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Nada más volver al coche, me senté y anoté unos cuantos datos en mis fichas. Recordaba varios nombres: Iris Lehmann, Troy Rademaker, Bayard Montgomery y Poppy Earl. Austin Brown debería encabezar la lista, pero se había fugado y nadie parecía saber dónde se encontraba.

Lauren me había confiado la cinta con su envoltorio, así que dediqué unos instantes a examinar el sobre marrón. No entendía de qué podía servir que lo tuviera yo. Era un sobre de burbujas normal y corriente, sin ninguna característica distintiva. Ni siquiera tenía una marca comercial visible. Se vendían artículos idénticos a diario en tiendas de suministros de oficina y papelerías de todo el país. No tenía acceso a los registros de ventas, por lo que me sería imposible localizar a la persona que lo había comprado. Lo mismo sucedía con las huellas dactilares, suponiendo que las hubiera. Disponía de un equipo para tomar huellas y sabía cómo espolvorear el sobre, pero no podía acceder a ninguna base de datos para hacer las comparaciones de rigor. Y tenía el mismo problema con la saliva del sello. Probablemente el culpable habría usado agua del grifo y una esponja. ¿ADN? Ni soñarlo. Esta es una de las pegas de un trabajo como el mío: carezco de los recursos necesarios para desentrañar ciertos detalles. En algunas ocasiones les he pedido a Cheney Phillips o a Jonah Robb que comprobaran el número de una matrícula, pero se supone que no deben usar el ordenador para consultas externas, y no quiero que ninguno de los dos se meta en líos por mi culpa.

Me pregunté por qué había aceptado el encargo de encontrar al extorsionista. Si conseguía localizarlo, ¿de qué iba a servir? Si llegaba a enfrentarme al responsable del chantaje, seguro que él —o ella— no lo admitiría. Los McCabe no podían amenazarlo con denunciar el asunto a la policía, porque eso era precisamente lo que el extorsionista amenazaba con hacerles a ellos. Me recordó a un duelo entre dos vaqueros que se enfrentan con las pistolas desenfundadas: ninguno puede arriesgarse a disparar primero.

En cuanto a la cinta, no veía cómo alguien podía pedir que le hicieran una copia en una tienda de fotografía. Tendría a la poli en su casa antes de una hora. Por otra parte, el extorsionista seguro que no había enviado la cinta original, así que esta tenía que ser un duplicado. Inspeccioné el vídeo, que era del tipo estándar que se vende en innumerables tiendas.

Miré rápidamente el reloj. Eran las cinco menos cuarto, de modo que quizás aún tenía tiempo de ir a alguna tienda de fotografía antes de que cerrara. Arranqué el coche y me dirigí hacia el centro de la ciudad. Por lo que recordaba, había una tienda en Milagro que me caía cerca.

Aparqué y me apresuré hacia la puerta. Según el horario que figuraba en el letrero del escaparate, la tienda estaba abierta hasta las seis, por lo que al menos no tendría que ir con prisas. Entré y esperé a que el dependiente más próximo acabara de atender a otro cliente y finalmente me prestara atención a mí.

—¿En qué puedo ayudarla?

Veintitantos, alto y delgado, con el pelo recogido en una coleta, una perilla algo rala y el lóbulo de la oreja izquierda atravesado por una tuerca y un tornillo. Tenía la cara salpicada de granos, y llevaba una pajarita y unos tirantes rojos que no le pegaban nada. ¿Qué imagen pretendía dar?

Le mostré la cinta.

—Me preguntaba si podrías decirme cómo duplicar una cinta de vídeo.

—¿Esa?

—No, lo pregunto en general.

—¿Cuándo la necesita?

—Eso no importa, es una pregunta hipotética.

—Explíquese.

—El contenido es personal y me incomodaría dejar la cinta en una tienda de fotografía para que la reprodujeran allí.

—¿Por qué?

—Esto…, pongamos que, por ejemplo, me hubiera grabado a mí misma desnuda.

—¿Con qué propósito?

—Puede que sea una exhibicionista y que quiera excitar a mi novio.

—Pues sería mejor que le enseñara sus atributos al natural. Eso es lo que me gustaría a mí, si yo fuera él —dijo el dependiente.

—Es un problema teórico.

—Si usted lo dice…

—La verdad es que en la cinta aparecen algunas acciones cuestionables. El contenido podría considerarse criminal.

—¿Por qué iba a meterse en algo así una buena chica como usted?

Pasé por alto la pregunta, que me pareció impertinente.

—Si una tienda de fotografía no pudiera o no quisiera reproducir la cinta, ¿cómo podría hacerlo yo?

El dependiente se inclinó sobre el mostrador y apoyó la barbilla en el puño.

—Supongo que podría proyectarla en una pantalla y grabar una cinta de la cinta.

Consideré su sugerencia.

—Bien pensado. Me gusta la idea. Quieres decir que podría copiar tantos vídeos como cintas vírgenes tuviera.

—Exacto.

El chico levantó el dedo índice.

—O alguien como yo podría estar dispuesto a hacerlo por usted si la compensación valiera la pena.

—No lo creo —dije—. Puede que te sintieras obligado a ponerte en contacto con la policía.

—¿Es una peli snuff? Porque si es así, estoy dispuesto a llamar a la policía ahora mismo.

—¡No, no es ningún vídeo snuff! ¿Por quién me has tomado?

—Por alguien que tiene un vídeo doméstico guarro de contenido que «podría considerarse criminal», en sus propias palabras.

Tuve que ejercitar mi paciencia, el zen de no arrancarle la oreja de un mordisco por ser tan imbécil.

—A ver qué te parece esto. Supongamos que quiero alquilar una cámara de vídeo. ¿Podría alquilarla aquí?

—No. No lo creo. Normalmente, sí, pero después de lo que me ha contado, me despedirían.

—Gracias de todos modos —dije mientras volvía a meterme la cinta en el bolso.

—A su servicio —contestó él.

Al diablo con el plan. Pero al menos tenía una idea de cómo habría conseguido el extorsionista duplicar la cinta, que yo pensaba devolverle a Lauren lo antes posible. El maldito vídeo era como una bomba de relojería. Tictac, tictac… Me pregunté cuántas copias circularían por ahí, y si le habrían exigido dinero a alguien más. Mientras volvía a casa, intenté planificar una estrategia sin demasiado éxito. En aquel momento tenía muchas preguntas y muy pocas respuestas.

Encontré un sitio increíble para aparcar a una puerta de mi estudio, lo que me alegró el día. Crucé la verja chirriante, invadida por un optimismo poco habitual en mí. Entonces me detuve en seco. El camino de entrada estaba lleno de trastos: una mochila, un saco de dormir, una esterilla impermeable, un petate, una tienda de campaña pequeña y una silla de ruedas portátil, así como dos bolsas de papel marrón atiborradas de ropa que apestaba a hollín incluso desde donde me encontraba yo. Perpleja, rodeé el edificio y vi a Pearl White frente a mi estudio, aporreando la puerta. Se apoyaba en un par de muletas que parecían estar a punto de combarse bajo su peso.

—¿Pearl?

—Hola, Kinsey. Cuánto tiempo sin verte.

—¿Qué haces tú aquí?

—Estoy buscando a Henry. Llevo un buen rato llamando a su puerta, pero no me abre.

Había conocido a Pearl muchos meses atrás, cuando investigaba la muerte de un sintecho que apareció muerto en la playa. Seguía siendo muy voluminosa; llevaba unos vaqueros que probablemente eran de la talla 54 y una sudadera XXXL con las siglas UCST de la Universidad de California en Santa Teresa, como si acabara de graduarse. No es que tenga nada en contra de la gente corpulenta, pero una ducha habría ayudado en su caso. Todos aquellos trastos desperdigados por el camino de entrada sin duda eran suyos, pero ¿qué hacía Pearl aquí? Aparentaba cuarenta y tantos, aunque la vida la había tratado tan mal que puede que fuera más joven. Tenía la cara ancha y sonrosada, con las mejillas surcadas de capilares rotos. Llevaba el pelo muy corto y le faltaban bastantes dientes inferiores.

Le hice una pregunta obvia.

—¿Para qué buscas a Henry?

—¿No es aquí donde vive?

Señale la puerta trasera de mi casero.

—Esa es su casa, y esta la mía.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. Le alquilas este estudio. Mira qué bien. ¿Supongo que no querrás una compañera de piso? Porque yo estoy buscando algún sitio donde instalarme.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté señalando las muletas.

—Me atropelló un coche. Y encima en un paso de peatones. Puede que yo cruzara en rojo, pero eso no es delito en este estado. Me rompí la cadera. Pienso demandar a ese cabrón, si puedo encontrar a algún abogado dispuesto a llevarme el caso sin cobrar. ¿Conoces a alguno que sea bueno?

—No —respondí—. ¿Has ido a rehabilitación?

—Sí, pero ya la he acabado. Lo malo es que los médicos no querían dejarme marchar a menos que tuviera algún sitio adonde ir. Me acordé de Henry porque fue muy amable cuando murieron Terrence y Felix. Le pedí a la mujer del centro de rehabilitación que lo llamara y estuvieron charlando un buen rato. Henry dijo que sería bienvenida en su casa todo el tiempo que quisiera.

—¿En serio? ¿Henry dijo eso?

—Si no me crees, pregúntaselo a él —respondió Pearl.

—¿Y qué hay de Harbor House? ¿Por qué no te alojas allí?

—Un albergue para los sintecho no está adaptado para alguien como yo. El muy borde del director dijo que no enseguida. Como llevaba tanto tiempo viviendo allí pensaba que me aceptaría. Lo amenacé con tumbarlo de un mamporro, pero ni por esas.

Justo en aquel momento apareció Henry vestido con su atuendo habitual: pantalones cortos, camiseta y chanclas. Llevaba la mochila de Pearl en una mano y las dos bolsas de papel marrón en la otra. No pareció sorprenderse de su presencia, lo que consideré un indicio de que Pearl me había dicho la verdad.

—¡Ah! Estás aquí —dijo Henry—. No te esperaba hasta después de la cena.

—Pensé que cuanto antes llegara, mejor. Así tendría más tiempo para instalarme —explicó Pearl—. Como soy hipoglucémica, si paso demasiadas horas sin comer me pongo a temblar y a sudar.

—No te preocupes —dijo Henry—. Ya tengo preparada la cena. Kinsey, ¿por qué no traes la silla de ruedas que está en la entrada mientras Pearl se pone cómoda en mi casa?

Estaba segura de que la consternación se me leía en la cara, pero Henry no pareció darse cuenta y a Pearl no le importaba lo que pudiera pensar yo.

—Claro —musité, en vez de coger una piedra y partirme con ella los dientes.

Volví a la verja de la entrada, donde abrí la silla de ruedas plegable y apilé los trastos restantes en el asiento antes de empujarla hasta el jardín posterior. La puerta de la cocina de Henry estaba abierta y vi luces encendidas en la habitación de invitados. Nada menos que Pearl. ¿Habría perdido el juicio este hombre? Puede que estuviera bebiendo cuando recibió la llamada. Era un buenazo por naturaleza, pero acoger a Pearl White en su casa me parecía el colmo. No sabía por qué me molestaba tanto su compasión. Siento admitir que los gorrones y los parásitos no me dan ninguna lástima. Mi tía Gin me advirtió muchas veces que no debía pedirles nada a los demás. Concedía una gran importancia a la autosuficiencia, y no veía con buenos ojos tener que agradecer favores ajenos. Dado que me crio desde que yo tenía cinco años hasta su muerte, cuando cumplí los veintitrés, la advertencia de mi tía se me había grabado a fuego en la memoria.

Me tomé la libertad de abrir la puerta mosquitera para meter las posesiones de Pearl en la casa. Todo lo que tenía olía a humo de cigarrillo. Oí el murmullo de la voz de Henry al fondo de la casa y me detuve un momento, preguntándome si debería tener una charla breve con él. No, probablemente no. Uno de los dos acabaría enfadándose. Volví a mi estudio y entré. Era evidente que no iba a cenar con Henry en su casa, ni en ningún otro sitio. No tuve agallas para volver al local de Rosie, dado su entusiasmo por los platos húngaros a base de casquería.

Desesperada, busqué alguna película en la cartelera del periódico y acabé en un cine del centro, donde me tragué Dulce hogar… ¡a veces! Cené palomitas con mantequilla y una Pepsi light, tentempié que no contenía ninguno de los principales grupos alimenticios, a menos que el maíz cuente. Cuando se acabó Dulce hogar… ¡a veces! sólo eran las ocho y cuarto, así que me di el capricho de ver un programa doble y compré una entrada para Socios y sabuesos.

Volví a mi estudio pasadas las diez. La casa de Henry estaba a oscuras, por lo que supuse que se habría ido a la cama. La tienda que Pearl había plantado en medio del jardín trasero era ofensiva a la vista. Puede que las sábanas limpias le resultaran insoportables. En mis tratos con indigentes aprendí que muchos prefieren dormir al raso antes que bajo techo, especialmente aquellos que han estado en la cárcel. Al gato Ed también parecía desconcertarle la tienda. Se había sentado justo al lado y contemplaba la cremallera con la cabeza ladeada. Adiviné lo que estaría pensando el minino: ¿por qué iba a querer dormir alguien en medio del arenal en el que hacía sus necesidades?

Conseguí evitar a Henry y a Pearl el resto de la semana. La verdad es que no era asunto mío si Henry invitaba a alguien a vivir con él. Me aconsejé a mí misma tener la boca cerrada, lo que no es tarea fácil.

El lunes por la mañana, cuando fui a trabajar, la tienda seguía allí y la tierra que la rodeaba olía a pis. Supongo que a Pearl le daba pereza usar el retrete de la casa en plena noche. Si Henry pensaba resucitar su jardín algún día, antes que nada tendría que reemplazar la capa superior de tierra. Me pregunté si los excrementos humanos se consideraban abono. De ser así, Pearl podría proporcionarle a Henry una cantidad más que suficiente para fertilizar sus rosas.

Al llegar al despacho llamé a Lonnie Kingman. Afortunadamente, estaba disponible.

—Hola, Lonnie. Soy Kinsey. Tengo una pregunta que hacerte.

—Déjame que la adivine. Te ha llamado Lauren McCabe.

—Exacto. Te agradezco la recomendación, pero me preguntaba por qué rechazaste tú el trabajo.

—Porque me ponía en una situación muy incómoda. Si aceptaba representar a los McCabe en el asunto de la extorsión, tendría que mencionarle la cinta y su contenido al fiscal del distrito, lo que podría suponer el procesamiento de Fritz. Equivaldría a decir «están extorsionando a mis clientes con esta cinta que muestra a su hijo involucrado en una violación». Y entonces, ¿qué? ¿Debería defender a Fritz de esa misma acusación de violación? Olería fatal. Porque, a fin de defenderlo como es debido, tendría que convencer a los McCabe para que no llamaran a la policía, lo cual no estaría nada bien.

—Te entiendo. Probablemente yo también tendría que haber rechazado el trabajo, pero los McCabe me dan lástima. Fritz podría enfrentarse a otra querella criminal nada más salir de la cárcel, y sus padres ya han pagado una fortuna por su defensa. ¿Quién quiere enfrentarse a una nueva tanda de problemas legales?

—Desde luego —admitió Lonnie.

Después de colgar consideré la situación. Aquel fue, viéndolo ahora en retrospectiva, el momento en que podría haberme echado atrás dignamente, alegando dudas sobre mi capacidad para desentrañar el caso. Puede que Lauren se sintiera decepcionada o se enfadara, pero a mí me bastaría con devolver el anticipo y no habría más que hablar.

Sin embargo, el caso ya me había atrapado. El pequeño terrier que hay en mí estaba ocupado persiguiendo el problema, escarbando la tierra con las patas mientras cavaba su agujerito. Allí había gato encerrado, y quería encontrarlo yo solita.

Mecanografié el contrato detallando el trabajo que Lauren McCabe me había pedido hacer. Luego le extendí un recibo por el anticipo, que incluí junto a una copia del acuerdo. Mientras rellenaba los papeles, se me pasó por la cabeza una vez más la vaguedad de mi cometido: «Encuentra al extorsionista y pon fin a la amenaza». Cielo santo. Era mejor no pensar demasiado en lo que me esperaba.

Además del cheque de Lauren, cogí un par de cheques más que debía llevar al banco y rellené el resguardo del ingreso. Activé el sistema de alarma, cerré el despacho con llave y me metí en el coche. Estuve fuera quince minutos, y al volver al despacho me topé con un coche patrulla blanco y negro y a un agente uniformado que venía hacia mí. Bastante joven, unos treinta y pocos. Esbelto, bien afeitado, con aspecto de ser competente. Llevaba una placa en la que ponía T. SUGARBAKER.

—¿Hay algún problema? —pregunté.

—¿Esta es su casa?

—Mi despacho.

—¿Me puede decir su nombre?

Le dije mi nombre y le mostré el permiso de conducir y una tarjeta de visita, sin dejar de observarlo mientras anotaba todos los datos. Se guardó la tarjeta y me devolvió el permiso de conducir, que metí de nuevo en el bolso.

—¿Qué ha pasado?

—Se disparó su alarma, y la empleada de la empresa de seguridad llamó al número que usted había dejado. Como no contestaba nadie, la empleada se puso en contacto con el Departamento de Policía de Santa Teresa. Me han enviado para que inspeccione el edificio. La ventana de la cocina está rota, parece como si hubieran lanzado una piedra.

—¡Caray! Pagué un poco más por un par de sensores de rotura de cristales, pero pensé que me estaba volviendo paranoica. ¿El tipo llegó a entrar?

—Parece que no. Probablemente se asustó al oír la alarma, pero será mejor que lo compruebe usted misma.

—Le agradezco que haya venido tan rápido.

Abrí la puerta del despacho y el agente me siguió. Los dos recorrimos el local, él más pendiente de los posibles destrozos y yo de los robos. Le aseguré que no parecía que se hubieran llevado nada.

—Levantaré un atestado. Si quiere poner una denuncia, pase por comisaría en los próximos días. No creo que valga la pena pedirle a su compañía de seguros que pague por unos daños tan pequeños, pero no está de más que consten en acta. A veces lo vuelven a intentar si creen que pueden conseguir medicinas u objetos de valor.

—No tengo ni una cosa ni otra, pero me mantendré alerta.

Después de que se fuera, me senté al escritorio e intenté restarle importancia a lo sucedido, pese a la oleada de pánico que me invadió al quedarme sola. Pensé en Ned Lowe. Hay veces en las que cuestiono mis reacciones, pero esta no era una de ellas. Mis sospechas no eran ninguna tontería, y no me reprendí a mí misma por sacar conclusiones precipitadas. No tenía pruebas de que se tratara de Ned a menos que hubiera dejado huellas dactilares, y seguro que se había cuidado de no hacerlo. No se me ocurrió cuál sería su propósito, pero, en cualquier caso, era un tipo muy retorcido y lo que él consideraba un motivo legítimo habría supuesto una retención en un psiquiátrico de setenta y dos horas para cualquier otro. Un 5150, para ser exactos.

A fin de reducir mi ansiedad, llamé a Diana Álvarez con la teoría de que si me enfadaba con ella acabaría olvidando mis temores. En el escritorio guardaba el artículo que Diana había escrito sobre Fritz McCabe. Diana contestó al tercer timbrazo y me identifiqué.

—Caramba, Kinsey. Qué sorpresa tan inesperada.

—Como todas las sorpresas —repuse.

—Pues es verdad. ¿A qué debo el placer?

—Tengo delante tu artículo sobre Fritz McCabe, y me preguntaba si averiguaste algún dato que no llegaras a incluir después.

—Expresé mi opinión, pero el director cortó esa parte.

—¿Y cuál es tu opinión?

—Pienso que Fritz tuvo la suerte de ser juzgado como menor. Si lo hubieran juzgado como adulto, quizá lo habrían condenado a muerte, o a cadena perpetua sin derecho a libertad condicional. En vez de eso, cumplió ocho años y ahora está libre.

—¿Algo más?

—También está lo de Austin Brown. Pensé que merecía una mención. Figura en la lista de las diez personas más buscadas por el FBI. ¿Sabías que le han puesto precio a su cabeza? Cincuenta mil pavos.

—Caramba, qué generosos. ¿Y la recompensa lleva esperando todo este tiempo?

—Intacta. O bien nadie sabe dónde se esconde Austin, o no están dispuestos a dar la cara. Esperaba que la crónica sobre Fritz McCabe suscitara interés por el paradero de Austin.

—A lo mejor podrías escribir otro artículo.

—Me temo que no. El director de mi periódico dice que ya es agua pasada.

—Pero Austin Brown es un mal tipo. Pensaba que valía la pena mencionarlo.

—No en opinión de mi director. Yo creo que se trata de una historia épica y que merece ser contada entera, de principio a fin.

—De momento aún falta el final.

—Es cierto, pero aparte de eso, tiene toda una serie de elementos que la vuelven apasionante: juventud, sexo, dinero, traición.

—Muerte —añadí.

—Exacto. Sé que sonará cínico, pero Austin Brown es el último cabo suelto.

—¿Tienes alguna teoría sobre su paradero? —pregunté.

—¿Por qué? ¿Lo estás buscando?

—Por cincuenta de los grandes, quizá —respondí, aunque la idea no se me había pasado por la cabeza.

—Lo han visto en media docena de sitios, pero todas esas pistas resultaron ser falsas. La gente está tan dispuesta a ayudar, que sufre alucinaciones. ¿Por qué te interesa tanto?

—Sólo por curiosidad.

—Una curiosidad que podría suponerte cincuenta mil dólares —comentó Diana.

—¿Puedo contarte mi problema?

—¿Por qué no? Ya me has interrumpido el trabajo.

—Lo siento, pero deja que te lo explique: quiero hablar con las personas involucradas en este caso, pero no sé qué excusa voy a darles para conseguir que me contesten. No puedo hacerme pasar por periodista.

—Claro que puedes —repuso Diana—. La gente tiene más ganas de hablar de lo que crees. Lo veo constantemente cuando salgo a la caza de entrevistas. Este es el truco: da a entender que ya tienes la información, y que esperas que te la confirmen. Mejor aún, diles que te gustaría conocer su versión de los hechos antes de publicar tu artículo. Explícales que el director de tu periódico quiere una actualización de la noticia, y que te ha sugerido que hables con ellos.

—¿No necesitaría acreditarme como periodista?

—Sólo si quieres colarte en un concierto de rock. La gente da por sentado que eres quien dices ser.

—¿Y qué hay de la madre de Sloan? ¿Crees que aceptaría verme?

—¡Cuántas dudas! Pensaba que tenías más agallas. Hazme caso, hablará contigo. No hace otra cosa que hablar sobre la muerte de Sloan. Los que la conocen dicen que está obsesionada. No ha tocado nada en el dormitorio de Sloan desde que su hija murió. Cerró la puerta con llave y no volvió a abrirla.

—Alguien más me lo ha mencionado. Parece que aún no hubiera asimilado la pérdida.

—No estoy segura de que un dolor así pueda llegar a desaparecer. Entretanto, le encanta volver sobre los «detalles del caso» con la esperanza de poder cambiar el final. Búscala en el listín bajo el apellido Seay.

—Deletréamelo.

—S-E-A-Y. Como «sea», con una Y al final. Vive en Horton Ravine.

—Gracias, la buscaré —dije. Eché un vistazo a la lista de nombres que había anotado después de mi encuentro con Lauren McCabe—. ¿No tendrás por casualidad la dirección y el teléfono de Iris Lehmann?

—¿La chica a la que expulsaron de Climp? ¿Por qué quieres hablar con ella?

—Me gustaría saber qué ha hecho desde entonces.

—Supongo que no demasiado. Conservo el número que conseguí hace años, es el de su casa. Puede que ya no valga, pero inténtalo si quieres. Lo último que supe de ella era que trabajaba en la tienda esa de ropa antigua de State. Seguro que podrás encontrarla allí, pero si quieres, puedo darte el número de su casa.

—Te lo agradecería.

—Espera un momento.

Le llevó unos minutos localizar su agenda de direcciones y buscar el dato. Finalmente me dio el teléfono de Iris, pero con una condición.

—Tienes que jurarme que si descubres algo nuevo me lo contarás. Podría proporcionarme argumentos para ampliar la cobertura del caso.

—Te lo comunicaré sin falta en cuanto me entere. Y te agradecería que hicieras lo mismo por mí.

—Desde luego. Aunque entonces me deberás un favor, claro.

—Me parece bien.

—Mucha suerte. Me muero de ganas de saber lo que se siente estando en deuda conmigo —dijo Diana.

Después de que Diana colgara, me quedé ahí sentada con la mirada fija en el número de teléfono de Iris Lehmann. El suyo era el primer nombre de la lista de personas con las que quería hablar, pero, por algún motivo que no acertaba a comprender, me resistía a ponerme en contacto con ella. ¿Y si era la chantajista? No se me ocurrió por qué querría extorsionar a alguien con un vídeo en el que la agredían sexualmente. No me parecía que su aparición en la película pudiera acarrearle problemas legales, pero sin duda se avergonzaría si la cinta salía a la luz.