25
11 de
diciembre
Cassidy encontró una linterna de combate
calzada entre uno de los torpedos y su guía anterior. La encendió e
ilumino el impresionante desorden que le rodeaba. Sintió un
desplazamiento del suelo y resbaló cayendo al agua. Su cuerpo se
fue deslizando hasta golpear contra la base de los tubos de
lanzamiento. Levantó el brazo para mantener en alto la linterna.
Cuando logró ponerse otra vez en pie, notó que el suelo mantenía su
inclinación hacia adelante. Seguía entrando mucha agua por la proa,
ya semihundida. También penetraba por la escotilla superior del
compartimiento.
—¡Hardy!
No obtuvo respuesta. Se movió con esfuerzo
alrededor de las guías de los torpedos y buscó en el otro lado. El
agua le llegaba a los muslos y el jefe de máquinas empezó a sentir
miedo.
—¡HARDY!
Su voz se quebró. Sintió la angustia de un
sollozo que le ahogaba la garganta.
—¡Hardy! ¡Por amor de Dios...!
Clang.
Se oyó allá atrás en el submarino, sonoro y
final. El golpe seco de una escotilla al cerrarse.
—¡Hardy!
Avanzó con dificultad volviendo al extremo
de las guías. Quería alcanzar la escotilla posterior y debía de
luchar para vencer la presión de las turbulentas aguas que seguían
subiendo a su alrededor y cuyo ruido apagaba en parte sus
gritos.
—¡HARDY!
Hardy se había desprendido de la escalerilla
cayendo al suelo arrodillado. Le pareció recordar el dolor de
alguna otra parte. Era agudo y familiar, un reconocimiento
momentáneo que le conmovió y le hizo perder durante unos instantes
la conciencia de la situación en que se encontraba. De repente miró
hacia la puerta posterior de la sala de control y comprendió que
tenía que salir a través de ella, tenía que escapar de algo que lo
seguía, que le rodeaba...
Clang.
No logró dar un primer paso vacilante cuando
vio que la puerta se cerraba. Giró sola la rueda del cierre a
presión y la puerta quedó asegurada.
Hardy no pudo mantenerse en pie. Volvió a
caer sobre las rodillas y sintió el latido de dolor en su pierna
defectuosa. Sus manos quedaron debajo del agua. Sus ropas estaban
empapadas. Su cuerpo entero acompañaba el ritmo pulsante que
estremecía el compartimiento. Miró brevemente los instrumentos; los
controles de las válvulas se movían. La aguja del inclinómetro
marcaba hacia abajo. Sintió otra violenta sacudida en el submarino
y vio entonces delante la puerta anterior que se batía como
invitándole.
Se abalanzó sobre ella y logró
cruzarla.
Estaba otra vez en la zona de oficiales. Los
arrugados mamparos del comedor amenazaban desplomarse encima de
él.
—Hardy!
Oyó la voz que lo llamaba. ¿De dónde?
—¡Hardy!
Alguien chapoteaba allí, delante. En el
cuarto de torpedos.
—¡AQUÍ! —oyó su propia voz gritando la
respuesta. Buscando un camino, avanzó entre los restos del
dormitorio de oficiales. Le pareció ver a Hopalong Cassidy que se
movía dentro del agua en la sala de torpedos de proa. Estaba a un
metro de la puerta.
Clang.
Hardy cayó una vez más sobre sus rodillas y
gritó de dolor y de frustración. La rueda del cierre a presión giró
lentamente y trabó la puerta.
Su mano temblorosa empezó a levantarse junto
a su cuerpo. Subía en un penoso esfuerzo tratando de llegar a la
rueda para hacerla girar en sentido inverso. Podía hacerlo. Sabía
que podía; ¡tenía que hacerlo! ¿Por qué no habría de ser capaz de
hacerlo?
No quiso.
Sabía que ésa era la forma en que terminaría
todo. Siempre lo había sabido. Encerrado, atrapado, acorralado por
su pasado, sin haber obtenido el perdón...
Oyó a Cassidy que le llamaba chapoteando
cerca de la puerta cerrada; sus dedos la arañaban. Los hombros se
apretaban contra la rueda, presionaba con desesperación; la
empujaba, tiraba... tratando de liberarlo de su encierro.
Las luces rojas de combate titilaban a su
alrededor.
Cassidy no logró que la rueda cediese.
Estuvo a punto de dislocarse un hombro en su esfuerzo. A través del
cristal de la ventanilla vio el cuerpo encogido de Hardy.
El jefe de máquinas gritó desesperado y
enfurecido.
—Cristo, ¡qué pasa aquí!
Se apagaron las luces. Cassidy retrocedió
atemorizado y, al darse la vuelta, vio que entraba agua y un poco
de luz por la escotilla superior. Su cuerpo estaba sumergido hasta
la cintura; dentro de pocos minutos más tendría que nadar para
alcanzar la salida. Se arrojó una vez más contra la puerta y
gritó:
—¡HARDY! ¡Por amor de Dios!
Las luces rojas que estaban al otro lado de
la ventanilla parpadearon durante unos segundos y Cassidy vio a
Jack Hardy que lo miraba fijamente, inmóvil. El miedo había
desaparecido, reemplazado por una cálida serenidad en sus facciones
juveniles, en su rostro sin barba, terso y gordinflón de muchacho
campesino.
El intenso estremecimiento que recorrió el
cuerpo de Cassidy se inició en la punta de los dedos de sus pies y
subió hasta el cuero cabelludo. Aquel hombre que le miraba era un
joven y afeitado teniente, que lucía un limpio y bien planchado
uniforme.
Jack Hardy, a los veintiséis años de edad.
El Jack Hardy que había prestado servicios a bordo del Candlefish
en 1944.
Cassidy se arrojó otra vez contra la puerta.
Pero al levantar la vista, sus ojos se encontraron con la espalda
del joven oficial que se alejaba hacia la sala de control, andando
inseguro, haciendo equilibrio para vencer la pronunciada
inclinación del suelo.
La proa del submarino se hundió más en el
mar y Cassidy cayó hacia atrás. Nadó refunfuñando y escupiendo en
dirección a la escotilla superior que estaba abierta. Subió a las
guías de torpedos para salir del agua. Miró por ultima vez la
puerta anterior del compartimiento, se agarró a la escala y
subió.
Hardy avanzó tambaleante hacia la sala de
control. Cruzó la puerta y la oyó cerrarse detrás de él. También
oyó el clic final de la rueda del cierre a presión. Los
instrumentos parpadeaban como devolviéndole silenciosamente su
mirada. Disminuyeron las vibraciones y, con ellas, los aterradores
ruidos.
Hardy miró hacia la escalerilla y luego, muy
lentamente, subió por ella hasta el interior de la torreta.
Cassidy salió al exterior a través de la
escotilla de proa, pero se encontró semihundido entre las olas. Por
un angustioso y fugaz instante pensó que no había traído consigo
ningún salvavidas. La fuerza del agua lo arrojó contra un lado de
la torreta, que tenía una inclinación hacia adelante de casi 45
grados. Se agarró a un pasamano. Los metales del submarino
emitieron un fuerte chirrido, que pareció dirigido a él. Cassidy
logró ponerse en pie y bajó la vista: el agua le llegaba a las
caderas. Apoyándose en la torreta, tomó impulso y saltó lejos del
submarino.
Hardy pisó el suelo de la torreta y esperó
en silencio. Vio la humedad condensada en las planchas metálicas;
los mamparos estaban sudando.
Las luces rojas brillaron de golpe y se
mantuvieron encendidas. Entonces aparecieron ellos, todos ellos,
observándole con su habitual malevolencia: la tripulación del
Candlefish de los tiempos de la guerra... el timonel, los
oficiales, el capitán Basquine, el teniente Bates...
Sus ojos perforaban los de él. No decían
nada; tan sólo estaban allí en pie, mirándolo acusadores. Ya una
vez le habían acusado de responsabilidad por la muerte del
torpedista Kenyon. Ahora le acusaban por la muerte de su
submarino.
Basquine fue el último en volverse hacia él.
Cuando lo hizo, sus ojos despedían llamas mirando a Hardy, pero
sólo durante un momento. Luego se irguió, con su rostro nudoso y su
rígida expresión, el héroe de los mares hasta el último centímetro,
y finalmente pareció desinflarse.
La cara de Hardy dijo a Basquine: Nada más
puede hacer; está aquí encerrado conmigo; ha perdido.
Ambos lo sabían.
Basquine, forzando el gesto contra su
voluntad, extendió una mano en señal de bienvenida. Hardy sintió
una oleada de alivio, como si hubiese quitado de sus hombros el
peso de una carga de treinta años. Entonces Basquine levantó la
cabeza, y cuando habló había en su voz una extraña e infinita
tristeza:
—Teníamos que tenerte otra vez con nosotros,
Jack.
Cassidy luchaba para mantenerse a flote,
farfullando y buscando a tientas; tragó agua de mar y la escupió,
ahogado. Oyó sobre su cabeza un espeluznante rugido y levantó la
vista. A través de las agitadas aguas y de la niebla, vio que el
submarino se hundía de punta, la popa se levantaba del agua y las
hélices quedaban mordiendo el aire, los metales crujían y gemían en
el último estertor de la muerte. Su silueta se destacó contra el
cielo durante unos instantes. Cassidy se preparó para recibir el
golpe que podría aplastarlo, pero el submarino se deslizó
suavemente, desapareciendo de la superficie como si hubiera sido
atraído desde abajo.
La agitación de las aguas cesó.
Cassidy dio contra algo blando y flexible.
Unas manos lo alzaron por debajo de sus hombros entumecidos y le
ayudaron a subir hasta caer al fondo de la balsa. Seguía tosiendo y
sufriendo arcadas. Una mano suave y generosa peinó hacia atrás sus
cabellos; Cassidy parpadeó y levantó la vista.
Ed Frank le miraba con ansiedad.
Junto a él se encontraba el teniente
Dorriss, con su delgado cuerpo sacudido por los temblores, los
brazos cerrados como abrazándose a sí mismo sobre el chaleco
salvavidas y el miedo profundamente grabado en sus ojos.
Otras balsas flotaban no muy lejos en la
niebla con el resto de los tripulantes. Quedaban todavía algunos
pocos en el mar junto a las balsas, y sus compañeros les ayudaban a
subir.
Cassidy volvió a mirar a Ed Frank. Tenía los
ojos clavados en el sitio en que había desaparecido el Candlefish,
y su rostro estaba pálido y conmovido.
El mar se calmó totalmente. Los hombres
quedaron en silencio y uno a uno fueron cediendo hasta derrumbarse
exhaustos.
Cassidy lanzaba sospechosas miradas a Ed
Frank y a Dorriss. Frank habló en voz baja, en la oscuridad.
—¿Qué pasó con Hardy?
—Murió —dijo Cassidy—. Se hundió con el
submarino.
—¡Oh, Dios mío!
No había sido una expresión superficial. El
remordimiento de Frank era auténtico. Se dejó caer en el fondo de
la balsa, sentándose junto a Dorriss.
—Después de todo está bien —afirmó Cassidy—.
Tenía que estar ahí.
Frank no hizo comentario alguno durante
largo rato.
—Bueno, sé perfectamente dónde tenemos que
estar nosotros... —Frank dejó escapar un suspiro y forzó su vista
en la niebla—. Pero no estoy seguro de que estemos realmente
allí.
—Estamos en el Pacífico —dijo Dorriss—.
Latitud Treinta.
—Ajá... Pero ¿cuándo?
Cassidy se atragantó al empezarse a reír;
finalmente lanzó una carcajada. El mismo Ed Frank de siempre.
Práctico, desafiante...
Se echó hacia atrás en la balsa y cerró los
ojos. Por supuesto, Frank tenía razón.
—¿Cuándo?
Finalmente quedaron en silencio y las balsas
de goma siguieron derivando solas, envueltas en la niebla.
Un frío amanecer desplazó gradualmente la
oscuridad. La niebla había sido demasiado misteriosa y tétrica para
dormir, y una temperatura demasiado baja les había entumecido hasta
los huesos. Cassidy y Frank observaron el mar y contaron las balsas
salvavidas que iban a la deriva. Luego tardaron más de media hora
contando ambos repetidas veces el número de cabezas.
—Creo que estamos todos aquí —dijo
Frank.
—Excepto Hardy —murmuró Cassidy.
Una hora más tarde, Dorriss abrió algunas
latas de raciones. La mayor parte de los hombres estaban
despiertos, pero sufrían aún los efectos del agotamiento físico. A
la vista de la comida cayeron sobre ella y comieron vorazmente. A
manera de postre, debieron de conformarse con la contemplación del
mar.
—Si nos recogen... —empezó a decir Frank;
luego se interrumpió acomodando su cuerpo encogido en un rincón, y
siguió hablando con el ceño fruncido—: Si nos recogen los
japoneses... explicaremos simplemente que somos norteamericanos,
los tripulantes del Candlefish, que se hundió anoche con mar
gruesa. Lo peor que puede suceder es que nos metan en un campo de
prisioneros de guerra.
—¿Eso es lo peor? —gruñó Cassidy.
—Suponiendo... —Frank vaciló de nuevo,
reacio por una vez en su vida a suponer algo—. Suponiendo que
estemos todavía en... 1944.
Cassidy levantó la vista lentamente hacia
él, confirmando con un gesto la posibilidad.
Incluso si estuvieran atrapados allí, en
1944, durante el resto de sus vidas, incapaces de encontrar una
razón, ni para ellos mismos ni para nadie... Diablos, ¡después de
todo, no era tan mala esa vida en 1944! Al menos, para un jefe de
máquinas. Se mordió el labio. Entonces comenzaron a amontonarse en
su cabeza los problemas que provocaría el salto del tiempo.
—¿Qué sucederá cuando termine la guerra
—preguntó—y volvamos a nuestros hogares?
La expresión de Frank se oscureció en
silenciosa reconvención. Los demás hombres se movieron
incómodos.
—¡Humo en el horizonte!
El grito llegó desde otra balsa. Uno de los
hombres se había puesto en pie y señalaba a lo lejos, en la
incipiente claridad del alba.
Contemplaron la luz del sol que se extendía
sobre el mar y el punto negro que se divisaba en contraste.
Protegiendo sus ojos de la luz directa, se
esforzaron por ver mejor. Hacia el Este de donde se encontraban
distinguieron la silueta, un casco negro que se acercaba
agrandándose, aunque sus señales de identificación todavía eran
angustiosamente invisibles. Un barco de carga, aislado...
Era enorme, imponente; los hacía diminutos,
minúsculos.
Cassidy sintió un bambaleo en la balsa, se
dio la vuelta y vio Frank que se ponía en pie inseguro, con
lágrimas en sus mejillas. Tenía los brazos caídos junto al cuerpo;
estudiaba el barco con ansiedad, cerró los puños y dijo entre
dientes:
—Indefensos.
Las primeras marcas que se vieron en la proa
eran japonesas. Sólo cuando la nave se agigantó delante de ellos y
sus oficiales se acercaron a la proa mientras variaban el curso
poniéndose de lado para recogerlos a bordo, desapareció la silueta
negra y pudieron ver los colores del casco. Celeste y crema,
brillantes, relucientes, y sobre ellos, pintada con enormes letras
que se extendían a lo largo de casi todo el casco, la palabra que
les anunció mejor que ninguna otra el destino que les esperaba, la
certeza de su vida futura.
DATSUN.
Pocos minutos bastaron para que los
norteamericanos tuvieran conciencia de ello. Miraban ese nombre
boquiabiertos y lo deletreaban; se lo leían unos a otros alternando
las sonrisas con el llanto. Algunos levantaron los brazos y
cerraron los puños agitándolos sobre sus cabezas lanzando alegres
exclamaciones.
Sólo unos pocos se mantuvieron de pie en sus
balsas, sollozando en silencio y comprendiendo la ironía.
En particular, Cassidy y Frank. Cassidy miró
con disimulo al comandante y lo vio repentinamente pequeño,
insignificante. Ya no era más aquella roca gigante de autoridad,
una sombra viviente.
Estaban otra vez en 1974, y Ed Frank
permanecía en silencio, reflexionando sobre la pérdida de su propio
ascendiente.