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Jueves, 5 de octubre de 1989
Esperé a bastante distancia de la cinta que delimitaba el escenario del crimen, recostada contra una roca en la que habían grabado iniciales y comentarios obscenos. La policía había acordonado una zona muy amplia a fin de llevar a cabo una búsqueda sistemática. El agente que llegó en respuesta a mi llamada estuvo al mando hasta que apareció el inspector y asumió la responsabilidad. Ya había pasado una hora y empezaba a oscurecer. El vehículo del laboratorio forense móvil subió trabajosamente por el largo camino de grava y asfalto agrietado. El coche del forense del distrito estaba aparcado a un lado de la carretera. Habían acudido dos agentes de la Oficina del sheriff y divisé a Cheney Phillips hablando con un policía de paisano, probablemente su homólogo en la Oficina del sheriff del condado de Santa Teresa. Entretanto, los técnicos de la policía científica inspeccionaban cada centímetro cuadrado del terreno, conscientes de que una vez recogidas las pruebas no habría forma de reconstruir el escenario del delito.
A los que no participábamos directamente en el acto de etiquetar pruebas y meterlas en bolsas se nos ordenó esperar en la carretera que había más abajo, donde un estacionamiento de grava proporcionaba el suficiente espacio para cuatro vehículos, el mío entre ellos. Como hacía bastante frío volví encantada a mi Honda, que seguía aparcado en el arcén. Abrí el maletero, saqué una sudadera y me la puse encima del jersey de cuello alto. Me senté en el asiento del conductor y puse en marcha el motor para encender la calefacción y calentarme un poco. Tenía hambre, pero no hubiera solucionado nada quejándome. Encontré un caramelo de cereza en el fondo del bolso y esa fue mi cena.
Los coches que pasaban por la carretera reducían la velocidad para que conductores y pasajeros pudieran observarnos, preguntándose qué haríamos allí. Por el retrovisor vi que Cheney bajaba por el camino de acceso y caminaba a lo largo del arcén hacia donde yo me encontraba. Cuando ya estaba cerca, salí del coche.
—¿Qué haces tú aquí? Pensaba que este era el territorio del sheriff del condado.
—Podría preguntarte lo mismo —respondió Cheney—. Larry Burgess tuvo la cortesía de llamarme porque yo redacté la denuncia de Hollis McCabe sobre la desaparición de su hijo. Larry me ha contado que trabajas para los McCabe.
—Así es.
—Fuera cual fuera tu trabajo inicialmente, ahora es una investigación de asesinato, y tiene prioridad con respecto a cualquier acuerdo de confidencialidad que puedas haber firmado.
—Contestaré a todo lo que me preguntes, ¿pero podríamos hablar sentados en mi coche? Se me está congelando el culo aquí fuera.
—Por supuesto.
Tan caballeroso como siempre, Cheney me abrió la puerta del lado del conductor y luego rodeó el coche y entró por el lado del copiloto.
—Empieza —dijo Cheney.
Respiré hondo y empecé. Suponía un alivio poder contar toda la historia. Cheney sabía lo de la cinta, pero no era consciente de que había vuelto a circular tras su desaparición diez años atrás.
—Cuando les llegó por correo la nota del extorsionista, los McCabe llamaron a Lonnie Kingman y él me los envió a mí —expliqué.
—¿Y no se te ocurrió informarnos a nosotros?
—Claro que sí, pero los McCabe se negaron en redondo.
—Sé que mucha gente tiene una impresión equivocada, pero estamos capacitados para manejar situaciones como esta. De haber sabido lo que pasaba, quizás habríamos podido ayudar.
—Era un asunto confidencial. No tenía la obligación de informaros. Me di cuenta del lío en el que estaban metidos y entendí que quisieran mantenerlo en secreto. Si hubieras visto la cinta, tú también lo entenderías.
—Estoy seguro de que ahora la veremos.
—Sin duda.
Le relaté la secuencia de los acontecimientos, incluyendo mis conversaciones con todos los implicados y los datos sueltos que había ido recogiendo a lo largo de la investigación. Para no complicar las cosas, omití a algunos de los personajes secundarios, incluyendo al padre de Poppy Earl y a su madrastra. Ya le daría más detalles luego si era necesario. Cheney lo captó todo enseguida y no tuve que explicarle los pormenores del caso. Había sacado un cuaderno, y de vez en cuando apuntaba alguna fecha o algún dato relevante.
—El jueves pasado, el extorsionista les dejó un mensaje en el que decía que estaba harto de tantas excusas y que quería el dinero. También dijo que recogería a Fritz en la esquina de State con Aguilar el viernes al mediodía. Si Fritz no se presentaba con el dinero lo lamentaría, o algo por el estilo.
Interrumpí el relato el tiempo suficiente para explicar la forma en que Fritz había engañado al banco.
—Así es como consiguió los veinticinco mil dólares. Parece que luego se encontró con el extorsionista, tal y como este le había ordenado.
—Muy insensato por su parte.
—Mucho —admití—. Por si te interesa saberlo, se rumorea que Austin Brown ha vuelto.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Iris Lehmann y su prometido se presentaron en mi despacho el otro día. Iris dijo que lo vio dos veces la semana pasada. El martes por la noche en el Clockworks, donde Joey y ella estaban jugando al billar, y de nuevo el viernes al mediodía cuando Iris se dirigía al banco. La segunda vez, Austin iba en coche por State a la misma hora en que el extorsionista tenía que recoger a Fritz.
—Me interesaría hablar con ella —dijo Cheney—. Continúa, por favor.
—Lauren McCabe fue a verme el lunes pasado porque acababa de descubrir que Fritz no había dormido en casa las tres noches anteriores. Para entonces, Lauren ya sabía que Fritz había falsificado su firma, lo que estaba dispuesta a pasar por alto. El extorsionista debió de recoger a Fritz tal y como estaba planeado, y aquí es donde el asunto se complica. Por lo que me han contado, el extorsionista cambió de táctica y le dijo a Fritz que el chantaje era la única posibilidad que se le había ocurrido para conseguir algo de dinero. Los dos pasaron por casa de un amigo para pedir prestado un saco de dormir y otros utensilios de acampada. Fritz tenía muchas ganas de hablar y le contó a su amigo que se había ofrecido a prestarle el dinero al extorsionista, porque este prometió devolvérselo.
—¿Quién es el amigo que te lo contó?
—Steve Ringer, un antiguo compañero de colegio de Fritz al que todos llaman Stringer. Vive con otro excompañero de clase en un complejo para solteros de Colgate. Tanto Iris como Poppy Earl aseguran que Austin juró cargarse a cualquiera que lo traicionara, y eso es lo que hizo Fritz McCabe. Pero algo cambió, aunque no tengo ni idea de qué pudo ser. Quizás el dinero ablandó a Austin, si es que era él el chantajista. En cualquier caso, cuando Fritz y su colega pasaron por casa de Stringer, Fritz ya no estaba nada nervioso y parecía muy animado. Dijo que iban a subir a Yellowweed, y nadie volvió a verlo desde entonces.
—¿Qué hay de su acompañante?
Sacudí la cabeza.
—Quiso esperar en el coche y Fritz no se refirió a él por su nombre. Creo que debía de conocerlo, si no, no habría aceptado ir con él a un sitio tan remoto como Yellowweed.
—Deduzco que Fritz ya llevaba el dinero encima en aquel momento.
—Por lo que yo sé, sí —afirmé—. ¿No lo habéis encontrado?
—No.
—La verdad es que no creo que el motivo del crimen fuera el robo, si eso es lo que estás pensando. Fritz vino hasta aquí totalmente dispuesto a entregar ese dinero.
—Puede que cambiara de opinión.
—Es una posibilidad.
Cheney observaba el tráfico por la ventanilla mientras pensaba en lo que acababa de decirle.
—Alguien tendrá que establecer una cronología de los hechos.
—Puedo decirte uno de los sitios a los que fue Fritz. El viernes por la mañana le hizo una visita a Bayard Montgomery.
—¿Te lo ha dicho el propio Bayard?
—Sí. Estaba interrogando de nuevo a los testigos para ver si se me había escapado algo. Según Bayard, Fritz se presentó en su casa y le pidió que lo acompañara hasta el punto en que el extorsionista lo recogería en coche. Ya se lo había pedido una vez, pero a Bayard le pareció un plan muy arriesgado y no quiso saber nada del asunto.
Cheney cerró el cuaderno y se lo metió en el bolsillo interior del abrigo. Me dio la impresión de que quería reprenderme por mi parte de culpa en aquel desastre, pero ¿de qué iba a servir la reprimenda?
Cheney sacudió la cabeza.
—Tengo que ir a decírselo a los McCabe, y te aseguro que es una conversación que preferiría evitar. No sé cuántas veces me ha tocado dar malas noticias.
—¿Ya han identificado a Fritz?
—Falta la confirmación de alguno de sus padres. O de los dos. ¿Quieres venir conmigo?
—No, pero iré. —Hablar con los McCabe me apetecía tan poco como a Cheney, pero alguien tenía que decírselo—. ¿Cuándo?
—Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro. ¿Por qué no te sigo en mi coche? Podemos dejar el tuyo en tu casa y luego coger el mío.
Mientras descendía por el desfiladero, sentí que la ansiedad me zumbaba en el pecho como un enjambre de abejas en una chimenea. Ahora ya éramos probablemente unos quince los que conocíamos la muerte de Fritz. Sus padres no estaban aún entre esos quince, pero no tardarían en estarlo.
Al volver a casa, aparqué y cerré el coche. Luego asomé la cabeza por la puerta de la cocina de Henry y le conté lo sucedido. No había mucho más que decir, pero quería que supiera dónde encontrarme.
Cheney me llevó en su flamante Porsche rojo, que por primera vez no me hizo envidiar su situación económica como hijo de las clases pudientes. El padre de Cheney era el propietario del Banco de X. Phillips, negocio que constituía sólo una parte de la fortuna familiar. A mi modo de ver, Cheney estaba tan involucrado en el problema de Anna Dace y Jonah Robb que casi le pedí que me pusiera al día, pero habría sido poco oportuno dadas las circunstancias. Además, tenía miedo de que me echara la bronca por haberle presentado a Anna a Vera, impulso que había provocado la oferta de una adopción abierta.
Dejamos el coche en el aparcamiento situado detrás del edificio en el que vivían los McCabe y recorrimos la galería cubierta que unía el Teatro Axminster con la calle del fondo. Pasamos frente a la taquilla del teatro, que ahora estaba a oscuras, y torcimos a la izquierda. La entrada del edificio estaba en State Street, a tres pasos de allí. Cheney y yo entramos por el acceso de la calle y subimos por las escaleras. Cuando Cheney llamó a la puerta me situé detrás de él. Hollis nos abrió vestido con un terno impecable. Nada más vernos se puso tenso.
—Inspector Phillips. No lo esperábamos. Supongo que nos trae noticias.
—No son buenas —dijo Cheney—. ¿Le importa si entramos?
—Lo siento. Entren, por favor. Le diré a Lauren que tenemos visita.
—Estoy aquí, Hollis. ¿Quién ha venido? —preguntó Lauren detrás de su marido. Iba en camisón y se había envuelto en un chal.
—El inspector Phillips —respondió Hollis—. Él me atendió cuando fui a denunciar la desaparición de Fritz.
Cheney le dio su nombre de pila a Lauren al presentarse, lo que restó parte de formalidad a la visita.
Lauren ya se había dejado caer en una butaca. La forma en que miró a Cheney dejaba traslucir su angustia incluso antes de que este empezara a hablar. Desde la perspectiva de Lauren, mientras no le dijeran que su hijo había muerto, podía estar sano y salvo.
—Siento mucho tener que darles esta noticia, pero han encontrado a Fritz en Yellowweed. Parece que lleva varios días muerto.
Me fijé en que Cheney evitaba el detalle de la fosa séptica. Los muertos no van a resucitar, y no tenía sentido mencionar aquella última humillación.
Hollis se había refugiado detrás del bar, como si la reluciente colección de botellas de licor y vasos de cristal pudiera crear un campo de fuerza capaz de protegerlo de cualquier mal.
Obviamente, tanto él como Lauren estaban preparados para lo peor. La postura rígida de Hollis y la expresión derrotada de Lauren revelaban que cualquier muestra de compasión sería rechazada. Cheney explicó las circunstancias de la muerte de Fritz sin entrar en detalles escabrosos. Después de todo, ¿acaso importaba que hubieran arrojado el cuerpo a una fosa séptica y lo hubieran cubierto de tierra y de hojas? ¿Qué más daba si, en los días que habían pasado desde la muerte Fritz, la naturaleza había empezado a descomponer sus restos?
—¿Está seguro de que es él? —preguntó Hollis.
—Teníamos la fotografía que aparece en la circular sobre su desaparición, y en su cartera encontramos más documentos identificativos. Necesitaremos que uno de ustedes vaya en algún momento al depósito de cadáveres y confirme que se trata de su hijo, pero siento decir que no existe ninguna posibilidad de error.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar Lauren, y a continuación hizo una pausa y se aclaró la garganta—. ¿Cómo murió? Y no nos oculte nada, por favor.
—El forense aún no lo ha confirmado, así que no puede hacerse público.
—Desde luego que no —dijo Lauren.
—Parece que le dispararon dos veces a bocajarro. Dudo mucho que lo pusieran sobre aviso, y estoy seguro de que no sufrió. Descubrimos su saco de dormir donde lo habían tirado, ladera abajo. No se han encontrado casquillos, ni tampoco el arma del crimen. Es lo único que sabemos por el momento. Haremos todo lo posible para detener al responsable.
Apenas reaccionaron a la noticia, y ambos respondieron de forma mecánica. No parecían sorprendidos. Hollis explicó todo lo que había sucedido en las últimas semanas. Lauren lo corrigió un par de veces e hizo algún que otro comentario, pero ninguno de los dos dio muestras de consternación. Hollis ya no hablaba con su hostilidad habitual, y las esperanzas de Lauren se habían desvanecido. Ninguno parecía capaz de presentar batalla. Presa del agotamiento, Lauren se tapó la cara con las manos pero no lloró. Hollis permaneció en el otro extremo del salón, silencioso por fin. No recurrió al alcohol, debo decir en su favor.
—Sus amigos quedarán desolados —dijo Hollis—. Son jóvenes, y lamento que tengan que enfrentarse a algo así. Fritz no llevaba en casa ni un mes, casi no había tenido tiempo de renovar sus antiguos vínculos.
Sus palabras evidenciaban el abismo existente entre la realidad y la imagen que se había forjado de su hijo. Hollis y Lauren hablaban como si Fritz contara con el aprecio de sus amigos, cosa que yo sabía que no era cierta. Creían que Fritz había madurado, que había pagado por sus carencias morales y se había vuelto más juicioso. Esta era la ficción con la que vivían, la fábula que los mantenía a flote. Vi claramente cómo habían funcionado a lo largo de los años. Fritz era el centro de sus vidas. Incluso la fricción existente entre ellos se debía principalmente a su hijo. Su participación en el asesinato de Sloan Stevens había empujado a la familia por una espiral descendente, y nada les había ido bien desde entonces. La muerte de Sloan había trastocado el delicado equilibrio de los McCabe y había puesto fin a sus expectativas. Habían intentado sobreponerse. Habían hecho todo lo posible por devolver a su hijo descarriado a su vida anterior. En realidad, Fritz ya estaba fuera de control y el chantaje había eliminado cualquier posibilidad de recuperar la estabilidad familiar. Así era como había acabado todo. Ni su dinero ni su posición social los habían protegido de la tragedia.
Ni siquiera ahora se habían sentado juntos. No se tocaban, tampoco se miraban. Se enfrentarían a la irreversibilidad de la muerte de su hijo a su manera. No había una forma correcta o incorrecta de hacerlo. Yo tampoco era muy cariñosa, así que no los culpé por su frialdad, que coincidía con todo lo que sabía de ellos. No me los imaginé apoyándose mutuamente en busca de consuelo. Las acciones de Fritz habían abierto una brecha entre ellos, y su muerte les asestaría el golpe definitivo. Puede que pasaran seis meses, o quizás un año, pero al final Lauren y Hollis cortarían sus vínculos y seguirían caminos divergentes. Tenía ante mí el final de un matrimonio, la última chispa de un rescoldo que estaba a punto de apagarse.
Hollis le hizo unas cuantas preguntas a Cheney, pero su curiosidad parecía desconectada de cualquier emoción. La conversación se centró en toda una serie de asuntos prácticos: cuándo tendría lugar la autopsia, cuánto tardarían en estar disponibles los resultados. Hollis preguntó por los trámites para reclamar el cuerpo, y Cheney le contestó que podía ponerse en contacto con una funeraria y pedir que se encargaran ellos de los detalles. Hollis mencionó el funeral, pero no se dirigió a Lauren. Parecía reflexionar en voz alta acerca de varios detalles triviales a medida que se le iban ocurriendo. Lauren continuaba inmóvil. Había ahuecado las manos y se las había colocado sobre la boca y la nariz, como si respirar su propio aire exhalado fuera la única forma de sobrevivir al sofocante desastre que había estallado en su sala de estar.
El aire parecía más denso, como si las fuerzas de la gravedad se hubieran acelerado y todos estuviéramos anclados al suelo. Pensé que Cheney tenía la responsabilidad de romper el hechizo, pero no parecía querer despedirse por si podía ofrecerles más ayuda a los McCabe. La policía de Santa Teresa adiestra a sus agentes para que muestren empatía en situaciones así. Ni Lauren ni Hollis parecieron apreciarlo, pero yo admiré las reservas de paciencia de Cheney.
—¿Hay alguien a quien quieran que llamemos? —preguntó finalmente Cheney.
Lauren negó con la cabeza.
—No se me ocurre nadie. ¿Y a ti, Hollis?
—Supongo que a mi hermano, pero no a estas horas. Podemos ocuparnos del asunto mañana, cuando sepamos a qué atenernos.
Lauren esbozó una sonrisa.
—Creo que deberíamos dejarles marchar. Les agradecemos la cortesía. No son visitas fáciles de hacer.
Cuando Cheney me dejó por fin en casa de Henry, estaba tan agotada que apenas veía lo que tenía delante. Había observado que últimamente cada vez que volvía a mi estudio sucedía algo inesperado, pero en esa ocasión todo parecía tranquilo. No vi luz en casa de Henry y la tienda de campaña tenía la cremallera subida, por lo que di por sentado que todos estarían acostados y bien arropados. Entré en mi estudio y le eché un vistazo rápido al contestador. Ningún mensaje de Celeste. Reprimí mi desilusión. No había pasado ni un día desde que la llamé para dejarle mi número. Puede que nunca se pusiera en contacto conmigo, y tenía todo el derecho a no hacerlo.
Cerré la puerta con llave, y cuando estaba a punto de poner la cadena, oí que se había armado un follón de mil demonios en el jardín de atrás. Killer estaba suelto y descontrolado. Al parecer, el perro había conseguido salir de la tienda excavando un agujero en el suelo. Aún ladraba furiosamente cuando asomé la cabeza por la puerta. Le di al interruptor a toda prisa y una luz intensa bañó la parte posterior de la propiedad. Henry debía de estar en el local de Rosie, porque al oír semejante jaleo normalmente habría salido disparado por la puerta trasera de su casa, blandiendo el bate de béisbol que usa para proteger su hogar. Tampoco vi rastro de Pearl, lo que significaba que probablemente también estaría en el local de Rosie.
Killer se abalanzó como un loco contra la valla. Nunca lo había visto en aquel estado. Ni siquiera en nuestro primer encuentro, cuando tenía acorralados a Henry y a Pearl, me pareció tan agresivo. Intentar calmarlo no serviría de nada. Corrió paralelo a los arbustos que crecen a lo largo del límite de la parcela y arremetió contra la barrera que lo separaba del objeto de su hostilidad. Pensé en Ned Lowe. ¿Cómo no iba a pensar en Ned? En momentos de alarma, en momentos en los que me encontraba en alerta máxima, en todas aquellas ocasiones en las que mi radar interior captaba señales de peligro de cualquier clase, Ned Lowe se adueñaba siempre de mis pensamientos.
La furia del perro se fue aplacando, dejándolo en un estado de agitación. Ahora daba vueltas por el jardín con el hocico pegado al suelo, emitiendo un aullido lastimero. De vez en cuando ladraba un poco para llamar la atención. Me senté en el umbral y esperé a que Killer se me acercara. Le tendí una mano balbuceando tonterías mientras el perro corría de un lado para otro. Aún estaba indignado y furioso, pero probablemente ya había olvidado el motivo de su furia. Con el corazón desbocado, cogí una linterna y me acerqué a la valla, dirigiendo un haz de luz cegadora de un lado a otro. No me atreví a salir al callejón y no le di la espalda a la oscuridad, pero confiaba en que Killer atacaría a cualquiera que intentara hacerme daño. Después de asegurarme de que todo estaba en calma, volví de nuevo a mi estudio.
No quería dejar a Killer solo en el jardín, así que lo invité a entrar. El perro cruzó el umbral con cautela. Al parecer, aquel era el acontecimiento más desconcertante de toda su vida. Se sentó muy tieso, sin apenas mover su cabezota peluda mientras inspeccionaba el interior de mi estudio. Puede que oliera al gato Ed, pero seguro que a esas alturas ya se había acostumbrado a él. Meneó la cola con cierto recelo, tras lo cual me permitió acariciarlo y alabarlo. Llené un tazón de agua y me asombró ver cómo lo salpicaba todo al beber.
Después se acercó a la puerta, me miró para asegurarse de haber captado mi atención y luego gimió suavemente y arañó la madera. Era posible que necesitara salir a orinar en uno de los árboles de Henry, pero me pareció más probable que estuviera preocupado por su muñequita. Lo dejé salir y correteó de un lado a otro del jardín hasta que la encontró. La agarró cuidadosamente con los dientes y la trajo hasta mi estudio. Luego la depositó en el suelo del salón y empezó a lamerla de la cabeza a los pies. Antes de cerrar con llave para irme a dormir, dejé una nota en la puerta trasera de Henry y una segunda nota clavada a la tienda para comunicarles que había invitado a Killer y a su bebé a pasar la noche en mi casa. No dormiría así de bien en mucho tiempo.