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6 de octubre de 1974

 

Cruzaron el país volando en un transporte a reacción de la Marina.
Mientras atravesaban las Montañas Rocosas, Cook recibió una llamada de ComSubPac y escuchó atentamente.
—¿Puede esperar un momento, señor? —cubrió con la mano el micrófono y se inclinó para hablar a Frank—. De ComSubPac. La gente de los remolcadores ha informado que no pueden entrar al submarino.
—¿Cómo es eso?
—Enviaron un grupo de abordaje, pero no pudieron abrir las escotillas.
—Probablemente trabadas por el óxido —Frank pensó durante unos instantes y luego cogió el teléfono—. Habla al capitán de corbeta Frank. Digan a su personal que no sigan intentándolo. Que se limiten a remolcar el maldito aparato a Pearl. ¿Entendido?
La voz del otro extremo de la línea dijo haber comprendido. Frank le dio las gracias y colgó.
—Ray, llama al C.I.D. Diles que nos gustaría tener una reunión con ese grupo de abordaje cuando lleguemos a Pearl. Y comunica a SubPac que cuando llegue el Candlefish deberán de tener en espera a la gente del Registro de Bajas.
—Sí, señor —Cook volvió al teléfono y transmitió las órdenes al Comando de Inteligencia de Defensa.
Frank retornó a sus libretas de anotaciones y desplegó su carta, un relevamiento cartográfico naval del Pacífico, desde la costa Oeste de Estados Unidos hasta la costa Este de China. Frank había pintado a mano en el mismo cerca de cien puntos rojos, y a muchos de ellos les había agregado diminutos submarinos dibujados en negro. Tres eran norteamericanos, seis japoneses y uno brasileño. Y a cada uno le había colocado una inscripción con una fecha, copiada de una lista separada. Todos estaban centrados alrededor de una sola y amplia zona de mar, frente a la costa del Japón. Apoyó el lápiz junto al submarino norteamericano a cuyo lado aparecía la fecha del 11 de diciembre de 1944. Trazó un círculo a su alrededor.
Levantó la vista, encontrándose con que Diminsky estaba de pie junto a su hombro, observándole y bebiendo una Coca-Cola.
—¿Qué diablos es eso, Ed?
—Una pequeña investigación privada, almirante.
—¿Ah, sí? —Se sentó junto a Frank y miró detenidamente la carta—. ¿De qué se trata exactamente?
—Desastres marítimos. Desapariciones inexplicables. Es un pequeño hobby que tengo. Esta es una zona, en esta parte del Pacífico, en la que se han producido más desapariciones que en ninguna otra.
Frank señaló, describiendo un círculo con el dedo, un área situada en general al Este de Japón.
—En este lugar; latitud treinta.
La figura tenía una forma ligeramente ovalada, con su eje mayor paralelo a la pequeña nación.
—El borde oriental de la Hoya del Pacífico Noroeste, exactamente encima de la Trinchera de Japón, que se extiende desde Iwo Jima hasta el Este de Morioka, en unas cuatrocientas millas. Aproximadamente el cincuenta por ciento de los desastres no explicados en el Pacífico Norte han ocurrido dentro de este círculo.
—¿Qué significan esos puntos rojos...?
—Barcos, aviones, cualquier cosa que ha desaparecido o fue hallada abandonada durante los últimos ciento cincuenta años.
—¿Los últimos ciento cincuenta?
Cook se acercó para echar una ojeada, y Frank hizo girar la carta para que pudiera verla mejor. Señaló los puntos rojos.
—Cada punto indica la última posición informada por un barco o avión determinado. En todos los casos desapareció simplemente, sin dejar rastros, y hasta el día de hoy no han sido encontrados. Con tripulaciones y todo...
—¿Y los pequeños submarinos? —preguntó Cook.
—Los tres norteamericanos, el Candlefish entre ellos, desaparecieron durante la segunda guerra mundial.
—Hundidos por los japoneses —aventuró Diminsky.
—No, éstos son los que no fueron hundidos por nadie. Puedo asegurarlo; hay explicaciones oficiales para cada caso, pero ninguna de ellas pudo ser confirmada. Ocurre que la Marina, la Oficina de Investigaciones Navales de aquellos días, dijo que eso era lo que había sucedido, y es así como está anotado en los libros de registro. Un poco arbitrario.
—Bueno, actualmente no trabajamos de esa manera —opinó Diminsky de mal humor.
Tanto Cook como Frank guardaron un sugestivo silencio, pero Diminsky no captó el significado. Finalmente, Frank se sintió impulsado a hacer un comentario.
—Almirante, espero que esté en lo cierto. Porque tengo la sensación de que no existirá ninguna explicación simple sobre la reaparición del Candlefish. Y espero que no le asignemos alguna arbitrariamente, tan sólo porque parece ser adecuada.
Diminsky exhibió una mirada de profundo disgusto.
—Este no es el momento para anticipar teorías, capitán. Primero examine el submarino... y después analice lo que tiene.
Diminsky se puso en pie. Frank le miró fijamente.
—Lo que tenemos es un submarino que no debería estar en ese sitio.
Diminsky sacudió la cabeza.
—Esta va a ser una investigación preliminar sumamente breve, Ed. No tengo la menor intención de dejarla explotar fuera de las proporciones debidas. Entraremos, miraremos un poco... y tomaremos una decisión. Eso es todo.
Aterrizaron en la Estación Aeronaval Ford Island poco después de las 13:00, hora del Pacífico, y los tres fueron transportados inmediatamente en una lancha a través del Southeast Loch hasta la base de submarinos, desde donde los llevaron en un automóvil al muelle.
Allí se encontraba amarrado un viejo y enorme buque color gris, el USS Imperator, buque madre de submarinos; y estaban despejando una parte del muelle para cuando llegara el Candlefish. Se registraron a bordo del buque auxiliar y los acompañaron hasta sus respectivos camarotes en la cubierta principal. A Diminsky le instalaron en la cámara del comandante de la fuerza de submarinos. Cook y Frank obtuvieron oficinas contiguas. Por las averiguaciones que efectuó Cook supieron que pasarían tres días antes que se produjera la llegada del Candlefish. Frank impartió a Cook una serie de órdenes relativas a la inspección del submarino. Quería que se hallara presente un grupo completo de técnicos. Quería explosivos, para el caso de que fuera necesario volar las escotillas. Quería equipos de radio, trajes protectores, máscaras de gases y autoridad total para dirigir la operación. Cook prometió obtener todo, menos lo ultimo.
—Eso lo tendrás que arreglar tú mismo —dijo sonriendo.
Frank se dirigió en automóvil a las oficinas que tenía en la base el Comando de Inteligencia de Defensa. Le recibió un hombre alto, de aspecto recio, con una roja y revuelta cabellera, que se presentó a sí mismo como el capitán de navío Melanoff, y pronto se disculpó porque su personal destacado para el abordaje no había regresado lo suficientemente rápido.
—Un helicóptero de ese portaaviones recogerá a uno de mis hombres y le traerá directamente ante usted. Debe llegar esta noche.
—¿Quiere que le muestre las instalaciones, capitán?
Frank declinó el ofrecimiento y pidió que le avisaran tan pronto como llegara el oficial del C.I.D. Regresó en el automóvil al muelle y subió a su alojamiento a bordo del Imperator.
Estaba acostado sobre un duro sofá tapizado en plástico, debajo de un ojo de buey abierto, estudiando un corte del submarino de flota, cuando cedieron sus párpados y quedó sumido en un profundo sueño. Cuatro horas más tarde, el teniente Cook golpeó, entró bruscamente en la oficina y le despertó.
—Mi parte esta hecha —anunció.
Mientras Frank parpadeaba sin terminar de despertarse, Cook se acomodó en el sillón situado detrás del escritorio y comenzó a exponer los arreglos que había realizado, hasta que también fue quedándose dormido. Frank se levantó, se acercó al ojo de buey y miró hacia fuera, aspirando el fresco aire de mar.
A través del agua logró ver la negra e imponente torreta del USS George Washington, uno de los submarinos nucleares más modernos. La mayor parte de la nave estaba debajo del agua, pero lo que mostraba encima era enorme, haciendo parecer pequeños a los pocos submarinos de flota transformados que se encontraban cerca. Frank nunca había tenido el placer de servir a bordo de uno de esos hoteles flotantes. Había pasado su carrera atado a un escritorio o patrullando a escondidas el golfo de Tonkin en un estrecho submarino de flota. A bordo del Candlefish estaría por lo menos en lo suyo.
Mientras contemplaba el Washington pensó en el USS Scorpion, un submarino nuclear, de cuarenta millones de dólares, que desapareció con una dotación de noventa y nueve personas en mayo de 1968. Sus restos fueron encontrados esparcidos por el fondo del Atlántico, a una profundidad de tres mil metros y a unas cuatrocientas sesenta millas al Sudoeste de las Azores, directamente sobre la cadena montañosa que se levanta en el Atlántico medio. Y el Tribunal Naval de Investigaciones llegó a la conclusión de que: La causa de la pérdida del Scorpion no puede determinarse sobre la base de las pruebas actualmente disponibles.
¿Nada más que superstición? Frank sonrió. Aunque había demasiada charlatanería respecto al Triángulo del Diablo, los hechos no podían ignorarse. Barcos, aviones y submarinos habían desaparecido con alarmante frecuencia en las aguas situadas frente a las costas de Florida, en una zona que formaba aproximadamente un triángulo, entre Miami y los puntos situados al Norte de Bermudas y al Sur de Barbados. Y ahora, de acuerdo con la investigación particular realizada por Frank y los estudios independientes de otras personas, la zona situada frente a las costas de Japón, conocidas como Latitud 30º, estaban surgiendo como un centro similar de terror oceanográfico.
Se dio la vuelta y observó a Cook, dormido detrás del escritorio. Diminsky sería el hombre con quien él tendría que luchar... y los pequeños Diminsky... y el S.I.N., los jefes Conjuntos.
¿Qué diablos podría hacer para despertarlos? ¿Y por qué demonios siempre dormían ante cosas como ésta? ¡Hacer cuenta que no existen, y los problemas desaparecerán! ¡Qué actitud! ¡Qué maldita y desesperante actitud, esa increíble ceguera oficial! Esos sitios como Bermudas y Latitud 30° continuarían cobrando sus víctimas indefinidamente y nadie haría jamás nada para impedirlo. Después de todo, ¿como puede uno tomar medidas contra algo que no existe?
El regreso del USS Candlefish, después de treinta años de oscuro e impreciso olvido, significaba una oportunidad inigualable. En alguna parte, en sus cubiertas o debajo de ellas, o en la ruta que había patrullado, estaban las respuestas. Y Ed Frank tenía la seguridad de ser el único que deseaba formular las preguntas correctas.
A las 17:30 llamó el capitán Melanoff para informar que su oficial, un teniente de navío, Harry Nails, acababa de llegar en el helicóptero con un informe completo sobre el intento de abordaje la inspección preliminar del Candlefish. Frank dispuso que se encontrara con él en el club de oficiales a la hora de cenar y luego despertó a Cook. Se cambiaron de ropas y fueron apresuradamente por la base de submarinos, bajo un cielo amenazador en el atardecer.
El club de oficiales estaba lleno de gente.
El teniente de navío Neils había colgado su impermeable naval sobre una silla. Les saludó con un vivo apretón de manos y les invitó a sentarse con él.
—He pedido bistecs, capitán —dijo a Frank—. Melanoff quiere que se anote todo en su cuenta.
—Le complaceremos con gusto, teniente —Frank se sentó junto a Nails e indicó a Cook que lo hiciera en la otra silla —Queremos oír algo sobre el Candlefish.
—Está en espléndidas condiciones, señor. No hay partes oxidadas ni el menor signo de corrosión. Está casi como nuevo.
—¿Subió a bordo?
—Sí, señor. Llevé conmigo un grupo de abordaje de cuatro hombres, técnicos especializados, que conocen su oficio.
—Muy bien —dijo Frank—, volvamos atrás y díganos exactamente todo lo que sucedió.
—Lo vi por primera vez desde el barco carguero japonés que informó de su aparición. El capitán me lo señaló personalmente. Estaba inmóvil en el agua, a una media milla de distancia, sin ningún número visible en la torreta. Lo recorrí con la vista usando los prismáticos del capitán, hasta que empezó a darme unos tirones en la manga y a hablar. Estaba tan asustado por el incidente que ni siquiera pudo decirme cómo había emergido... directamente hacia arriba, la proa primero, o la popa primero. Todo lo que dijo fue: ¡Submarino sube! ¡Arriba!
Cook no pudo contener una sonrisa.
—Aparentemente, intentó de todo. Llamar a viva voz, radio, código Morse, bandera blanca, tenía en la cabeza cierta idea de que él había provocado un ataque. Su intérprete tuvo mucho trabajo para citarme la ley no escrita: Nunca se debe emerger en el rumbo de una nave amiga, ni siquiera en broma. En el mensaje de radio que el capitán envió a su gente... —Nails hizo una pausa mientras buscaba en su cartera una libreta de anotaciones que abrió y leyó—: Aquí está —dijo—. El submarino emergió en forma nada amistosa.
—Por eso el departamento de Estado estaba tan convulsionado ayer —resopló Cook.
Frank sonrió.
—Es lo normal. Nosotros progresamos en medio del pánico.
—Este hombre —continuó Nails —hace cuarenta años que está en la Marina japonesa. Es capitán de los barcos cargueros clase Maru desde antes de la guerra de Corea. Siendo marinero durante la segunda guerra mundial tuvo su parte en algunos encuentros con submarinos. Una vez que navegaba en un convoy hundieron todos los barcos menos el suyo. De manera que pueden imaginarse cuánto amor siente por nuestros submarinos... Hacia la hora en que lo dejé había empezado a sonreír y decir bromas, pero me daba cuenta de que aún seguía intranquilo.
Nails hizo una nueva pausa para beber de su copa, se secó los labios y luego agregó:
—Y si lo necesita, tengo grabada la entrevista.
Los bistecs habían llegado y empezaron a comer mientras Nails les relataba sobre el abordaje submarino.
—Nos aproximamos desde tres direcciones diferentes, manteniendo las radios encendidas en todo momento. Creo que eran comprensibles todas las precauciones. Pero el submarino no hizo absolutamente nada, estaba allí, quieto, sin responder a nuestras señales. Le llamamos también con altavoces. Nada. Entonces ordené grupos de abordaje de dos de los remolcadores y fui con uno de ellos. Éramos cinco. Nos desplegamos sobre el submarino y comenzamos a inspeccionarlo. Le juro, capitán, parecía que no hubiera estado en el mar más de dos días después de su último reacondicionamiento.
—¿No había algas, ni fango, ni nada parecido?
—Señor, estaba completamente limpio —Nails untó con mantequilla un panecillo y consultó su informe—. Cuando buscamos alguna identificación, encontramos las cabezas de pernos que sobresalían en un lado de la torreta y pudimos comprobar el número: dos ochenta y cuatro. Pero en ese momento ninguno de nosotros supo qué significaba. Entonces fue cuando uno de los técnicos encontró el nombre escrito sobre la hoya de rescate, en lo alto de las tijeras del periscopio: Candlefish —el teniente se detuvo otra vez y se llevó a la boca un trozo de bistec—. Tampoco eso nos sirvió de nada. Luego llamamos, golpeando en los lados de la torreta. No hubo respuesta. Entonces ordené que intentaran forzar las escotillas. Bueno, señor, los tipos estuvieron de rodillas, sudando y bufando, pero no las pudieron abrir. No se movían. De manera que abandonamos el intento y nos dedicamos a recorrer la cubierta buscando evidencias.
Nails quedó nuevamente en silencio, masticando apresuradamente su bistec. Frank y Cook comían y esperaban con paciencia. Finalmente, Nails pasó la servilleta por sus labios y se agachó sobre su cartera.
—Perdón, señor; esto se ha encajado aquí, es difícil sacarlo...
Extrajo un objeto bastante grande y lo puso sobre la mesa.
—Encontramos esto enganchado en el cañón de la cubierta posterior, señor.
Frank miró fijamente el tubo único del prismático y la extraña disposición del sextante adherido a él.
—¿Qué es eso? —preguntó Cook.
—Un sextante —dijo Nails—. El capitán del remolcador lo reconoció. Eran muy comunes en la segunda guerra mundial, según me dijeron. Lo usaban muchos navegantes. Es la mitad de unos prismáticos (una sola lente) y el sextante. Se pueden hacer lecturas muy exactas con él, aun a través de bruma ligera. Pero parece que no se han vuelto a utilizar desde la segunda guerra mundial.
Frank seguía mirando el instrumento. Allí había una prueba; no eran fotografías, ni informes, ni números de un viejo catálogo de la flota. Allí tenía una reliquia de una guerra producida treinta años atrás, y parecía casi nueva. Más que nunca se sintió ansioso de encontrarse cara a cara con el Candlefish. Tenía la impresión de que estaría enfrentándose al futuro.

 

 

8 de octubre de 1974

 

Frank se acostó a las 20:00 y no pudo salir de la cama hasta las 9:30 del día siguiente. Desayunó con Cook en el club de oficiales y luego partió a informar al almirante Diminsky.
Diminsky escuchó pacientemente la cinta grabada durante la entrevista del teniente Nails con el capitán japonés, pero no se mostró muy impresionado. Pidió a Frank que utilizara una secretaria para que entresacara sólo los hechos y los presentaran en el informe oficial. Frank puso objeciones, sobre la base de que las impresiones y sentimientos del capitán japonés eran tan importantes como sus observaciones visuales.
—No —dijo Diminsky—, no vamos a convertir esto en una historia de terror de la Marina. No hace falta nada de ese asunto del pasado del hombre en la Marina Imperial. No complique las cosas y vaya al grano.
—Bueno, almirante, no sé qué voy a hacer para que esto sea algo simple —Frank abrió su cartera y sacó el extraño sextante, apoyándolo en el escritorio de su jefe.
Diminsky escuchó con paciencia los comentarios de Frank sobre el instrumento, pero por su expresión parecía que alguien hubiera depositado a sus pies un cadáver de dos días.
Sugirió que describieran el sextante en la lista de artefactos.
Frank salió con la cinta y el sextante y cruzó la base andando solo, decidiendo actuar con sutileza a partir de ese momento en aquello que tuviera injerencia el almirante. Que descubriera él solo las cosas. A Diminsky le disgustaba figurar en segundo plano, de manera que si lograba hacerle pensar que todo era idea suya...
Frank se detuvo cuando sintió las primeras gotas que golpeaban en su gorra. Lluvia. Corrió a buscar refugio en el momento en que las nubes descargaban, pero se quedó empapado por el peor chaparrón que había visto desde los monzones en Vietnam.
Se mantuvo debajo del porche en la oficina del C.I.D. contemplando la lluvia, pero pensando en el Candlefish. Las circunstancias de su hundimiento, esa información debía de estar disponible, pero se hallaría enterrada en alguna parte de los archivos en Washington. Haría que se la enviaran.
Cuando llegara el momento de coordinar los informes, pruebas y coincidencias, ¿cómo debía presentarlos? No había duda de que los servicios telegráficos captarían parte de la artillería enviada por los japoneses. Por supuesto, el asunto podía presentarse como un simple incidente (un submarino de flota que había emergido accidentalmente) para no mencionar las diversas circunstancias atenuantes. ¿Pero qué sucedería si algo se filtraba...? REGRESA SUBMARINO DE FLOTA PERDIDO DURANTE TREINTA AÑOS. GRAN CONMOCIÓN EN LA MARINA. EL MISTERIO MÁS GRANDE DE NUESTROS TIEMPOS. Frank se imaginaba los titulares y las consecuencias. Un gran empujón de la prensa podía significar el impulso que necesitaba la Marina para lanzar una investigación en escala completa.
Frank lo estuvo rumiando durante largo rato, hasta que la lluvia disminuyó considerablemente y pudo continuar su camino hacia el buque auxiliar. Cuando llegó estaba sonriendo, empezando a dar forma a un plan para que las cosas se hicieran a su manera.