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Viernes, 6 de octubre de 1989
El viernes por la mañana, mientras desayunaba un tazón de Cheerios, sonó el teléfono. Me acerqué al escritorio y descolgué el auricular.
Quienquiera que estuviera al otro lado respondió a mi saludo con un silencio.
Normalmente, a esa hora sólo recibo llamadas de individuos jadeantes. Mi respuesta habitual consiste en hacer sonar una bocina de aire ensordecedora y luego colgar. En este caso esperé, aguzando el oído.
—Hola, soy Kinsey.
—Me dejaste un mensaje.
Una voz femenina, y cabía suponer que se trataba de Celeste, la exesposa de Ned Lowe, aunque yo tenía una actitud tan protectora hacia ella que había eliminado su nombre de mi agenda mental.
—Así es, y gracias por devolverme la llamada.
—¿Qué le ha pasado a Phyllis?
—Ned le dio una paliza tremenda cuando intentaba localizarte. No lo consiguió, pero aún no ha tirado la toalla.
—¿Cómo está Phyllis?
—Está ingresada en un hospital donde la cuidan de maravilla. Su médico parece optimista.
—Gracias a Dios. ¿Ned aún anda suelto?
—Me temo que sí.
—Ya sabes que robé los recuerdos que lo relacionan con esas pobres chicas a las que mató, por eso estoy tan paranoica. No me sentiré a salvo hasta que el paquete esté en manos de la policía.
—Pienso lo mismo que tú. ¿Cómo quieres hacerlo?
—No puedo arriesgarme a enviar esos recuerdos por correo, hay demasiadas cosas que podrían salir mal. Tal vez sean las únicas pruebas tangibles que lo vinculan a esos asesinatos.
—¿Por qué no entregas el paquete en la comisaría que te quede más cerca?
—No, no —me interrumpió—. A veces los documentos se pierden, las pruebas desaparecen… Puede que alguien encuentre el paquete encima de su escritorio y lo meta en un cajón si no sabe qué hacer con él. No quiero correr ese riesgo.
—Veo que lo has pensado más que yo, así que explícame tu plan.
—Estoy dispuesta a viajar a Santa Teresa. He visto que hay vuelos disponibles en cuatro compañías distintas, con transbordos en cinco aeropuertos distintos. Una vez que haya hecho la reserva te llamaré para darte los detalles, y entonces podrás venir a buscarme al aeropuerto. Quiero que me esperes fuera, donde pueda verte.
—Me parece bien. ¿Y luego qué?
—Me llevarás a la comisaría y le entregaré el paquete al agente encargado del caso. ¿El inspector jefe Phillips?
—Exacto. Estará encantado de recibirte.
—Espero que sí. Después, puedes llevarme de nuevo al aeropuerto y acompañarme hasta la puerta de embarque. En cuanto haya pasado el control de seguridad, creo que estaré a salvo.
—¿Cuándo?
—Mañana, si estás disponible.
—Me las arreglaré para estarlo. Te refieres a este sábado —dije.
—Exacto.
—¿Recuerdas mi aspecto?
—Sí. ¿Y tú? ¿Me reconocerás a mí? —preguntó Celeste.
—Sí, a menos que hayas cambiado mucho.
—Estoy igual.
—Yo también. Esperaré tu llamada.
—Te llamaré en cuanto tenga los billetes en la mano.
No le confesé cómo había conseguido Ned la nueva dirección de Phyllis, y me alegré de que no me lo hubiera preguntado. Si Celeste me hubiese presionado, me habría sentido moralmente obligada a explicarle que Ned había acampado bajo mi despacho, desde donde había tenido acceso a todas mis llamadas. A partir de entonces había hecho todo lo posible para reforzar la seguridad, consciente de lo implacable que podía ser Ned en la consecución de sus objetivos. Quería sus recuerdos, y si no los encontraba arremetería contra una de nosotras dos. Mejor yo que ella. En cualquier caso, aún tenía una cuenta pendiente con él.
Al llegar al despacho llamé a Cheney al Departamento de Policía de Santa Teresa.
—¿Tienes un momento? —pregunté cuando contestó y se identificó.
—Estaba a punto de llamarte para preguntarte lo mismo. ¿Quieres venir a mi espacioso cubículo?
—¿Por qué no quedamos en algún punto intermedio?
—¿Los jardines del juzgado?
—Perfecto, nos vemos allí.
Tardé unos seis minutos en llegar. Para ir hasta el juzgado tenía que pasar por delante de la comisaría, y casi esperaba ver a Cheney cuando crucé Santa Teresa Street en el semáforo. El juzgado, que ocupa toda una manzana, cuenta con un jardín situado por debajo del nivel de la calle al abrigo de la estructura principal, en la que hay una torre que años atrás albergó la cárcel del condado. El juzgado original estaba construido en estilo neogriego, pero aquel edificio quedó seriamente dañado en un terremoto de 1925. La construcción del juzgado actual, de estilo neocolonial español, se inició en 1926 y se completó en 1929, dos meses antes del crac bursátil. Las gruesas paredes blancas, el tejado de tejas rojas, las ventanas de alféizar profundo y las rejas de hierro forjado son típicos de muchos edificios de Santa Teresa de la misma época. Charles Willard Moore, un destacado arquitecto, lo llamó «la estructura más imponente que se haya construido jamás en estilo neocolonial español».
Me senté en los anchos escalones de piedra, algo fríos por encontrarse a la sombra del edificio de dos plantas que tenía a mi espalda. La sequía había requemado casi todo el césped, pero las palmeras, si bien faltas de agua, parecían aguantar bien. Miré a mi derecha y vi a Cheney cruzar el césped con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Levantó la mirada y, al verme, sonrió y me saludó con la mano. Intenté verlo como si acabara de conocerlo. Uno ochenta de estatura, complexión media, pelo rizado castaño. Me pregunté si sería cierto lo que me había dicho Anna. Según ella, Cheney estaba aprendiendo a acabar lo que empezaba. No sé por qué su costumbre de dejarlo todo a medias siempre me había molestado tanto. Durante nuestra relación, recordé cómo me irritaban las habitaciones a medio pintar, y aquellas telas para proteger el suelo tan largas que parecían parte de la moqueta. Me sacaba de quicio que siempre faltaran tiradores en las puertas y en las ventanas, y que el suelo estuviera lleno de taladros eléctricos y pistolas de clavos. Ahora no hubiera reaccionado así, lo cual dice más de mi forma de ser de antaño que de Cheney. En aquella época yo era una obsesa de la limpieza y una maniática del control, características que, por lo general, no suelen considerarse muy relajantes.
Cheney se sentó a mi lado en el escalón e intercambiamos los cumplidos de rigor.
—¿Tienes alguna noticia que darme? —preguntó Cheney.
—Más bien una actualización.
Expliqué cómo había conseguido el nombre falso de Celeste y el número de teléfono que tenía en otro estado. Me vi obligada a retroceder en el tiempo para incluir un rápido resumen de mi llamada inicial a Phyllis, de cómo Ned me había pinchado el teléfono y de la paliza que este le había propinado a su exmujer cuando intentaba obtener los datos de Celeste.
—¿Has hablado con ella?
—Le dejé un mensaje en el contestador y me ha devuelto la llamada esta mañana, está dispuesta a entregar los recuerdos de Ned. Tiene pensado volar a Santa Teresa mañana. Hemos quedado en que yo iré a buscarla al aeropuerto y la llevaré en coche a la comisaría. Cuando os haya entregado el paquete, la llevaré de vuelta al aeropuerto y la acompañaré hasta la puerta de embarque.
—¿Todo eso para evitar a Ned?
—Desde luego. Ese hombre es un maniaco. Las dos creemos que tiene poderes sobrenaturales. De alguna manera, ha conseguido desaparecer de nuevo. No sé cómo se las arregla.
—Ya volverá a aparecer en algún momento, no puede pasarse la vida huyendo. ¿En cuántos sitios se puede esconder? Si tienes suerte, la herida que le está supurando le provocará una septicemia y morirá antes de que se ponga el sol —dijo Cheney.
—Todo esto me está dando dolor de estómago. ¿De qué querías hablar conmigo? —pregunté.
—Ya llegaré a eso, pero primero creo que deberíamos hablar de la situación de Anna. Sé que estabas convencida de que teníamos una aventura.
—No es verdad.
—Sí que lo es.
—No me debes ninguna explicación —dije.
—Déjame decirte algo: lamento el engaño, pero fue lo único que se nos ocurrió hasta que supiéramos a qué atenernos.
—Vale, lo entiendo. No te preocupes.
—Venga, seguro que te molestó. Ya vi las miradas que nos lanzabas.
—No os lancé ninguna mirada —repuse.
Cheney sonrió.
—¿Estás indignada o a la defensiva?
—¿Hay alguna diferencia?
—Una muy grande. Si estás a la defensiva, significa que tengo toda la razón, pero tú lo niegas porque te da vergüenza admitirlo. Si estás indignada, tengo toda la razón y te cabrea que te haya calado.
—Pues entonces indignada, o puede que las dos cosas.
—Puedo compensártelo. Tengo información nueva. Probablemente saldrá en el periódico de todos modos, pero no se lo digas a nadie. Burgess es un poco borde.
—Palabra de honor.
—Uno de los técnicos de la policía científica encontró una pistola en Yellowweed. Estaba entre la maleza, lejos del camino, por lo que parece que el asesino la tiró allí.
—¿Pensando que nadie la encontraría?
—No estoy seguro. Es un Astra Constable.
—¿La misma con la que mataron a Sloan?
—No me cabe la menor duda. Lo sabremos seguro cuando hagan las pruebas de balística. Probablemente también la usaron para matar a Fritz McCabe.
—Esa pistola llevaba años desaparecida.
—Así es. Parece mucha casualidad que haya reaparecido como por arte de magia justo cuando empezamos a investigar.
—Pero es una buena noticia, ¿no? Me refiero a tener finalmente el arma del crimen.
—En teoría sí —respondió Cheney—. Hay tres explicaciones posibles: el asesino la tiró, se le cayó, o la dejó allí a propósito.
—¿Y si la tenía otra persona y decidió deshacerse de ella?
—Pues entonces las posibilidades son cuatro.
—Crees que se trata de Austin.
—No lo descarto, pero no acabo de entenderlo. Si Austin es el extorsionista, ¿para qué querría matar a la gallina de los huevos de oro? No me gusta la coincidencia de fechas, ni el hecho de que el Astra nos haya llegado como caída del cielo.
—Creía que la pistola estaba registrada a nombre del padre de Austin Brown. ¿Has hablado con él?
—De eso se encarga Burgess, pero seguro que el señor Brown dirá que no sabe nada al respecto.
—Bueno, ya sabéis que no subió hasta allí y que no mató a nadie —observé.
—Lo que me intriga es el móvil del asesinato. Fuiste tú quien dijo que no se trataba de un robo.
—No si Fritz estaba dispuesto a entregar el dinero. Su amigo Stringer está convencido de que Fritz conocía a su acompañante. Me pregunté si podría ser alguien a quien hubiera conocido en el correccional.
—Merece la pena investigarlo.
—Has dicho «si Austin es el extorsionista». ¿Quién más podría serlo?
—Si supiera la respuesta a esa pregunta, no estaría aquí sentado. —Cheney levantó un dedo—. Otro detalle importante: el forense encontró restos de un polvo blanco en la ropa de Fritz. Aún no tiene ni idea de lo que es, pero lo están analizando.
—¿Podría ser cocaína?
—No tiene sentido especular. El informe del laboratorio nos llegará durante el día de hoy.
El teléfono de mi despacho comenzó a sonar mientras abría la puerta. Como de costumbre, me puse histérica por si no conseguía introducir el código de la alarma en los veinte segundos previstos, aunque da tiempo más que suficiente a menos que tengas que hacerlo a contrarreloj. Conseguí entrar, y llegué a mi escritorio al cuarto timbrazo. Descolgué el auricular a toda prisa y me identifiqué.
—Kinsey, soy Erroll.
—Ay, Dios. ¿Va todo bien? —pregunté.
—Sí, no te preocupes. Siento haberte asustado. Phyllis va mejorando. Se cansa enseguida y todavía falta mucho para que esté bien del todo, pero se encuentra mucho mejor. La cuestión es que quiere verte. Lleva dos días preguntando por ti, y me ha hecho prometerle que te llamaría. ¿Te sería posible venir hasta aquí?
—Puedo ir esta tarde. ¿Tienes idea de lo que la preocupa?
—Lo único que ha dicho es que quiere hablar contigo.
Dejé la mente en blanco durante buena parte del viaje a Perdido. Era un típico día californiano: cielo azul despejado, veintitantos grados, una brisa ligera que rizaba las olas levantando una espuma tan fina como el polvo. Las cinco islas situadas frente a la costa se divisaban con la claridad suficiente para poder contar las crestas de la cordillera. Anacapa, Santa Bárbara, San Miguel, Santa Rosa y Santa Cruz componen el Parque Nacional de las Islas del Canal, donde se puede hacer senderismo, acampada, submarinismo, piragüismo y observación de aves, actividades que me atraen tan poco que me habría cortado las venas antes que tener que practicarlas. En la isla de San Miguel el viento sopla a casi cincuenta kilómetros por hora, y eso la vuelve especialmente inhóspita, o eso me han dicho, porque nunca he estado allí. Ninguna de las islas dispone de agua, tiendas, servicios, teléfonos públicos, aseos o establecimientos donde pernoctar. Se espera que los visitantes lleven consigo comida y provisiones. ¿Qué tiene eso de divertido?
Los cuarenta kilómetros se me pasaron volando de lo absorta que estaba en mis sombrías reflexiones. Me tranquilizó ver a la mujer uniformada que hacía guardia frente a la habitación de Phyllis, pero nada me había preparado para el aspecto de esta. Parecía haber encogido. Tenía el pelo ralo y despeinado, lo que, por otra parte, resulta normal si estás ingresado en el hospital. Las venas, de un azul muy pálido, se le marcaban en sus escuálidos brazos. Le habían puesto una vía intravenosa en el brazo derecho y llevaba el izquierdo escayolado. Aún tenía el ojo izquierdo tan hinchado que parecía un boxeador que acaba de perder un combate. Adiviné la estructura ósea de su mejilla izquierda llena de magulladuras. Puede que las cicatrices le quedaran de por vida.
La enfermera me advirtió que no alargara la visita.
Acerqué una silla a la cama y tomé la mano de Phyllis, tan fría y ligera como la nieve.
—¿Cómo va, querida?
Su voz sonó ronca por la falta de uso. La mandíbula cosida con alambre la obligaba a hablar con la boca casi cerrada.
—Se lo dije a Ned. Cuando me pegaba.
—¿Qué le dijiste?
—Que te había enviado el nombre y la dirección de Celeste. Creyó que le mentía…
—Ah, por eso volvió a tu piso para buscarla en las cajas que aún no había inspeccionado.
Phyllis asintió con mucho esfuerzo.
—Estoy muy preocupada —musitó.
—Yo también. Resulta que Ned se instaló debajo de mi despacho y me pinchó el teléfono para poder escuchar mis llamadas, así es como se enteró de tu dirección. Nunca habría pensado que pudiera burlar mis medidas de seguridad. Afortunadamente, conseguí pegarle varios tiros. Por los gritos que soltó, diría que le di al menos una vez.
—Quiere encontrar a Celeste.
—Soy consciente de ello. Ya he hablado con ella, y tenemos un plan. Va a venir en avión desde algún lugar que desconozco. En cuanto haga las reservas me llamará para decirme a qué hora llega su vuelo. Iré a buscarla y la llevaré a la comisaría, donde le entregará en mano las pruebas al inspector jefe Phillips. Él está al frente de la investigación. Después la llevaré de vuelta al aeropuerto y la dejaré en la puerta de embarque.
—Me parece muy peligroso.
—Entiendo tu preocupación, pero no veo cómo iba a enterarse Ned. Celeste está tomando muchísimas precauciones.
—No, no. Dile que no venga.
—No sé si será posible, pero lo intentaré.
En el viaje de vuelta a Santa Teresa, me pregunté si realmente habría alguna forma de cambiar los planes. No tenía ni idea de dónde cogería el avión Celeste, ni de dónde haría el transbordo. Mi única esperanza consistía en encontrarla antes de que saliera. En cuanto llegué a casa, me fui directa al teléfono. Vi que la luz del contestador parpadeaba y pulsé play temiéndome lo peor. Una única frase: «Llegaré a la una y cuarto en la fecha prevista».
Me saqué el papelito doblado de entre las tetas y marqué su número. Sonó muchas veces, pero esta vez no saltó el contestador. Dejé que sonara unas quince veces más y entonces colgué. Ya no podría pedirle que cancelara el viaje a Santa Teresa. Sentí que se me revolvía el estómago. La ansiedad de Phyllis era contagiosa, pero seguía sin ver cómo podía fracasar el plan. Dondequiera que Ned estuviera escondido, no iba a poder interceptarnos a ninguna de las dos. Tendríamos que seguir adelante y confiar en que todo saliera bien. Como plan, «confiar en que todo salga bien» no es precisamente de los mejores.