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2 de diciembre de 1974

 

22:00 horas.
El casco gris-negro del Candlefish surcaba las aguas del mar, violando con el gemido de sus motores diesel la quietud de la noche del Pacífico. Alguna ola ocasional, mayor que el resto, alcanzaba a superar la altura de la proa y corría sobre el largo de la cubierta anterior hasta estrellarse contra la base de la torreta, de donde caía escurriéndose entre las hiladas de tablas y retornaba al océano en cascadas por los flancos del submarino. Las superficies metálicas del casco relucían como recién lavadas. Los ramilletes de espuma atrapados en los resaltos de la cubierta reflejaban la débil luz de la luna menguante.
Ed Frank se encogió dentro de su chaqueta, tratando de defenderse del frío húmedo y entumecedor, característico de los océanos. Sus senos frontales se hacían sentir. Sacó una mano del bolsillo y se palpó suavemente la cara. Era un dolor sordo y latente, debajo de los pómulos. Sopló en la mano ahuecada y sintió un momentáneo placer por el efecto del calor fugaz. Pensó buscar a Dankworth cuando terminara su guardia; el ayudante de farmacia le daría algunas píldoras. Miró hacia arriba. El intenso viento, que había molestado a los que se encontraban en el puente, estaba por fin amainando.
El roce que producían sobre el metal las suelas de cuero de los zapatos de uno de los observadores, instalados sobre las defensas del periscopio, le recordó que otros cinco hombres estaban sufriendo junto con él. Miró a Byrnes de reojo. El comandante, consciente de su movimiento, bajó los prismáticos y se dirigió a los hombres que hacían el turno de vigías.
—Hay algo de la escolta?
Tres No, señor, emitidos entre dientes, dieron respuesta a su pregunta. Apretó el interruptor del intercomunicador por enésima vez desde que salieran a la superficie, escuchando el mismo informe del operador de radar:
—Todavía no hay contacto, señor.
Con el rostro convertido en una máscara pálida e inexpresiva, Byrnes soltó el interruptor, pero el clic metálico de la llave pareció encerrar en sí el mensaje de algo terminante y definitivo.
En el lado de babor del puente estaba Hardy, con sus codos apoyados con firmeza, para sostener inmóviles los prismáticos. Hacía ya un buen rato que se mantenía en esa posición, oteando con insistencia hacia el sector Noroeste, y los músculos de sus brazos habían comenzado a quejarse pidiendo alivio. De mala gana abandonó la posición, flexionó y estiró sus miembros y giró a ambos lados la cabeza, para evitar el principio de calambre que se insinuaba. El dolor en la pierna enferma era atormentador.
Sus ojos se encontraron con los de Frank y se estremeció.
—Está frío —dijo.
—Y cómo... —asintió Frank.
—Creo que podemos superar eso —Byrnes se dirigió a ambos, con una ridícula sonrisa en sus labios—. Vamos a poner proa hacia aguas más cálidas, mister Frank —sin modificar el gesto, agregó—: Se terminó la fiesta. He resuelto esta operación ahora mismo. Volvemos a Pearl.
Frank comprendió que debía retrasar a Byrnes hasta el ataque. Una sola mirada de esos aviones, cuando entraran ametrallando en su primera pasada, sería suficiente para convencer a Byrnes de que intentar el regreso en ese momento era una absoluta locura.
—Mister Frank, ¿oyó lo que le dije? ¿Tiene alguna otra opinión?
Como si le importara, pensó Frank, pero de todos modos la arriesgó:
—Es sólo cuestión de tiempo, señor. Hasta que reanudemos el contacto con el Frankland, o viceversa —luchaba por ganar tiempo.
—¿Ah, sí...? —Byrnes se expresó con tono de ventaja. Bueno, veremos si podemos encontrarlos, en el viaje de regreso a Pearl. ¿Me comprenden?
Frank miró a Hardy en busca de ayuda, pero el profesor estaba otra vez apoyado sobre sus codos, explorando el cielo del Noroeste y totalmente ausente a la tensa situación producida a sus espaldas.
—Puente, aquí radar. Contacto de aviones, marcación cero-tres-cinco, relativa. Distancia trece mil metros y acercándose muy rápido.
La voz que llegó a través del altavoz del puente se oyó categórica y carente de emoción. Al mismo tiempo que los demás, Byrnes levantó sus prismáticos y luego vaciló. Con gesto de enfado movió de un golpe la llave del intercomunicador:
—Scopes, ¿dijo aviones?
—Confirmado, señor —respondió el operador del radar —Son dos. Siguen acercándose. Distancia, ahora, doce mil metros.
Frank sintió el efecto de la adrenalina mientras sus ojos se esforzaban por perforar el cielo nocturno. Notó igualmente la emoción de Hardy. Y enseguida se dio cuenta de que estaban mirando hacia el mismo sector que Hardy vigilaba desde hacía un buen rato.
—En la primera pasada verán solamente un avión —Frank apenas alcanzó a oír la afirmación pronunciada entre dientes por el profesor.
—¿Qué ha dicho?
Hardy salió de su incómoda posición y rozó a Frank al pasar junto a él.
—Será mejor que nos sumerjamos, comandante.
Por un instante Byrnes lo ignoró, con los ojos pegados en sus prismáticos, tratando de descubrir lo que había detectado el radar. Luego bajó lentamente los prismáticos y miró a Hardy.
—¿Será mejor qué...? —preguntó.
—Que vayamos abajo, dije. Y rápido!
Byrnes abrió la boca para replicar una mordaz contestación, pero se detuvo. Inclinó la cabeza, escuchando. Por encima del zumbido de los diesels del submarino, oyeron el débil ruido de motores de aviones.
—Siete mil metros, y siguen acercándose —por lo menos el operador de radar sabía dónde estaban.
Seis pares de prismáticos buscaron en el cielo de la noche, tratando de ver los aviones. A medida que los invisibles aviones se aproximaban descendiendo, el ruido de sus motores iba cambiando de tono convirtiéndose en un angustioso gemido de creciente volumen.
—No suenan como aviones a reacción... —dijo uno de los vigías aventurando su opinión.
Los prismáticos de Frank captaron el parpadeo blanco-azulado que se desplazaba en el aire y que podía ser la llama de escape de un avión equipado con motor a pistón. La siguió en su trayectoria, que se aproximaba a ellos, enfrentando la proa del submarino. El poderoso ronquido del motor en régimen forzado parecía estar directamente sobre sus cabezas.
La luz de bengala iluminó el submarino con la intensidad del sol de mediodía. Quedaron momentáneamente cegados por el brillo. Cubriendo en parte sus ojos para protegerlos. Frank fue el primero en recuperarse. Miró hacia arriba, tratando de no fijar la vista en la potente luz que descendía muy lentamente mientras se balanceaba.
—¡Qué diablos...! —bajo la extraordinaria claridad, el cuerpo de Byrnes destacó con toda nitidez, abrazado al soporte del indicador de marcación al blanco.
—Esta vez tendrá que creerme —dijo Hardy en un gruñido; su barba despedía reflejos plateados.
Frank abandonó su intento de localizar el avión que volaba alto sobre ellos y que había arrojado la bengala. El otro se acercaba a gran velocidad, de frente y muy bajo sobre el agua. Ya eran visibles la ametralladora principal y las dos más pequeñas, una en cada punta de las alas. Mientras lo observaban, se vieron parpadear unas lucecitas en los bordes de ataque de ambos planos. Innumerables chorros de agua, como pequeños surtidores, se levantaron en la superficie del mar, a pocos metros de la proa del submarino.
—¡Abajo! —rugió Hardy, al mismo tiempo que se lanzaba sobre Byrnes para apartarlo del soporte y arrojarlo al suelo del puente.
Un segundo antes de agacharse, Frank vio que la línea de surtidores avanzaba hacia la proa. Un peso terrible cayó sobre él, y se encontró de golpe apretado contra las planchas metálicas del suelo, en una confusión de brazos y piernas. Los observadores habían saltado de sus puestos. Uno de ellos, que maldecía furiosamente, quedó tendido sobre Frank. Por encima del tableteo de las ametralladoras, Frank oyó una serie de golpes metálicos, como el ruido que produce el granizo al caer sobre los techos de cinc. En la parte posterior del puente surgió una fila de agujeros dentados y volaron astillas y esquirlas. Frank se encogió sobre sus rodillas y alcanzó a ver fugazmente el avión que pasaba sobre ellos. Era de color verde oscuro, con algo de marrón, y en su fuselaje tenía pintado un brillante círculo rojo:
—¡Japoneses! ¡Son japoneses! —gritó con fuerza. Mantuvo sus ojos clavados en el avión, que en esos momentos realizaba un viraje para efectuar una nueva pasada.
—¡Cuidado con el otro! —Hardy luchaba para ponerse en pie, sin dejar de buscar desesperadamente en el cielo. Los dos toques de la alarma de inmersión quedaron casi tapados por los penetrantes gritos, cuando el segundo avión inició el ataque.
—¡Despejen el puente! Inmersión! ¡Inmersión!
Con el rostro desfigurado por el dolor, Byrnes trataba de incorporarse. Su pierna derecha no le sostenía. El pantalón se había teñido de rojo y la mancha se extendía hacia abajo hasta formar un charco alrededor del zapato. Frank se abalanzó sobre el comandante, empujando a Hardy hacia la escotilla. Los dos vigías habían desaparecido del puente. Al mismo tiempo que cesaba el ruido de los motores diesel, Frank hizo señas a Hardy para que bajara, y cogió a Byrnes por debajo de los brazos, tratando de arrastrarlo. No había tiempo que perder: el avión rugía, creciendo su tamaño rápidamente. Cuando estimó que Hardy ya había descendido por la escotilla, Frank levantó al comandante herido. El submarino se estremeció. Sabía lo que significaba eso. Abajo estaban abriendo las válvulas, haciendo entrar el agua que los alejaría del mortal ataque lanzado para terminar con ellos.
Byrnes, tratando de mantener el equilibrio, se tambaleó e intentó arrojarse hacia la escotilla, derribando a Frank en el movimiento, Frank golpeó contra un lado del puente y cayó tendido al suelo. El martilleo empezó otra vez. Byrnes, que estaba aferrado al borde de la escotilla, fue virtualmente levantado por los proyectiles y arrojado hacia atrás girando violentamente. Su cuerpo se estrelló contra un lado del puente, siguió deslizándose hasta la cubierta cigarrillo y fue detenido finalmente por la barandilla. Frank volvió a ponerse en pie y quiso acercarse, pero se detuvo horrorizado. En la espalda del comandante manaban chorros de sangre por tres agujeros del tamaño de un puño.
La bengala, a punto casi de caer al agua, iluminó el avión que pasaba rugiendo; un destello luminoso alcanzó a surgir del plástico de la cabina al reflejar la luz que se desvanecía. Frank reconoció el avión; recordaba haber visto fotografías del mismo: el hidroavión Cero japonés. Con una breve y última mirada al cuerpo del comandante, se lanzó hacia abajo por la escotilla.
Roybell, que estaba delante de los controles del múltiple hidráulico, observó la luz indicadora cambiar de rojo a verde en el instante en que se cerró la tapa de la escotilla.
—¡Tablero en verde! —informó. Inmediatamente abrió el boyante de proa y llenó los negativos. Aumentado su peso por el agua, el submarino se deslizó bajo la superficie buscando ponerse a salvo en la profundidad. El operador del sistema de distribución de aire comprimido hizo una señal a Stigwood, que pasó hacia arriba la información:
—¡Presión en el submarino!
En pie junto a la escala del puente, Frank oyó la voz de Stigwood que llegaba desde abajo. Advirtió que los hombres situados en el interior de la torreta lo miraban fijamente: Dorriss, Adler, Colby, el timonel, Hardy... Sus rostros estaban pálidos, sus expresiones rígidas por la tensión.
—¡Vamos abajo rápido! —gritó—. Nivelen a sesenta metros.
—Sesenta metros, comprendido —se escuchó la respuesta de Stigwood por la escotilla.
Frank apretó los interruptores del teléfono de combate:
—Todos los compartimientos: informen daños.
Colby habló por la bocina y poco después empezaron a llegar las contestaciones. No había bajas; sólo pequeñas pérdidas causadas por los proyectiles perforadores, que ya estaban siendo taponadas. Si existían otros daños sería necesario esperar una inspección más detallada.
—¿Dónde está el comandante? —Adler, que estaba en pie junto a Hardy, no pudo ocultar el temblor de su voz.
—Está muerto.
Frank quedó sorprendido ante su propia calma. En el silencio que se produjo logró escuchar una serie de órdenes en voz baja que llegaban desde la sala ¿le control. La inclinación del suelo varió sensiblemente cuando el submarino se niveló. Nadie hablaba en el interior de la torreta.
—Sesenta metros, señor.
Frank miró la cara de Stigwood, que apareció por la escotilla con la vista clavada en él y captó en su expresión la pregunta sin formular que ocupaba la mente del oficial.
—Muy bien —dijo. Muy lentamente se hizo carne en él la noción cabal de la enormidad que estaba ocurriendo. La serenidad de los primeros momentos comenzó a desvanecerse. Algo aturdido, observó a Stigwood cuando subía por la escalerilla y se quedaba recorriendo con la vista los rostros de los hombres silenciosos que ocupaban el compartimiento.
—¿Qué diablos pasa?
Frank ignoró a Stigwood. Algo húmedo le había caído en la mano. Sus ojos se levantaron en dirección a la tapa de la escotilla de la torreta. En la media luz, apenas pudo distinguir tres rayas rojas. Sangre. Vio desprenderse otra gota y caer al suelo. Todos habían fijado su mirada en la escotilla. Hardy rozó el cuerpo inmóvil de Adler y se adelantó hasta el centro del compartimiento, alzando la vista para ver por sí mismo.
Pronunció las palabras en voz baja y con calma, pero el efecto fue electrizante.
—Bienvenidos a la segunda guerra mundial —dijo Hardy.