30

Cuando llegué al piso de los McCabe, Hollis estaba en casa. Había ido a la comisaría a denunciar la desaparición de su hijo y luego había llamado a su secretaria para decirle que aquel día no iría a trabajar. Los tres nos sentamos en el salón. Por si la conversación que íbamos a tener no fuera a ser ya lo bastante difícil, Lauren no le había dicho a Hollis que me había despedido. Cuando repetí las condiciones que había estipulado para seguir investigando, Hollis no tenía ni idea de lo que le decía. Pasamos diez minutos aclarando los detalles, lo que pareció mosquear bastante a Hollis. Menuda sorpresa.

Lauren procuró suavizar las cosas.

—Supongo que querrás ver su habitación —dijo—. Puede que así se te ocurra adónde ha podido ir.

Dado que nunca había estado en la habitación de Fritz, no me pareció que tuviera mucho sentido verla, pero ahora los tres nos esforzábamos por ser amables y preferí seguirle la corriente.

—Te dejaré para que eches un vistazo —dijo Lauren después de mostrarme el dormitorio. A continuación se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Supuse que Hollis y ella tendrían otra discusión tensa, probablemente la continuación de la que tuvieron al descubrir que Fritz había falsificado la firma de su madre y se había largado con veinticinco mil dólares en efectivo. Cada vez que levantaban la voz me venía a la memoria el motivo por el que me alegro tanto de ser soltera.

La habitación de Fritz no era como me esperaba. Creía que lo habían malcriado, por lo que supuse que tendría de todo y más: su propio teléfono con contestador, un televisor, un tocadiscos con altavoces, cámaras, raquetas de tenis, esquís, una tabla de surf, monopatines, guitarras, y cualquier otra cosa que un chico como él considerara imprescindible. No me equivocaba respecto al teléfono con contestador, pero sí respecto a todo lo demás. Su dormitorio era tan austero como una celda de cárcel, lo que ahora tenía cierto sentido. Lauren no mintió al afirmar que el armario de Fritz estaba lleno hasta los topes, pero sólo porque Hollis y ella habían metido allí todas las posesiones de su hijo antes de que este ingresara en la cárcel. Las perchas estaban tan apretadas que costaba determinar qué había allí, por no mencionar lo que podría haberse llevado Fritz. Casi todas las prendas parecían típicas de un chico de quince años, aproximadamente la edad que tenía cuando las bombas legales empezaron a estallarle en la cara. Su vida se interrumpió bruscamente durante ocho años, y ahora que había vuelto a casa, toda su ropa estaba pasada de moda y probablemente le quedaba pequeña.

No vi libros de ficción ni de texto, ni revistas, ni fotografías, ni cuadros, ni discos ni casetes. Tampoco vi ningún walkman, ni correspondencia personal. No había basura en la papelera. Nada estaba desordenado porque sus posesiones eran muy escasas. En el baño, vi la maquinilla de afeitar, el desodorante, el cepillo de dientes y el dentífrico alineados en el estante de cristal encima del lavabo. En la ducha, su jabón en forma de Mickey Mouse colgado de la barra. En el botiquín, un frasco de aspirinas y una caja por abrir de tiritas de distintos tamaños. No me pareció que se hubiera llevado ninguno de los artículos de aseo habituales. En cuanto a las mudas de ropa, era imposible saberlo.

Recorrí de nuevo su habitación y estudié el teléfono y el contestador. No parecía haber mensajes, pero pulsé play de todos modos. Una voz monótona me aseguró que Fritz no tenía mensajes. Abrí y cerré los cajones de su escritorio, pero no encontré nada de interés. A fin de demostrar la minuciosidad con que una investigadora de mi calibre actúa en estos casos, me puse a cuatro patas y miré bajo la cama. También inspeccioné la parte inferior de los cajones de la cómoda, el interior y la parte posterior del depósito del retrete y el espacio que había entre el colchón y el somier. Por primera vez, le tuve lástima. No es que mi compasión fuera a servirle de nada, pero ahora sabía lo desgraciada que era su vida.

Cuando salí del dormitorio de Fritz, Hollis estaba de pie junto al bar, preparándose una copa. Eran las dos de la tarde, probablemente su hora habitual para empezar a beber.

—¿Qué, Sherlock, has encontrado alguna pista? —preguntó Hollis—. ¿Algún mensaje secreto escrito con tinta invisible?

El tono jocoso apenas disimulaba su agresividad.

—No necesito encontrar mensajes secretos. O bien Fritz pensaba entregar los veinticinco mil al extorsionista, o se los ha llevado para quedárselos él —respondí.

—Desde luego que se los ha llevado para quedárselos —saltó Hollis—. ¿No se te ha ocurrido hasta ahora? Lauren no puede aceptarlo, pero a mí me parece evidente.

—Lo único que tenía que hacer era pedírnoslo —dijo Lauren—. Le habríamos dado el dinero si hubiéramos sabido que era tan importante para él.

—¡No le habríamos dado ni un centavo! ¿Acaba de salir de la cárcel y ya se cree con derecho a recibir esa cantidad? ¿Por hacer qué?

Cerré los ojos unos instantes, deseando chasquear los dedos y desaparecer. Esta era exactamente la razón por la que no quería trabajar para los McCabe.

Hollis se volvió hacia mí.

—No habría venido mal que esto se te hubiera ocurrido antes de que Fritz nos estafara.

—Ya se le ocurrió —dijo Lauren conteniendo las lágrimas—, pero yo no quise escucharla.

—¿Por qué te alteras tanto? ¿Ya te vuelve a entrar la llorera? —preguntó Hollis.

Levanté una mano.

—Lo único que hice fue sugerir la posibilidad. No parece que Fritz se haya llevado ninguna de sus pertenencias. Seguro que no se ha llevado sus artículos de aseo, lo que indica que no esperaba estar fuera mucho tiempo.

—Al menos esta vez te estás ganando el sueldo, para variar —dijo Hollis.

—Puedes ahorrarte el sarcasmo, Hollis, si no te importa —repliqué. Ya me habían despedido una vez, así que un segundo despido me daría igual. Aunque no había peligro de que eso sucediera, porque los dos pasaron por alto mi comentario.

—Tendríamos que haber ido a la policía desde el principio —dijo Lauren—. Fritz ha decidido actuar por su cuenta y seguro que acaba metiendo la pata.

—¡Ya la ha metido! —exclamó Hollis.

—No creo que sea demasiado tarde para hablar con la policía —dijo Lauren—. Fritz tendrá que apechugar con las consecuencias. Nosotros intentamos protegerlo, pero sólo estamos empeorando las cosas.

—¿Cómo pueden empeorar aún más? Fritz ya ha robado el dinero. Ni siquiera sabemos dónde está —dijo Lauren.

Dirigí la mirada al contestador que reposaba sobre una mesita colocada bajo el arco que separaba el recibidor del salón.

—¿Os importa si le echo un vistazo al contestador?

—¿Para qué? Si hubiera mensajes nuevos, la luz parpadearía —respondió Hollis.

—Me interesan los mensajes antiguos —expliqué—. Iris ha pasado por mi despacho esta mañana para decirme que vio a Austin dos veces la semana pasada. También ha mencionado que el extorsionista dejó un mensaje para Fritz en vuestro contestador. He comprobado el de su dormitorio y no hay ningún mensaje.

Lauren se encogió de hombros como muestra de conformidad.

Me dirigí al aparato y pulsé play. El mayordomo mecánico que se ocupa de estos asuntos me aseguró que no había mensajes nuevos. Y a continuación dijo: «Tiene diez mensajes antiguos».

Mientras seguía presionando la tecla play, la máquina dijo: «Primer mensaje». Se oyó un pitido. «Lauren, cariño, soy Florence. Lo siento, pero no podremos ir el martes por la noche».

Cuando Florence explicaba por qué ella y Dale no podían ir, Lauren interrumpió para decirme que borrara el mensaje.

Pulsé el botón de borrar y el mayordomo mecánico empezó de nuevo desde el principio de la lista modificada. «Primer mensaje». Pitido. «Señor McCabe, soy Harley, de Richard’s Auto Care. Su Mercedes está listo. Díganos si quiere que pasemos a recogerle».

Miré a Hollis, que frunció el ceño con impaciencia.

—Bórralo —dijo señalando hacia el contestador con el vaso.

Borré el mensaje y pulsé nuevamente play. Escuchamos siete mensajes antiguos, ninguno de los cuales resultó relevante. El último decía así: «Hola, Fritz. Espero que reconozcas esta voz de tu pasado. Basta de excusas de mierda. Suelta la pasta o sabrás lo que es bueno. Quiero ese dinero, así que será mejor que encuentres la forma de conseguirlo. Te recogeré en la esquina de State con Aguilar el viernes al mediodía. Si no te presentas, buena suerte, colega. La vida se te va a complicar muchísimo».

La expresión de Hollis pasó de la impaciencia a la consternación.

—¿Quién coño es ese?

—Supongo que podría ser Austin —contesté—. Iris lo vio por segunda vez el viernes al mediodía, conduciendo por State. A Iris le pareció que Austin llevaba a un pasajero, pero no pudo ver quién era. La hora coincidía con las instrucciones que recibió Fritz.

—¿Estás diciendo que el chantaje es cosa de Austin? —preguntó Lauren.

—Eso parece.

—¿Crees que ha guardado la cinta todo este tiempo?

—¿Y eso qué importa? —interrumpió Hollis—. O bien ya la tenía, o sabía dónde estaba y volvió para recogerla. Sea como sea, el imbécil de tu hijo acaba de darle veinticinco mil dólares a un fugitivo, así que ya te puedes despedir de ese dinero.

—No es el dinero lo que me preocupa.

—Ahora dices eso, pero no es lo que decías cuando empezó toda esta historia.

—¿Crees que tú no has cambiado de opinión? Si hubiéramos hablado con el FBI de entrada, ahora no estaríamos metidos en este lío.

—No sé de dónde sacas una cosa así. Si hubiéramos puesto una denuncia, Fritz ya estaría en la cárcel.

—Eso tú no lo sabes, ni yo tampoco —repuso Lauren.

—Bueno, al menos no habríamos perdido los veinticinco mil. Podríamos haberlos usado como anticipo para que algún abogado de campanillas nos sacara de esta.

—¡Un momento! —exclamé—. Todas estas discusiones no conducen a ninguna parte. Necesito una foto reciente de Fritz. La enseñaré en las taquillas de la estación de autobuses, en la de trenes y en el aeropuerto para ver si alguien recuerda haberle vendido un billete.

En el coche, mientras volvía a casa, repasé mentalmente la discusión que habían tenido sobre la fecha de la llamada crucial, que podrían haber recibido en cualquier momento de los últimos diez días. Ninguno tenía la costumbre de escuchar los mensajes. Fritz había ido al banco el viernes por la mañana, y nadie lo había visto desde entonces. Parecía que el extorsionista era Austin Brown. No estaba del todo convencida, pero tampoco tenía razones para dudarlo. La cuestión era que Fritz se había encontrado con alguien el viernes al mediodía, y ahora estábamos a martes por la tarde. Si habían salido de la ciudad juntos, me llevarían cuatro días de ventaja. ¿Cuánto les iban a durar los veinticinco mil? Austin no me parecía muy dado a compartir, por lo que probablemente se desharía de Fritz más pronto o más tarde.

Di dos vueltas por el barrio y encontré sitio para aparcar a una manzana y media de mi casa. Mientras me dirigía a pie a mi estudio, decidí que tendría que encontrar algo de tiempo para correr los cinco kilómetros de rigor. Me agaché y recogí el periódico de la acera al cruzar la verja. En la portada vi la misma fotografía en blanco y negro de Ned Lowe que había visto en la circular del Departamento de Policía de Santa Teresa. Al pie de la fotografía se resumía el historial delictivo de Ned.

«La policía busca a un hombre de California que agredió e hirió de gravedad a una residente de Perdido antes de huir de la zona el pasado sábado 23 de septiembre. La identidad de la víctima se mantendrá en secreto hasta que sus familiares hayan sido notificados. Ned Lowe, de 55 años, fue visto por última vez el lunes en el centro de Santa Teresa, donde roció de gasolina la fachada lateral de un bungaló con intención de prender fuego a la estructura. Existen indicios de que llevaba viviendo en el semisótano de la pequeña oficina una semana antes de que se descubriera su presencia. La inquilina del bungaló disparó y probablemente hirió al fugitivo poco antes de que este huyera a pie. Se busca a Lowe en relación con las muertes de cinco adolescentes de California, Nevada, Arizona, Nuevo México y Texas a lo largo de los últimos seis años. También se lo considera sospechoso de la muerte de su primera esposa, Lenore Redfern Lowe, acaecida en Burning Oaks, California, en 1961.

»Según la Patrulla de Carreteras de California, se cree que Lowe conduce un Oldsmobile Cutlass Supreme rojo de 1988 robado, con la matrícula de California LADY CPA. De acuerdo con la descripción policial, Lowe es de raza blanca, mide 1,80 y pesa 88 kilos».

Esto empezaría a mover las cosas.

Me jorobaba que el administrador no hubiera cambiado de inmediato las cerraduras del piso de Phyllis. Según dijo Erroll, Ned se dedicó a inspeccionar todas las cajas de embalaje de Phyllis y luego destrozó el piso. Parecía lógico suponer que Ned no hubiera encontrado lo que buscaba. De haberlo encontrado, habría salido a toda prisa de la ciudad en busca de Celeste. Suponiendo que esta aún guardara los recuerdos de Ned, por supuesto. La prensa había advertido a la gente del peligro de que ese hombre anduviera suelto. Entre los artículos y su herida de bala supurante, Ned necesitaría otro lugar donde esconderse.

Me puse el chándal y fui andando hasta Cabana Boulevard, donde el carril bici discurría paralelo a la playa. Recorrí el primer kilómetro con escaso entusiasmo porque estaba muy oxidada. Aún tenía los músculos agarrotados después de mi clase de defensa personal del día anterior. Era una tarde agradable, con una temperatura de alrededor de veinte grados y una brisa que encrespaba las olas en el océano. Por el momento dejé a un lado el espectro de Ned y me centré en otro problema.

En nuestra última conversación, Henry planteó un tema interesante: que las opiniones de Anna respecto a la maternidad se debían, en cierto modo, al hecho de haberse visto expuesta a actitudes en gran parte negativas. Su hermano Ethan y su hermana Ellen tenían seis hijos entre ambos. Aunque Ellen parecía felizmente casada, su vida estaba lastrada por el agotamiento. Durante mi breve estancia en Bakersfield no llegué a conocer a sus tres hijos, pero Ellen no me pareció un dechado de amor maternal. El matrimonio de Ethan distaba mucho de ser ideal, y si bien sus métodos de crianza me parecieron respetables, la presencia de los niños había frustrado su carrera como músico. Lo vi actuar en un pequeño bar de Bakersfield, donde cantaba acompañándose con una guitarra. La transformación resultaba asombrosa. Me pareció evidente que verse confinado en Bakersfield reduciría sus posibilidades de ser descubierto por un agente o una discográfica. Por lo que yo sabía, Anna carecía de talento y de ambición, pero ansiaba una vida mejor y, a su modo de ver, los niños suponían un impedimento.

Se me ocurrió que mi amiga Vera, con sus cinco chiquillos tan preciosos y bien educados, podría ser un modelo positivo para Anna mientras esta sopesaba sus opciones. Cuando acabé de correr, me duché, me vestí y llamé a Vera para explicarle la situación.

—Me encantaría que Anna te viera en acción —dije—. Ahora cree que tener hijos equivale a enterrarse en vida. Incluso ha hablado de llenarse los bolsillos del abrigo de piedras y meterse en el río. Aunque no es que tengamos uno por esta zona…

—Entiendo. No te preocupes. Ven con ella hacia las cinco. Los gemelos ya tendrían que haber vuelto del colegio a esa hora.

—Espera un momento. ¿Scott y Travis van al colegio? No puede ser. ¡Si sólo tienen seis meses!

—Lo decía en broma, querida. Si recuerdas, no conociste a Abigail hasta que cumplió un año y medio.

—¡Pero conocí a los gemelos hace unos meses! Incluso les tejí a los dos unos patucos con ositos en las suelas.

—Es verdad, y eran adorables. No tenía ni idea de tu afición al ganchillo. Cambiando de tema, Neil está de guardia esta noche. No llegará a casa hasta muy tarde, así que cenaremos lo que nos apetezca. Ven dentro de un rato y Anna podrá presenciar cómo les doy de comer. Es mejor que ir al zoo.

Cerré con llave y a continuación recorrí al trote las tres puertas que me separaban de la casa de Moza Lowenstein y llamé a la puerta. Cuando Moza apareció, recordé que no sólo era dura de oído, sino que seguiría pensando que yo estaba embarazada. No tenía tiempo de aclararle las cosas.

—Busco a Anna. ¿Está en casa?

—Está durmiendo la siesta.

—¿A estas horas? Es casi la hora de cenar. ¿Trasnochó anoche?

—No sé si vino en coche.

—¿Te parece bien que la despierte yo? —pregunté mientras me metía por el pasillo.

—Yo que tú no lo haría —respondió Moza, pero yo ya estaba casi en la puerta del dormitorio de Anna. Moza me siguió, observando con inquietud cómo llamaba a la puerta de Anna, y luego la abría y asomaba la cabeza.

—Anna, nos han invitado a cenar. Quiero que conozcas a una amiga mía.

Anna se incorporó en la cama y se apartó un mechón de cabello oscuro de los ojos. Llevaba una camiseta vieja extragrande de color turquesa, que por supuesto a ella le quedaba de muerte.

—¿Me tomas el pelo?

—No tengo sentido del humor, Anna.

—¿Quién es tu amiga?

—Vera Hess. Vive en esa casa victoriana de color gris que está al lado de la de Cheney. Puede que la hayas visto.

—La mujerona rubia. Me muero de miedo cada vez que la veo.

—Tonterías. Es estupenda. Te encantará. Pero ahora espabila. Incluso tienes tiempo de ducharte si vas deprisa.

Cuando llegamos a la puerta posterior de Vera eran casi las cinco y media. Llamé una vez y le dije a Anna que entráramos. A Vera no le gusta que los invitados llamen al timbre o den golpes en la puerta, porque la obligan a interrumpir lo que esté haciendo para ir corriendo a abrir. Sus tres hijos mayores, Peter, Meg y Abigail, de cinco, tres y casi dos años respectivamente, estaban en la cocina, sentados a una mesita de madera blanca con sillas a juego. Los gemelos dormían plácidamente en sus asientos infantiles. Los dos tenían el pelo un poco mojado. Todos estaban recién bañados y llevaban pijamas como los que se ven en algunos catálogos infantiles de ropa carísima. Ya estaban comiéndose la cena, que en el caso de Peter, Meg y Abigail consistía en sándwiches calientes de queso y tazones de sopa de tomate, mi favorita.

Vera tiene ayuda, no voy a ocultarlo. Mavis estaba frente a la cocina vigilando la sopa, que hervía a fuego lento y olía de maravilla. Vera se ocupaba de los sándwiches de queso calientes. Anna y yo nos sentamos junto a la encimera y las observamos. Comprendí por qué Anna se sentía tan intimidada: Vera era una fuerza de la naturaleza y parecía hacerlo todo bien. Yo había trabajado con ella en la aseguradora La Fidelidad de California en los «viejos» tiempos, cuando aún estaba soltera, fumaba cigarrillos y bebía botellas de Coca-Cola que guardaba en una neverita detrás de su escritorio. Había intentado emparejarme con el que ahora era su marido, el doctor Neil Hess, un médico de cabecera encantador que a Vera le parecía demasiado bajo para ella. Resultaba evidente que estaban prendados el uno del otro y confieso que hice de cupido, que consistió principalmente en permitir que Vera se cabreara conmigo en el aseo de señoras de la oficina porque creía que flirteaba con Neil.

—¿Cómo te va? —le preguntó a Anna.

—Regular —respondió esta.

—Kinsey me ha hablado de tu situación. Ella piensa que deberías ver a una madre en acción, así que ahora podrás verla —dijo Vera.

Levanté una mano vacilante con intención de protestar. No esperaba que Vera fuera a adoptar un enfoque tan directo. Había imaginado algo más de sutileza para que Anna absorbiera gradualmente las cualidades de Vera y lo mucho que disfrutaba esta siendo madre. Vera tuvo a sus hijos a una edad relativamente tardía, pero se había adaptado a la maternidad como si hubiera nacido con ese don. Pensé que Vera sería el antídoto perfecto a la opinión de Anna de que los bebés eran venenosos. Los hijos de Vera eran preciosos, alegres y simpáticos. Siempre estaban dispuestos a ayudar. Cuando acabaron de cenar, los tres mayores le llevaron los platos y los tazones a Mavis hasta el fregadero, y se los dieron con un «Gracias» encantador. No fue tan cursi y empalagoso como pudiera parecer.

Cuando Vera sacó lápices de colores y cuadernos para colorear, los tres volvieron a sentarse y se pusieron a garabatear con ahínco. Peter era aplicado, Meg muy precisa y Abigail una payasa. Los contemplaba embelesada, por lo que me llevó un momento captar lo que decía Vera.

—Claro que muchas veces me vuelven loca. Ya os podéis imaginar, cinco niños de menos de seis años. Tengo suerte de poder ducharme cada dos días. Hoy se están portando muy bien, cosa que sucede una vez a la semana. Espera a que uno pille un resfriado. Entonces todos se ponen malísimos, y me lo pegan a mí y a veces a Mavis. ¿Verdad, Mav?

—Desde luego —contestó Mavis.

—No sé si te has planteado abortar —continuó diciendo Vera—. ¿Qué piensas hacer?

—Aún me lo estoy pensando —respondió Anna.

—Puedo ofrecerte una alternativa —dijo Vera—. Esperaba tener un hijo más, pero empiezo a estar talludita y a Neil no le entusiasma la idea de que acabe como una vaca lechera otra vez. La buena noticia es que no se opone a criar a otro niño, así que si decides seguir adelante con el embarazo, podrías considerar una adopción abierta.

—¿Dar en adopción al niño? —preguntó Anna.

—A la familia perfecta, como la que estás viendo ahora. Vivimos al lado de Cheney, así que podrías ver al niño tantas veces, o tan pocas, como quisieras. Mis hijos ganarían una hermana o un hermano, y todos contentos.

—No lo sé —dijo Anna con voz indecisa—. Ni siquiera lo había pensado.

—Es una posibilidad que podrías considerar —dijo Vera, tan práctica siempre—. Travis y Scott tendrán quince meses cuando nazca tu hijo. La diferencia de edad es ideal.

Levanté de nuevo la mano.

—¿Vera? —dije interrumpiendo su propuesta—. Jonah tendrá algo que decir al respecto, ¿no te parece?

Vera rechazó mi pregunta con un gesto.

—A los hombres no les preocupan estas cosas.

—Pues a él sí —repuse—. Ya tiene tres hijos estupendos a los que adora. Está colado por Anna y le apetece mucho tener uno con ella.

Me lo estaba inventando todo porque aún no había hablado del tema con Jonah, pero mi afirmación sonó plausible.

—Olvídate de Jonah. ¿Crees que va a arrimar mucho el hombro? Seguro que no. Centrémonos en Anna, es ella quien tiene que decidirlo. Así empezó nuestra conversación, cuando me dijiste que se iba a llenar los bolsillos de piedras y a saltar desde un puente.

—¿Le dijiste eso? —preguntó Anna mirándome de pronto—. No puedo creer que se lo mencionaras.

—Tú eres la que lo dijo —repuse a la defensiva.

—¡Iba en broma!

—Lo siento.

Noté cómo me ardían las mejillas. No podía creer el giro tan abrupto que había tomado la conversación.

—No te preocupes —dijo Vera—. Al principio yo también me sentía así. Pasas por emociones de todo tipo, pero al final las cosas se arreglan. Puede que Jonah no se oponga tanto como crees. Me refiero a que nos conoce, y podría ser una solución para todos mientras él decide lo que quiere hacer respecto a Camilla. Si cambias de opinión, tampoco pasará nada. Sólo te pido que lo tengas en cuenta cuando sopeses todas tus opciones.

—No, si la idea me atrae, y te agradezco tu opinión —dijo Anna.

Poco después, Mavis se llevó a los tres niños mayores a la sala de juegos de la primera planta mientras Vera, Anna y yo nos comíamos los bocadillos y la sopa. Vera y Anna charlaban encantadas mientras yo intentaba recordar el momento preciso en que mi plan se empezó a torcer. Ya soy mayorcita para saber que cada vez que intento hacer una buena obra acabo metiendo la pata.