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11 de diciembre

 

21:32 horas.
Hardy subió al puente, agarrándose a la escalerilla con una mano y apretando en la otra la granada. El mar estaba cubierto por una espesa bruma gris, una pared de nube que oscurecía todo, mientras el Candlefish penetraba más profundamente en Latitud Treinta.
Las cubiertas temblaban bajo sus pies. Los vigías se cogieron con fuerza de los pasamanos para sostenerse. El teniente Danby lanzó una maldición cuando la nave se inclinó bruscamente en un pronunciado cabeceo.
Hardy tomó impulso hacia atrás con el brazo y arrojó al mar la granada, tan lejos como pudo. Segundos después escuchó el apagado estallido. Se dio la vuelta y descendió otra vez al interior de la torreta.
El comandante había apartado al timonel de su puesto y empuñaba él mismo el timón, sin lograr moverlo.
La inexplicable fuerza seguía azotando al submarino de lado a lado. El cristal del reloj de la sala de control saltó en mil fragmentos. Stigwood se levantó del suelo cogiéndose de la mesa donde estaban los planos para ayudarse e intentó asir los controles de múltiple.
Se apartó con un grito de dolor.
Estaban calientes al rojo.
Roybell se las arregló para acercarse a los instrumentos del tablero. Su rostro hizo una mueca de sorpresa y exclamó:
—¡Cristo! ¡Vamos a veintiún nudos!
Danby se asomó desde el puente contemplando asombrado e incrédulo el vapor de agua que se levantaba desde la proa. Velocidad máxima en superficie. ¿Pero por qué? Nadie había dado la orden, y cargar hacia adelante en medio de semejante niebla como un toro enfurecido...
Las sacudidas se convirtieron en largas y sostenidas vibraciones y en movimientos que tiraban y empujaban al submarino a babor, luego a estribor, después lo levantaban en el aire, de donde caía pesadamente hundiéndose en el mar y levantando olas que se perdían en la niebla.
Se apagaron las luces. Cesó el zumbido de los acondicionadores de aire. El comandante gritó pidiendo la fuente de energía de emergencia, y las luces rojas de combate se encendieron. Pero pronto empezaron a titilar y se apagaban y encendían con intermitencia.
El comandante cogió el intercomunicador y llamó al cuarto de maniobras.
—¿Qué velocidad tienen señalada allí atrás?
—¡Máxima, todo hacia adelante, señor!
—¡Reduzcan a un tercio!
El encargado del cuarto de maniobras estiró el brazo y empuñó la palanca de su telégrafo de motor, tratando de llevarla hacia atrás. No se movió. Intentó con las palancas del tablero. Tampoco respondieron. Cogió el intercomunicador.
—¡Señor, no quiere responder!
Empuñó de nuevo el mando del telégrafo de máquinas. Nada.
—¡Señor, está trabado en máxima todo hacia adelante!
En el cuarto de máquinas anterior, Googles y Brownhaver controlaron los instrumentos indicadores.
—¡Está calentándose! —chilló Googles.
Los pies de Brownhaver se deslizaron a un lado debajo de su cuerpo. El hombre se desplazó bruscamente y cayó con sus posaderas sobre la base del motor número uno.
—¡Santo Cristo! —exclamó un maquinista junto al codo de Googles. Miraba fijamente las esferas del instrumental: las agujas giraban enloquecidas.
En ese instante se inició un pavoroso estremecimiento en la proa del submarino y se extendió hacia atrás, agitando uno por uno los compartimientos, lanzando al suelo a los hombres y arrojándolos entre las guías de torpedos y en medio de equipos que caían. Como bolas de billar, hacían carambolas de un mamparo a otro.
El comandante se había afirmado junto al pozo del periscopio. Hardy le gritó:
—¡Saque a todos de aquí! ¡Abandonen la nave!
El comandante clavó sus ojos de poseído en la cara de Hardy y le dijo con ira:
—Es un cobarde, Hardy.
—El profesor sintió la ola de frío que bajaba por la escotilla abierta. Saltó en dirección al comandante y lo cogió con ambos brazos.
—¡Saque a todo el mundo de aquí!
La mano del comandante se movió con brusquedad para coger el intercomunicador:
—¡Puestos de combate! ¡A los compartimientos! ¡Ocupar los puestos de combate!
El submarino comenzó a cabecear e inclinarse a la vez que giraba a izquierda y derecha. Los aparatos y equipos se desprendían de los mamparos estrellándose en el suelo. Las lamparillas eléctricas aumentaban de intensidad y se quemaban. Los cuadrantes de las esferas saltaban de los montajes.
Allá arriba, en los mástiles de la torreta, los vigías se sostenían con brazos y piernas en sus plataformas, viendo cómo se levantaba el Océano rugiendo hacia ellos, para después caer otra vez, mientras el submarino avanzaba aumentando su velocidad a través de las olas.
En la sala de control, Stigwood gritó:
—¡Nos están atacando! ¡Nos están atacando!
Scopes se situó de un salto en su puesto y encendió el equipo. La instalación del radar se sacudió sobre su base. Los osciloscopios tomaron brillo; el operador vio luces verdes que se desplazaban al mismo tiempo en todas direcciones.
Roybell señalaba frenético el árbol de Navidad, el tablero que indicaba el pulso vital del submarino. Las luces de advertencia titilaban, pasando de verde a rojo y de rojo a verde.
Ahora no había forma de conocer la condición de seguridad del casco.
Cassidy se tambaleó contra los mandos de las válvulas y observó las agujas de los instrumentos que giraban sin sentido en la sala de control.
Había visto lo suficiente. Salió por la puerta anterior gritando por encima del hombro:
—¡Colocarse los salvavidas!
Avanzó tropezando, sin dejar de repetir el mensaje. Esperando que detrás de él surgiera por los altavoces la orden de abandonar la nave.
El comandante sintió las ondulaciones intermitentes que agitaban el tubo del periscopio, golpeando su cuerpo contra el metal; sin embargo, se negaba a soltarse del tubo.
Jack Hardy se tambaleó a su lado. Agarrado a la escalerilla, lo miraba con resignada certeza. Hardy parecía estar esperándole.
El comandante se sintió acorralado, arrinconado por su barbudo juez. Abandonó el periscopio y, empujando a Hardy a un lado se aferró a la escala y miró hacia arriba, observando a través de la escotilla abierta la oscura y arremolinada bruma.
Sacó la cabeza a nivel del suelo y quedó asombrado al ver girar los mástiles sobre el puente. Experimentó un escalofrío al oír el ruido del metal que crujía y los gritos despavoridos de los observadores. El miedo le impulsó a retroceder hacia abajo y, al darse la vuelta, se encontró con los ojos de Jack Hardy que lo miraban fijamente, esperando, desafiándolo a lanzarse por completo en la más absoluta desesperación.
—¡QUE DIOS LE MALDIGA! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, y con un rápido impulso salió por la escotilla pisando la inestable cubierta del puente.
En el momento en que vociferaba por el intercomunicador, exhortando una vez más a la tripulación para que ocupara las posiciones de combate, vio los terribles relámpagos cegadores que habían comenzado a producirse en las antenas de proa; los cables despedían chispas que iluminaban la niebla, cambiando su color del sombrío verde oscuro a un marrón dorado. El mar se llenaba de luz cada vez que las descargas eléctricas saltaban de un cable a otro, subiendo luego hasta el extremo de cada uno y saltando finalmente hacia el puente. La superficie del Océano estaba extrañamente tranquila y plácida, excepto en la franja marcada por el paso del submarino. Allí el mar continuaba febrilmente revuelto, lamiendo el casco en su perímetro, como si alguna mano enloquecida lo estuviera batiendo desde abajo. De pronto, el comandante comprendió por qué.
El Candlefish no avanzaba.
Su velocidad era de 21 nudos, detenido en el mismo sitio.
¡Estaba atrapado!
El sistema de comunicaciones del submarino había quedado interrumpido. Era imposible transmitir mensaje alguno desde el puente hacia abajo, o de un compartimiento a otro. El nivel de pánico aumentó.
En el cuarto anterior de máquinas, Brownhaver y Googles luchaban para mantener los motores bajo control. Googles se acercó a la bocina y gritó llamando a Cassidy. Se dio cuenta entonces de que los teléfonos de combate no funcionaban. Arrojó a un lado la bocina, y en ese momento perdió el equilibrio. El submarino se sacudió y tembló, y oyó el ruido de los remaches y las chapas en tensión.
Se apagaron las luces. Incluso las luces rojas de combate titilaban intensamente. Brownhaver encontró una linterna y la encendió.
—¡El casco! —le gritó Googles, esforzándose para ponerse en pie.
Brownhaver dirigió hacia él la linterna y enseguida iluminó el casco; ambos vieron que la pared interior se hinchaba, se estiraba y volvía a abultarse hacia dentro, en una impresionante pulsación. Por los orificios agrandados de los remaches penetraron delgados hilos de agua. El motor principal número uno inició un escalofriante balanceo, arrancó los bulones que lo sujetaban en su montaje y saltó cayendo al suelo del compartimiento, se deslizó chirriando estrepitosamente y fue a golpear contra el mamparo anterior. Googles gritó advirtiendo el peligro.
Los demás tripulantes que estaban en el cuarto anterior de máquinas abandonaron frenéticamente el sitio antes de todo se derrumbara. Las bombas y los pistones del diesel se torcieron fuera del cárter y, en medio del estruendo y los crujidos, penetraron inutilizados debajo del suelo. El mamparo entero de la escotilla saltó de su posición normal, quedando inclinado en ángulo hacia arriba y sometido a fuertes vibraciones por los sacudimientos que continuaban agitando el submarino.
Brownhaver corrió hacia el intercomunicador y gritó:
—¡Aquí abajo se ha soltado un diesel! —pero su voz jamás salió del cuarto de máquinas.
Las distintas cañerías y los conductos no habían resistido las fricciones. Mordidos, roídos, gastados y hechos trizas por el motor caído, se partieron por cien sitios. Surgió aceite por todas partes e inundó el compartimiento hasta la altura de los tobillos saturándolo con el desagradable olor del fluido.
Cuando llegaron a la sala de control los informes de la aterrorizada tripulación sobre la gravedad de los daños en los compartimientos, Hardy no titubeó más y gritó al comandante, a través de la escotilla:
—¡Está partiéndose en pedazos! ¿Qué más quiere?
El comandante se movió en el puente hacia estribor.
Había llegado el momento de que Hardy se hiciera cargo.
Ordenó al timonel que se alistara para abandonar la nave. El pobre muchacho temblaba de miedo:
—¡Comprendido, señor!
Hardy bajó a la sala de control. El desorden era total.
Roybell dirigía un extintor de incendios a los controles de los timones de profundidad, tratando de enfriarlos.
Lo absurdo de la situación impresionó a Hardy. Treinta años antes no había podido ver lo que sucedía en el interior del submarino. Estaba tendido arriba, sobre la cubierta cigarrillo. Esta vez, en cambio, presenciaba todo directamente. Se rió. Nadie notó siquiera su risa.
Desde arriba se oyó tronar una voz enfurecida, que atravesó el pozo de la escotilla y resonó entre los mamparos del compartimiento:
—¡MANTENERSE EN SUS PUESTOS! ¡NADIE ABANDONARÁ LA NAVE!
Los oficiales quedaron paralizados durante un momento, dudando entre su sentimiento de lealtad y el sentido común. Luego Stigwood se abalanzó hacia la escotilla posterior y gritó:
—¡Mantenerse en sus puestos! ¡Orden del puente!
Hardy oyó que pasaban la voz a los demás tripulantes. El mensaje repetido se imponía a los terribles ruidos que llegaban de todos los rincones del submarino.
Se agachó para cruzar la escotilla y dirigirse hacia popa. El cuarto de máquinas. Cassidy. Tenía que encontrar a Cassidy.
Cassidy estaba en la sala de torpedos de proa, subido sobre los hombros de Clampett, girando la rueda del cierre a presión de la escotilla de escape, cuando el submarino corcoveó dando un violento salto hacia adelante y luego otro hacia atrás.
Clampett voló dejando las piernas de Cassidy en el aire y el jefe de máquinas cayó pesadamente al suelo. Las cadenas se soltaron y los hombres se abalanzaron desesperados para quitarse del camino; sin necesidad de mirar, conocían perfectamente lo que significaba ese ruido. Los dos torpedos que estaban en la posición más adelantada sobre las guías, libres de freno, se deslizaron sobre los rodillos, chocaron de punta contra las puertas cerradas de los tubos y cayeron con estrépito al suelo. Clampett se levantó y corrió hacia el intercomunicador, pero le detuvo el estallido de uno de los conductos de lubricación. Retrocedió y se dio la vuelta, convertido en una masa oscura y pegajosa.
—¡La escotilla! —gritó Cassidy.
Consiguieron abrirla a tiempo. En el instante en que terminaban de colgarse quitándose del paso, uno de los torpedos posteriores se soltó de sus cadenas, cayó de los soportes y se precipitó contra la pared interior del casco de presión, abriendo un enorme agujero.
El agua de mar penetró con fuerza empezando a inundar el compartimiento.
—¡Conecten la bomba de sentina! —gritó Cassidy—. Que salga de aquí todo el mundo! ¡Suban por la escotilla!
Se dejó caer, se movió chapoteando por el suelo y se dirigió al cuarto de maniobras.
Hardy. Tenía que encontrar a Jack Hardy.
Hardy atravesó corriendo la cocina y el comedor de tripulantes, se unió brevemente a una fila de hombres que pasaban salvavidas hacia atrás, desde la sala de control.
Abandonó la fila y se abrió paso hasta el dormitorio de la dotación. Allí se encontraba Vogel, abriendo la escotilla de las baterías de popa y metiendo la cabeza y el cuerpo para controlar los daños en las celdas. Las vibraciones llegaban ahora en impulsos rítmicos, balanceando al submarino hacia atrás y adelante como un potro enfurecido.
—¡Dios Santo! —dijo Vogel—. Allí abajo está todo suelto. Debe haber una tonelada de agua en las sentinas. Si esas cosas se parten...
—Saque de aquí a todo el mundo —dijo Hardy—. Despejen el compartimiento. Ponga unos hombres junto a las puertas para que las cierren a presión y lo dejen clausurado. Voy hacia popa.
—No se puede pasar por el cuarto anterior de máquinas. El motor número uno saltó de su montaje...
De todos modos, Hardy se lanzó hacia la escotilla.
Cassidy había logrado llegar al cuarto de máquinas anterior. Se encontraba junto a la consola de control, contemplando cómo su diesel número uno se desplazaba patinando de un lado a otro sobre las arrugadas planchas metálicas del suelo. No podía creer lo que estaba viendo. Los conductos de aceite, los de combustible, todo estaba irremediablemente destrozado.
—¡Olvide los motores! ¡Que todos vayan a popa' ¡Las baterías van a estallar! —gritó Hardy. Vio a Cassidy y lo agarró de un brazo—. Vaya delante —le dijo—, vea que entreguen a la dotación los salvavidas que quedan. Después ordene que salgan por la escotilla de proa, si es que necesita hacerlo.
—¿Por qué no por el puente?
—El comandante.
Hardy pasó a su lado y antes de que Cassidy pudiera objetar nada ya estaba lejos. Cruzó el cuarto de máquinas posterior. No había luces y Hardy debió de avanzar tanteando. Continuaba a ciegas porque quería ver...
—¡Señor, los hombres están saliendo por la escotilla de popa! —informó uno de los observadores. El comandante se adelantó tambaleándose a la cubierta cigarrillo y comprobó que varios de los tripulantes salían por el agujero.
—¿Quién les dijo que abandonaran la nave? ¡Bajen inmediatamente!
Los hombres vacilaron. Luego, uno levantó una mano ahuecada y la apoyó contra la oreja. Los otros le imitaron. Cada vez que el comandante les gritaba que bajaran, sacudían la cabeza indicando con el gesto que no oían. Y seguían ayudando a salir a sus compañeros.
Danby se aferró al pasamano, mirando asustado las espumosas olas agitadas que rodeaban el casco y las descargas eléctricas que bailaban en los cables de las antenas. Vio que las planchas de la cubierta se arqueaban, los listones de madera empezaban a astillarse y pequeños trozos saltaban cayendo al mar. Y las constantes e implacables sacudidas: espasmos crueles que estremecían el submarino de extremo a extremo. Estaba verde y enfermo de miedo, y no podía soportar la salvaje mirada de determinación que brillaba en los ojos del comandante.
—Señor, ¿qué vamos a hacer?
La respuesta pareció venir del submarino: un violento bandazo a estribor. Los pies de Danby perdieron contacto con la cubierta y el oficial cayó por encima del borde del puente. Logró agarrarse a la barandilla evitando precipitarse a las aguas que bullían bajo él. Quedó colgado de sus brazos durante un momento y aprovechó para subir otra vez a bordo cuando el submarino se ladeó hacia babor. El comandante gritaba ahora a los hombres que estaban sobre la cubierta de proa. Danby le suplicó:
—¡Sáquenos de aquí!
El comandante le ignoró por completo.
Hardy pasó por el cuarto de maniobras y, en medio de la oscuridad, logró ver a los encargados que aún se esforzaban por controlar los movimientos de la nave y mantener en funcionamiento los motores que les quedaban.
Se agachó para entrar a la sala de torpedos de popa. Seguía penetrando agua a través del casco destrozado. Los torpedos sueltos se desplazaban de un lado a otro. Dos de los hombres estaban arriesgando sus vidas en un intento de asegurarlos. De pronto, Hardy perdió el equilibrio resbalando sobre el suelo: habían reventado las cañerías que llevaban líquido hidráulico a los timones de profundidad y el fluido se había esparcido por el compartimiento.
—¡Salgan de aquí! —chilló Hardy.
Los torpedistas se apresuraron a subir por la escotilla de popa. Hardy se arrastró hasta el soporte de torpedos más cercano, consiguió ponerse de pie y se lanzó en dirección a la escotilla.
El comandante gritaba insultando a los hombres desde el puente, mientras inflaban la primera balsa y la arrojaban al mar. En ese momento oyó las voces que llegaban desde abajo. En el interior de la torreta se habían amontonado más tripulantes, que comenzaban a subir la escalerilla. Apareció encima de ellos y los fulminó con la mirada.
—¡Vuelvan a sus puestos! —gritó.
—¡Señor, no podemos! ¡El submarino se está deshaciendo! ¿No se da cuenta?
—¡Abandonen la nave! —la voz surgió de Danby—. ¡Cada hombre deberá ocupar su puesto para abandonar la nave! ¡Pasen la orden!
El comandante giró como un trompo, y Danby se le enfrentó con todo el coraje que fue capaz de exhibir.
—Señor, me hago responsable por sacar a los hombres. ¡Abandonen la nave! —volvió a gritar, sin poder reprimir un asomo de terror en su voz.
Su esfuerzo quedó ahogado por el repentino aumento de las vibraciones. Retorciéndose presa de un estremecimiento convulsivo, el Candlefish empezó a bambolearse como girando sobre un eje.
El comandante cayó hacia atrás golpeándose contra la superestructura de la torreta, mientras decía:
—Pasaremos esto, lo juro.
Los hombres formaban una fila para llegar al puente, impacientes por subir la escalerilla.
El comandante tembló de ira y las vibraciones que estremecieron su cuerpo acompañaron a las que agitaban al submarino. Sintió que su mente se identificaba con la nave, asociándose a ella en igualdad de condiciones, en su precipitada carrera hacia un desesperado y ultimo acto.
La alarma de inmersión.
Resonó con dos estridentes toques: ¡UUGA! ¡UUGA!
Danby se dio la vuelta bruscamente.
—¿Quién hizo eso? ¡No vamos a sumergirnos!
El comandante estaba lejos de la alarma de inmersión, pero en ese momento sonreía.
Danby se asomó por la escotilla del puente:
—¿Quién hizo eso? —gritó de nuevo.
Roybell miró los indicadores de ventilación y los controles de los timones de profundidad y abrió los ojos despavorido.
—¡Está sumergiéndose solo! ¡Salgamos de aquí!
Danby tuvo que incorporarse, empujado por los hombres que salían desde abajo. La escotilla de carga de torpedos de proa y la de escape en el extremo anterior del submarino se habían abierto y los tripulantes luchaban por salir.
Danby saltó a cubierta y corrió hacia ellas para ayudar a quienes tendían sus brazos a los hombres que subían por las escalerillas.
Hardy estaba en pie junto a los controles del cuarto de maniobras. Al oír la orden de abandonar la nave, los encargados habían dejado sus puestos deprisa, corriendo hacia adelante.
Cuando sonó la alarma de inmersión, Hardy empuñó las palancas e intentó sostenerlas. Propulsión. Esa era su esperanza. Forzar los motores que aún funcionaban, rescatar al submarino de la fuerza que lo aferraba. Pero comprendió que era imposible; lo supo con certeza cuando apareció Cassidy por un lado del tablero de control e iluminó su cara con la linterna de combate.
—Hardy, olvídelo. ¡Salgamos de aquí!
—Estoy tratando de...
Su voz quedó ahogada cuando una tremenda vibración agitó el panel de maniobras. Chirrió y crujió hasta partirse finalmente en dos.
—¡Está desintegrándose! —exclamó Cassidy—. ¡Vamos por aquí!
Hardy lo siguió.
—¿Podrán mantenerlo a flote?
—Roybell está intentándolo, allá arriba, en la sala de control, pero no dará resultado.
—¡Tienen que hacerlo! ¡Hasta que salgan los hombres!
Stigwood infló otras dos balsas de goma y las lanzó más allá de las aguas revueltas que rodeaban el casco del submarino. Los hombres se zambulleron detrás de ellas; Stigwood los ayudaba a bajar del puente a la cubierta lateral y luego a arrojarse al mar. Se había hecho cargo de la tarea, con calma y eficiencia.
Bajó la vista y vio que el agua se arremolinaba cubriéndole los tobillos. El submarino había iniciado la inmersión, lenta pero inevitable.
Deseaba que terminaran los violentos crujidos metálicos, y esos cables de las antenas... Cada hombre que se preparaba para saltar, dudaba algunos segundos, por miedo a cruzar esa barrera de electricidad, prefiriendo tal vez la cuestionable seguridad de la cubierta inundada, antes que morir por electrocución.
Stigwood no alcanzaba a comprender de dónde diablos venía esa electricidad. La energía estaba cortada en esos cables. Las comunicaciones no funcionaban.
Alzó la vista y vio que los mástiles triples chocaban entre ellos; los vigías salieron precipitadamente de sus plataformas y se lanzaron al mar. Del interior de la torreta seguían subiendo tripulantes que los imitaban.
El comandante permanecía en pie en el puente, aferrado al pasamano, contemplando cómo abandonaban el Candlefish sus hombres. Se mantenía absolutamente inmóvil, dispuesto a esperar la llegada de Jack Hardy.
Googles y Brownhaver eran los únicos que quedaban en el cuarto anterior de máquinas, cuando entraron atropelladamente Cassidy y Hardy.
—¿Qué diablos están haciendo aquí todavía? —gritó el primero.
—Tratando de mantener la velocidad, para salir de esto...
—¡Ustedes son los que tienen que salir de aquí! ¡Vamos, rápido! —Cassidy empujó a los dos en dirección a la salida.
Ambos fueron tambaleándose, luchando para no resbalar en el suelo inclinado y cubierto de aceite y tratando de llegar al dormitorio de la tripulación.
—¡Vayan directamente a la sala de control... y suban por la torreta! —les indicó Cassidy a gritos. Arrastró consigo a Hardy.
Brownhaver fue el primero que tosió.
—Gas... —dijo.
Cassidy se detuvo y bajó la vista hacia la escotilla de las baterías de popa. Aun en la penumbra pudo ver los sutiles trazos amarillo-verdosos del gas de cloro, que se filtraban a través de las aberturas. Empujó a Hardy delante de él, arrojándole la linterna.
—¡Hágalos pasar!
Se apretujaron en el interior del comedor de tripulantes, tropezando para cruzar la escotilla, tosiendo y escupiendo. Cassidy se dio la vuelta y la cerró herméticamente; luego se acercó al mamparo y clausuró los conductos de ventilación.
Los otros se habían detenido para esperarlo.
—¡Vamos! —gritó y se abalanzó sobre ellos para empujarlos.
Corrieron hacia adelante y llegaron a la sala de control. Roybell y los dos auxiliares seguían luchando con las válvulas de entrada de agua.
—¡Soplen los negativos! —gritó Cassidy.
—¡Sóplese el culo! —rugió Roybell —. Hemos perdido el control de profundidad, debe estar inundada la proa —señaló la escotilla con un movimiento de cabeza—. ¡Dense prisa, no podemos mantenerlo!
Brownhaver y Googles se unieron a la fila de hombres que acudían desde la proa, que no habían podido salir por la escotilla anterior a causa de la inundación. Uno de los ayudantes maquinistas estaba paralizado en el pozo, sollozando. Cassidy se acercó de un salto y lo arrancó de la escalerilla alzándolo en vilo.
—Deje ese timón —ordenó al timonel—. Ayude a estos hombres en la escalerilla.
Gritó enseguida hacia abajo:
—¡Dense prisa! ¡Hay gas de cloro de las baterías de popa!
Se quedó en la torreta, empujando a los hombres en tandas.
—Dankworth, vamos, eso es, arriba. Busque un chaleco, Googles, en el armario. ¡De uno a uno, muchachos! ¿Queda algún oficial a bordo?
Hardy se mantenía al pie de la escalerilla, conteniendo el aliento. De pronto recordó.
Bates.
No... Dorriss. El teniente Dorriss, a quien Cassidy había golpeado y estaba sin sentido, ¿dónde? En el dormitorio de los suboficiales mayores, en su litera.
No puedo dejarlo allí. Salió corriendo hacia el sitio.
En el momento en que penetraba en la zona de oficiales, un pavoroso temblor sacudió los compartimientos, partiendo las planchas metálicas del suelo. Oyó un fuerte ruido de desgarramiento y se asomó hacia el interior del comedor. Los tabiques de las paredes estaban caídos sobre el suelo, apilados unos sobre otros y vibraban acompañando los estremecimientos de la nave. Un nuevo ruido se agregó a los demás: los remaches se partían y saltaban con un tableteo de trinquete.
La pared de babor se sacudió violentamente y el mamparo que separaba el camarote del comandante se partió por la mitad; las hojas metálicas se rasgaban como papel ante los ojos espantados de Hardy. Se lanzó contra la puerta que se batía y miró dentro, en el instante en que el submarino daba otro furioso bandazo a babor. La tapa abatible del escritorio del comandante cayó de golpe y volaron los papeles.
Hardy quedó tieso.
Oyó un gemido que llegaba desde el dormitorio de los suboficiales.
Avanzó entre los vibrantes paneles y entró. Miró en dirección a su litera. La cortina se sacudió como agitada por el viento, pero allí no había la menor brisa. Dorriss no se encontraba en el sitio; tampoco estaba el guardia. Se acercó a la litera. El retrato de su esposa estaba en el suelo, con el cristal destrozado en mil fragmentos, aplastado por el tacón de una bota. ¿Quién podía haber hecho eso?
—Sabía que iba a volver...
Hardy se dio la vuelta bruscamente.
Se encontró frente a un hombre de aspecto feroz. Un hombre flaco, de mirada salvaje, con la camisa cubierta de sangre y restos de cabellos entremezclados; más sangre coagulada en la herida que tenía en la cabeza; con una retorcida sonrisa de triunfo que cortaba profundamente los rasgos de su cara, de palidez fantasmal. Un apretado puño se levantó rápidamente y cayó desde la derecha sobre la mandíbula de Hardy; lo alzó del suelo arrojándole contra el mamparo y dando con la cabeza en el marco metálico de la litera.
El teniente Dorriss lo vio caer como una piedra. Sus ojos despedían llamas; se volvió y salió del dormitorio, cerrando la puerta de un golpe que la dejó trabada. El marco ya estaba torcido y se había deformado.
Avanzó tambaleándose hacia la sala del control.
Danby había visto el gas amarillo-verdoso que surgía por la escotilla abierta. Le arrojó agua, pero sintió que se le llenaban los pulmones y exhaló con fuerza para expulsarlo mientras se lanzaba hacia la escotilla y la cerraba de un golpe. Hizo girar el cierre a presión y lo aseguró. Levantó la vista; los cables de las antenas de popa se habían cortado y colgaban bailando cerca de la cubierta, amenazando descargar electricidad hacia sus pies. Les apartó rápidamente y su vista se dirigió al mar. En la profundidad de la espesa niebla dorada logró ver las balsas que se movían sobre las olas, a pocos metros del casco.
Algunos hombres continuaban saliendo todavía en lo alto del puente. El comandante los observaba desde el extremo de estribor. Danby vio surgir una figura ennegrecida por el aceite; se detuvo unos instantes, con la foto de Ann Sheridan debajo del brazo. Era Clampett. Se arrojó lejos del submarino al grito de:
—¡Jerónimo!
El agua subía alrededor de las piernas de Danby. Le llegaba a las rodillas. Avanzó chapoteando tan rápido como pudo, se agarró para afirmarse del cañón de cubierta y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Se hunde! ¡Despejen el puente! ¡Abandonen la nave!
El único que permanecía en el puente era el comandante. Stigwood estaba todavía a proa, ayudando a los hombres que habían logrado salir por la escotilla anterior. Danby intentó llegar a la torreta, pensando arrojar al comandante sobre la borda si era necesario.
No pudo lograrlo. El submarino saltó bruscamente y volvió a caer más de un metro. El agua barrió la cubierta posterior y levantó a Danby. Cayó al mar y se hundió durante unos segundos; luego apareció escupiendo en la superficie y miró a su alrededor buscando una balsa.
La cabeza de Witzgall apareció en la escotilla y Cassidy lo ayudó a subir.
—¿Dónde está Hardy? —le preguntó.
—No sé. Creo que fue hacia adelante.
—¿Fue hacia dónde?
Witzgall no se detuvo a contestar. Corrió en dirección al puente y se lanzó al mar.
—No puedo mantenerlo más —dijo Roybell, y ordenó subir a los dos auxiliares.
Cassidy vio entonces quién era el hombre siguiente que subía por la escalerilla. El individuo flaco que tenía sangre coagulada en la cabeza.
—¿Bates...?
Fue involuntario. Cassidy había querido decir Dorriss, pero...
Dorriss temblaba sin control; recorría su cuerpo un estremecimiento parecido a los que conmovían el submarino. Echó a un lado a Cassidy y subió la escalerilla hacia el puente.
—Hardy!
Cassidy gritó y se dejó caer de la escalerilla pasando junto a Roybell, el último hombre que se preparaba para subir.
—¡Cassidy, vuelva!
—¡HARDY!
Su voz resonó con cien ecos en el compartimiento vacío de la sala de control, y el jefe de máquinas desapareció por la escotilla. Roybell continuó subiendo, empujando al timonel. Llegaron al puente. Dorriss estaba inmóvil junto al pasamano; tenía miedo de saltar. Roybell miró hacia abajo y vio la cubierta de proa a flor de agua (los tablones ya estaban debajo de ella) y empujó a Dorriss. El teniente lanzó un grito al caer al mar. El timonel se arrojó sin vacilar, y Roybell se preparó para hacerlo detrás de el. En ese instante oyó que Stigwood seguía gritando:
—¡Salte! ¡Salte!
Pero no se dirigía a el.
Se dio la vuelta y, en una fracción de segundo antes que la siguiente sacudida lo arrojara por la borda, vio que el comandante se separaba del borde del puente acercándose a la escotilla, lanzando chispas por los ojos, concentrado en el agujero negro que tenía a sus pies, esperando...
Roybell cayó de cabeza al mar.
Y en la proa, también Stigwood abandonó su intento y se arrojó al agua.
Cassidy atravesó como una tromba el sector de oficiales, gritando continuamente el nombre de Hardy. El mamparo del comedor se partió en dos después de sufrir una intensa vibración.
Cassidy entró chapoteando en el cuarto de torpedos de proa.
—¿Hardy?
El agua de mar penetraba a raudales por la escotilla superior, que se encontraba abierta. El compartimiento estaba a oscuras, las luces rojas de combate se encendían a medías y se apagaban de forma intermitente. De las tuberías rotas surgían chorros de aceite y de vapor, que llenaban el cuarto con una niebla negra y pegajosa. Cassidy apenas podía ver.
—¡Hardy! Por amor de Dios, ¿qué está haciendo?
Rogó a Dios que se oyera una respuesta.
El cuerpo de Jack Hardy rodó por el suelo del dormitorio de suboficiales mayores y golpeó contra el mamparo anterior. Se despertó y lanzó un gemido. Sentía un terrible latido en la nuca. Tembloroso e inseguro, logró levantarse del suelo. Parpadeó tratando de mirar a su alrededor. El agua chapoteaba en sus pies. El submarino seguía cabeceando y coleando con violencia, pero las vibraciones ya no llegaban en ondas. Eran constantes. Setenta y ocho revoluciones por minuto, pensó, riéndose para sí mismo.
Empujando con el hombro consiguió abrir la puerta y salió al pasillo; avanzó tambaleándose y llegó al mamparo destrozado del comedor... Le pareció oír que alguien lo llamaba por su nombre. La escalerilla, en la sala de control...
Cruzó la escotilla y entró en la sala. Los instrumentos parpadearon en respuesta a su mirada. Las palancas se movían. En el árbol de Navidad relampagueaban extrañamente las luces rojas y verdes. Subió la escalerilla; llegó al interior de la torreta. No había nadie por allí; desierta. Arriba por la última escalerilla, llegar al puente...
Se detuvo sin fuerzas junto a la escalerilla del puente y levantó con dificultad la cabeza para mirar hacia arriba. La escalerilla temblaba en sus manos. La escotilla abierta, el cielo negro. Quería ver el cielo negro.
En cambio, niebla. Y una cara.
Basquine.
Apenas una mirada. Eso fue todo. La cara de Basquine... No, su mirada; su expresión inconfundible en la cara de otro. No supo a quién pertenecía. No era familiar. Pero el significado era muy claro.
Pero ya la tapa de la escotilla se había cerrado sobre su cabeza con un fuerte golpe, y cerraba para él el cielo y la libertad.
Vio girar la rueda de la tapa a presión; luego soltó la escalerilla y cayó al suelo.
El comandante se levantó del suelo del puente con un brillo de triunfo en sus ojos. El submarino se inclinó pronunciadamente a babor. El comandante estiró sus brazos, pero no logró asirse del pasamano.
Y el Candlefish le expulsó hacia el mar.