13

2 de diciembre de 1974

 

Frank se durmió alrededor de la 1:30, después de haber permanecido acostado en silencio, con los brazos doblados debajo de la cabeza y la vista perdida en la litera superior.
No quería pensar en el montón de cosas inquietantes que seguían acumulándose. El insistente aferrarse de Hardy a sus rebuscadas ideas propias, el comportamiento del submarino al no responder... Lo importante era no perder de vista el propósito, mantener con claridad el objetivo original, sin prestar atención a ningún detalle extraño que se presentara. No significaba que esperase nuevos incidentes, pero estaba resuelto a emplear ese método para enfrentarse a lo que fuera. Y el método era muy sencillo:
no permitir que Ed Frank perdiera el control de la situación durante un solo minuto. Si para ello tenía que vérselas con Byrnes, o Hardy, o cualquier otro, así lo haría. Frank metió los brazos debajo de las mantas y aflojó su tensión. Una vez satisfecho ante la seguridad de que nada le haría variar su actitud frente a los hechos, se sintió tranquilo para descansar y pudo abandonarse plácidamente al sueño.
A las 3:30 se despertó por el contacto de una mano que sacudía su hombro con urgencia. Resistió durante un momento; luego se incorporó de golpe y abrió los ojos, encontrándose con el rostro preocupado de Byrnes.
—Lo siento —dijo el comandante—. ¿Me permite un minuto?
Frank asintió y se restregó los ojos. Sentado en la litera, observó a Byrnes andar por el compartimiento. Dorriss estaba acurrucado en una de las literas superiores.
—¿Qué sucede? —preguntó Frank.
—Vengo de la sala de radio —respondió Byrnes sin dejar de pasearse—. Desde hace dos horas estoy entrando y saliendo de ella y subiendo al puente, sin parar un momento, como un mono idiota. Hemos perdido contacto por radio.
—¿Qué?
—Con la escolta —la expresión de incredulidad de Frank impacientó a Byrnes, que insistió casi en un grito—: ¡No me puedo comunicar con el Frankland! Primero visualmente, y ahora, tampoco por radio.
Frank comprendió finalmente lo que oía, y quedó inmóvil con la mirada fija en el suelo. Vio pasar tres veces, ida y vuelta, los brillantes zapatos negros del comandante, antes de agregar algo más.
—¿Y qué hay del radar? —preguntó Frank.
—Todavía le tienen en la pantalla —admitió Byrnes—. ¿Pero hasta dónde podemos confiar en él?
—Totalmente.
—¿Usted cree?
Byrnes no dijo nada más; se limitó a lanzar a Frank una rápida y escéptica mirada. Luego se detuvo en el centro del compartimiento y metió ambas manos en los bolsillos.
—No recibimos una sola palabra de ellos. No puedo entenderlo.
—¿Piensa que tienen algún fallo?
—Eso espero. Pero no es más que una esperanza.
—Bueno, probablemente no sea más que eso. No podríamos perder contacto. Aunque no los veamos por causa de la niebla, los tenemos en el radar.
—¿Y si no es el Frankland? —Byrnes miró a Frank directamente a los ojos—: Y si no es más que algún resto a la deriva, o un banco de algas marinas, o un pesquero ruso?
Frank pasó las piernas por el lado de la litera, cuidando de no levantar la cabeza para no golpearse con la litera de encima.
—Muy bien —dijo—. Y en ese caso qué?
—Bueno, no podemos seguir en estas condiciones. Según nuestras órdenes, debemos mantener contacto permanente, visual y por radio, con la escolta. Ese es el procedimiento de seguridad. Sin la presencia del Frankland, esta misión es arriesgada. Y son cerca de las cuatro —dijo Byrnes bajando la voz—. Es hora de sumergirse —se volvió bruscamente—. Dígame, Frank ¿es realmente necesario que sigamos ese diario?
Bueno, bueno, pensó Frank. ¿Por qué diablos no dijo simplemente: "Vete al infierno, Ed, volvemos a casa"?
—Para eso salimos.
—Lo sé. Pero las circunstancias están cambiando.
—¿Qué quiere hacer?
—Mantener quieto el submarino en el agua hasta que hayamos restablecido el enlace visual y por radio con el Frankland.
Hizo una pausa esperando la respuesta de Frank.
Frank se puso en pie. Su contestación fue firme:
—No —y agregó—: Comandante, debemos seguir ese diario; de lo contrario, por lo que a mí respecta, el proyecto se acaba.
—Tal vez ya se terminó.
—Eso es una suposición.
Byrnes sacó una mano de un bolsillo y empezó a acariciarse la barbilla con gesto preocupado.
—Eso depende de mí, capitán, y no de usted. Quiero dejar ese punto perfectamente aclarado ahora, de manera que cuando decida ordenar, si es que lo hago, un cambio de rumbo, usted conozca el motivo. No quiero que haya discusiones sobre eso.
Frank proyectó hacia adelante la mandíbula.
—No veo la razón para que actúe como un dictador.
Los interrumpió una voz con tono de urgencia que resonaba en el intercomunicador: Comandante al puente. Comandante al puente.
Byrnes sólo dudó un segundo; luego salió rápidamente del puente compartimiento. Frank manoteó sus pantalones y se apresuró a seguirlo.
Byrnes se detuvo un instante en la sala de control, con una mano en la escalerilla y la otra sobre el hombro del operador de radar:
—¿Qué pasa?
—No sé, señor. Algo sobre aviones...
En el interior de la torreta, alumbrado con la luz roja de combate, Frank sintió el aire frío que bajaba por la escotilla abierta. Pidió una chaqueta al cabo de guardia. Sobre el puente, encontraron a Jack Hardy, con su abrigo humedecido por la bruma, recorriendo el borroso horizonte con un par de prismáticos. De la ondeada superficie de las aguas se levantaba el humo de los mares árticos, sumándose al gris de la capa que los cubría. Los únicos sonidos eran el de los escapes de los motores diesel y el de las olas que golpeaban contra la proa: Frank levantó el cierre de la chaqueta prestada.
—Muy bien, ¿qué pasa? —preguntó Byrnes.
—Aviones —dijo Hardy—. Dos o tres. No eran reactores. Eran aviones de hélice.
—¿Qué?
—Los oí.
Byrnes se volvió hacia los vigías, que estaban sobre las defensas del periscopio. Ambos se encogieron de hombros. Uno de ellos respondió:
—Lo siento, comandante. No sé bien lo que oí.
—Los oí —insistió con firmeza Hardy—. Eran aviones de hélice. Estoy seguro.
Byrnes cogió el intercomunicador del puente.
—Radar, ¿captó aviones en la pantalla?
—No, señor. Nada. Estoy intentándolo todavía.
Byrnes miró a Hardy de reojo.
—Es probable que hayan sido nuestros —murmuró.
Hardy se volvió bruscamente.
—¿De hélice? ¿Tan dentro en el mar? No lo creo. ¿Y usted?
Byrnes estaba sonriendo; en realidad, no creía nada de lo que había dicho Hardy.
—Los oí —dijo una vez más el profesor, con tono severo.
—Felicitaciones. Si vienen de nuevo, avíseme cuando los vea. —volvió a hablar por el intercomunicador—: Radar, ¿todavía tiene el buque escolta en la pantalla?
—Sí, señor. La marcación es ciento setenta grados a popa por estribor. Distancia, seis mil metros.
—Gracias.
Byrnes se dio la vuelta y observó a Hardy, que exploraba el horizonte, buscando todavía sus aviones. Después miró a Frank. En los ojos del comandante se apreciaba claramente su desagrado, y Frank imaginó lo que estaba pensando: Hardy era un viejo tonto e incompetente, y no se podía confiar en él ni en su maldito diario. Frank frunció el ceño, disgustado. ¿Por qué diablos no dejaría Hardy de interferirse?
Por encima del ruido de la transmisión del bombeo de los diesels, llegó una voz, alta y estridente:
—Comandante, aquí sala de torpedos de proa. Tenemos dos pescados cargados y listos...
Byrnes giró de golpe sobre sus talones, sorprendido, y tomó la bocina.
—Habla el comandante. ¿Tienen qué...?
—Tubos uno y dos listos para disparar, señor. De acuerdo con lo que dice el diario. Se dispararon dos torpedos a eso de las 4:15 del 2 de diciembre, señor.
—Bueno, ¡dejen quietos esos dos pescados, mister Vogel! ¡No van a ir a ninguna parte! —soltó el botón del intercomunicador y lanzó una maldición. En ese instante se escuchó otra voz:
—Comandante, aquí sala de control. Son cerca de las cuatro, señor. Es hora de sumergirse.
Los ojos de Byrnes se dilataron, primero con exasperación, luego ya encolerizado. Otra vez tomó el intercomunicador y gritó hacia abajo:
—Habla el comandante. Negativo. Permaneceremos en la superficie. ¡Es todo!
Hardy bajó los prismáticos y se volvió en silenciosa apelación a Frank. Frank miró a Byrnes.
—¿Qué vamos a ganar con eso?
—Ya se lo dije antes. Vamos a mantener nuestra posición y esperar que tengamos otra vez contacto con la escolta —habló de nuevo por el teléfono—: Habla el comandante. Parar las máquinas.
El sordo bombeo de los motores diesel se hizo cada vez más lento en su ritmo, hasta detenerse por completo. El submarino se deslizó entrando en la próxima ola y luego quedó inmóvil, envuelto en la capa de niebla.
Byrnes empezó a andar nerviosamente por el puente. Llamó dos veces al operador de radar, pidiendo información sobre la posición del buque escolta. La primera vez le respondieron que se hallaba a 5.800 metros. La segunda, 5.700. El Frankland avanzaba lentamente. Demasiado lentamente para Byrnes. Ordenó a Giroux que hiciera un nuevo intento de contacto por radio. Giroux le informó dos minutos después.
—Lo siento, comandante. El Frankland sigue sin responder.
Frank consultó su reloj. Faltaba un minuto para las 4:00.
—¿Comandante? —esperó que Byrnes le prestara atención—. ¿Por qué no adoptamos una solución de compromiso? Nos sumergimos ahora, disparamos esos dos torpedos dentro del horario, y después salimos a la superficie y esperamos que llegue la escolta.
De primera intención, Byrnes recibió la propuesta frunciendo el ceño, pero luego pareció reconsiderar su reacción.
Frank aprovechó la ventaja para insistir.
—Por lo menos, intentemos mantener la continuidad del proyecto.
Hardy observaba ansioso. Byrnes lo miró rápidamente y por último accedió con un movimiento de cabeza. No le gustaba mucho la idea, pero era más fácil que seguir simplemente esperando.
—Muy bien. Iremos abajo.
—¿Y los torpedos?
—Ya veremos. Quiero tomar una marcación de esa escolta con el sonar —gritó impartiendo la orden—: ¡Observadores abajo! —los dos vigías se deslizaron por la defensa del periscopio y descendieron por la escotilla—. Prepararse para inmersión! ¡Despejar el puente!
Byrnes apretó el botón del claxon. Frank y Hardy siguieron a los vigías hacia abajo. Byrnes gritó por el teléfono de combate:
—¡Inmersión! ¡Inmersión! —luego él también descendió al interior de la torreta y cerró la escotilla sobre su cabeza. El cabo de guardia giró el volante de seguridad, y Byrnes bajó a la sala de control, emitiendo su chorro de órdenes:
—Inmersión a veintidós metros. ¡Preparar el sonar!
—Entendido, señor —Roybell empezó a accionar las válvulas.
Nadel, el operador de sonar, encendió el equipo y se ajustó los auriculares. Conectó el altavoz y, un segundo después, el eco de los pings resonaba en el compartimiento. Hardy y Frank bajaron de la torreta y escucharon.
Byrnes tocó en el hombro al operador de radar:
—¿Cuál fue la última distancia a la escolta, Scopes?
—Cinco mil doscientos metros, señor.
De pronto se oyó la voz de Nadel:
—Tenemos algo, señor. Se aproximan hélices de alta velocidad. Distancia, tres mil. Marcaron cero-cuatro-nueve. Cerrándose sobre nuestra proa.
Byrnes parpadeó.
—¿Qué diablos es eso?
—¿La escolta? —dijo Frank.
Byrnes se volvió bruscamente hacia el operador de radar, que se encogió de hombros e insistió:
—No puede ser. ¡Están atrás! Los tengo a cinco mil doscientos metros, marcación uno-siete-cero. Estoy seguro.
Byrnes lanzó un dedo en dirección a Nadel.
—¿Entonces qué diablos es lo que tiene él?
Hardy avanzó un paso. Pareció murmurar algo, los números cero-cuatro-nueve, la posición del blanco en el sonar. Profundas arrugas surcaban su frente; daba la impresión de querer aclarar algo en su mente.
Byrnes agitaba una mano en dirección a Scopes.
—Estaba equivocado. Con razón no los podíamos ver. ¡Están navegando delante de nosotros!
—¿Está seguro de que eso es la escolta? —Hardy habló con calma. Apoyó una mano en el equipo de sonar, mientras escuchaban el ruido de agua revuelta.
—¡Tiene que ser!
Nadel habló, vacilante.
—No estoy seguro, señor. Parece ir muy bajo por el agua. —se acomodó los —auriculares en la cabeza—. Y sus hélices, no tienen un ruido familiar.
—¿Qué quiere decir con familiar? —chilló Byrnes.
—Que no suenan como las del Frankland.
Se hizo un prolongado silencio mientras Byrnes escuchaba con atención los pings y, entre ellos, el batiente ruido de hélices, aún lejanas pero aproximándose.
—Es otro submarino.
Todo el mundo se volvió, ante la afirmación de Hardy, que se mantenía inmóvil en el centro de la sala de control, escuchando tan intensamente como los demás. Byrnes se incorporó con marcada lentitud.
—Mister Hardy, quiere hacerme el favor...
—Comandante, creo que debería consultar mi diario...
Los ojos de Byrnes relampaguearon.
—Este no es momento para hacerlo.
Nadel apretó en su cabeza los auriculares hasta que sus dedos se pusieron blancos, mostrando una expresión de susto en sus ojos.
—Señor? Discúlpeme, señor. Creo que mister Hardy tiene razón. Suena igual que un submarino.
Frank tuvo la sensación de que su confianza se esfumaba.
—Es imposible —dijo Byrnes con voz ronca—. Tiene que ser la escolta!
—No, señor —ahora Nadel habló con tono firme—. Está navegando a demasiada profundidad por el agua. No hay duda de que es otro submarino.
—No puede ser —murmuró Byrnes, volviéndose hacia Frank—. Mister Frank; ¿es posible que nos encontremos con otros submarinos en esta zona?
—No. Se supone que estamos navegando en aguas libres.
Ninguno tuvo conciencia del profundo silencio que se había producido en la sala de control hasta que experimentaron un sobresalto por el repentino alboroto que vino desde arriba. Byrnes se acercó a la escotilla y levantó la vista mirando hacia el interior de la torreta. Junto a la escala, pálido, apareció el rostro de Stigwood.
—Señor...
—¿Qué pasa ahí arriba?
—Señor, es la C.D.T. Está trabajando...
—¿Trabajando? ¿Qué quieres decir...?
Stigwood miró hacia un lado y luego otra vez a Byrnes. Las palabras, surgieron atropelladamente:
—¡Está computando puntería!
Frank parpadeó. Hardy se había acercado y miraba hacia arriba por encima del hombro de Byrnes. La C.D.T. (computadora de datos para torpedos) ¿Computando puntería? ¿Por sí misma? ¿Puntería sobre qué? Los labios de Frank se entreabrieron.
Byrnes voló al intercomunicador.
—Sala de torpedos de proa. Habla el comandante. ¿Qué está pasando ahí abajo, Vogel?
Se escuchó la voz del oficial de torpedos:
—Señor, estamos a la espera. Están abiertas las puertas exteriores de los tubos uno y dos.
—La C.D.T. está enviando datos. ¿Los reciben?
—Sí, señor.
El comandante abrió más los ojos.
—¡Bueno, no hagan nada! —gritó—. ¡No disparen! ¡Prepárense para descargar!
—Comprendido, señor. En espera para descargar.
Frank empujó a Hardy al pasar a su lado para subir rápidamente la escalerilla. En el interior de la torreta esquivó a Stigwood y al cabo de guardia, que seguían mirando incrédulos la C.D.T. Frank se inclinó sobre ella y estudió la posición. ¿Cómo demonios se había puesto sola en funcionamiento? ¿Y contra qué blanco había calculado la puntería? Controló las coordenadas en las placas metálicas. Marcación, cero-cero-cero, directamente hacia adelante. Un disparo de proa. La maldita cosa había preparado un disparo de proa sobre ese... ese... lo que fuera, que se movía delante de ellos. ¿Era otro submarino? ¿O era realmente la escolta? Frank sintió un estremecimiento de temor.
—Señor, ese submarino sigue acercándose —se escuchó desde abajo la voz de Nadel, junto al sonido del látigo de los pings y de las hélices que iba en aumento—. Marcación cero-tres-ocho, relativa.
¡Cero-tres-ocho! ¡El blanco se disponía a aproximarse de frente...! ¡Su sonar debía haber detectado al Candlefish! Frank no quitaba la vista de la enloquecida maquinita. Había calculado y preparado un disparo directo sobre un blanco no determinado, transmitiendo la información a los giróscopos de los torpedos en los tubos uno y dos, y ahora...
Oyó decir a Hardy lo mismo que él estaba pensando:
—¡Se está preparando para disparar sobre nosotros!
—¡Hardy, cállese la boca! —dijo Byrnes.
Frank se lanzó hacia abajo por la escalerilla.
—Comandante, será mejor que haga algo. ¡Puede que tenga razón!
Byrnes había empezado a sudar. En su rostro se reflejaba el terror. Frank insistió.
—Tenemos calculado un disparo de proa por la computadora. Podemos esperar hasta que esté en posición y entonces disparar...
—¡No vamos a disparar una mierda! ¿Qué diablos se creen que soy? ¿Loco?
Nadel anunció por encima del hombro:
—Distancia, ¡mil quinientos!
—¡Ese puede ser uno de nuestros propios submarinos! —gritó Byrnes—. ¡No puedo dispararle!
—No puede hacerle ningún daño. Llevamos torpedos con cabezas inermes, ¿recuerda? Dispárele uno como advertencia... ¡y después escape!
Byrnes cambió de actitud. Eso le parecía sensato.
—Vamos más abajo; ángulo de quince grados.
Se oyó el ruido de los contactos cuando los timoneles cambiaron a control manual para operar los planos de profundidad, de proa y de popa.
—¡Procedimientos de navegación silenciosa! ¡Descender a sesenta y cinco!
—Comprendido, señor —respondió Roybell —. Inundar negativos; timones de profundidad: descenso pronunciado.
—Cerrar toda maquinaria... ¡Qué no haya conversaciones ni movimientos innecesarios! —gritó el comandante.
Uno de los auxiliares apagó los acondicionadores de aire, paró los quejumbrosos motores de los generadores que daban energía al sistema de iluminación y conectó las luces rojas de combate.
A 65 metros de profundidad, los instrumentos indicaron: DETENIDO.
En la sala de control, Byrnes se acercó a Nadel y le preguntó en voz baja:
—¿Ruido?
—Todavía se oye, señor. Marcación cero-dos-cuatro, relativa. Distancia, 1.300 metros.
—Apague nuestro emisor.
Astuto, pensó Frank. Ahora el tipo está empezando a actuar como un comandante en lucha. Quedarse aquí en silencio y esperar. Nunca nos encontrarán. Pasarán por encima de nosotros. Sean quienes fuesen... Se preguntó fugazmente si Byrnes debería llamar a la sala de torpedos de proa y asegurarse de que habían descargado... No; por supuesto que no. No había que romper el silencio.
Los únicos pings que llegaban ahora por el sonar eran las emisiones de la otra nave. Un ritmo constante, con sonidos alternados más altos y más suaves. Hardy habló en voz muy baja:
—Todavía están buscando... No han logrado nuestra posición exacta.
—Marcación cero-uno-siete —susurró Nadel—. Distancia, mil cien metros.
Todo el mundo permanecía con la boca cerrada, escuchando aquellas hélices que batían el mar delante de ellos y cuyo ruido crecía en volumen.
—Marcación cero-cero-nueve. Está virando de frente a...
Más que oírlos, percibieron intensamente los ruidos sordos que acababan de producirse.
El submarino se sacudió. Los hombres quedaron petrificados, hasta que se oyó en un grito la voz de Vogel por el intercomunicador:
—¡Mierda! ¡Acabamos de disparar dos pescados!
Byrnes, sin poder creer lo que oía, gritó a su vez:
—¿Acaban de qué?
—¡No lo hicimos nosotros...! ¡Se dispararon solos!
En el propio equipo de sonar se escuchaba perfectamente el crepitar del desplazamiento de los dos torpedos y el ruido de sus hélices alejándose en dirección a las de la nave desconocida, que se acercaban con un ritmo de paso más bajo.
—No importa —murmuró Frank esperanzado—. Son torpedos inermes.
Pero todos dieron un salto cuando Cassidy entró bruscamente por la compuerta estanco del mamparo, corriendo hacia la sala de torpedos de proa.
Byrnes se precipitó hacia los indicadores de trayectoria.
—Las hélices de alta velocidad se están alejando —informó Nadel. Evidentemente, el blanco había captado el sonido del disparo de los torpedos y estaba retrocediendo en busca de seguridad—. Marcación cero-cero-cuatro, relativa.
Demasiado tarde. La otra nave jamás podría escapar fuera de alcance. Hardy se puso tenso y escuchó atentamente, junto con los demás.
De pronto, el característico ruido constante de las hélices que se distanciaban cesó. Por el altavoz del sonar oyeron un par de golpes secos. Y luego... explosiones.
Mantuvieron clavada la vista en el altavoz que transmitía los terribles ruidos. Crujidos metálicos. Sordas detonaciones. Borboteo de aire en el agua.
Impacto directo.
La onda expansiva alcanzó al Candlefish, que escoró a babor. Comenzó a sonar la alarma de colisión. Se afirmaron a la espera de lo que ocurriría. Cuando el submarino recuperó su posición normal, Byrnes gritó hacia la torreta:
—¡A superficie en emergencia! ¡Terminado silencio de navegación! ¡Corten la alarma de colisión! ¡Arriba el submarino!
El Candlefish salió a la superficie en un pronunciado ángulo, abriendo un enorme agujero en el denso banco de niebla que se mantenía sobre el agua. Mientras Byrnes, Hardy y Frank subían al puente, un fantástico reflejo rojo se extendía desde el Este: la aurora había comenzado a quebrar la bruma. Se inclinaron sobre la brazola del puente y observaron el mar. Después de unos minutos, la niebla se abrió hacia babor y estribor y pudieron ver que la proa penetraba en una extendida capa de aceite en la que aparecían restos esparcidos. Trozos partidos de madera, chapas, instrumentos...
—¿A qué diablos le dimos? —murmuró Byrnes.
Hardy contemplaba los restos, pero apenas los veía. Era otra cosa lo que estaba viendo, un opaco recuerdo que salía a superficie.
—Está en el diario —dijo—. El 2 de diciembre de 1944, el Candlefish descubrió y hundió un submarino japonés.
Byrnes se volvió lentamente y miró al profesor con tanta dureza en su expresión que no pudo contener el temblor de sus mandíbulas.
Frank también se quedó sin habla, aunque sólo durante unos instantes. Luego cogió a Hardy por el hombro y le obligó a darse la vuelta.
—Hardy, estamos en 1974.
La reacción del viejo fue muy lenta, mientras en un esfuerzo agónico salía de sus recuerdos. Finalmente, registró en su cerebro el hecho simple mencionado por Frank, como si hasta ese momento hubiera estado ausente de su conciencia. Frank frunció el ceño sin poder ocultar su confusión.
Byrnes cogió el intercomunicador y llamó abajo.
—Radar, habla el comandante. ¡Informe la posición de la escolta!
La respuesta se retrasó. Demasiado tiempo, pensó Frank. Y tenía razón.
—Estoy tratando, señor... —llegó insegura la voz.
—¿Qué quiere decir, tratando? —chilló el comandante.
—Bueno, señor; parece que los hemos perdido.
Byrnes permaneció inmóvil. Todos tenían la vista dirigida al mismo sitio: los restos esparcidos en las aguas que los rodeaban.
¿El Frankland...?
—Radar, ¿está seguro?
—Señor, lo siento; hemos perdido todo contacto.
—¿Desde cuándo?
Se produjo una nueva pausa.
—Señor, no estoy seguro. Ajusté el equipo en cuanto salimos a la superficie. Pero ya no estaba allí. He estado tratando... Lo siento, señor.
La voz del operador de radar sonó ahogada en sus últimas palabras. Evidentemente, estaba convencido de lo que los hombres del puente sólo sospechaban. Fue Frank el primero en confesarlo:
—¡Dios mío! ¿Habremos hundido nuestra propia escolta?
—¡No! —gruñó Hardy. Sacudió la cabeza mientras miraba a cada uno de los ocupantes del puente. Parecía muy seguro, pero Frank pudo apreciar lo poco que significaba para Byrnes.
La voz que llegó al intercomunicador del puente resonó en el submarino:
—Puente, aquí Cassidy. Señor, venga a la sala de torpedos de proa, enseguida.
Byrnes había comenzado a descender por la escotilla cuando se detuvo unos segundos para mirar fijamente a Hardy, una vez más.
Hardy levantó la vista hacia los vigías; luego observó nuevamente el mar, donde los restos de la nave hundida golpeaban el casco y se deslizaban a la deriva, alumbrados por las primeras luces del amanecer. Sabía que Byrnes pensaba que era un idiota. Se preguntó si el comandante no estaría en lo cierto.
Al pasar por la sala de control, Byrnes intercambió una mirada con Scopes.
—Siga intentándolo —fue todo lo que Byrnes pudo decir. Luego se asomó a la sala de radio y recomendó lo mismo a Giroux. Este se encogió de hombros, con la indiferencia de su poca esperanza. En su particular opinión, habían perdido a la escolta cuando su equipo dejó de comunicarse.
Seguido por Frank a pocos pasos, Byrnes avanzó hacia la sala de torpedos de proa. Al llegar vio a Cassidy inspeccionando uno de los depósitos de torpedos. Vogel, el oficial torpedista, se adelantó inmediatamente, disculpándose con efusividad.
—Señor, no me explico lo que sucedió. Puedo jurar que nadie tocó nada. Se... dispararon solos.
Byrnes suspiró profundamente y murmuró comprensivo:
—Lo sé, lo sé...
Acompañado por Frank, Byrnes dio unos pasos para unirse a Cassidy junto al extremo anterior de las guías. El viejo jefe de máquinas tenía clavada la vista en el mecanismo de armado de los torpedos.
—¿Hopalong? —dijo Byrnes.
Cassidy levantó la vista para mirar al comandante, luego hizo lo mismo con Frank y con Hardy, que en ese momento atravesaba la puerta estanco para reunirse con ellos. Dio unos golpecitos con la mano en el enorme pescado verde y amarillo.
—En Pearl Harbor cargamos los Mark 14 con cabezas inermes, ¿cierto?
—Así es —dijo Byrnes.
—Estas no son cabezas inermes.
Señaló el percutor del detonador, que emergía en la punta de la cabeza de guerra. Byrnes se inclinó para inspeccionarlo. Miró con atención durante un instante, luego movió la mano y sus dedos palparon el mecanismo. Se enderezó y se movió a lo largo de la guía hasta el extremo posterior del torpedo, deteniéndose para controlar la placa de inspección.
—Estos torpedos están armados —dijo.
—Sí, están armados —confirmó Cassidy.
Hardy se desplazó alrededor de las guías hacia los otros depósitos, pasando junto a los torpedos y controlando cada uno con curiosidad no mayor que la normal. Frank lo observó; arrugó el entrecejo. ¿Por qué Hardy no se mostraba más preocupado? El inofensivo lastre se había convertido en mortal explosivo, 302 kilogramos de torpex en cada uno. En vez de una nave de investigación científica se habían transformado en un maligno peligro de los mares. Si el enloquecido submarino podía disparar sus torpedos cada vez que quería hacerlo...
—¿Quién es responsable de esto? —dijo Byrnes con voz penetrante que resonó en el compartimiento.
Frank comprendió lo que estaba sucediendo. Byrnes no podía aceptar los hechos tal como se presentaban. No era de esperar otra cosa. Pero... ¿acusar...?
—Bueno, alguien lo hizo! Alguien cambió estas cosas. ¿Quién fue?
Hardy estaba al otro lado de la guía central. Frank vio algo oscuro en sus ojos... El profesor parecía no ser el mismo.
De repente, Byrnes extendió un brazo por encima del torpedo que tenía a su lado y cogió a Hardy por el hombro.
—¿Fue usted? —gruñó.
Hardy le miró un buen rato antes de contestar, no tanto para elegir sus palabras como para estudiar al acusador.
—No, no fui yo. Pero estuvo bien.
—¿Cómo?
—De lo contrario, esos restos en la superficie serían los nuestros.
Byrnes le soltó. Miró a su alrededor, viendo las caras asustadas de los tripulantes. Se enderezó y enjugó el sudor de su rostro. Luego miró a Hardy y a Frank.
—Quiero hablar con ustedes dos en mi cabina. Ahora mismo.