21
11 de
diciembre
2:12 horas.
Hardy salió del dormitorio y se detuvo en el
pasillo, tratando de formular un plan de ataque. Tenía que detener
completamente aquel submarino, tenía que provocar un retraso de
veinticuatro horas como mínimo en el viaje.
La torreta estaba descartada. Había hecho
allí su primer intento. En cuanto pusiera un pie en ella, el
timonel llamaría al comandante. La sala de control... Seguramente
Dorriss habría recomendado a Stigwood que lo vigilara; de manera
que los controles centrales de inmersión también estaban
descartados. Sería imposible acercarse siquiera a los timones de
profundidad, las válvulas, los múltiples...
¿El cuarto de bombas, directamente debajo de
la sala de control? Tampoco. Tendría que llegar a él a través de la
escotilla de la sala de control; le detendrían, le interrogarían.
¿Las baterías? Podía aumentar el nivel del ácido; ¡no! Aumentar el
nivel de carga a una sección de baterías, abrir las válvulas de
admisión rápida de las baterías, hacer entrar agua de mar; ¡Sí? El
agua salada penetraría en los circuitos y luego en los elementos...
Se produciría un proceso de electrólisis a gran escala. Tendría que
cerciorarse de que resultaran afectados por lo menos cinco
circuitos y que estuviesen separados por varios metros. Habría una
fuerte emisión de gas de cloro, sumamente nocivo. Los vapores
amarillo-verdosos se introducirían a través del sistema de
ventilación y llegarían a varios de los compartimientos. Tendrían
que cerrar herméticamente esos compartimientos, anular los
conductos de ventilación y enviar un hombre abajo, provisto de un
equipo de respiración especial, para determinar cuál de las celdas
era el origen. Luego, una por una, tendrían que revisar las
otras.
Hardy sonrió. Tardarían varias horas en
subsanar el problema con las baterías. Varias horas de valioso,
vital, tiempo. Si tan sólo pudiera retrasarlo para que no llegara a
Latitud Treinta en el momento exacto...
El único problema era: ¿en el sector
anterior o en el posterior? Las baterías anteriores estaban
situadas directamente debajo de la zona de oficiales. Allí podría
bajar, probablemente, y provocar parte del daño, pero corría un
grave riesgo al hacerlo. Estaría completamente solo. ¿Qué sucedería
si se resbalaba y resultaba atacado por el gas?
Sería mejor que lo hiciera en el sector
posterior, en el compartimiento de las baterías que se encontraba
debajo del dormitorio de la tripulación, donde si algo salía mal
siempre podría gritar pidiendo ayuda y luego inventar alguna
excusa...
La hermosura de su plan le causó un
verdadero asombro. No sólo lograría que Frank sufriera una crisis
cercana al pánico, para que se efectuaran las reparaciones, sino
que le impediría cargar suficientemente las baterías para
sumergirse desde la mañana durante todo el día; eso significaría
que tendrían que permanecer semihundidos en la superficie durante
varias horas sin poder avanzar.
Cruzó la puerta estanco hacia la sala de
control y saludó con un leve movimiento de cabeza a Stigwood, cuyos
ojos se apartaron enseguida. El tratamiento del silencio.
Ostracismo. De modo que había vuelto a donde estaba en 1944. Bueno,
¿qué importaba? Ahora le daba lo mismo.
La entrada al compartimiento posterior de
baterías era una escotilla en el suelo de la sección delantera del
dormitorio de los tripulantes. Constituía un procedimiento normal
que cualquier oficial controlara el nivel de ácido en las celdas;
por tanto, nadie puso el menor reparo a Hardy cuando levantó la
tapa de la escotilla, se tumbó en el suelo sobre el estómago y
metió la cabeza y la parte anterior del cuerpo en el interior del
compartimiento. Contempló allí abajo las largas filas de celdas
enormes de las baterías. Cada unidad de plomo y ácido era casi del
tamaño de un hombre bajo, y había docenas. Podía gatear a su
alrededor y elegir...
Una campanita de alarma empezó a sonar en su
cabeza: ¡tiempo! Demasiado tiempo. Lo perdería en exceso hasta que
pudiera organizarlo todo y lograr que el efecto se sintiera en el
momento preciso. No servía; necesitaba rapidez y sorpresa.
Con una mueca en la cara, se levantó del
suelo.
—¿Hay algo mal?
Era Clampett, que desde su litera donde
estaba acostado le estaba observando con curiosidad.
—No. No; nada.
Hardy cerró la tapa de la escotilla y sonrió
al torpedista, que le respondió con un gesto de pocos amigos. Hardy
se alejó hacia atrás, en dirección al cuarto de máquinas.
Pasó por la escotilla y comenzó
inmediatamente a examinar diales e indicadores en los mamparos que
le rodeaban, haciendo volar su mente en busca de algún otro método
para detener el submarino, antes que pudieran detenerlo a él.
—¿Hay algo mal?
«Dios mío, ¿estoy poniéndome tanto en
evidencia? —se preguntó Hardy—. Si todos me hacen la misma
pregunta, pronto alguno se dará cuenta.» Miró hacia atrás,
encontrándose cara a cara con Walinsky. La pipa colgaba en ángulo
de uno de los lados de la boca del jefe de máquinas. En su pregunta
había más preocupación que sospecha.
—¿Y...? ¿Hay algo mal?
Hardy parpadeó.
—Eso quiero saber. ¿Va todo bien?
—Por supuesto.
—¿Ningún tipo de problemas?
—Se olvida que construí este
submarino.
Hardy asintió y empezó a moverse a su
alrededor; luego se detuvo. Volvió a mirar a Walinsky. ¿Walinsky?
No... ¡Cassidy! Hopalong Cassidy. Acababa de decir construí este
submarino. Quien había participado en ello era Cassidy, no
Walinsky.
Hardy estaba convencido de que cada hombre a
bordo se había convertido en su doble de 1944. Que había tenido
lugar un total intercambio de personalidades, con una drástica
separación de sus originales en las personalidades
sustituidas.
Pero Cassidy y Walinsky eran prácticamente
la misma persona. Cualquiera que fuesen las diferencias existentes
entre ellos eran tan mínimas que resultaban casi inadvertidas.
Ambos eran el viejo del submarino, ambos habían sido magos de la
mecánica, ambos representaban al amigo de Hardy...
Allí estaba la clave. Valerse de la amistad
de Cassidy, tratarlo como Cassidy, convencerlo de que era Cassidy,
apartar de él a Walinsky.
Se arrimó bien a Cassidy y le miró a los
ojos.
—Necesito su ayuda —dijo.
Cogió por el hombro al jefe de máquinas y le
devolvió a su puesto. Situados en un rincón, fuera del alcance de
otros oídos, Hardy le explicó los detalles de la situación, desde
su punto de vista, proporcionando a Cassidy, cautelosamente y a
poco, aquellas pruebas que eran irrefutables: la serie de
coincidencias, el de la muerte de Byrnes!
—¿Byrnes? —los ojos de Cassidy mostraron
perplejidad.
—Byrnes, ¡el comandante!
Cassidy pareció no comprender.
—Basquine es el comandante, teniente. ¿De
qué diablos está hablando?
—¡Cassidy, navegué en este submarino durante
la segunda guerra mundial! Hace treinta años, cuando usted estaba
en Mare Island construyendo este tipo de submarinos. Presté
servicios a bordo del Candlefish dos años después de que fuera
botado! ¡Y usted fue quien lo armó! Usted, Cassidy! Walinsky jamás
trabajó en los astilleros.
—Pero eso no... ¿pero yo...?
Cassidy apoyó la espalda contra el mamparo,
con una terrible confusión evidente en su rostro. Hardy
insistió.
—Leyó mi diario, ¿no es así?
—¿Su qué...?
—¡Léalo de nuevo! Está en el armario número
cuatro, en la sala de torpedos de popa. Busque allí una de las
copias. Revísela. Verá enseguida que tengo razón.
Impotente, Cassidy asintió con un movimiento
de cabeza.
—Cassidy, he estado antes en el sitio donde
vamos. Créame, no podemos ir otra vez.
—Cierto.
—El submarino se hundirá. Todos morirán.
Tenemos que detenerlo.
—Tiene razón.
—Cassidy, ¡míreme! —Cassidy lo miró—. Cuando
lleguemos a Latitud Treinta, desapareceremos —castañeteó los dedos
—sin poder hacer nada. Tiene que ayudarme.
—¿Cómo? —preguntó Cassidy, mirándolo
fijamente.
—¡Sacando de aquí a todo el mundo!
—Sólo el comandante puede hacer eso.
—No lo hará.
—Bueno, entonces el segundo
comandante...
—¡El tampoco! No me comprende... No van a
cooperar. Depende de usted y de mí, ¡y sólo nos queda un día!
—Bueno, ¿y qué quiere hacer?
Hardy se acercó más y susurró al oído de
Cassidy.
—Detener el submarino. Ahora mismo, aquí.
Sabotaje.
No alcanzó a captar el súbito relámpago de
horror que se reflejó en la expresión de Cassidy. Cassidy o
Walinsky, el jefe de máquinas estaba hecho a la vieja escuela de la
Marina. Nadie hunde su propio buque, a menos que se esté hundiendo
y se quiera tener la seguridad de que no caerá en manos del
enemigo. De ninguna manera estaría dispuesto a poner en peligro el
submarino. Había llegado el momento de poner fin a su presunta
complicidad con Hardy. El viejo jefe de máquinas le brindó una
sonrisa y le cogió el brazo en actitud paternalista.
—Escúcheme, señor... Siéntese aquí un
momento; iré a buscar café para los dos. Espéreme aquí. Todo irá
bien. En seguida vuelvo.
Hardy captó perfectamente el tono. Estaba
perdiendo el único aliado que tenía a bordo, perdiéndolo hacia el
pasado. Si Cassidy pensaba traicionarlo ante el comandante, por lo
menos plantaría la semilla de la duda.
—Cassidy, escúcheme. Su nombre es Cassidy.
Zarpó de Pearl el 21 de noviembre. Byrnes era el comandante. Murió
el 2 de diciembre, y Ed Frank se hizo cargo del mando. ¿Recuerda
ahora algo de eso?
Cassidy quedó indeciso durante unos
segundos; luego pareció reaccionar:
—Ed Frank, sí.
—Muy bien; ahora vaya a la sala de control y
¡fuese cómo firma el libro de bitácora!
Cassidy vaciló un momento; luego salió
deprisa hacia la cocina. Hardy le observó cuando se iba, sintiendo
aflojarse un poco su tensión; pero seguía preocupado. Esperaba que
su esfuerzo no hubiera sido inútil. Por lo menos ahora tenía un
plan.
Se dio la vuelta y fue hacia la sala de
torpedos de popa.
Mientras se dirigía a la cocina, Cassidy
luchaba con lo que Hardy le había dicho. Le parecía un revoltijo
tan grande de contradicciones, un verdadero laberinto de ideas. Y
lo peor era que sentía simpatía por Hardy. Pero si se veía obligado
a elegir entre Hardy y el submarino, este último estaba primero,
sin la menor duda.
¿Qué era lo que Hardy trataba de decirle
respecto al comandante? Se detuvo en la puerta del comedor de
tripulantes y frunció el ceño. ¿Cómo podía un hombre pensar que era
otro hombre...? ¿Cómo era posible que una dotación pensara que era
otra dotación? Parecía una locura.
Se estremeció. Tal vez aquellas historias
que Stigwood y Dorriss habían estado desparramando eran verdad. Tal
vez a Hardy se le había aflojado un tornillo. De ser así, el hombre
era una amenaza potencial para el submarino.
Pero algo que había dicho Hardy le
perturbaba, no dejaba de ir y venir por su cerebro. A veces estaba
seguro de que el comandante tenía razón, que Hardy estaba chiflado;
pero luego perdía la certeza hasta de su propia identidad. ¿Qué
diablos había dicho Hardy? Algo así como que Cassidy había
construido el submarino y Walinsky había prestado servicios en él.
¿Cómo podía haber hecho ambas cosas el mismo hombre?
Hardy le había dicho que él era Cassidy, no
Walinsky.
Pero el comandante le había llamado
Walinsky.
La certeza en sus ideas lo abandonó; sus
convicciones escaparon como un líquido por un colador.
Pidió a Cookie dos tazas de café. Luego,
casi automáticamente, se dirigió a la sala de control, pero se
detuvo. Iba para hablar con el comandante, pero llevaba en las
manos dos tazas de café, una para él y la otra para Hardy.
¿Por qué demonios no podía decidirse? ¿Qué
era lo que seguía dándole vueltas hacia un lado y hacia otro?
No logró tomar una decisión. Desde algún
sitio situado a popa llegó un fuerte ruido sordo, un ruido
conocido, seguido de otro nada habitual: ¡una explosión! Los pies
de Cassidy estuvieron a punto de escapar debajo de su cuerpo. Las
dos tazas de café salieron volando. Se agarró al mamparo del cuarto
de radio para apoyarse. Alguien gritó:
—¿Qué demonios...?
Se escuchó sonar la alarma de colisión:
¡estridentes chillidos de la bocina!
—¡Sala de torpedos de popa! —gritó Giroux
desde el compartimiento de radio.
Los ojos de Cassidy se agrandaron en sus
órbitas. Dio un salto.
¡Hardy!
Hardy entró en la sala de torpedos de popa.
Estaba cumpliendo su servicio una pequeña guardia: cuatro hombres.
Y estaban al fondo del compartimiento, trabajando con unos trapos
alrededor de los tubos. Ningún oficial.
Hardy observó nervioso los torpedos apilados
en sus soportes y luego los tubos. Las grandes puertas de bronce
estaban cerradas. No podía saber si estaban cargados. Avanzó desde
la puerta y fue con toda la seguridad que pudo reunir en dirección
a los tubos.
—Muchachos, tenemos que hacer algunos
disparos simulados para limpiar los tubos.
—¿Ahora, señor? —dijo uno de los hombres,
sorprendido.
—Ahora mismo. Vamos a hacerlo. ¿Algunos
están cargados?
—El número ocho está cargado, listo para
superficie, señor.
—Ocho, ¿eh? Bueno, vamos a empezar con el
número siete. Vamos.
Dio unos pasos para situarse junto a las
llaves de disparo. Los torpedistas actuaron rápidamente, preparando
el tubo para un disparo simulado de rutina.
Hardy los observaba en silencio. Hicieron
girar los volantes y activaron las llaves para cerrar la puerta
exterior del tubo número siete y abrir la puerta interior. Hardy
miró los indicadores de posición de las puertas: tanto la exterior
como la interior del número ocho estaban cerradas. Sonrió con gesto
decidido. Los torpedistas cargaron el tanque de impulsión del tubo
número siete; luego levantaron la traba de seguridad.
—Puerta exterior cerrada, señor... Puerta
interior abierta, tanque de impulsión cargado... Cierre de
seguridad colocado, señor. Todo listo.
—Muy bien. Colóquense ahí detrás.
Tres de los hombres lo hicieron. El cuarto
miró a Hardy sorprendido.
—¡Dije que se colocara ahí detrás!
El hombre obedeció. La mano de Hardy
abandonó la llave del tubo número siete y de un golpe movió la que
estaba señalada ocho. Al mismo tiempo saltó hacia atrás más de un
metro, en dirección a la salida. Inmediatamente se oyó un fuerte
ruido y se produjo una brusca sacudida.
El torpedo que estaba en el tubo número ocho
saltó contra la puerta exterior cerrada y la deformó como si fuera
de cartón. Simultáneamente, la puerta interior se abrió con
violencia.
Empezó a sonar la alarma de colisión del
submarino, con sus penetrantes y angustiosos aullidos.
A través de la puerta exterior dañada entró
el agua a borbotones pasando junto a las paredes del torpedo que
estaba allí contenido; el agua salió del tubo hacia el
compartimiento y como un torrente se precipitó sobre los
torpedistas y los barrió hacia atrás mientras trataban de alcanzar
la puerta para cerrarla.
El torpedista que había vacilado fue el
primero en comprender lo que había sucedido. Giró como un trompo y
salió corriendo detrás de Hardy.
Cassidy tiró dos jarros al suelo en su
esfuerzo por abrirse paso bruscamente en la cocina. Cookie levantó
la vista sorprendido, apretando fuerte una olla de guiso que había
amenazado con bautizar el suelo recién lavado. Los hombres que
estaban junto a la mesa dieron un salto al oír la alarma. Por el
intercomunicador llegó la voz del comandante:
—Habla el comandante. Para los
compartimientos: informen daños!
Un coro de respuestas surgió en los
altavoces mientras Cassidy corría hacía popa.
—¡Sala de torpedos de proa sin novedad,
señor! Comedor sin novedad, señor! ¡Baterías anteriores sin
novedad!
Cassidy cruzó como una tromba el cuarto de
máquinas anterior y siguió corriendo. Le parecía que estaba
volando, ¿por qué?
¡Por supuesto! El suelo había empezado a
inclinarse hacia atrás.
—¡Se está hundiendo la popa! —oyó la voz de
Roybell por el altavoz; los inclinómetros indicaban la posición en
la sala de control.
—Compartimientos de popa: ¡informen
daños!
Cassidy sabía que se trataba de la sala de
torpedos. ¿Por qué nadie llamaba al comandante, al menos
Hardy?
Se produjo un cuello de botella en el cuarto
de maniobras. Los hombres estaban preparando la puerta estanco, que
daba entrada a la sala de torpedos, listos para cerrarla cuando
llegara la orden.
—¡Déjenme pasar! —chilló Cassidy.
Se arrojó entre los hombres abriéndose
camino a la fuerza para cruzar la escotilla y cayó al lado,
chapoteando en el suelo, que estaba cubierto por diez centímetros
de agua. Patinó casi dos metros, dándose con la cabeza en uno de
los soportes de torpedos. No había duda de que la popa estaba
hundida. Consiguió ponerse en pie, y en ese momento comprendió lo
que ocurría: dos de los tripulantes forcejeaban para mantener
sujeto a Hardy; los otros dos luchaban para cerrar la puerta
interior del tubo contra la terrible presión del torrente de
agua.
Cassidy saltó hacia el teléfono de combate y
apretó la llave.
—Habla Cassidy. Sala de torpedos de popa...
está inundándose.
Con la última palabra llegaron las órdenes
de respuesta:
—¡Cerrar las puertas estanco de los
compartimientos de popa! ¡Cerrar conductos de ventilación!
Los dos hombres que estaban en el cuarto de
maniobras empujaron la puerta para cerrarla e hicieron girar la
rueda. Cassidy vio una cara apretada contra el cristal de la
pequeña ventanilla observando con ansiedad sus movimientos. Llamó
otra vez por el teléfono:
—Comandante, parece que ha ocurrido un
accidente en el tubo número ocho.
El comandante Frank gritó hacia abajo a
través de la escotilla:
—¡Soplen el tanque principal de lastre
número siete y el tanque posterior de nivel! ¡Sóplenlo!
Roybell cumplió lo ordenado.
El aire entró con fuerza alrededor de ellos
y Cassidy volvió a perder el equilibrio en el momento en que la
popa dio un salto hacia arriba volviendo a la superficie del
mar.
—¡Paren las máquinas! —gritó Cassidy por el
teléfono. Luego se lanzó en ayuda de los dos torpedistas. Durante
un instante el agua dejó de penetrar y pudieron cerrar la puerta
interior. Creyó oír un extraño clic metálico al hacerlo.
—¡Hijo de puta! ¡Lo hizo a propósito!
Uno de los torpedistas mantenía sujeto a
Hardy trabándole un brazo. La cabeza del profesor se balanceaba de
un lado a otro. Cassidy corrió una vez más hacia el teléfono:
—Aquí sala de torpedos de popa. El problema
está superado.
—Voy para allá —respondió gritando el
comandante.
No pasaron más de diez segundos antes de que
vieran girar la rueda del cierre a presión y abrirse la puerta
estanco. El comandante Frank apareció en ella.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
El torpedista señaló a Hardy con un
movimiento de cabeza:
—Disparo simulado... Apretó el disparador de
otro tubo que no correspondía... ¡Trató de volar el submarino,
señor!
Súbitamente Cassidy comprendió qué era aquel
clic.
—¡Cristo! —gritó, dando un salto para
alcanzar la puerta interior del tubo número ocho. Quitó los
cierres. La puerta se abrió violentamente y otra vez entró un
fuerte chorro de agua, acompañado por una nube de vapor. Cassidy se
echó a un lado, pero se agarró para levantar el cuerpo hacia el
tubo, meter la cabeza y poder ver en el interior. A través del agua
y del vapor que casi le cegaban pudo ver la parte posterior del
torpedo.
Las pequeñas palas de la hélice estaban
girando furiosamente, agitando el agua; el vapor era producido por
el escape de gas.
—¡Está girando la hélice! —gritó. Frank
quedó pasmado— ¡Digan a Roybell que siga soplando el lastre!
¡Alcáncenme una palanca!
Si la hélice continuaba girando hasta el
equivalente a 400 metros, el torpedo quedaría armado. Era de
suponer que su nariz estaría apretada contra la dañada puerta
exterior. Eso significaba que la cabeza de guerra ya estaba
haciendo contacto. «Si esto sigue dando vuelta cuatrocientos metros
—pensó Cassidy despavorido—, ¡el culo entero del submarino va a
volar hasta el cielo!»
¡Así que ése era el gran plan de
Hardy!
¡Maldito hijo de puta! Le insultó
mentalmente; luego volvió a gritar pidiendo la palanca. Uno de los
torpedistas corrió hacia adelante y se la alcanzó.
Luchando con el agua, Cassidy metió la
palanca dentro del tubo y trató de cazarla para trabar las palas de
la hélice y detener el mecanismo. Sólo quedaban segundos y lo
sabía. Falló en el primer intento. Una y otra vez tiró de la
palanca y la empujó a ciegas (no podía ver a través del torbellino
de agua), hasta que por fin oyó el clic salvador. El agua dejó de
arremolinarse.
Pero esa palanca no iba a durar mucho tiempo
allí. Necesitaba algo más pequeño.
¡Un par de pinzas y una llave inglesa!
Cassidy mantuvo sus músculos en tensión para
sostener la palanca en su sitio hasta que llegara el
torpedista.
—Tenga la palanca —indicó al hombre, y éste
la agarró con fuerza, quedándose en pie frente a la puerta abierta.
Cassidy apretó con las pinzas el extremo del mango de la llave
inglesa. Luego se apoyó sobre la parte superior del tubo y metió en
él la cabeza y parte de los hombros. Extendió el brazo hacia dentro
empuñando las pinzas y la llave inglesa, tratando de insertar ésta
donde estaba calzada la palanca.
En ese momento la popa cayó otra vez al mar
y el agua volvió a penetrar. Cassidy se aferró al tubo con su brazo
libre. El torpedista lanzó un grito: el fuerte chorro de agua le
había dado de lleno en la cara. Cassidy se jugó el todo por el
todo. Con un rápido movimiento empujó hacia adelante la llave
inglesa y la hizo caer en la posición conveniente.
—¡Saquen la palanca!
Aliviado, el torpedista la quitó de un
tirón. La llave inglesa cayó en su sitio, trabando la hélice; se
oyó un crujido metálico cuando las palas dejaron de girar, quedando
inmóviles.
El increíble y ensordecedor ruido del
torrente de agua cesó por completo. Hundidos hasta más arriba de
las rodillas, los hombres permanecieron sin moverse durante unos
minutos, respirando profundamente y mirándose unos a otros como
supervivientes que han aprendido lo que significa rozarse con la
muerte.
—De acuerdo —dijo Cassidy—. Ahora estamos
seguros.
Frank mantenía un gesto severo en su
rostro.
Hardy continuaba aferrado por el torpedista.
Sus ojos se encontraron con los de Cassidy y sus labios se
entreabrieron como para hablar. No pudo. Aún seguía bajo los
efectos del miedo. Levantó una mano y tocó el brazo del
comandante.
—Fue un accidente.
El silencio se hizo tan ensordecedor como
habían sido las revueltas toneladas de agua. Sólo se oía un
clop-clop entre las rodillas.
Hardy sintió un estremecimiento de
frustración. Cassidy le miraba con ojos inexpresivos. ¿Y Frank? El
comandante le doblegó con un frío gesto de desprecio y se volvió
hacia Cassidy.
—¿Daños?
—Bueno, el pescado está trabado. Allí
dentro, pero se mantendrá. Más tarde podremos sacarlo y desarmarlo.
Necesitaremos gente capacitada para reparar esa puerta...
Probablemente dos tipos con trajes de goma.
—Hágase cargo —bramó Frank, y luego se dio
la vuelta mirando a Hardy—. Queda relevado. Arrestado en el
dormitorio —le dijo. Se acercó al teléfono de combate y apretó la
llave—: Habla el comandante. La sala de torpedos de popa ya está
asegurada. Pongan en marcha las bombas de las sentinas, conecten
los conductos de ventilación, abran los compartimientos; situación
de emergencia terminada. Se formará un equipo de reparación a las
órdenes del jefe de máquinas Walinsky —hizo una pausa y miró
fijamente a Hardy mientras continuaba hablando—: Hemos sufrido
daños en un tubo de torpedos. La culpa es de mister Hardy. Ha sido
relevado del servicio y deberá permanecer arrestado en su
dormitorio.
La puerta estanco giró hasta quedar abierta.
Entró Dorriss al compartimiento:
—Mister Bates, quiero que coloquen a este
hombre sujeto con esposas a su litera, con una guardia de
veinticuatro horas.
Dorriss asintió; el torpedista que sostenía
a Hardy le dio un tirón y le arrastró por el agua hasta la salida.
Hardy se tambaleó, esforzándose por mantenerse en pie. Lanzó una
última mirada a Cassidy, una muda súplica de ayuda. Cassidy
permaneció inmóvil en su sitio. Hardy estalló, dirigiéndose a
él:
—¡Alguien tiene que ayudarme! ¡No puede ser
que todos estén locos!
Mientras le empujaban a través de la puerta,
Dorriss le miró con una sonrisa de satisfacción.
—Esto acabó con usted, Jack.
Cassidy sacó un pañuelo con mano temblorosa
y se lo pasó por la frente. Estaba sudando.
Había oído al comandante llamarle Walinsky y
se había dado cuenta de la diferencia... por lo que Hardy le había
dicho minutos antes. Sé bien quién soy. Observó detenidamente a los
hombres que le rodeaban. ¿Saben quiénes son? Comprendió la
verdad:
Era una isla de cordura encerrada en un
manicomio. Hasta el mismo Hardy había perdido finalmente un
tornillo. Cassidy seguía oyendo todavía sus gritos y obscenidades a
la tripulación mientras le llevaban a empujones al dormitorio. Las
voces iban perdiéndose poco a poco.
Sé muy bien quién soy, pensó. Y estoy
solo.
3:30 horas.
Nada iba saliendo según lo previsto. Cassidy
tosió con la cara metida dentro de su chaqueta y se frotó las
manos. Ignoraba los golpes de lluvia que le estaban azotando y los
movimientos inestables de la cubierta posterior. Se agarró al
montante de la antena y observó al grupo de reparaciones que
trabajaba en el extremo de la popa. Los motores estaban detenidos;
las hélices, inmóviles. El Candlefish se balanceaba en el mar
agitado, mientras la tormenta seguía rugiendo a su alrededor.
Dos ayudantes maquinistas, vestidos con
trajes de goma, habían saltado al agua desde la popa. Hacía ya
cuarenta y cinco minutos que subían y bajaban junto al casco. Otros
tres auxiliares, amarrados con cuerdas en los bordes de la popa,
les pasaban hacia abajo las herramientas. Pero Cassidy sabía que
era inútil. La puerta exterior del tubo número ocho tendría que
desmontarse y después habría que enviarla al taller de fraguado
para que la enderezaran. Jamás podrían repararla desde la
cubierta.
Uno de los hombres que estaba en el agua
apareció en la superficie y se cogió de la popa. Se quitó la
máscara; estaba sangrando por la nariz.
—¿Qué le pasa? —gritó Cassidy.
—Es la presión —el hombre jadeaba—. No la
puedo aguantar.
Cassidy sacudió la cabeza con gesto
ceñudo.
—Es demasiado peligroso. Llame a su
compañero y vayan abajo.
El jefe de máquinas soltó las antenas y
empezó a andar hacia adelante, tambaleándose, inseguro, por el
centro de la cubierta.
Tendría que informar al comandante. Y sería
una buena excusa para sacar el tema de Hardy; algún tipo de
apelación. Valía la pena intentarlo. Subió a la cubierta cigarrillo
y echó una rápida mirada a las primeras débiles luces del amanecer.
Pronto el submarino sería visible, si alguien estaba mirando.
Prometería al comandante poner a trabajar al grupo esa noche,
cuando salieran otra vez a la superficie, pero esta vez lo harían
desde el interior.
Descendió por la escotilla de la torreta.
Estaba de guardia Adler.
—El comandante está en su camarote.
—Gracias —Cassidy empezó a bajar por la
escalerilla de la sala de control.
—Oiga, jefe, ¿podemos empezar a movernos
otra vez? El comandante quiere recuperar el tiempo perdido.
—Por supuesto. En cuanto bajen los hombres
que están arriba... '¡Espere un momento! ¿No vamos a
sumergirnos?
—El comandante quiere velocidad.
Cassidy se quitó la chaqueta, que chorreaba,
y se dirigió al cuarto de baño de oficiales. Cogió una toalla y se
secó. El ruido de voces irritadas le atrajo hacia el pasillo.
Provenían del dormitorio de suboficiales mayores.
Era Dorriss, que estaba regañando a gritos a
Hardy. Dorriss le decía de todo, y no se oía respuesta de Hardy.
Una verdadera bajeza, pensó, deseando poder invertir los papeles,
ser superior a ese flacucho teniente, aunque sólo fuera durante
cinco minutos.
Arrojó la toalla a Stigwood, o Stanhill, o
como diablos quisiera llamarse ahora, y dio unos golpes en la
puerta del comandante.
—¿Quién es?
—Cas... —dudó un instante—; Walinsky, señor.
Quiero hablar con usted.
—Entre.
Cassidy abrió la puerta y pasó al interior,
esperando que Frank levantara la vista. El comandante estaba muy
ocupado redactando un informe. La pluma fuente se movía con
rapidez, desparramando patas de araña en la hoja de papel.
—¿Qué pasa?
—Las reparaciones, señor.
—Ah, sí —Frank alzó la vista—.
¿Arreglado?
—No, señor —contestó Cassidy—. No se podrá
hacer de esa manera. Tendríamos que...
—¿Cómo?
—...regresar a Pearl.
—No sea idiota, Walinsky—. Sabe que no
podemos hacer eso.
—Entonces tendremos que continuar con el
tubo roto.
Frank se echó hacia atrás en el sillón y se
rascó el estómago.
Parecía extrañamente recuperado para alguien
que acababa de sufrir semejante contratiempo.
—Lo arreglará, mister Walinsky. Llevará a su
grupo de reparaciones y lo arreglará desde el interior.
¿Comprendido?
—Señor, lo mejor que podemos hacer es sacar
ese pescado y cerrar herméticamente el tubo. No lo podrá usar más,
por lo menos en esta... en esta misión.
Frank pensó durante un momento y luego
asintió.
—Muy bien. Hágalo así.
—Escúcheme, señor; en mi opinión, ésa es la
peor de las malas opciones que tenemos.
—Continúe.
—Para poder trabajar en ese tubo de
cualquier manera tendremos que mantenernos en la superficie. Está
llegando la luz del día y la tormenta no durará siempre. Seríamos
un blanco fácil, El grupo de reparación se va a ahogar tratando de
arreglar ese condenado tubo. Y otra cosa: si no lo reparamos
enseguida y hace navegar al submarino en la superficie y a
velocidad límite, tendremos una presión de todos los diablos en ese
tubo a través de la puerta dañada. No hay ninguna garantía de que
aguante...
—¡Maldito sea, Walinsky! —Frank se levantó
de un salto, echando chispas por los ojos—. ¡Eso es exactamente lo
que quería ese hijo de puta! Forzarnos a regresar. ¡No lo haré! Hay
demasiadas cosas en juego, ¿me entiende? ¡Demasiadas!
—Señor, fue un accidente...
—¡Mierda que lo fue! —los ojos de Frank se
entrecerraron. Se arrimo a Cassidy poniéndole dos dedos junto a la
cara—. Durante dos años, Hardy ha estado molestándome como una
espina en el talón, ¡y ahora no le soportaré más! Hasta la
terminación de esta misión nos olvidaremos de que existe mister
Hardy. No se moverá de donde está. No quiero que se interfiera
cuando las cosas lleguen a un punto crucial...
—¿Crucial? —preguntó Cassidy—. ¿Cuánto más
cruciales pueden ponerse las cosas todavía?
Frank se dirigió a la puerta y la mantuvo
abierta invitando a Cassidy con el gesto a que se retirara.
—Vuelva a popa ahora mismo y póngase a
trabajar en esas reparaciones. Nos quedaremos quietos hasta que
haya terminado. En cuanto consiga sacar ese pescado, informe a
Bates.
No había nada más que decir.
Cassidy salió para dirigirse inmediatamente
al sector de la popa, pero después de agacharse, al cruzar la
puerta de la sala de control, se detuvo para pensar. ¿Por qué
arriesgar todo por un solo tubo? Era el retraso lo que nos
perjudicaba, ¿no? Y el hecho de que deberían permanecer inmóviles
en la superficie y a plena luz del día mientras se efectuaban las
reparaciones.
No. Se estaba tramando algo más, y Cassidy
sabía que no era parte de ello.
4:40 horas.
El Candlefish estaba al pairo en el
Pacífico, en la zona definida en las cartas náuticas como la
Profundidad Ramapo. La tormenta se había alejado, dejando al
submarino peligrosamente visible en el centro de una alborada que
iluminaba con creciente intensidad. Adler estaba de guardia en el
puente, observando nervioso hacia babor y estribor en forma
alternada para cubrir el horizonte con sus prismáticos.
Allá abajo, en la sala de torpedos de popa,
Cassidy y el grupo de reparaciones sudaban como cerdos. El
compartimiento se hallaba herméticamente cerrado, los conductos de
ventilación anulados y el agua seguía entrando por el tubo número
ocho. Lo que habían conseguido sacar con las bombas pronto fue
reemplazado. Estaban otra vez con el agua hasta las rodillas.
Habían sujetado unas cadenas a los timones
posteriores del torpedo atascado en el interior del tubo. Cassidy
había asegurado las paletas de la hélice para que no pudieran girar
nuevamente. Al parecer no existía riesgo de que el pescado pudiera
explotar, a pesar de lo cual nadie respiraba tranquilo.
Estaban tratando de retirar el torpedo con
la única fuerza de sus brazos. Cassidy no participaba; ya había
contribuido con su parte de músculos. Ahora era el cerebro de la
operación.
—¡Cristo! Mi espalda! —la queja partió de
Clampett.
—Vamos, Corky, no seas flojo... ¡Apóyate
fuerte!
Así que a Clampett ahora le llamaban Corky.
Oh, bueno, pensó Cassidy. Que se llamen como quieran. Consultó su
reloj, con la esperanza de que el trabajo les llevaría otra hora.
Con eso ganarían el tiempo que quería Hardy.
Pero diez minutos después habían
terminado.
El torpedo respondió con un brusco
movimiento y se soltó, empezando a deslizarse por el tubo. Los
hombres lanzaron un grito de triunfo. Usando las cadenas como
aparejo fueron tirándolo hacia atrás, centímetro a centímetro,
hasta colocarlo en las guías anteriores. Cuando estuvo asegurado en
su sitio, Cassidy les indicó que descansaran un rato. Los hombres
se alejaron del tubo.
Otro golpe de agua penetró por la puerta
interior aún abierta, pero nadie se movió para cerrarla. Cassidy
estaba más interesado en los daños del torpedo, que se encontraba
ahora apoyado en sus guías, a la altura de las caderas. Se inclinó
para examinar las abolladuras que se veían en la cabeza de guerra.
La nariz estaba mellada, hundida hacia atrás y deformada, como si
alguien la hubiera aporreado en algún frenético partido de
basketball. La pintura había saltado en la superficie de la
cabeza.
En ese instante, algo sumamente extraño
comenzó a suceder. El estómago de Cassidy fue el primero en
reaccionar; luego sus ojos, que parecieron salirse de las
órbitas...
La cabeza de guerra del torpedo estaba
volviendo a su forma original: la nariz se estiró hacia adelante,
las abolladuras desaparecieron, las superficies recuperaron la
pintura que habían tenido anteriormente.
Como si nunca hubiera sufrido el menor
daño.
Cassidy se volvió para comprobar si los
otros hombres habían presenciado la transformación.
La mayoría se había ido. No estaban en el
compartimiento. La puerta estaba abierta, aunque nadie había dado
la orden. La ventilación funcionaba; las bombas trabajaban; el agua
desaparecía en las sentinas. Los pocos hombres que estaban todavía
allí fumaban y hablaban tranquilamente.
Era como si nada hubiera ocurrido.
Cassidy apuntó un tembloroso dedo hacia el
torpedo, y estaba a punto de decir algo... pero nadie pareció
interesarse en lo más mínimo.
Entonces algo más le conmovió.
El tubo.
La puerta interior del tubo número ocho
estaba todavía abierta. Pero no entraba agua al
compartimiento.
Cassidy metió la cabeza en el tubo; le
resultó imposible ver con claridad. Se apartó en busca de una
linterna de combate.
El rayo de luz iluminó la puerta exterior.
Estaba cerrada. ¿Cómo se había cerrado? Se estaba produciendo un
movimiento minúsculo, casi imperceptible: un crepitar de metales,
pinturas que se extendían. Las abolladuras estaban estirándose
solas, la pintura reaparecía en la sección dañada...
Cassidy sintió que su respiración se hacía
difícil en la tráquea.
¿Estaba ocurriéndole también a él? ¿Iría a
perder un tornillo, como Hardy? Hizo un esfuerzo para liberar su
garganta. Recobró la respiración. Aspiró profundamente y llenó de
aire sus pulmones.
Dos penetrantes chillidos de la alarma de
inmersión llegaron a sus oídos. La bocina sonó dos veces. Luego, la
voz del comandante por el sistema de intercomunicación:
—Despejen el puente. ¡Inmersión!
Inmersión!
Oyó los ruidos de pasos rápidos, el soplido
del aire que escapaba a presión, los chirridos y golpes metálicos
de la maquinaria que se ponía en movimiento. ¡Pero ni siquiera
había informado al comandante sobre las reparaciones!
Cassidy saltó hacia la puerta y abandonó la
sala de torpedos de popa. Acababa de ocupar su puesto cuando lo
sintió.
Sus dedos se aferraron a la tubería elevada
del motor principal número uno; miró los mamparos, las brillantes y
lisas superficies pintadas de gris, la curva de las chapas del
techo y, por primera vez en su vida a bordo de submarinos, sintió
claustrofobia. Se abalanzó hacia adelante y otro tanto ocurrió con
su última comida, que dejó en la miseria el piso recién lavado por
Brownhaver.