal. Me dije que sólo tenía que acercarme lo suficiente para ver a qué me enfrentaba. Si no podía liberar a aquella criatura por mi cuenta, llamaría al Departamento de Control Animal y les pediría que enviaran a alguien para salvar al pobre bicho. No quería descubrir mis cartas, pero, dadas las circunstancias, era preferible tener en cuenta la naturaleza depravada de Ned y hacer cuanto estuviera en mi mano para evitar más brutalidades.

Decidí que avanzaría más deprisa si me ponía a gatas o si me arrastraba por el suelo, valiéndome de los codos y los dedos de los pies para impulsarme. La tierra tenía un olor metálico. No me atreví a mirar hacia la solera que tenía justo encima porque podría ser un vivero de arañas o de ciempiés, y ver a cualquiera de esos bichos me habría hecho dar un respingo. Al imaginármelo, el corazón se me aceleró y luego se fue apaciguando, como si hubiera sufrido una sacudida interna seguida de varias réplicas. Bajé la cabeza intentando dominar el pánico. ¿Aquel objetivo merecía tanto riesgo? Supuse que Ned entraría y saldría por la noche. Pero ¿y si se presentaba ahora? No sabía muy bien qué me asustaba más: encontrarme cara a cara con un animal desesperado o estar a menos de cinco metros de la libertad y descubrir que Ned Lowe aparecía inesperadamente y me bloqueaba la huida.

Me entraban sudores sólo de pensarlo. Se me ocurrió que una vez que hubiera salido del semisótano y hubiese vuelto a mi despacho, tendría que asegurarme de que Ned no hubiera entrado en el bungaló mientras yo estaba debajo. No quería que intentara asfixiarme de nuevo y aún no estaba lista para exhibir mi dominio de las artes marciales, ya que no llevaba ni cinco semanas asistiendo a clase. Gateé hacia delante unos cuantos metros y volví la cabeza para mirar el respiradero, que ahora me pareció más pequeño. Cada vez estaba más lejos del mundo exterior, y aún no podía identificar al animal. Sólo percibía alguna que otra rotación cada vez que la criatura forcejeaba en su intento por zafarse de las ataduras que la constreñían. Habría tirado la toalla, pero sabía muy bien cómo funcionaba la mente de Ned. Lo malo de los psicópatas es que son increíblemente crueles desde su más tierna infancia. Incluso antes de que su patología se desarrolle por completo, se muestran fríos y distantes, y carecen del más mínimo atisbo de empatía.

Fui avanzando a tientas, algo más tranquila gracias a la voluminosa pistola que me había metido en la cinturilla del pantalón. Llevaba la linterna en la mano y sólo me quedaba un metro por recorrer. No tenía sentido preocuparme del riesgo porque ya me había comprometido. Puede que estuviera cometiendo una locura, pero había llegado tan lejos que ahora era más fácil avanzar que retroceder. Me arrastré medio metro más, apoyándome en los codos mientras me impulsaba con los pies. Me incliné hacia delante y escruté la oscuridad. Encendí de nuevo la linterna y dirigí el haz de luz a la zona situada detrás del pilar de hormigón.

Cuando reconocí lo que veía, emití un grito ahogado de sorpresa e incredulidad: era Ed, flácido a causa del agotamiento, con los ojos cerrados y el pelaje apelmazado. Ned lo había metido en un arnés que colgaba de una de las viguetas. Había visto arneses similares en las tiendas de animales: un ligero chaleco de nailon, para usarlo si pensabas que a tu gato le gustaría que lo sacaras a pasear como si fuera un perro. La mayoría de los gatos detestaban la idea. El chaleco no le hacía daño a Ed, pero la argolla cosida en la espalda del arnés estaba colgada de un cáncamo que Ned había atornillado a una de las viguetas. Ned se había asegurado de que la cadena conectada al arnés fuera muy corta para que las patas del gato apenas tocaran el suelo. ¿Cuánto tiempo llevaría colgado en aquella postura? A Ned debía de divertirle el forcejeo de Ed porque no existía la posibilidad de escapar.

Cogí a Ed en brazos como si fuera un bebé, sujetándolo con una mano debajo de la barriga para que se sintiera seguro. Al principio trató de desasirse, dispuesto a librar batalla. Mi dulce Ed, con un ojo verde y el otro azul, con su colita recortada. El pobre tenía el corazón desbocado, y supuse que la reacción de lucha o huida le habría activado todo el organismo. Me senté con la espalda encorvada y la cabeza ladeada para evitar chocar con las viguetas y mantuve el brazo izquierdo lo bastante elevado para aguantar a Ed e impedir que colgara arrastrado por su propio peso. El gato temblaba por la tensión, pero juraría que me había reconocido.

Mi impulso inicial fue desabrochar el arnés, pero caí en la cuenta de que, si lo liberaba, Ed saldría de allí como una exhalación. Si iba directo al respiradero y se escapaba, Ned podría capturarlo de nuevo, posibilidad que ni me atrevía a contemplar. Esperé un rato, y cuando Ed estaba algo más calmado, me tendí de espaldas y estiré el cuerpo para poder buscar el juego de herramientas Leatherman en el bolsillo de los vaqueros. ¡Vaya! No lo llevaba encima. Recordé entonces que me lo había metido en el bolsillo del cortavientos, que estaba a más de seis metros de donde me encontraba. Alargué el brazo, busqué a tientas el cáncamo y conseguí hacerlo girar con mucho esfuerzo. Usaba el pulgar y el índice, por lo que apenas podía agarrarlo. Había estado levantando pesas desde que Ned intentó estrangularme, así que al menos tenía fuerza en los brazos. No obstante, me costaba sujetar al gato con la mano izquierda mientras trataba de desenroscar el cáncamo con la derecha. El sudor me resbalaba por la cara y tuve que detenerme un par de veces para secármelo con la manga.

Volví a intentarlo, consciente de que tenía que salir de allí cuanto antes. Iba muy lenta, y cuando hubiera conseguido desenroscar el cáncamo, aún tendría que decidir cómo sacar al gato mientras volvía arrastrándome hacia el respiradero. Oí que alguien cerraba la puerta de un coche en la calle. El corazón me dio un vuelco y me detuve de nuevo. Como si percibiera mi preocupación, el gato se contorsionó y arqueó la espalda tratando de liberarse. Era ágil y rápido, y aunque conseguí controlarlo no sabía si podría sujetarlo mucho más tiempo. Tenía que haber una manera mejor de hacer las cosas.

Posé la vista en el auricular de la compañía telefónica que había permitido a Ned espiar todas mis llamadas. No podía creer que no se me hubiera ocurrido antes. Lo único que tenía que hacer era llamar pidiendo ayuda, una solución mucho más sensata que forcejear con un gato y desenroscar un cáncamo al mismo tiempo. Oí el crujir de pasos que se aproximaban por el camino que separa los bungalós. Cogí el auricular con la mano derecha y tecleé el número de Henry con el pulgar, intentando mantener al gato calmado.

Un timbrazo.

Entre dientes, susurré: «¡Venga, venga! ¡Contesta de una vez!».

Ladeé la cabeza y miré hacia el respiradero. Alguien se había plantado delante, impidiendo que entrara la luz.

Dos timbrazos.

Henry, Pearl y Lucky aún debían de estar buscando al gato por las calles.

Tres timbrazos. Cuatro.

Finalmente saltó el contestador, y tuve que esperar a que Henry pronunciara su jovial saludo. Después de oír la señal, susurré: «Henry, soy yo. Escucha, tengo un problema. He encontrado a Ed y estoy…».

La línea se cortó.

Cerré los ojos. Había dejado la caja de conexiones abierta y el enrejado de madera apoyado contra la fachada lateral del bungaló. Ahora mi cortavientos azul marino se veía claramente a través del respiradero. Sabía quién estaba ahí fuera. Mi viejo amigo Ned había vuelto de sus andanzas por el mundo y no le iba a gustar nada encontrarme en su espacio personal. Miré al gato que llevaba en brazos. Sería mejor que se las arreglara por su cuenta. Lo sujeté con una mano mientras desabrochaba el arnés con la otra. Ed salió disparado hacia el fondo del semisótano y desapareció en la oscuridad.

Me palpé la espalda y saqué con cuidado la H&K de la cinturilla del pantalón. Después di media vuelta, apartándome de la zona que quedaba a la vista a través del respiradero. Durante un momento, me cobijé detrás del pilar de hormigón mientras trataba de poner en orden mis ideas. Me incliné hacia delante y dirigí la vista al respiradero. Ned se había apartado de la abertura, pero estaba segura de que no habría ido muy lejos. Me aparté de la columna y rodé hasta quedar boca abajo, con los brazos extendidos delante del cuerpo. Agarré la empuñadura de la pistola con el pulgar derecho y el dedo corazón. La culata de la H&K reposaba sobre el suelo de tierra, lo que me permitía sujetarla firmemente sin cansarme. Mantuve el brazo derecho bien tieso, y lo afiancé tirando ligeramente de él hacia atrás con la mano izquierda. Así impedí que se me movieran las manos y las muñecas. Desbloqueé el seguro y deslicé hacia atrás la corredera.

Ned y yo aún no habíamos intercambiado ni una palabra. Ned sabía que yo estaba debajo del bungaló, pero no estaba seguro del lugar exacto. Yo sabía que él se encontraba entre los dos bungalós, pero no podía ver dónde. Hay algo en la naturaleza humana que nos lleva a mirar a nuestro interlocutor a los ojos cuando mantenemos una conversación. No quería que Ned metiera la cabeza en la abertura, porque si me veía obligada a disparar le daría en la parte superior del cráneo, una herida casi siempre mortal. Por no hablar del revoltijo de sesos volando en todas direcciones.

Estaba hecha un manojo de nervios. Me concentré en respirar y vacié la mente de todo lo que no fuera mi objetivo inmediato. Mi cerebro, por razones que desconozco, reprodujo de repente la conversación telefónica que había tenido con Phyllis, casi palabra por palabra. Habíamos comentado que Ned querría recuperar los recuerdos robados a sus jóvenes víctimas. Le pregunté a Phyllis si Celeste se los había entregado, y Phyllis contestó que, de haberlos tenido, se los habría llevado como prueba a la policía. Deduje por tanto que dichos recuerdos aún estarían en posesión de Celeste. Le pregunté dos veces si sabía dónde se encontraba esta. La primera vez se hizo la tonta y cambió de tema. La segunda vez me respondió que Celeste había cambiado de nombre y de domicilio y que, aun así, su número telefónico no figuraba en el listín. Phyllis lo había escrito en un trozo de papel que había metido en una caja de la mudanza hacía seis semanas. Cuando hablamos aún no había vaciado todas las cajas, por lo que no tenía el papel a mano. Le dije que se guardara esa información. Sólo quería que Celeste supiera que Ned había vuelto. Poco después, Phyllis me invitó a tomar algo en su casa, y fue entonces cuando me dio su nueva dirección. Ned, oculto en el semisótano en el que yo me encontraba ahora, probablemente habría ido anotando los datos al mismo tiempo que yo.

Había dejado a Phyllis inconsciente de una paliza al suponer que esta habría encontrado el papel con el nuevo nombre de Celeste y su dirección actual. Debió de pensar que Phyllis le ocultaba algo. El hecho de que después registrara sus cajas de embalaje indicaba que Ned no había obtenido la respuesta deseada y se había visto obligado a buscarla. Estaría buscando afanosamente aquellos datos cuando yo llamé al timbre de Phyllis.

—¿Sabes qué tengo aquí fuera? —preguntó Ned.

No dije nada y apunté hacia abajo.

—Una lata de gasolina. Iba a usarla para pegarle fuego al Oldsmobile, pero también podría servir para quemar esta casa.

—Mi casero tiene un seguro de incendios, así que no me importa un carajo lo que hagas.

—Creo que sí que te importará, porque aunque las llamas no te maten, la inhalación de humo acabará contigo.

—Ned, querido, tengo delante una lata de gasolina. A menos que hubieras ido a comprar otra, mientes como un bellaco.

—Si crees que miento, ¿por qué no me pones a prueba?

—Porque ahora te toca a ti adivinar lo que tengo yo.

—Ya sé lo que tienes —dijo con sorna—. Un gato de mierda que me ha llenado de arañazos.

—Además del gato.

—Muy bien, ¿qué?

—Una pistola.

—No importa. Porque ¿sabes qué es esto?

Oí cómo vertía algún líquido, y al sonido le siguió un intenso olor a gasolina.

—No quiero tener que dispararte, Ned.

Me dirigí una mueca a mí misma. ¿Qué diantres estaba diciendo? Este hombre estaba a punto de convertirnos a Ed y a mí en briquetas de carbón. Dadas las circunstancias, descerrajarle cuatro tiros era la única respuesta apropiada, pero primero tenía que adivinar si se encontraba a la izquierda o a la derecha del respiradero. Y luego era cuestión de dispararle antes de que sacara el encendedor.

Hice los cálculos pertinentes en cuestión de segundos. Supuse que, dado que estaba tumbada y apuntando al respiradero, la bala le alcanzaría entre la cadera izquierda y el muslo. La bala también tendría que atravesar la pared de madera del bungaló, la barrera antihumedad, el yeso y el estuco de la fachada. Mi cargador tenía capacidad para nueve cartuchos de calibre 9 mm Parabellum. Me pareció que bastarían. Apunté a la izquierda de la abertura y apreté el gatillo. El disparo sonó tan fuerte que supe que me zumbarían los oídos durante una semana. Luego apunté al lado derecho del respiradero, tomé aire, exhalé y volví a disparar.

Ned gritó como una niña. Debía de tener el pulgar sobre la rueda del encendedor, que soltó cuando lo alcanzó la bala. Oí cómo caía al suelo con un agudo sonido metálico. A través de la abertura, alcancé a ver a Ned apretándose el muslo derecho, que debía de arderle como si lo tuviera en llamas.

Apreté el gatillo y disparé de nuevo. Esta vez no tenía intención de alcanzarlo, sólo quería que supiera que iba en serio. También esperaba que algún vecino llamara a la policía para denunciar los disparos. Oí a Ned avanzar dando traspiés por el camino que separaba los dos bungalós. Respiraba de forma entrecortada y me pareció que se esforzaba en reprimir los sollozos. Por su forma de andar, resultaba evidente que cojeaba. Caminaba arrastrando un pie, y probablemente sangraba a través de la pernera del pantalón. Al cabo de unos instantes oí el sonido inconfundible de un coche que arrancaba y el chirrido estridente de los neumáticos.

Entretanto, la llama del encendedor debía de haber alcanzado el charco de gasolina, porque el líquido se incendió con el ruido sordo de un quemador de cocina al prender. Apareció una nube de humo negro, acompañada del aura trémula creada por las llamas.

Pistola en mano, corrí despavorida hacia el respiradero de la pared del fondo. Me tumbé de espaldas, destrocé el enrejado de dos violentas patadas y a continuación salí al exterior a través de la abertura. Ed surgió de entre las sombras y, con su infinita sabiduría felina, salió disparado justo detrás de mí.