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11 de diciembre

 

Cassidy encontró una linterna de combate calzada entre uno de los torpedos y su guía anterior. La encendió e ilumino el impresionante desorden que le rodeaba. Sintió un desplazamiento del suelo y resbaló cayendo al agua. Su cuerpo se fue deslizando hasta golpear contra la base de los tubos de lanzamiento. Levantó el brazo para mantener en alto la linterna. Cuando logró ponerse otra vez en pie, notó que el suelo mantenía su inclinación hacia adelante. Seguía entrando mucha agua por la proa, ya semihundida. También penetraba por la escotilla superior del compartimiento.
—¡Hardy!
No obtuvo respuesta. Se movió con esfuerzo alrededor de las guías de los torpedos y buscó en el otro lado. El agua le llegaba a los muslos y el jefe de máquinas empezó a sentir miedo.
—¡HARDY!
Su voz se quebró. Sintió la angustia de un sollozo que le ahogaba la garganta.
—¡Hardy! ¡Por amor de Dios...!
Clang.
Se oyó allá atrás en el submarino, sonoro y final. El golpe seco de una escotilla al cerrarse.
—¡Hardy!
Avanzó con dificultad volviendo al extremo de las guías. Quería alcanzar la escotilla posterior y debía de luchar para vencer la presión de las turbulentas aguas que seguían subiendo a su alrededor y cuyo ruido apagaba en parte sus gritos.
—¡HARDY!
Hardy se había desprendido de la escalerilla cayendo al suelo arrodillado. Le pareció recordar el dolor de alguna otra parte. Era agudo y familiar, un reconocimiento momentáneo que le conmovió y le hizo perder durante unos instantes la conciencia de la situación en que se encontraba. De repente miró hacia la puerta posterior de la sala de control y comprendió que tenía que salir a través de ella, tenía que escapar de algo que lo seguía, que le rodeaba...
Clang.
No logró dar un primer paso vacilante cuando vio que la puerta se cerraba. Giró sola la rueda del cierre a presión y la puerta quedó asegurada.
Hardy no pudo mantenerse en pie. Volvió a caer sobre las rodillas y sintió el latido de dolor en su pierna defectuosa. Sus manos quedaron debajo del agua. Sus ropas estaban empapadas. Su cuerpo entero acompañaba el ritmo pulsante que estremecía el compartimiento. Miró brevemente los instrumentos; los controles de las válvulas se movían. La aguja del inclinómetro marcaba hacia abajo. Sintió otra violenta sacudida en el submarino y vio entonces delante la puerta anterior que se batía como invitándole.
Se abalanzó sobre ella y logró cruzarla.
Estaba otra vez en la zona de oficiales. Los arrugados mamparos del comedor amenazaban desplomarse encima de él.
—Hardy!
Oyó la voz que lo llamaba. ¿De dónde?
—¡Hardy!
Alguien chapoteaba allí, delante. En el cuarto de torpedos.
—¡AQUÍ! —oyó su propia voz gritando la respuesta. Buscando un camino, avanzó entre los restos del dormitorio de oficiales. Le pareció ver a Hopalong Cassidy que se movía dentro del agua en la sala de torpedos de proa. Estaba a un metro de la puerta.
Clang.
Hardy cayó una vez más sobre sus rodillas y gritó de dolor y de frustración. La rueda del cierre a presión giró lentamente y trabó la puerta.
Su mano temblorosa empezó a levantarse junto a su cuerpo. Subía en un penoso esfuerzo tratando de llegar a la rueda para hacerla girar en sentido inverso. Podía hacerlo. Sabía que podía; ¡tenía que hacerlo! ¿Por qué no habría de ser capaz de hacerlo?
No quiso.
Sabía que ésa era la forma en que terminaría todo. Siempre lo había sabido. Encerrado, atrapado, acorralado por su pasado, sin haber obtenido el perdón...
Oyó a Cassidy que le llamaba chapoteando cerca de la puerta cerrada; sus dedos la arañaban. Los hombros se apretaban contra la rueda, presionaba con desesperación; la empujaba, tiraba... tratando de liberarlo de su encierro.
Las luces rojas de combate titilaban a su alrededor.
Cassidy no logró que la rueda cediese. Estuvo a punto de dislocarse un hombro en su esfuerzo. A través del cristal de la ventanilla vio el cuerpo encogido de Hardy.
El jefe de máquinas gritó desesperado y enfurecido.
—Cristo, ¡qué pasa aquí!
Se apagaron las luces. Cassidy retrocedió atemorizado y, al darse la vuelta, vio que entraba agua y un poco de luz por la escotilla superior. Su cuerpo estaba sumergido hasta la cintura; dentro de pocos minutos más tendría que nadar para alcanzar la salida. Se arrojó una vez más contra la puerta y gritó:
—¡HARDY! ¡Por amor de Dios!
Las luces rojas que estaban al otro lado de la ventanilla parpadearon durante unos segundos y Cassidy vio a Jack Hardy que lo miraba fijamente, inmóvil. El miedo había desaparecido, reemplazado por una cálida serenidad en sus facciones juveniles, en su rostro sin barba, terso y gordinflón de muchacho campesino.
El intenso estremecimiento que recorrió el cuerpo de Cassidy se inició en la punta de los dedos de sus pies y subió hasta el cuero cabelludo. Aquel hombre que le miraba era un joven y afeitado teniente, que lucía un limpio y bien planchado uniforme.
Jack Hardy, a los veintiséis años de edad. El Jack Hardy que había prestado servicios a bordo del Candlefish en 1944.
Cassidy se arrojó otra vez contra la puerta. Pero al levantar la vista, sus ojos se encontraron con la espalda del joven oficial que se alejaba hacia la sala de control, andando inseguro, haciendo equilibrio para vencer la pronunciada inclinación del suelo.
La proa del submarino se hundió más en el mar y Cassidy cayó hacia atrás. Nadó refunfuñando y escupiendo en dirección a la escotilla superior que estaba abierta. Subió a las guías de torpedos para salir del agua. Miró por ultima vez la puerta anterior del compartimiento, se agarró a la escala y subió.
Hardy avanzó tambaleante hacia la sala de control. Cruzó la puerta y la oyó cerrarse detrás de él. También oyó el clic final de la rueda del cierre a presión. Los instrumentos parpadeaban como devolviéndole silenciosamente su mirada. Disminuyeron las vibraciones y, con ellas, los aterradores ruidos.
Hardy miró hacia la escalerilla y luego, muy lentamente, subió por ella hasta el interior de la torreta.
Cassidy salió al exterior a través de la escotilla de proa, pero se encontró semihundido entre las olas. Por un angustioso y fugaz instante pensó que no había traído consigo ningún salvavidas. La fuerza del agua lo arrojó contra un lado de la torreta, que tenía una inclinación hacia adelante de casi 45 grados. Se agarró a un pasamano. Los metales del submarino emitieron un fuerte chirrido, que pareció dirigido a él. Cassidy logró ponerse en pie y bajó la vista: el agua le llegaba a las caderas. Apoyándose en la torreta, tomó impulso y saltó lejos del submarino.
Hardy pisó el suelo de la torreta y esperó en silencio. Vio la humedad condensada en las planchas metálicas; los mamparos estaban sudando.
Las luces rojas brillaron de golpe y se mantuvieron encendidas. Entonces aparecieron ellos, todos ellos, observándole con su habitual malevolencia: la tripulación del Candlefish de los tiempos de la guerra... el timonel, los oficiales, el capitán Basquine, el teniente Bates...
Sus ojos perforaban los de él. No decían nada; tan sólo estaban allí en pie, mirándolo acusadores. Ya una vez le habían acusado de responsabilidad por la muerte del torpedista Kenyon. Ahora le acusaban por la muerte de su submarino.
Basquine fue el último en volverse hacia él. Cuando lo hizo, sus ojos despedían llamas mirando a Hardy, pero sólo durante un momento. Luego se irguió, con su rostro nudoso y su rígida expresión, el héroe de los mares hasta el último centímetro, y finalmente pareció desinflarse.
La cara de Hardy dijo a Basquine: Nada más puede hacer; está aquí encerrado conmigo; ha perdido.
Ambos lo sabían.
Basquine, forzando el gesto contra su voluntad, extendió una mano en señal de bienvenida. Hardy sintió una oleada de alivio, como si hubiese quitado de sus hombros el peso de una carga de treinta años. Entonces Basquine levantó la cabeza, y cuando habló había en su voz una extraña e infinita tristeza:
—Teníamos que tenerte otra vez con nosotros, Jack.
Cassidy luchaba para mantenerse a flote, farfullando y buscando a tientas; tragó agua de mar y la escupió, ahogado. Oyó sobre su cabeza un espeluznante rugido y levantó la vista. A través de las agitadas aguas y de la niebla, vio que el submarino se hundía de punta, la popa se levantaba del agua y las hélices quedaban mordiendo el aire, los metales crujían y gemían en el último estertor de la muerte. Su silueta se destacó contra el cielo durante unos instantes. Cassidy se preparó para recibir el golpe que podría aplastarlo, pero el submarino se deslizó suavemente, desapareciendo de la superficie como si hubiera sido atraído desde abajo.
La agitación de las aguas cesó.
Cassidy dio contra algo blando y flexible. Unas manos lo alzaron por debajo de sus hombros entumecidos y le ayudaron a subir hasta caer al fondo de la balsa. Seguía tosiendo y sufriendo arcadas. Una mano suave y generosa peinó hacia atrás sus cabellos; Cassidy parpadeó y levantó la vista.
Ed Frank le miraba con ansiedad.
Junto a él se encontraba el teniente Dorriss, con su delgado cuerpo sacudido por los temblores, los brazos cerrados como abrazándose a sí mismo sobre el chaleco salvavidas y el miedo profundamente grabado en sus ojos.
Otras balsas flotaban no muy lejos en la niebla con el resto de los tripulantes. Quedaban todavía algunos pocos en el mar junto a las balsas, y sus compañeros les ayudaban a subir.
Cassidy volvió a mirar a Ed Frank. Tenía los ojos clavados en el sitio en que había desaparecido el Candlefish, y su rostro estaba pálido y conmovido.
El mar se calmó totalmente. Los hombres quedaron en silencio y uno a uno fueron cediendo hasta derrumbarse exhaustos.
Cassidy lanzaba sospechosas miradas a Ed Frank y a Dorriss. Frank habló en voz baja, en la oscuridad.
—¿Qué pasó con Hardy?
—Murió —dijo Cassidy—. Se hundió con el submarino.
—¡Oh, Dios mío!
No había sido una expresión superficial. El remordimiento de Frank era auténtico. Se dejó caer en el fondo de la balsa, sentándose junto a Dorriss.
—Después de todo está bien —afirmó Cassidy—. Tenía que estar ahí.
Frank no hizo comentario alguno durante largo rato.
—Bueno, sé perfectamente dónde tenemos que estar nosotros... —Frank dejó escapar un suspiro y forzó su vista en la niebla—. Pero no estoy seguro de que estemos realmente allí.
—Estamos en el Pacífico —dijo Dorriss—. Latitud Treinta.
—Ajá... Pero ¿cuándo?
Cassidy se atragantó al empezarse a reír; finalmente lanzó una carcajada. El mismo Ed Frank de siempre. Práctico, desafiante...
Se echó hacia atrás en la balsa y cerró los ojos. Por supuesto, Frank tenía razón.
—¿Cuándo?
Finalmente quedaron en silencio y las balsas de goma siguieron derivando solas, envueltas en la niebla.
Un frío amanecer desplazó gradualmente la oscuridad. La niebla había sido demasiado misteriosa y tétrica para dormir, y una temperatura demasiado baja les había entumecido hasta los huesos. Cassidy y Frank observaron el mar y contaron las balsas salvavidas que iban a la deriva. Luego tardaron más de media hora contando ambos repetidas veces el número de cabezas.
—Creo que estamos todos aquí —dijo Frank.
—Excepto Hardy —murmuró Cassidy.
Una hora más tarde, Dorriss abrió algunas latas de raciones. La mayor parte de los hombres estaban despiertos, pero sufrían aún los efectos del agotamiento físico. A la vista de la comida cayeron sobre ella y comieron vorazmente. A manera de postre, debieron de conformarse con la contemplación del mar.
—Si nos recogen... —empezó a decir Frank; luego se interrumpió acomodando su cuerpo encogido en un rincón, y siguió hablando con el ceño fruncido—: Si nos recogen los japoneses... explicaremos simplemente que somos norteamericanos, los tripulantes del Candlefish, que se hundió anoche con mar gruesa. Lo peor que puede suceder es que nos metan en un campo de prisioneros de guerra.
—¿Eso es lo peor? —gruñó Cassidy.
—Suponiendo... —Frank vaciló de nuevo, reacio por una vez en su vida a suponer algo—. Suponiendo que estemos todavía en... 1944.
Cassidy levantó la vista lentamente hacia él, confirmando con un gesto la posibilidad.
Incluso si estuvieran atrapados allí, en 1944, durante el resto de sus vidas, incapaces de encontrar una razón, ni para ellos mismos ni para nadie... Diablos, ¡después de todo, no era tan mala esa vida en 1944! Al menos, para un jefe de máquinas. Se mordió el labio. Entonces comenzaron a amontonarse en su cabeza los problemas que provocaría el salto del tiempo.
—¿Qué sucederá cuando termine la guerra —preguntó—y volvamos a nuestros hogares?
La expresión de Frank se oscureció en silenciosa reconvención. Los demás hombres se movieron incómodos.
—¡Humo en el horizonte!
El grito llegó desde otra balsa. Uno de los hombres se había puesto en pie y señalaba a lo lejos, en la incipiente claridad del alba.
Contemplaron la luz del sol que se extendía sobre el mar y el punto negro que se divisaba en contraste.
Protegiendo sus ojos de la luz directa, se esforzaron por ver mejor. Hacia el Este de donde se encontraban distinguieron la silueta, un casco negro que se acercaba agrandándose, aunque sus señales de identificación todavía eran angustiosamente invisibles. Un barco de carga, aislado...
Era enorme, imponente; los hacía diminutos, minúsculos.
Cassidy sintió un bambaleo en la balsa, se dio la vuelta y vio Frank que se ponía en pie inseguro, con lágrimas en sus mejillas. Tenía los brazos caídos junto al cuerpo; estudiaba el barco con ansiedad, cerró los puños y dijo entre dientes:
—Indefensos.
Las primeras marcas que se vieron en la proa eran japonesas. Sólo cuando la nave se agigantó delante de ellos y sus oficiales se acercaron a la proa mientras variaban el curso poniéndose de lado para recogerlos a bordo, desapareció la silueta negra y pudieron ver los colores del casco. Celeste y crema, brillantes, relucientes, y sobre ellos, pintada con enormes letras que se extendían a lo largo de casi todo el casco, la palabra que les anunció mejor que ninguna otra el destino que les esperaba, la certeza de su vida futura.
DATSUN.
Pocos minutos bastaron para que los norteamericanos tuvieran conciencia de ello. Miraban ese nombre boquiabiertos y lo deletreaban; se lo leían unos a otros alternando las sonrisas con el llanto. Algunos levantaron los brazos y cerraron los puños agitándolos sobre sus cabezas lanzando alegres exclamaciones.
Sólo unos pocos se mantuvieron de pie en sus balsas, sollozando en silencio y comprendiendo la ironía.
En particular, Cassidy y Frank. Cassidy miró con disimulo al comandante y lo vio repentinamente pequeño, insignificante. Ya no era más aquella roca gigante de autoridad, una sombra viviente.
Estaban otra vez en 1974, y Ed Frank permanecía en silencio, reflexionando sobre la pérdida de su propio ascendiente.