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Viernes, 6 de octubre de 1989

Me comí el almuerzo sentada ante mi escritorio. Lo había preparado con esmero: el entrante era uno de esos sándwiches de mantequilla de cacahuete con pepinillos con los que soy tan exigente. Deben estar hechos con pan integral, mantequilla de cacahuete extracrujiente de la marca Jif y pepinillos de las marcas Vlasic o Mrs. Fanning’s Bread’n Butter. Si no hay más remedio, pueden ser pepinillos en vinagre al eneldo, pero nunca pepinillos dulces. Tengo la costumbre de cortar el sándwich en diagonal, y luego lo envuelvo en papel de cera que aún doblo como mi tía Gin me enseñó. Había añadido dos galletas de la marca Milano, y como soy tan fina, metí dos servilletas de papel en la bolsa, una para usarla como mantelito y la otra para limpiarme los labios.

Acababa de disponerlo todo sobre el escritorio cuando oí que alguien llamaba a la puerta de mi despacho. Me levanté y salí al antedespacho, donde asomé la cabeza por la puerta. Troy me saludó a través del cristal. Llevaba un mono azul marino, por lo que, al parecer, venía del trabajo. Esperó pacientemente a que yo desactivara la alarma y abriera la puerta. Una vez dentro, no me molesté en volver a cerrar la puerta con llave. Si Ned irrumpía en mi despacho, Troy le daría su merecido. No era alto, pero parecía musculoso y tan sólido como una boca de incendios. Además, como sólo tenía veinticinco años le llevaba mucha ventaja a Ned. Salvo en el asunto de la locura, claro.

Troy me siguió hasta el interior de mi despacho.

—Siéntate —indiqué—. ¿No tendrías que estar trabajando?

—Es la hora del almuerzo. He comido en la camioneta mientras venía hacía aquí. Me lo he tirado todo encima.

Me senté y le señalé mi sándwich.

—¿Te importa si empiezo?

—Adelante.

—¿Qué pasa? Pensaba que estabas enfadado conmigo.

Me sonrió y vi que tenía los dientes torcidos, pero muy blancos.

—Ya se me ha pasado. He visto el artículo sobre Fritz en el periódico de esta mañana. Han encontrado la pistola Astra Constable en el escenario del crimen.

—Pues menuda coincidencia, ¿no te parece?

—No. Llamé a Stringer y estuvimos hablando un buen rato. Me contó que Fritz pasó por su casa para pedir prestado un saco de dormir, y que dijo bastantes tonterías. Me parece que sé cómo acabó la pistola en Yellowweed.

Aquello me sorprendió.

—Muy interesante. Creo que tendrías que hablar con el inspector Burgess, de la Oficina del sheriff del condado.

—Ni hablar. Conozco a Burgess, y es un cabrón. Me hace la puñeta siempre que puede —explicó Troy—. Y no me saques a otros cinco polis con los que debería hablar, porque sólo quiero hablar contigo.

—Muy bien.

Cogí el sándwich y le pegué un mordisco, procurando no soltar un gemido de placer. Qué gran combinación: la mantequilla de cacahuete salada, blanda y crujiente; el pepinillo delicadamente agrio. No debí de ser tan sutil como creía, porque Troy lo señaló.

—¿Qué narices es eso? —preguntó.

—Mantequilla de cacahuete con pepinillos.

—¿Lo has comido antes?

—Muchas veces, y he vivido para contarlo. ¿Quieres probarlo?

—Claro. Parece la clase de bocadillo que podría gustarles a mis hijos.

Le alcancé la otra mitad del sándwich por encima del escritorio y observé cómo mordía una esquina. Masticó y luego asintió en silencio. Dividió el resto en dos partes y se comió una mientras yo lo miraba alarmada. Sólo pensaba ofrecerle un mordisco, pero era demasiado tarde para protestar.

—No está mal —dijo.

—¿Tienes alguna teoría sobre el tipo que llevó a Fritz hasta Yellowweed?

Observé cómo se zampaba el resto de mi sándwich.

Me señaló con el dedo sin dejar de masticar.

—Ahí es donde te equivocas. Das por sentado que es un hombre.

—Ah.

—Stringer me estuvo comentando cómo se comportaba Fritz con las chicas. Pregúntaselo a cualquiera que lo conociera y todos te dirán lo mismo. Se atolondraba, se ponía muy cursi y acababa haciendo el ridículo.

—¿Estás pensando en alguna chica en particular?

—En Iris.

No pude ocultar mi escepticismo.

—¿En qué te basas?

—Te diré en qué me baso. La noche en que murió Sloan, los cuatro estábamos en Yellowweed. Es decir, Austin, Fritz, Bayard y yo. Austin intentó endilgarme la pistola a mí, y yo le dije que ni hablar. Así que le entregó la pistola a Bayard y le dijo que se la diera a Iris para que ella la guardara. Austin explicó que no podía permitirse llevarla encima por si lo detenían.

—¿Me estás diciendo que Iris disparó a Fritz? Parece muy poco probable.

—No tanto como crees.

—¿Cuál sería su motivo?

—Iris lo odiaba por lo que le hizo.

—¿Por qué lo odiaba a él y no a ti?

—Porque yo me disculpé. Le pedí que me perdonara, y me perdonó. Ahora estamos en paz.

—¿Cómo sabes que odiaba a Fritz?

—Iris pertenece a un grupo de apoyo para víctimas de violaciones y de agresiones sexuales. Lleva años hablando de Austin, siempre con mucho rencor.

—Pensaba que esas sesiones eran confidenciales.

—¡Venga ya! A las mujeres les gusta chismorrear, no pueden evitarlo. No importa de qué se trate, ni que hayan jurado solemnemente no decir nada. A la primera oportunidad agarran el teléfono y sueltan la lengua. Así es como se hacen amigas. Da miedo, ¿verdad?

—¿Conoces a alguna mujer que esté en el grupo de Iris? ¿Esa mujer te lo ha contado?

—No entremos en eso. Confía en mí, sé lo que me digo.

—Según Iris, la cinta iba en broma.

—Y tú estás convencida de que te ha mentido. Crees que nos la camelamos para que colaborara con nosotros, y eso es exactamente lo que hicimos.

—¿Por qué aceptó?

—Para seguir de cerca a Fritz. Cuando estaba con nosotros le llegaba mucha información. Adónde iba Fritz, qué hacía… Nunca la consideramos el enemigo, y no parecía ser una amenaza. Si nos hubiera dicho lo cabreada que estaba, habríamos dejado de verla. Si quieres chantajear a alguien, tienes que ocultar tu enfado.

Me moví inquieta en la silla.

Troy levantó una mano.

—Estás a punto de preguntarme por qué creo que Iris es la extorsionista. No sólo ella: ella y ese novio suyo con orejas de soplillo. Míralo desde su punto de vista: Fritz sale de la cárcel y empieza una vida nueva. Tiene el apoyo de mamá y papá y acceso a una porrada de dinero. Dice que ha pagado su deuda con la sociedad, y que es un hombre libre. Iris y Joey están sin blanca. Deberías ver cómo viven, tienen un piso del tamaño de una caja de cerillas. Veinticinco mil pavos les vendrían de maravilla, especialmente si no tienen que trabajar para conseguirlos. Y además sería dinero negro.

—Sí que me lo pregunté, ahora que se acerca la fecha de su boda. Iris tiene clase. No me la imagino casándose con un presupuesto reducido.

—¿Quieres saber qué otro motivo podía tener Iris para matarlo, ya puestos? Fritz era un bocazas. Era incapaz de guardar un secreto, por lo tanto, si hubiera descubierto que Iris y Joey estaban detrás del chantaje, habría ido derecho a la policía.

—¿Aunque pudieran llevarlo a juicio de nuevo por culpa de la cinta?

—Probablemente pensaría que el riesgo merecía la pena. Admitiría el delito cometido cuando era un joven descerebrado a cambio de protección policial.

—Si le cuento a Cheney Phillips lo que acabas de decirme, ¿estarías dispuesto a hablar con él?

—Claro, siempre que no metas a Burgess en esto. Es su caso, ¿no?

—En teoría sí, pero tampoco es que Burgess y el Departamento de Policía de Santa Teresa compitan para ver quién mea más lejos.

Cuando Troy se marchó, me senté y le di vueltas a lo que acababa de decir. Pensé en la afirmación de Margaret Seay de que la venganza no tenía por qué consistir en el ojo por ojo, bastaba con que fuera comparable o equivalente. Fritz había agredido a Iris sexualmente, y ahora ella lo había agredido a él descerrajándole un par de tiros. Parecía una represalia bastante extrema, pero si su futura suegra le había llenado la cabeza de comentarios vengativos, puede que Iris hubiera encontrado justificación a todos sus actos. También analicé la teoría de Troy. Ya que había acusado a otra persona en nombre de la justicia, no pude evitar cuestionarme sus motivos: quizá lo había hecho para que nadie se fijara en él.

Supuse que no me costaría mucho comprobar qué había de verdad en lo que me había dicho. Cogí la chaqueta, el bolso y las llaves del coche y salí a la calle. Como de costumbre, cerré bien el despacho y me dirigí a la casa de Bayard en Horton Ravine. Una vez allí llamé al timbre y, al cabo de un momento, Maisie me abrió la puerta. Esta vez se había recogido el pelo en una cola de caballo. Vestía pantalones cortos de color azul eléctrico y una camiseta sin mangas, y llevaba unos auriculares alrededor del cuello. Tenía los brazos y las piernas bronceados y bien torneados, lo que indicaba que levantaba pesas con una asiduidad muy superior a la mía. Lo que más me sorprendió fue la ausencia total de maquillaje, que a primera vista la hacía parecer pálida y agotada. Sin embargo, al cabo de un momento me percaté de que sin base de maquillaje, colorete, máscara de pestañas y sombra de ojos estaba mucho más guapa.

Era obvio que no esperaba verme a mí.

—Oh. Pensaba que Ellis se había olvidado la llave.

—Quisiera hablar con Bayard.

—Está al teléfono con su bróker. Le diré que has venido.

—No hay prisa.

Me fijé en que las dos maletas que había visto en el dormitorio en mi anterior visita estaban ahora en el recibidor. Maisie me pilló mirándolas.

—Bayard y Ellis se irán de viaje mientras yo recojo mis cosas. El lunes a primera hora vendrá el camión de la mudanza.

—¿Bayard y tú habéis roto?

A Maisie pareció hacerle gracia mi pregunta.

—¿De verdad crees que Bayard está interesado en mí?

—Daba por sentado que teníais una relación.

—Es mi hijastro, y tiene diez años menos que yo. ¿Por qué querría salir con un mequetrefe que bebe más de la cuenta? Ha llegado el momento de cambiar de aires. Le dije que había alquilado un piso en Los Ángeles y, mira por dónde, él también se va de Santa Teresa. Probablemente para proteger su reputación.

Empecé a preocuparme por si no se me presentaba otra oportunidad de sonsacarle información.

—¿Te importa si te hago un par de preguntas sobre Sloan?

Maisie indicó su consentimiento con un gesto.

—Ya estabas casada con Tigg cuando mataron a Sloan.

—Sí.

—Tengo entendido que Tigg ayudó a Bayard.

—Llegó a un trato con el fiscal del distrito.

—Pero eso podía deberse más a su orgullo que a sus ganas de proteger a Bayard.

—La verdad es que Tigg trató muy mal a Bayard. Tigg y Joan se peleaban por él como dos perros por un hueso. Entonces Bayard era muy pequeño y lo destrozaron. ¿Sabes qué lo animaba a seguir adelante? Saber que, en el futuro, heredaría el patrimonio de Tigg, que él consideraba una compensación justa por toda la mierda que había tenido que soportar.

Bayard se acercó por el pasillo vestido con pantalones chinos, polo blanco y náuticos sin calcetines.

—Gracias por meterte en mis asuntos, Maisie. Si necesito que me compadezcan, ya te llamaré.

—No me das lástima, Bayard —repuso Maisie con tono seco—. Ya me he hartado. Tuviste una vida difícil, lo admito, pero tú eres el único culpable de tu situación actual. Si no te gusta, procura cambiar.

—Excelente recomendación viniendo de alguien que no ha trabajado ni un día en su vida. Si crees que tu consejo es tan bueno, proclámalo en una pancarta. Puede que otro te tome en serio, pero yo no. Ha sido un placer hacer negocios contigo.

—Ojalá pudiera decir lo mismo —replicó Maisie.

Por primera vez se miraron con franqueza, quizá porque finalmente mostraban ambos sus cartas. Maisie se dirigió a la puerta. Se ajustó los auriculares, encendió el lector de cedés y salió de la casa.

—Lamento la escena —dijo Bayard. Su disculpa era un intento de congraciarse conmigo, como si la sinceridad de Maisie nos hubiera avergonzado a los dos. Yo no lo veía así, pero me pareció mejor no decírselo a Bayard.

—Me alegro de haberte encontrado —dije—. Tengo entendido que te vas de la ciudad.

—Sólo el fin de semana. Voy a jugar al golf en Palm Springs. A ver si consigo perfeccionar mis tiros.

Esperaba que estuviera lo bastante sobrio para sostener un palo de golf.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana por la tarde. Solemos ir en coche, pero, para ahorrar tiempo, esta vez hemos decidido ir en avión.

—¿Te importa si te hago una pregunta más? Puede que no tenga la oportunidad de hablar contigo de nuevo.

La posibilidad de no volver a verme pareció mejorar su humor.

—¿Quieres que vayamos al salón y nos sentemos? —preguntó.

—Estoy bien aquí, no nos llevará mucho tiempo.

—Ya me he enterado de lo de Fritz, así que te puedes ahorrar el pésame —dijo con indiferencia.

—¿No le tenías mucha simpatía?

—Era un capullo insoportable, así que no pienso llorar por él. Siento lo que pasó, pero no puedo decir que me haya afectado.

—¿Sabes que encontraron el Astra Constable en Yellowweed?

—La policía estará encantada.

—¿Recuerdas qué pasó con la pistola después de que Fritz matara a Sloan?

—Perfectamente. Lo que te voy a contar pasó en el campamento, cuando Austin nos estaba dando instrucciones sobre la coartada. Intentó endilgarle la pistola a Troy, pero Troy no quiso saber nada. Así que Austin me la dio mí, como si me estuviera entregando un premio. Yo no quería el maldito cacharro. Me dijo que sólo me estaba pidiendo que se la diera a Iris, para que ella la guardara. ¿No te parece raro, después de lo que pasó con Iris?

—¿Y ella aceptó?

—No tuvo ocasión de aceptar. Cuando encontraron el cuerpo de Sloan, la policía se nos echó encima. Investigaron a un montón de gente, claro, pero no tardaron en centrarse en nosotros cuatro. Podríamos habernos librado, pero admitámoslo: éramos unos simples aficionados. Austin y yo conseguimos mantener el tipo, aunque desde un principio tuvimos claro que Fritz se vendría abajo.

—¿Y qué hay de Troy?

—En el fondo es un boy scout. Si Fritz rajaba, él también lo haría. La cuestión es que, antes de que tuviera tiempo de darle la pistola a Iris, Austin se presentó en mi casa y me pidió que se la devolviera. Dijo que pensaba largarse, y que la necesitaba para protegerse. También quería evitar que la pistola cayera en manos de la policía, porque estaba registrada a nombre de su padre y Austin no quería involucrarlo.

—¿Cuánto tardó en irse después de aquello?

—No lo sé, pero dudo que se quedara mucho tiempo por aquí. Al cabo de unos días empezó a circular la noticia de que Fritz se había venido abajo y lo había confesado todo. A Austin le caería un paquete de la hostia. A mí también, claro, pero Fritz dijo que el plan fue cosa de Austin. Le sería imposible irse de rositas.

Observé el suelo, preguntándome si Bayard me estaría diciendo la verdad. Por algún motivo, me dio la impresión de que no.

—¿Tienes alguna idea de adónde fue Austin?

—No mencionó ningún sitio. Cuanto menos supiera yo, mejor para él.

—¿Y no has vuelto a tener noticias suyas?

—Ni una palabra.

Volví al coche, y al salir de Horton Ravine vi a Maisie corriendo por la calle. Estaba a bastante distancia de la casa, por lo que había corrido a buen ritmo. Avancé otros cien metros y aparqué junto al bordillo. Cuando me alcanzó, bajé la ventanilla.

—Me parece que hemos dejado la conversación a medias. ¿Hay algo más que quieras decirme?

Maisie puso las manos en el techo del coche y se apoyó un momento mientras recobraba el aliento. Me fijé en que se le acumulaba el sudor en las arrugas del cuello.

—Habla con la madre de Sloan.

—¿Sobre qué?

—Sobre su padre biológico.

—Muy bien. ¿Por qué estás dispuesta a ayudarme ahora y no antes?

Maisie sonrió.

—A estas alturas, ¿qué tengo que perder?