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Lunes, 18 de septiembre de 1989
Encontré un espacio para aparcar en la bocacalle más cercana y cerré el coche con llave. A continuación doblé la esquina hasta State Street y recorrí media manzana. La tienda de ropa antigua se llamaba Yesterday y tenía un escaparate lleno de prendas de otras épocas. A juzgar por la selección, había una gran demanda de artículos victorianos, así como de ropa de los años sesenta.
Cuando entré en la tienda, una campanilla antigua tintineó alegremente. El interior olía a incienso, a polvo acumulado y a una mezcla de perfumes evaporados. El suelo de madera crujió cuando crucé el local. Las estanterías estaban llenas de zapatos, de bolsos y de sombreros. De dos percheros colgaban abrigos de paño y abrigos y estolas de piel. También había faldas, blusas y vestidos colgados por todas partes, separados por décadas y alineados según la talla. En las vitrinas de cristal que dividían la tienda en varios pasillos vi todo tipo de prendas interiores femeninas —corsés, camisolas, ligueros, medias, bodis y sujetadores— que evidenciaban los cambios en la silueta femenina a lo largo de los años. Hubo una época en la que la gordura estaba asociada a la prosperidad. Luego vino un periodo en el que estar delgada equivalía a ser disciplinada, esforzarse mucho y vigilar la alimentación. Ahora estar delgada significa que tienes el dinero suficiente para pagar a entrenadores personales y a nutricionistas, y para costearte liposucciones al cabo de menos de una semana de haber dado a luz.
Saqué un lápiz y un cuaderno esperando transmitir una imagen de profesionalidad, aunque fuera falsa. Iris Lehmann se acercó desde el fondo de la tienda con un aspecto muy similar al que tenía en la cinta, aunque ahora estaba de pie e iba vestida. Llevaba una blusa de manga larga de encaje que empezaba a amarillear y una falda larga de terciopelo gris. Por debajo del dobladillo asomaban unos zapatos de cordones, con las puntas tan agudas que tenían pinta de apretar mucho. Ahora Iris llevaba el pelo más corto, de un tono cobrizo con mechas rojas, sujeto con toda una colección de pasadores y peinetas. Tenía las orejas perforadas por una serie de aritos de oro dispuestos a lo largo del cartílago a intervalos de cinco milímetros. También tenían pinta de doler, y me pregunté si su forma de vestir no sería, en parte, una penitencia autoinfligida.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—Espero que sí. ¿Usted es Iris Lehmann?
Iris sonrió, al parecer, esperando algún comentario agradable. Pobre chica.
—Sí.
—Me llamo Kinsey Millhone. Estoy escribiendo un artículo sobre la salida de Fritz McCabe del Correccional de Menores de California y quisiera hacerle algunas preguntas.
Su expresión pasó del optimismo al recelo.
—No tengo nada que decir sobre Fritz McCabe.
—Vaya, lo siento. Me habían dicho que usted, Fritz y Troy Rademaker eran amigos en el colegio.
Iris vaciló unos instantes y advertí cómo se debatía. Debió de quedarle claro que yo disponía de algunos datos, lo que quizá redujera su intención de mentirme.
—Los conocía, pero no diría que fuéramos amigos. Coincidimos en Climp durante el primer año que pasé allí. Eso fue todo.
—Tengo entendido que la expulsaron por robar la copia de un examen.
Iris me miró fijamente.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Rebusqué en los ficheros antiguos. Esperaba que pudiera llenar algunos huecos.
Iris entrecerró los ojos.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Kinsey Millhone.
—¿Y el artículo es para el Santa Teresa Dispatch?
—No, para una publicación de Los Ángeles. Descubrimos el caso a través de una agencia de noticias y mi director me pidió que lo investigara.
—No tengo nada que decir.
—¿Nada?
—Ya es agua pasada. A nadie le importa ese asunto.
—Se sorprendería. Nuestros lectores aún están muy interesados en la muerte de Sloan Stevens. ¿Sabe que Fritz salió del correccional de menores hace dos semanas?
—Ya lo ha dicho antes, y me importa un carajo.
Garabateé algunas notas con gesto de concentración y luego la miré.
—¿Alguna cosa más que quiera contarme?
—Mire, estoy muy ocupada. Lo que le pase a Fritz no tiene nada que ver conmigo.
—Yo no estaría tan segura. Hay alguien que no está nada contento de que lo hayan puesto en libertad y quiere vengarse de él.
Mi comentario captó su atención.
—¿Qué quiere decir?
—Una persona anónima amenaza con entregar a la policía cierta cinta de vídeo grabada en 1979. Probablemente conocerá la cinta a la que me refiero, ya que usted aparece en ella.
—¿Y qué más da? Esa cinta desapareció hace diez años.
—Pues ahora ha vuelto a salir a la luz, junto a una nota en la que el chantajista exige una cantidad considerable. Si no la recibe, enviará una copia al fiscal del distrito, quien podría presentar una querella criminal contra los chicos que participaron en la película.
—Eso es ridículo.
—No para la persona que exige el dinero. En absoluto.
—Pero se trata de un chantaje, ¿no?
—No va dirigido a usted, pero podría verse envuelta en todo el lío.
—Creía que el fiscal del distrito no podía hacer nada sin mi colaboración.
—Eso no es cierto. La cinta es la prueba de un delito. Investigarlo no depende de si usted da su permiso o no. El fiscal del distrito puede presentar cargos de todos modos.
—Si están chantajeando a Fritz, ¿de cuánto dinero hablamos?
—No es un dato relevante, ya que las víctimas del chantaje no piensan pagar. Confiamos en identificar al culpable antes de que la situación se descontrole.
—Vaya, un plan estupendo. No puede fallar. ¿Cómo van a conseguirlo?
—Hablando con personas como usted.
—No entiendo por qué se ha metido en esto. Es periodista, no policía.
—Periodista de investigación —repuse corrigiéndola—. Y este es mi trabajo.
—No puedo ayudarla. No he vuelto a ver a ninguno de esos chicos desde el juicio.
—¿No ha tenido contacto con ninguno de ellos? —pregunté.
—Ya le he dicho que no. He visto a Roland Berg y a Steve Ringer, los dos fueron compañeros míos de clase. Todo el mundo llama a Steve Ringer «Stringer», por si nadie se lo ha mencionado. He hablado con Bayard un par de veces, eso es todo.
—¿Cuánto hace de eso?
—No me fastidie. ¿Por qué tendría que decírselo? Puedo hablar con quien me dé la gana.
—¿Y qué hay del juicio? ¿Usted testificó?
—Tuve que hacerlo. Me llegó una citación.
—¿Le parecieron justas las sentencias?
—Sloan murió. Alguien tenía que pagar por ello.
—¿Qué piensa de la cinta?
—No llegué a verla. Cuando me enteré de que había desaparecido, pensé que ya no volvería a aparecer.
—¿Cuánto recuerda de aquel incidente?
—No fue ningún «incidente», sólo un grupo de amigos haciendo payasadas.
—¿Nunca lo denunció a la policía?
—Claro que no. Estábamos haciendo el tonto, no iba en serio.
—Si la cinta empieza a circular, a usted la humillarán públicamente tanto si iba en serio como si no. Fue víctima de una agresión sexual.
—¡No es verdad! Puede que lo parezca, pero ese no era el plan. Por lo que me han contado es un vídeo doméstico muy tonto que no pasa de cuatro minutos.
—Las violaciones no son ninguna tontería, Iris. He visto la cinta.
—Pues yo no. ¿Sabe qué es lo que más detesto de los periodistas como usted? —preguntó Iris—. Que les encanta la bazofia de este tipo. Se las dan de comprensivos, pero disfrutan de lo lindo con la degradación de otras personas. Con la vergüenza de otras personas. Si no pasa nada, generan los problemas sólo para ver cómo reaccionamos. Entonces lo escriben. Lo publican en el periódico. Sólo hacen su trabajo, ¿verdad?
—Yo no actúo así.
—¿Entonces qué está haciendo aquí?
—Esperaba poder ayudarla.
—Váyase a ayudar a otro, yo no necesito su ayuda.
—Puede que los demás implicados no estén de acuerdo.
—Pues hable con ellos.
—¿Sugiere a alguien en concreto?
—Adivínelo usted. Todo esto me está poniendo de los nervios.
—¿Qué hay de Poppy? ¿Aún vive en Santa Teresa?
—No tengo ni idea. Ya no somos amigas. Rompió con su novio por culpa de ese vídeo.
Me vino a la cabeza la imagen fugaz de Troy en cueros acercándose a Iris mientras esta esperaba espatarrada sobre la mesa de billar. No costaba demasiado imaginar que aquello acabaría con el romance entre Poppy y Troy. Muy pocas relaciones podrían sobrevivir a una traición tan gráfica.
Busqué una página en blanco de mi cuaderno y anoté el teléfono de mi casa, que está conectado a un contestador que no hace mención de Investigaciones Millhone. Arranqué la hoja y se la ofrecí.
—Es un número local. Trabajo por mi cuenta, así que es fácil localizarme.
Iris levantó las manos, negándose a coger la nota.
—Puede que luego cambie de opinión —sugerí.
Me quitó el papel de un tirón sin mirarme a los ojos.
—¡Joder! Me caso dentro de un mes. ¡Sólo me faltaba esto!
—Esperemos que el problema se resuelva y pueda olvidarse de esta historia.
Dediqué parte de mi hora del almuerzo a ir a la ferretería, donde compré masilla y un cristal para la ventana rota de mi despacho. Sacar los trozos de cristal, raspar la masilla vieja, colocar el cristal nuevo y volver a poner masilla no era muy complicado, pero llevaba tiempo y me fastidió tener que hacerlo.
Aquella tarde, a las cuatro menos cuarto, me puse el chándal, cogí la bolsa de deporte y asistí a la cuarta clase de un programa de diez semanas de defensa personal para mujeres. Podía agradecérselo a Ned Lowe. Que te asfixien hasta dejarte casi inconsciente me hizo darme cuenta de lo frágil que es la vida, y de lo fácil que podía resultar someterme. El programa incluía una mezcla de artes marciales, y todas las clases iban al grano: aprendíamos a pelear a patadas y puñetazos. Nos animaban a dar prioridad a la estrategia por encima de la técnica. Como descubrí mientras estaba inmovilizada boca abajo, con la rodilla de Ned clavada en la espalda, mis conocimientos de defensa personal no valían una mierda. En el mundo real, las agresiones suelen ser caóticas y casi nunca tenemos la oportunidad de asestarle al agresor un golpe mortal en la garganta, o un rodillazo en la entrepierna.
Por extraño que parezca, lo cierto es que a las mujeres nos han despojado de la agresividad al criarnos. Muchas somos incapaces de soportar cualquier clase de enfrentamiento sin echarnos a llorar. ¿Qué sucede si nos topamos con un matón? Que no estamos preparadas para defendernos. En mi grupo éramos ocho, y nos advirtieron que una de cada seis mujeres sufriría una agresión violenta en algún momento. No pudimos evitar mirarnos las unas a las otras. No es que les deseáramos nada malo a las demás, pero todas esperábamos fervientemente no ser la opción estadística del malo de turno.
Pero, por encima de todo, la clase me hizo percatarme de mi pésima forma física. Había dado por sentado que el levantamiento de pesas y el ejercicio cardiovascular frecuente me bastarían para protegerme. Obviamente, no era el caso. Tras cinco minutos de lucha cuerpo a cuerpo, por simulada que fuera, acababa sin aliento y bañada en sudor. Iba mejorando, pero el aprendizaje era lento y tenía que aconsejarme a mí misma paciencia y confianza en el proceso. Las dos mujeres de mi grupo que habían sufrido agresiones encontraban los ejercicios particularmente traumáticos, ya que las peleas simuladas activaban su sensación de vulnerabilidad. Comprendía su angustia, porque yo también era consciente de mi incapacidad para protegerme de Ned Lowe. En todos los forcejeos con mi adversario profesional veía la cara triste e hinchada de Ned: la piel pálida, las bolsas bajo los ojos y aquel aire de debilidad que ocultaba un carácter despiadado. No sentía ninguna empatía hacia los demás, y por ello se mostraba implacable en su afán de dominio.
Una vez acabada la clase, mientras me duchaba y me cambiaba de ropa, casi no pude levantar los brazos. Llegué a casa a las seis menos veinticinco, completamente exhausta. Dejé la bolsa de deporte en el suelo junto al escritorio y me desplomé en el sofá, demasiado agotada para moverme. ¿Osaría cenar en el restaurante de Rosie aquella noche? De vez en cuando, Rosie complementaba su cocina a base de despojos con algunos platos más apetecibles, y me pregunté si podría confiar en su benevolencia. Los que soportábamos sus aberraciones culinarias merecíamos el alivio esporádico que nos proporcionaba el pollo asado con puré de patatas.
Estaba contemplando la posibilidad de echarme una siesta cuando oí que alguien llamaba a la puerta. Pese a las protestas de varias partes de mi cuerpo, me levanté con dificultad, crucé la habitación y miré por el ojo de buey de la puerta de entrada. Mi prima Anna esperaba en el umbral con el gato en brazos, y al verme lo levantó a modo de súplica. Puede que a ella me la hubiera quitado de encima alegando incapacidad física, pero ¿quién podría resistirse a aquel animalito tan encantador?
Si me he referido antes a mis desencuentros con mi prima, supongo que debería hacer una pausa para poneros al corriente. Descubrí que las dos éramos parientes durante el mismo giro de los acontecimientos que aumentó en medio millón de dólares mi fondo de pensiones. Como soy frugal por naturaleza, consideré que ese dinero era intocable y continué viviendo como había hecho hasta entonces. Es decir, con tacañería.
En cuanto a Anna, me sería difícil definir el vínculo familiar, pues se remontaba a una generación anterior. Nuestra abuela común, Rebecca Dace, se había casado con mi abuelo, Quillen Millhone. Mi padre era el tío favorito del padre de Anna, lo que nos convertía (quizás) en primas terceras, o algo por el estilo. También es posible que yo fuera su tía. Cualquiera que fuera el vínculo, nuestra relación había empezado con bastante mal pie.
La conocí durante una visita de dos días a Bakersfield, California, en busca de la familia de un sintecho que había aparecido muerto en la playa de Santa Teresa. El viaje no aclaró demasiadas cosas, pero cuando volví a Santa Teresa, Anna me siguió, pensando que un cambio de aires podría depararle oportunidades fascinantes para animar su anodina existencia. Después descubrí que Henry, mi casero, le había ofrecido alojamiento en uno de sus cuartos para invitados. Dada la generosidad de Henry y la propensión de Anna al gorroneo, mi prima se quedó allí casi tres meses, y eso me cabreó de mala manera. Especialmente porque Henry no pronunció ni una sola palabra de protesta.
Anna encontró trabajo de manicura en un salón de belleza al que podía ir andando, y Henry la ayudó a encontrar una habitación de alquiler en casa de Moza Lowenstein, una anciana vecina que vivía a cuatro puertas de distancia. Como Anna necesitaba un lugar donde vivir y Moza necesitaba la compañía y el dinero, las dos quedaron satisfechas. Puede que mis sentimientos hacia Anna no fueran del todo caritativos, pero mantuve la boca cerrada.
Abrí la puerta y, al hacerla pasar, observé que su atuendo —una camiseta azul de manga larga bajo un peto vaquero— le disimulaba las curvas, cosa nada fácil en una chica tan escultural como ella. Se había recogido la oscura melena en un moño alto y no llevaba nada de maquillaje. Aun así, tenía mejor aspecto que yo en mis mejores días. Sé que no deberíamos compararnos con los demás, especialmente en circunstancias en las que salimos perdiendo de forma tan clamorosa, pero ante una belleza natural como la de Anna cuesta mucho no desesperarse.
Depositó a Ed en el suelo y lo observó con cariño mientras el gato se paseaba de un lado a otro de la habitación.
—Lo he encontrado fuera, y he supuesto que intentaba escaparse. Pensaba que era un gato de interior.
—Eso cuéntaselo a él. Intenta huir cada vez que se le presenta la oportunidad. No es que le apetezca escaparse, pero nos quiere demostrar que es capaz de hacerlo —expliqué.
Cerré la puerta de mi estudio, volví al sofá y me senté con cuidado.
—¿Por qué cojeas?
—Acabo de salir de una clase de defensa personal y aún me duele todo. Supongo que Henry no está en casa.
—Me ha abierto Pearl. No me lo podía creer. ¿Qué le ha pasado?
—Se ha roto la cadera. En el centro de rehabilitación se negaron a dejarla salir hasta que encontrara un sitio donde recuperarse.
—Pero ¿por qué Henry? ¿Qué ha hecho el pobre para merecer algo así?
—Pearl se acordaba de lo amable que fue Henry cuando Terrence y Felix murieron.
—Vaya por Dios. Seguro que hay una moraleja en todo esto. ¿Te importa si me siento?
—Claro que no —contesté.
Al acomodarse en una de las sillas de director de cine, la lona hizo un ruido embarazoso. Ed le saltó al regazo y Anna lo besó entre las orejas. Sinceramente, si mi prima no estuviera tan loca por él, yo no sería ni la mitad de hospitalaria.
—¿Te apetece una copa de vino? —pregunté.
—No, gracias. Ayer cené en el restaurante de Rosie y aún tengo el estómago revuelto. ¿Vas a ir a cenar allí esta noche?
—Eso había pensado. ¿Y tú?
—No lo sé —respondió algo incómoda.
—En otras palabras, sí.
—Vale, sí. No sé cocinar, y no puedes subsistir indefinidamente a base de queso y galletas saladas, porque es malo para la salud.
—No me quiero meter en tus asuntos personales, pero me fijé en que Cheney y tú estabais muy juntitos el otro día —dije confiando en que no se me notara el mosqueo.
—Espero no meterme en tu terreno. Es un hombre muy agradable.
—No tengo ningún derecho sobre él.
Anna volvió a dejar a Ed en el suelo. El gato se tumbó allí mismo y empezó a asearse.
—¿Son imaginaciones mías o Camilla te hizo el vacío la otra noche? —preguntó Anna.
—Nunca le he caído bien —respondí.
—¿Y qué esperabas? Tengo entendido que te tiraste a su marido.
—Camilla se había ido con otro. ¿Qué iba a hacer el pobre Jonah?
Anna torció el gesto.
—No entiendo esa relación.
—¿No te han contado la historia? Se conocieron en el instituto. Tenían trece años los dos, y crearon un vínculo indisoluble. Lo llaman codependencia, término que he aprendido de un psicólogo amigo mío. Tal y como lo ve Jonah, dado que Camilla es la madre de sus hijos, él está moralmente obligado a soportarla.
—Tengo que admitir que han criado bien a sus dos hijas —dijo Anna—. El que lo acabará pagando es el niñito, Banner.
«Ha llegado el momento de cambiar de tema», pensé.
—¿Qué tal las obras en casa de Cheney?
—Muy bien. Está quedando de maravilla.
—Me alegro. Cuando salíamos, Cheney lo dejaba todo a medias y eso me sacaba de quicio. Yo no soporto que la puerta de un armario no cierre bien, y mucho menos que le falten todos los tiradores.
—Las personas cambian —dijo Anna.
—No las que conozco yo.
—Estoy bastante de acuerdo, aunque es desalentador, ¿verdad?
—Mucho —respondí.
—¿Y cuánto tiempo va a vivir Pearl aquí?
—Hasta que Henry la ponga de patitas en la calle. Ya sabes lo blando que es.
—No puedo creer que se haya metido así en su casa. ¡Menuda gorrona!
Me abstuve de señalarle que ella había hecho exactamente lo mismo el año anterior. El suyo era un ejemplo típico de la tendencia que tenemos a proyectar nuestros defectos en otras personas, para entonces condenarlas por no dar la talla.
—¿Y qué hace esa tienda de campaña en medio del jardín? —siguió preguntando Anna.
—Esta vez he decidido no meterme donde no me llaman, y te aconsejo que hagas lo mismo. Si Henry se pone a la defensiva, sólo conseguirás prolongar la invasión. Con suerte, Pearl acabará marchándose y nos desharemos de ella.