24
11 de
diciembre
21:32 horas.
Hardy subió al puente, agarrándose a la
escalerilla con una mano y apretando en la otra la granada. El mar
estaba cubierto por una espesa bruma gris, una pared de nube que
oscurecía todo, mientras el Candlefish penetraba más profundamente
en Latitud Treinta.
Las cubiertas temblaban bajo sus pies. Los
vigías se cogieron con fuerza de los pasamanos para sostenerse. El
teniente Danby lanzó una maldición cuando la nave se inclinó
bruscamente en un pronunciado cabeceo.
Hardy tomó impulso hacia atrás con el brazo
y arrojó al mar la granada, tan lejos como pudo. Segundos después
escuchó el apagado estallido. Se dio la vuelta y descendió otra vez
al interior de la torreta.
El comandante había apartado al timonel de
su puesto y empuñaba él mismo el timón, sin lograr moverlo.
La inexplicable fuerza seguía azotando al
submarino de lado a lado. El cristal del reloj de la sala de
control saltó en mil fragmentos. Stigwood se levantó del suelo
cogiéndose de la mesa donde estaban los planos para ayudarse e
intentó asir los controles de múltiple.
Se apartó con un grito de dolor.
Estaban calientes al rojo.
Roybell se las arregló para acercarse a los
instrumentos del tablero. Su rostro hizo una mueca de sorpresa y
exclamó:
—¡Cristo! ¡Vamos a veintiún nudos!
Danby se asomó desde el puente contemplando
asombrado e incrédulo el vapor de agua que se levantaba desde la
proa. Velocidad máxima en superficie. ¿Pero por qué? Nadie había
dado la orden, y cargar hacia adelante en medio de semejante niebla
como un toro enfurecido...
Las sacudidas se convirtieron en largas y
sostenidas vibraciones y en movimientos que tiraban y empujaban al
submarino a babor, luego a estribor, después lo levantaban en el
aire, de donde caía pesadamente hundiéndose en el mar y levantando
olas que se perdían en la niebla.
Se apagaron las luces. Cesó el zumbido de
los acondicionadores de aire. El comandante gritó pidiendo la
fuente de energía de emergencia, y las luces rojas de combate se
encendieron. Pero pronto empezaron a titilar y se apagaban y
encendían con intermitencia.
El comandante cogió el intercomunicador y
llamó al cuarto de maniobras.
—¿Qué velocidad tienen señalada allí
atrás?
—¡Máxima, todo hacia adelante, señor!
—¡Reduzcan a un tercio!
El encargado del cuarto de maniobras estiró
el brazo y empuñó la palanca de su telégrafo de motor, tratando de
llevarla hacia atrás. No se movió. Intentó con las palancas del
tablero. Tampoco respondieron. Cogió el intercomunicador.
—¡Señor, no quiere responder!
Empuñó de nuevo el mando del telégrafo de
máquinas. Nada.
—¡Señor, está trabado en máxima todo hacia
adelante!
En el cuarto de máquinas anterior, Googles y
Brownhaver controlaron los instrumentos indicadores.
—¡Está calentándose! —chilló Googles.
Los pies de Brownhaver se deslizaron a un
lado debajo de su cuerpo. El hombre se desplazó bruscamente y cayó
con sus posaderas sobre la base del motor número uno.
—¡Santo Cristo! —exclamó un maquinista junto
al codo de Googles. Miraba fijamente las esferas del instrumental:
las agujas giraban enloquecidas.
En ese instante se inició un pavoroso
estremecimiento en la proa del submarino y se extendió hacia atrás,
agitando uno por uno los compartimientos, lanzando al suelo a los
hombres y arrojándolos entre las guías de torpedos y en medio de
equipos que caían. Como bolas de billar, hacían carambolas de un
mamparo a otro.
El comandante se había afirmado junto al
pozo del periscopio. Hardy le gritó:
—¡Saque a todos de aquí! ¡Abandonen la
nave!
El comandante clavó sus ojos de poseído en
la cara de Hardy y le dijo con ira:
—Es un cobarde, Hardy.
—El profesor sintió la ola de frío que
bajaba por la escotilla abierta. Saltó en dirección al comandante y
lo cogió con ambos brazos.
—¡Saque a todo el mundo de aquí!
La mano del comandante se movió con
brusquedad para coger el intercomunicador:
—¡Puestos de combate! ¡A los
compartimientos! ¡Ocupar los puestos de combate!
El submarino comenzó a cabecear e inclinarse
a la vez que giraba a izquierda y derecha. Los aparatos y equipos
se desprendían de los mamparos estrellándose en el suelo. Las
lamparillas eléctricas aumentaban de intensidad y se quemaban. Los
cuadrantes de las esferas saltaban de los montajes.
Allá arriba, en los mástiles de la torreta,
los vigías se sostenían con brazos y piernas en sus plataformas,
viendo cómo se levantaba el Océano rugiendo hacia ellos, para
después caer otra vez, mientras el submarino avanzaba aumentando su
velocidad a través de las olas.
En la sala de control, Stigwood gritó:
—¡Nos están atacando! ¡Nos están
atacando!
Scopes se situó de un salto en su puesto y
encendió el equipo. La instalación del radar se sacudió sobre su
base. Los osciloscopios tomaron brillo; el operador vio luces
verdes que se desplazaban al mismo tiempo en todas
direcciones.
Roybell señalaba frenético el árbol de
Navidad, el tablero que indicaba el pulso vital del submarino. Las
luces de advertencia titilaban, pasando de verde a rojo y de rojo a
verde.
Ahora no había forma de conocer la condición
de seguridad del casco.
Cassidy se tambaleó contra los mandos de las
válvulas y observó las agujas de los instrumentos que giraban sin
sentido en la sala de control.
Había visto lo suficiente. Salió por la
puerta anterior gritando por encima del hombro:
—¡Colocarse los salvavidas!
Avanzó tropezando, sin dejar de repetir el
mensaje. Esperando que detrás de él surgiera por los altavoces la
orden de abandonar la nave.
El comandante sintió las ondulaciones
intermitentes que agitaban el tubo del periscopio, golpeando su
cuerpo contra el metal; sin embargo, se negaba a soltarse del
tubo.
Jack Hardy se tambaleó a su lado. Agarrado a
la escalerilla, lo miraba con resignada certeza. Hardy parecía
estar esperándole.
El comandante se sintió acorralado,
arrinconado por su barbudo juez. Abandonó el periscopio y,
empujando a Hardy a un lado se aferró a la escala y miró hacia
arriba, observando a través de la escotilla abierta la oscura y
arremolinada bruma.
Sacó la cabeza a nivel del suelo y quedó
asombrado al ver girar los mástiles sobre el puente. Experimentó un
escalofrío al oír el ruido del metal que crujía y los gritos
despavoridos de los observadores. El miedo le impulsó a retroceder
hacia abajo y, al darse la vuelta, se encontró con los ojos de Jack
Hardy que lo miraban fijamente, esperando, desafiándolo a lanzarse
por completo en la más absoluta desesperación.
—¡QUE DIOS LE MALDIGA! —gritó con toda la
fuerza de sus pulmones, y con un rápido impulso salió por la
escotilla pisando la inestable cubierta del puente.
En el momento en que vociferaba por el
intercomunicador, exhortando una vez más a la tripulación para que
ocupara las posiciones de combate, vio los terribles relámpagos
cegadores que habían comenzado a producirse en las antenas de proa;
los cables despedían chispas que iluminaban la niebla, cambiando su
color del sombrío verde oscuro a un marrón dorado. El mar se
llenaba de luz cada vez que las descargas eléctricas saltaban de un
cable a otro, subiendo luego hasta el extremo de cada uno y
saltando finalmente hacia el puente. La superficie del Océano
estaba extrañamente tranquila y plácida, excepto en la franja
marcada por el paso del submarino. Allí el mar continuaba
febrilmente revuelto, lamiendo el casco en su perímetro, como si
alguna mano enloquecida lo estuviera batiendo desde abajo. De
pronto, el comandante comprendió por qué.
El Candlefish no avanzaba.
Su velocidad era de 21 nudos, detenido en el
mismo sitio.
¡Estaba atrapado!
El sistema de comunicaciones del submarino
había quedado interrumpido. Era imposible transmitir mensaje alguno
desde el puente hacia abajo, o de un compartimiento a otro. El
nivel de pánico aumentó.
En el cuarto anterior de máquinas,
Brownhaver y Googles luchaban para mantener los motores bajo
control. Googles se acercó a la bocina y gritó llamando a Cassidy.
Se dio cuenta entonces de que los teléfonos de combate no
funcionaban. Arrojó a un lado la bocina, y en ese momento perdió el
equilibrio. El submarino se sacudió y tembló, y oyó el ruido de los
remaches y las chapas en tensión.
Se apagaron las luces. Incluso las luces
rojas de combate titilaban intensamente. Brownhaver encontró una
linterna y la encendió.
—¡El casco! —le gritó Googles, esforzándose
para ponerse en pie.
Brownhaver dirigió hacia él la linterna y
enseguida iluminó el casco; ambos vieron que la pared interior se
hinchaba, se estiraba y volvía a abultarse hacia dentro, en una
impresionante pulsación. Por los orificios agrandados de los
remaches penetraron delgados hilos de agua. El motor principal
número uno inició un escalofriante balanceo, arrancó los bulones
que lo sujetaban en su montaje y saltó cayendo al suelo del
compartimiento, se deslizó chirriando estrepitosamente y fue a
golpear contra el mamparo anterior. Googles gritó advirtiendo el
peligro.
Los demás tripulantes que estaban en el
cuarto anterior de máquinas abandonaron frenéticamente el sitio
antes de todo se derrumbara. Las bombas y los pistones del diesel
se torcieron fuera del cárter y, en medio del estruendo y los
crujidos, penetraron inutilizados debajo del suelo. El mamparo
entero de la escotilla saltó de su posición normal, quedando
inclinado en ángulo hacia arriba y sometido a fuertes vibraciones
por los sacudimientos que continuaban agitando el submarino.
Brownhaver corrió hacia el intercomunicador
y gritó:
—¡Aquí abajo se ha soltado un diesel! —pero
su voz jamás salió del cuarto de máquinas.
Las distintas cañerías y los conductos no
habían resistido las fricciones. Mordidos, roídos, gastados y
hechos trizas por el motor caído, se partieron por cien sitios.
Surgió aceite por todas partes e inundó el compartimiento hasta la
altura de los tobillos saturándolo con el desagradable olor del
fluido.
Cuando llegaron a la sala de control los
informes de la aterrorizada tripulación sobre la gravedad de los
daños en los compartimientos, Hardy no titubeó más y gritó al
comandante, a través de la escotilla:
—¡Está partiéndose en pedazos! ¿Qué más
quiere?
El comandante se movió en el puente hacia
estribor.
Había llegado el momento de que Hardy se
hiciera cargo.
Ordenó al timonel que se alistara para
abandonar la nave. El pobre muchacho temblaba de miedo:
—¡Comprendido, señor!
Hardy bajó a la sala de control. El desorden
era total.
Roybell dirigía un extintor de incendios a
los controles de los timones de profundidad, tratando de
enfriarlos.
Lo absurdo de la situación impresionó a
Hardy. Treinta años antes no había podido ver lo que sucedía en el
interior del submarino. Estaba tendido arriba, sobre la cubierta
cigarrillo. Esta vez, en cambio, presenciaba todo directamente. Se
rió. Nadie notó siquiera su risa.
Desde arriba se oyó tronar una voz
enfurecida, que atravesó el pozo de la escotilla y resonó entre los
mamparos del compartimiento:
—¡MANTENERSE EN SUS PUESTOS! ¡NADIE
ABANDONARÁ LA NAVE!
Los oficiales quedaron paralizados durante
un momento, dudando entre su sentimiento de lealtad y el sentido
común. Luego Stigwood se abalanzó hacia la escotilla posterior y
gritó:
—¡Mantenerse en sus puestos! ¡Orden del
puente!
Hardy oyó que pasaban la voz a los demás
tripulantes. El mensaje repetido se imponía a los terribles ruidos
que llegaban de todos los rincones del submarino.
Se agachó para cruzar la escotilla y
dirigirse hacia popa. El cuarto de máquinas. Cassidy. Tenía que
encontrar a Cassidy.
Cassidy estaba en la sala de torpedos de
proa, subido sobre los hombros de Clampett, girando la rueda del
cierre a presión de la escotilla de escape, cuando el submarino
corcoveó dando un violento salto hacia adelante y luego otro hacia
atrás.
Clampett voló dejando las piernas de Cassidy
en el aire y el jefe de máquinas cayó pesadamente al suelo. Las
cadenas se soltaron y los hombres se abalanzaron desesperados para
quitarse del camino; sin necesidad de mirar, conocían perfectamente
lo que significaba ese ruido. Los dos torpedos que estaban en la
posición más adelantada sobre las guías, libres de freno, se
deslizaron sobre los rodillos, chocaron de punta contra las puertas
cerradas de los tubos y cayeron con estrépito al suelo. Clampett se
levantó y corrió hacia el intercomunicador, pero le detuvo el
estallido de uno de los conductos de lubricación. Retrocedió y se
dio la vuelta, convertido en una masa oscura y pegajosa.
—¡La escotilla! —gritó Cassidy.
Consiguieron abrirla a tiempo. En el
instante en que terminaban de colgarse quitándose del paso, uno de
los torpedos posteriores se soltó de sus cadenas, cayó de los
soportes y se precipitó contra la pared interior del casco de
presión, abriendo un enorme agujero.
El agua de mar penetró con fuerza empezando
a inundar el compartimiento.
—¡Conecten la bomba de sentina! —gritó
Cassidy—. Que salga de aquí todo el mundo! ¡Suban por la
escotilla!
Se dejó caer, se movió chapoteando por el
suelo y se dirigió al cuarto de maniobras.
Hardy. Tenía que encontrar a Jack
Hardy.
Hardy atravesó corriendo la cocina y el
comedor de tripulantes, se unió brevemente a una fila de hombres
que pasaban salvavidas hacia atrás, desde la sala de control.
Abandonó la fila y se abrió paso hasta el
dormitorio de la dotación. Allí se encontraba Vogel, abriendo la
escotilla de las baterías de popa y metiendo la cabeza y el cuerpo
para controlar los daños en las celdas. Las vibraciones llegaban
ahora en impulsos rítmicos, balanceando al submarino hacia atrás y
adelante como un potro enfurecido.
—¡Dios Santo! —dijo Vogel—. Allí abajo está
todo suelto. Debe haber una tonelada de agua en las sentinas. Si
esas cosas se parten...
—Saque de aquí a todo el mundo —dijo Hardy—.
Despejen el compartimiento. Ponga unos hombres junto a las puertas
para que las cierren a presión y lo dejen clausurado. Voy hacia
popa.
—No se puede pasar por el cuarto anterior de
máquinas. El motor número uno saltó de su montaje...
De todos modos, Hardy se lanzó hacia la
escotilla.
Cassidy había logrado llegar al cuarto de
máquinas anterior. Se encontraba junto a la consola de control,
contemplando cómo su diesel número uno se desplazaba patinando de
un lado a otro sobre las arrugadas planchas metálicas del suelo. No
podía creer lo que estaba viendo. Los conductos de aceite, los de
combustible, todo estaba irremediablemente destrozado.
—¡Olvide los motores! ¡Que todos vayan a
popa' ¡Las baterías van a estallar! —gritó Hardy. Vio a Cassidy y
lo agarró de un brazo—. Vaya delante —le dijo—, vea que entreguen a
la dotación los salvavidas que quedan. Después ordene que salgan
por la escotilla de proa, si es que necesita hacerlo.
—¿Por qué no por el puente?
—El comandante.
Hardy pasó a su lado y antes de que Cassidy
pudiera objetar nada ya estaba lejos. Cruzó el cuarto de máquinas
posterior. No había luces y Hardy debió de avanzar tanteando.
Continuaba a ciegas porque quería ver...
—¡Señor, los hombres están saliendo por la
escotilla de popa! —informó uno de los observadores. El comandante
se adelantó tambaleándose a la cubierta cigarrillo y comprobó que
varios de los tripulantes salían por el agujero.
—¿Quién les dijo que abandonaran la nave?
¡Bajen inmediatamente!
Los hombres vacilaron. Luego, uno levantó
una mano ahuecada y la apoyó contra la oreja. Los otros le
imitaron. Cada vez que el comandante les gritaba que bajaran,
sacudían la cabeza indicando con el gesto que no oían. Y seguían
ayudando a salir a sus compañeros.
Danby se aferró al pasamano, mirando
asustado las espumosas olas agitadas que rodeaban el casco y las
descargas eléctricas que bailaban en los cables de las antenas. Vio
que las planchas de la cubierta se arqueaban, los listones de
madera empezaban a astillarse y pequeños trozos saltaban cayendo al
mar. Y las constantes e implacables sacudidas: espasmos crueles que
estremecían el submarino de extremo a extremo. Estaba verde y
enfermo de miedo, y no podía soportar la salvaje mirada de
determinación que brillaba en los ojos del comandante.
—Señor, ¿qué vamos a hacer?
La respuesta pareció venir del submarino: un
violento bandazo a estribor. Los pies de Danby perdieron contacto
con la cubierta y el oficial cayó por encima del borde del puente.
Logró agarrarse a la barandilla evitando precipitarse a las aguas
que bullían bajo él. Quedó colgado de sus brazos durante un momento
y aprovechó para subir otra vez a bordo cuando el submarino se
ladeó hacia babor. El comandante gritaba ahora a los hombres que
estaban sobre la cubierta de proa. Danby le suplicó:
—¡Sáquenos de aquí!
El comandante le ignoró por completo.
Hardy pasó por el cuarto de maniobras y, en
medio de la oscuridad, logró ver a los encargados que aún se
esforzaban por controlar los movimientos de la nave y mantener en
funcionamiento los motores que les quedaban.
Se agachó para entrar a la sala de torpedos
de popa. Seguía penetrando agua a través del casco destrozado. Los
torpedos sueltos se desplazaban de un lado a otro. Dos de los
hombres estaban arriesgando sus vidas en un intento de asegurarlos.
De pronto, Hardy perdió el equilibrio resbalando sobre el suelo:
habían reventado las cañerías que llevaban líquido hidráulico a los
timones de profundidad y el fluido se había esparcido por el
compartimiento.
—¡Salgan de aquí! —chilló Hardy.
Los torpedistas se apresuraron a subir por
la escotilla de popa. Hardy se arrastró hasta el soporte de
torpedos más cercano, consiguió ponerse de pie y se lanzó en
dirección a la escotilla.
El comandante gritaba insultando a los
hombres desde el puente, mientras inflaban la primera balsa y la
arrojaban al mar. En ese momento oyó las voces que llegaban desde
abajo. En el interior de la torreta se habían amontonado más
tripulantes, que comenzaban a subir la escalerilla. Apareció encima
de ellos y los fulminó con la mirada.
—¡Vuelvan a sus puestos! —gritó.
—¡Señor, no podemos! ¡El submarino se está
deshaciendo! ¿No se da cuenta?
—¡Abandonen la nave! —la voz surgió de
Danby—. ¡Cada hombre deberá ocupar su puesto para abandonar la
nave! ¡Pasen la orden!
El comandante giró como un trompo, y Danby
se le enfrentó con todo el coraje que fue capaz de exhibir.
—Señor, me hago responsable por sacar a los
hombres. ¡Abandonen la nave! —volvió a gritar, sin poder reprimir
un asomo de terror en su voz.
Su esfuerzo quedó ahogado por el repentino
aumento de las vibraciones. Retorciéndose presa de un
estremecimiento convulsivo, el Candlefish empezó a bambolearse como
girando sobre un eje.
El comandante cayó hacia atrás golpeándose
contra la superestructura de la torreta, mientras decía:
—Pasaremos esto, lo juro.
Los hombres formaban una fila para llegar al
puente, impacientes por subir la escalerilla.
El comandante tembló de ira y las
vibraciones que estremecieron su cuerpo acompañaron a las que
agitaban al submarino. Sintió que su mente se identificaba con la
nave, asociándose a ella en igualdad de condiciones, en su
precipitada carrera hacia un desesperado y ultimo acto.
La alarma de inmersión.
Resonó con dos estridentes toques: ¡UUGA!
¡UUGA!
Danby se dio la vuelta bruscamente.
—¿Quién hizo eso? ¡No vamos a
sumergirnos!
El comandante estaba lejos de la alarma de
inmersión, pero en ese momento sonreía.
Danby se asomó por la escotilla del
puente:
—¿Quién hizo eso? —gritó de nuevo.
Roybell miró los indicadores de ventilación
y los controles de los timones de profundidad y abrió los ojos
despavorido.
—¡Está sumergiéndose solo! ¡Salgamos de
aquí!
Danby tuvo que incorporarse, empujado por
los hombres que salían desde abajo. La escotilla de carga de
torpedos de proa y la de escape en el extremo anterior del
submarino se habían abierto y los tripulantes luchaban por
salir.
Danby saltó a cubierta y corrió hacia ellas
para ayudar a quienes tendían sus brazos a los hombres que subían
por las escalerillas.
Hardy estaba en pie junto a los controles
del cuarto de maniobras. Al oír la orden de abandonar la nave, los
encargados habían dejado sus puestos deprisa, corriendo hacia
adelante.
Cuando sonó la alarma de inmersión, Hardy
empuñó las palancas e intentó sostenerlas. Propulsión. Esa era su
esperanza. Forzar los motores que aún funcionaban, rescatar al
submarino de la fuerza que lo aferraba. Pero comprendió que era
imposible; lo supo con certeza cuando apareció Cassidy por un lado
del tablero de control e iluminó su cara con la linterna de
combate.
—Hardy, olvídelo. ¡Salgamos de aquí!
—Estoy tratando de...
Su voz quedó ahogada cuando una tremenda
vibración agitó el panel de maniobras. Chirrió y crujió hasta
partirse finalmente en dos.
—¡Está desintegrándose! —exclamó Cassidy—.
¡Vamos por aquí!
Hardy lo siguió.
—¿Podrán mantenerlo a flote?
—Roybell está intentándolo, allá arriba, en
la sala de control, pero no dará resultado.
—¡Tienen que hacerlo! ¡Hasta que salgan los
hombres!
Stigwood infló otras dos balsas de goma y
las lanzó más allá de las aguas revueltas que rodeaban el casco del
submarino. Los hombres se zambulleron detrás de ellas; Stigwood los
ayudaba a bajar del puente a la cubierta lateral y luego a
arrojarse al mar. Se había hecho cargo de la tarea, con calma y
eficiencia.
Bajó la vista y vio que el agua se
arremolinaba cubriéndole los tobillos. El submarino había iniciado
la inmersión, lenta pero inevitable.
Deseaba que terminaran los violentos
crujidos metálicos, y esos cables de las antenas... Cada hombre que
se preparaba para saltar, dudaba algunos segundos, por miedo a
cruzar esa barrera de electricidad, prefiriendo tal vez la
cuestionable seguridad de la cubierta inundada, antes que morir por
electrocución.
Stigwood no alcanzaba a comprender de dónde
diablos venía esa electricidad. La energía estaba cortada en esos
cables. Las comunicaciones no funcionaban.
Alzó la vista y vio que los mástiles triples
chocaban entre ellos; los vigías salieron precipitadamente de sus
plataformas y se lanzaron al mar. Del interior de la torreta
seguían subiendo tripulantes que los imitaban.
El comandante permanecía en pie en el
puente, aferrado al pasamano, contemplando cómo abandonaban el
Candlefish sus hombres. Se mantenía absolutamente inmóvil,
dispuesto a esperar la llegada de Jack Hardy.
Googles y Brownhaver eran los únicos que
quedaban en el cuarto anterior de máquinas, cuando entraron
atropelladamente Cassidy y Hardy.
—¿Qué diablos están haciendo aquí todavía?
—gritó el primero.
—Tratando de mantener la velocidad, para
salir de esto...
—¡Ustedes son los que tienen que salir de
aquí! ¡Vamos, rápido! —Cassidy empujó a los dos en dirección a la
salida.
Ambos fueron tambaleándose, luchando para no
resbalar en el suelo inclinado y cubierto de aceite y tratando de
llegar al dormitorio de la tripulación.
—¡Vayan directamente a la sala de control...
y suban por la torreta! —les indicó Cassidy a gritos. Arrastró
consigo a Hardy.
Brownhaver fue el primero que tosió.
—Gas... —dijo.
Cassidy se detuvo y bajó la vista hacia la
escotilla de las baterías de popa. Aun en la penumbra pudo ver los
sutiles trazos amarillo-verdosos del gas de cloro, que se filtraban
a través de las aberturas. Empujó a Hardy delante de él,
arrojándole la linterna.
—¡Hágalos pasar!
Se apretujaron en el interior del comedor de
tripulantes, tropezando para cruzar la escotilla, tosiendo y
escupiendo. Cassidy se dio la vuelta y la cerró herméticamente;
luego se acercó al mamparo y clausuró los conductos de
ventilación.
Los otros se habían detenido para
esperarlo.
—¡Vamos! —gritó y se abalanzó sobre ellos
para empujarlos.
Corrieron hacia adelante y llegaron a la
sala de control. Roybell y los dos auxiliares seguían luchando con
las válvulas de entrada de agua.
—¡Soplen los negativos! —gritó
Cassidy.
—¡Sóplese el culo! —rugió Roybell —. Hemos
perdido el control de profundidad, debe estar inundada la proa
—señaló la escotilla con un movimiento de cabeza—. ¡Dense prisa, no
podemos mantenerlo!
Brownhaver y Googles se unieron a la fila de
hombres que acudían desde la proa, que no habían podido salir por
la escotilla anterior a causa de la inundación. Uno de los
ayudantes maquinistas estaba paralizado en el pozo, sollozando.
Cassidy se acercó de un salto y lo arrancó de la escalerilla
alzándolo en vilo.
—Deje ese timón —ordenó al timonel—. Ayude a
estos hombres en la escalerilla.
Gritó enseguida hacia abajo:
—¡Dense prisa! ¡Hay gas de cloro de las
baterías de popa!
Se quedó en la torreta, empujando a los
hombres en tandas.
—Dankworth, vamos, eso es, arriba. Busque un
chaleco, Googles, en el armario. ¡De uno a uno, muchachos! ¿Queda
algún oficial a bordo?
Hardy se mantenía al pie de la escalerilla,
conteniendo el aliento. De pronto recordó.
Bates.
No... Dorriss. El teniente Dorriss, a quien
Cassidy había golpeado y estaba sin sentido, ¿dónde? En el
dormitorio de los suboficiales mayores, en su litera.
No puedo dejarlo allí. Salió corriendo hacia
el sitio.
En el momento en que penetraba en la zona de
oficiales, un pavoroso temblor sacudió los compartimientos,
partiendo las planchas metálicas del suelo. Oyó un fuerte ruido de
desgarramiento y se asomó hacia el interior del comedor. Los
tabiques de las paredes estaban caídos sobre el suelo, apilados
unos sobre otros y vibraban acompañando los estremecimientos de la
nave. Un nuevo ruido se agregó a los demás: los remaches se partían
y saltaban con un tableteo de trinquete.
La pared de babor se sacudió violentamente y
el mamparo que separaba el camarote del comandante se partió por la
mitad; las hojas metálicas se rasgaban como papel ante los ojos
espantados de Hardy. Se lanzó contra la puerta que se batía y miró
dentro, en el instante en que el submarino daba otro furioso
bandazo a babor. La tapa abatible del escritorio del comandante
cayó de golpe y volaron los papeles.
Hardy quedó tieso.
Oyó un gemido que llegaba desde el
dormitorio de los suboficiales.
Avanzó entre los vibrantes paneles y entró.
Miró en dirección a su litera. La cortina se sacudió como agitada
por el viento, pero allí no había la menor brisa. Dorriss no se
encontraba en el sitio; tampoco estaba el guardia. Se acercó a la
litera. El retrato de su esposa estaba en el suelo, con el cristal
destrozado en mil fragmentos, aplastado por el tacón de una bota.
¿Quién podía haber hecho eso?
—Sabía que iba a volver...
Hardy se dio la vuelta bruscamente.
Se encontró frente a un hombre de aspecto
feroz. Un hombre flaco, de mirada salvaje, con la camisa cubierta
de sangre y restos de cabellos entremezclados; más sangre coagulada
en la herida que tenía en la cabeza; con una retorcida sonrisa de
triunfo que cortaba profundamente los rasgos de su cara, de palidez
fantasmal. Un apretado puño se levantó rápidamente y cayó desde la
derecha sobre la mandíbula de Hardy; lo alzó del suelo arrojándole
contra el mamparo y dando con la cabeza en el marco metálico de la
litera.
El teniente Dorriss lo vio caer como una
piedra. Sus ojos despedían llamas; se volvió y salió del
dormitorio, cerrando la puerta de un golpe que la dejó trabada. El
marco ya estaba torcido y se había deformado.
Avanzó tambaleándose hacia la sala del
control.
Danby había visto el gas amarillo-verdoso
que surgía por la escotilla abierta. Le arrojó agua, pero sintió
que se le llenaban los pulmones y exhaló con fuerza para expulsarlo
mientras se lanzaba hacia la escotilla y la cerraba de un golpe.
Hizo girar el cierre a presión y lo aseguró. Levantó la vista; los
cables de las antenas de popa se habían cortado y colgaban bailando
cerca de la cubierta, amenazando descargar electricidad hacia sus
pies. Les apartó rápidamente y su vista se dirigió al mar. En la
profundidad de la espesa niebla dorada logró ver las balsas que se
movían sobre las olas, a pocos metros del casco.
Algunos hombres continuaban saliendo todavía
en lo alto del puente. El comandante los observaba desde el extremo
de estribor. Danby vio surgir una figura ennegrecida por el aceite;
se detuvo unos instantes, con la foto de Ann Sheridan debajo del
brazo. Era Clampett. Se arrojó lejos del submarino al grito
de:
—¡Jerónimo!
El agua subía alrededor de las piernas de
Danby. Le llegaba a las rodillas. Avanzó chapoteando tan rápido
como pudo, se agarró para afirmarse del cañón de cubierta y gritó
con todas sus fuerzas:
—¡Se hunde! ¡Despejen el puente! ¡Abandonen
la nave!
El único que permanecía en el puente era el
comandante. Stigwood estaba todavía a proa, ayudando a los hombres
que habían logrado salir por la escotilla anterior. Danby intentó
llegar a la torreta, pensando arrojar al comandante sobre la borda
si era necesario.
No pudo lograrlo. El submarino saltó
bruscamente y volvió a caer más de un metro. El agua barrió la
cubierta posterior y levantó a Danby. Cayó al mar y se hundió
durante unos segundos; luego apareció escupiendo en la superficie y
miró a su alrededor buscando una balsa.
La cabeza de Witzgall apareció en la
escotilla y Cassidy lo ayudó a subir.
—¿Dónde está Hardy? —le preguntó.
—No sé. Creo que fue hacia adelante.
—¿Fue hacia dónde?
Witzgall no se detuvo a contestar. Corrió en
dirección al puente y se lanzó al mar.
—No puedo mantenerlo más —dijo Roybell, y
ordenó subir a los dos auxiliares.
Cassidy vio entonces quién era el hombre
siguiente que subía por la escalerilla. El individuo flaco que
tenía sangre coagulada en la cabeza.
—¿Bates...?
Fue involuntario. Cassidy había querido
decir Dorriss, pero...
Dorriss temblaba sin control; recorría su
cuerpo un estremecimiento parecido a los que conmovían el
submarino. Echó a un lado a Cassidy y subió la escalerilla hacia el
puente.
—Hardy!
Cassidy gritó y se dejó caer de la
escalerilla pasando junto a Roybell, el último hombre que se
preparaba para subir.
—¡Cassidy, vuelva!
—¡HARDY!
Su voz resonó con cien ecos en el
compartimiento vacío de la sala de control, y el jefe de máquinas
desapareció por la escotilla. Roybell continuó subiendo, empujando
al timonel. Llegaron al puente. Dorriss estaba inmóvil junto al
pasamano; tenía miedo de saltar. Roybell miró hacia abajo y vio la
cubierta de proa a flor de agua (los tablones ya estaban debajo de
ella) y empujó a Dorriss. El teniente lanzó un grito al caer al
mar. El timonel se arrojó sin vacilar, y Roybell se preparó para
hacerlo detrás de el. En ese instante oyó que Stigwood seguía
gritando:
—¡Salte! ¡Salte!
Pero no se dirigía a el.
Se dio la vuelta y, en una fracción de
segundo antes que la siguiente sacudida lo arrojara por la borda,
vio que el comandante se separaba del borde del puente acercándose
a la escotilla, lanzando chispas por los ojos, concentrado en el
agujero negro que tenía a sus pies, esperando...
Roybell cayó de cabeza al mar.
Y en la proa, también Stigwood abandonó su
intento y se arrojó al agua.
Cassidy atravesó como una tromba el sector
de oficiales, gritando continuamente el nombre de Hardy. El mamparo
del comedor se partió en dos después de sufrir una intensa
vibración.
Cassidy entró chapoteando en el cuarto de
torpedos de proa.
—¿Hardy?
El agua de mar penetraba a raudales por la
escotilla superior, que se encontraba abierta. El compartimiento
estaba a oscuras, las luces rojas de combate se encendían a medías
y se apagaban de forma intermitente. De las tuberías rotas surgían
chorros de aceite y de vapor, que llenaban el cuarto con una niebla
negra y pegajosa. Cassidy apenas podía ver.
—¡Hardy! Por amor de Dios, ¿qué está
haciendo?
Rogó a Dios que se oyera una
respuesta.
El cuerpo de Jack Hardy rodó por el suelo
del dormitorio de suboficiales mayores y golpeó contra el mamparo
anterior. Se despertó y lanzó un gemido. Sentía un terrible latido
en la nuca. Tembloroso e inseguro, logró levantarse del suelo.
Parpadeó tratando de mirar a su alrededor. El agua chapoteaba en
sus pies. El submarino seguía cabeceando y coleando con violencia,
pero las vibraciones ya no llegaban en ondas. Eran constantes.
Setenta y ocho revoluciones por minuto, pensó, riéndose para sí
mismo.
Empujando con el hombro consiguió abrir la
puerta y salió al pasillo; avanzó tambaleándose y llegó al mamparo
destrozado del comedor... Le pareció oír que alguien lo llamaba por
su nombre. La escalerilla, en la sala de control...
Cruzó la escotilla y entró en la sala. Los
instrumentos parpadearon en respuesta a su mirada. Las palancas se
movían. En el árbol de Navidad relampagueaban extrañamente las
luces rojas y verdes. Subió la escalerilla; llegó al interior de la
torreta. No había nadie por allí; desierta. Arriba por la última
escalerilla, llegar al puente...
Se detuvo sin fuerzas junto a la escalerilla
del puente y levantó con dificultad la cabeza para mirar hacia
arriba. La escalerilla temblaba en sus manos. La escotilla abierta,
el cielo negro. Quería ver el cielo negro.
En cambio, niebla. Y una cara.
Basquine.
Apenas una mirada. Eso fue todo. La cara de
Basquine... No, su mirada; su expresión inconfundible en la cara de
otro. No supo a quién pertenecía. No era familiar. Pero el
significado era muy claro.
Pero ya la tapa de la escotilla se había
cerrado sobre su cabeza con un fuerte golpe, y cerraba para él el
cielo y la libertad.
Vio girar la rueda de la tapa a presión;
luego soltó la escalerilla y cayó al suelo.
El comandante se levantó del suelo del
puente con un brillo de triunfo en sus ojos. El submarino se
inclinó pronunciadamente a babor. El comandante estiró sus brazos,
pero no logró asirse del pasamano.
Y el Candlefish le expulsó hacia el
mar.