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2 de diciembre de 1974

 

Hopalong Cassidy interrogó a los torpedistas de proa y de popa y llegó a la convicción de que ninguno de los hombres que se encontraban a bordo había cambiado las cabezas de guerra de los torpedos, ni intencionadamente ni de otra forma. La única explicación parecía ser que alguien perteneciente al depósito de armamento de Pearl Harbor hubiera cargado esos torpedos por error. Vogel protestó enérgicamente. Estaba seguro de que habían partido de Pearl llevando torpedos normales de ejercicio. Cassidy asintió, aceptando la respuesta, aunque su experiencia de más de cuarenta años le permitía saber que se habían cometido a veces errores mucho más extraños que ése. En cuanto a Hardy, ¿cómo podía acusarle Byrnes? Era algo que no tenía sentido, de ningún modo.
Cualquiera que fuese la explicación, ahora llevaban una carga completa de armas letales. Y por el momento no era prudente intentar desactivarlas. No había a bordo ningún hombre experto en demoliciones; los especialistas se habían quedado en tierra. Aunque en realidad cientos de tripulantes habían navegado en submarinos de flota con torpedos de guerra. Aquello era parte de la misma naturaleza del servicio de submarinos. Después de todo, el Candlefish no era ningún barco pesquero, ¿no es así? Entonces, ¿por qué se preocupaba? ¿Por qué seguía haciéndose esas molestas y estúpidas preguntas mientras volvía a su puesto en el cuarto de máquinas anterior? Si los submarinistas estaban acostumbrados a comer, dormir y navegar en compañía de esos altos explosivos, ¿por qué demonios tenía que sentirse tan estúpidamente nervioso? ¿Sería por el hecho de que era en realidad un pájaro de astillero y no un submarinista? No, porque había notado el mismo nerviosismo y las mismas caras preocupadas en otros miembros de la tripulación. No estaba solo en su miedo. ¿Era verdaderamente miedo? Se detuvo en el cuarto de máquinas posterior y se apoyó contra el mamparo, escuchando el zumbido de sus propios diesels, que llegaba desde el otro lado de la puerta estanco.
El Candlefish no debía de estar armado. Y, sin embargo, de algún modo, la tentación se había presentado al alcance de sus manos. ¿Tentación? Se preguntó si se trataba de eso. Cassidy no creía en el destino, ni en lo sobrenatural o misterioso, ni en nada que no fuera el frío acero y los motores grasientos. Sin embargo, no podía negar el entusiasmo y la emoción que había sentido cuando aquellos dos pescados habían salido de sus tubos. ¡Y luego los impactos! ¡Y las explosiones! El repentino frenesí de la acción de guerra submarina. Había sido una rata de astillero durante toda su vida; sólo había salido al mar para efectuar las pruebas iniciales de los submarinos; jamás había visto antes lo que era la acción de guerra. Pero ahora, después de vivir por primera vez sus emociones, se sentía extrañamente ansioso de repetirlas.
Colgándose con ambas manos del borde superior de la compuerta impulsó el cuerpo hacia el otro lado, cayendo sobre ambos pies cerca de la base de su motor. Controló el instrumental y llamé con un silbido a Googles y Brownhaver. Ambos le respondieron con el habitual gesto del pulgar hacia arriba y él se echó hacia atrás, satisfecho al comprobar que por lo menos su pequeño mundo seguía funcionando bien. Miró el estuche de caoba tallada que contenía las pipas, colgado en el mamparo sobre el motor principal número dos; debajo de sus pequeñas puertas aparecía grabado el nombre: WALINSKY —SUS PIPAS. Cassidy sonrió. Todos los jefes de máquinas que había conocido eran iguales. Tipos irremediablemente grasientos, pero ninguno dejaba de tener una pequeña dosis de clase. El estuche de las pipas, ése había sido el rasgo de dignidad de Walinsky. Cassidy abrió las puertecillas del estuche y admiró el revestimiento interior de felpa, las pipas talladas Larsen, Charatans, Dunhills, una Barling y un par que seguramente habían sido hechas a mano por un amante aficionado, probablemente el mismo Walinsky. Cosas encantadoras. Cassidy inspeccionó las tazas de las pipas, buscando depósitos de carbón. La falta de restos de cenizas le sorprendió. ¿Qué diablos hacía Walinsky con aquellas pipas? ¿Nada más que limpiarlas?
Tenían un poco de polvo. Cassidy limpió una. Necesitaba cera. En un pequeño estante lateral del estuche había herramientas y accesorios para pipas: agujas, cera, paños y limpiadores. Una tras otra sacó todas las pipas y las limpió hasta obtener un hermoso brillo, trabajando como si siempre le hubieran pertenecido, como si hubiese conocido todo lo que había que conocer sobre el cuidado de las pipas.
Y mientras trabajaba pensó en Jack Hardy. El problema.
Hardy y Frank estaban pasando cuarenta y cinco desagradables minutos en la cabina del comandante.
Byrnes estaba sentado en el sillón de su escritorio, se había echado hacia atrás y hojeaba el diario de Hardy, instado por el profesor.
—Detalle a detalle —insistía Hardy—, estamos repitiendo la misión de 1944, comandante. Es más de lo que figura en ese libro. Están ocurriendo cosas que era imposible esperar que recordara; cuando suceden, sin embargo, las recuerdo muy bien! ¡Con toda claridad!
—Déjà vu —murmuró Byrnes.
—¡No! No estoy imaginando esas cosas. He estado allí antes. Están sucediendo de nuevo. Ese submarino que hundimos...
—¡Esa nave desconocida! —le interrumpió Byrnes.
—Lo que haya sido, ¡sucedió lo mismo hace treinta años, el mismo día y a la misma hora! Lo recuerdo. ¡Y está ahí, en el diario!
Byrnes cerró de un golpe el diario.
—Me importa un cuerno lo que escribió. Eso fue entonces; esto es ahora.
—¡De acuerdo! ¡Y lo que está ocurriendo ahora es lo que ocurrió entonces!
Los músculos del cuello del comandante se pusieron tensos.
—Qué diablos pretende que haga, profesor?
—Tenemos que reaccionar en la misma forma en que nuestra tripulación habría reaccionado hace treinta años. Si aparece un blanco, si cumple lo que está escrito en el libro, debemos actuar como dice el libro que actuemos. ¡Para eso estamos aquí! ¡Pregúnteselo a Frank! ¡Cualquier cosa que sucede nos está dando la oportunidad perfecta para recrear la misión de 1944!
Byrnes replicó inmediatamente:
—Está tan ocupado recreando cosas, que ha imaginado aviones en medio del Pacífico.
—Nadie imaginó esa mancha de aceite.
Frank sonrió. En eso Hardy tenía razón. Habían hundido algo. El hecho de que nadie supiera exactamente qué era no quitaba importancia a la coincidencia: en ese momento habían cumplido el diario.
—Mire, ¡ya he escuchado suficientes tonterías sobre Triángulos del Diablo y anomalías geomagnéticas y buques desaparecidos! ¡Basta con recrear todo eso!
Frank levantó una mano, pretendiendo autodesignarse referee temporal.
—Pensemos con lógica por un momento.
Byrnes dio un salto y gritó:
—¡Basta de lógica! Ordenes y nada más. ¡Se olvidan que hemos perdido contacto con nuestro buque escolta y el equipo especial que tiene a bordo! Esa es una catástrofe suficientemente grande como poner fin a esta misión, por lo que a mí respecta. ¡El experimento ha terminado! Voy a mantener esta bañera en la superficie. Vamos a quedarnos donde estamos hasta que aparezca esa escolta. ¡Voy a enviar un mensaje por radio a Pearl ahora mismo, para informarles que regresaremos a la base tan pronto como sea posible!
La mandíbula de Frank se aflojó. Hardy abrió la boca para protestar.
Byrnes apuntó un dedo tembloroso hacia el profesor.
—En cuanto a usted, no me cree problemas. ¡Soy responsable de otras ochenta y cuatro vidas! ¡No voy a permitir que un loco ponga en peligro a los demás!
Frank controló su voz tanto como pudo mientras hablaba.
—Eso es un poco duro, comandante. No veo motivo alguno para echar la culpa de nada a Hardy. Por supuesto que no es responsable de...
—¡Ha creado una tremenda confusión! Y lo mismo usted... Y no quiero oír una sola palabra más.
Frank se puso en pie y los dos hombres se miraron cara a cara en la pequeña cabina, como sí fueran a darse de puñetazos. Pero Hardy intervino para demostrar que la batalla no había comenzado todavía.
—Respecto a la radio —dijo Hardy—, no denunciaría nuestra posición si estuviera en su sitio.
Las palabras cogieron de sorpresa a Byrnes.
—¿A quién?
—Al enemigo.
Byrnes no lo podía creer, y tampoco Frank. El comandante apuntó otra vez con su dedo a Hardy, pero ahora para decir:
—Queda relevado como oficial de navegación.
Hardy permaneció inmóvil durante unos segundos en su asiento, mirando a Byrnes, sin comprender qué había hecho mal. Luego se puso en pie y abandonó la cabina en silencio.
Frank se había quedado pasmado y sin habla, cuando Byrnes se dio la vuelta hacia él.
—De ahora en adelante usted actuará en todo momento como segundo comandante. Necesito a Dorriss para la navegación. Eso le mantendrá a usted apartado de otros problemas. Y le hago responsable de lo que Hardy haga o diga. No quiero que siga alarmando a la tripulación.
Frank no pudo evitar el tono de rebeldía en su voz.
—Bueno, si ellos son como yo, estarán ya suficientemente alarmados. Y en cuanto al regreso a Pearl, tengo el presentimiento de que no será tan fácil.
Frank abandonó apresuradamente el compartimiento, antes de que Byrnes pudiera contestarle algo. Pero el golpe que dio la puerta cuando el comandante la cerró de un puntapié fue una respuesta inconfundible. Frank fue deprisa hacia la cocina en busca de una taza de café. Necesitaba calmar sus nervios.
Cookie era un barbudo hombrecillo de Brooklyn, pequeño pero recio, y con la boca de un chofer de taxi de Manhattan. No toleraba que le criticaran. Frank le encontró discutiendo con un electricista que había encontrado una caja de fósforos en la comida.
—¡Tuviste suerte de que no fueran los recortes de las uñas de mis pies! —rugió Cookie.
—¡A ésos ya me los comí! Estaban en el budín de ayer.
Cookie agitó amenazador un grasiento cucharón.
—¡Entonces, el helado de hoy te va a encantar!
Los dos siguieron gritando mientras Frank se servía el café, cogía un buñuelo recién hecho y pasaba junto a ellos entrando al comedor de la tripulación. Allí se encontraba Cassidy con sus dos compinches, Brownhaver y Googles, en una mesa de un rincón. Cassidy hacía ostentación con una extraña pipa apretada entre los dientes. Frank no recordaba haberle visto fumar nunca.
Brownhaver parecía dominar la conversación.
—Les aseguro que los japoneses ahora no tienen submarinos de gran radio de acción. Después de la guerra nunca los tuvieron. Eso fue parte del acuerdo. No se les permitía tener una Marina de guerra. Si lo que hundimos fue un submarino, ¡pueden estar seguros de que no era japonés!
Googles sacudió la cabeza, confundido, y se volvió hacia Cassidy.
—¿Y usted qué piensa, jefe?
Cassidy desplazó la pipa de un extremo a otro de la boca; luego la cogió con una mano y habló sabiamente:
—Hundimos algo. Y lo seguro es que alguien se va a quejar.
Frank comenzó a beber su café y pensó en lo que decían. Por supuesto, si habían hundido un barco de su propio país, no dudaba de que harían algún comentario por radio. Debía de recordarlo, para recomendar a Giroux que sintonizara las emisoras civiles. Claro que si realmente había sido su propio buque escolta... Una de las posibilidades, aparentemente, podía ser excluida. Si Brownhaver estaba en lo cierto, y Frank tenía la seguridad de que así era, no podía haberse tratado de un submarino japonés. Si no había ninguno; bueno, no era posible que hubiera aparecido uno para cumplir su propósito. Se preguntó si Byrnes no tendría razón: tal vez Jack Hardy estaba desequilibrado. Pero tan peligroso como eso era el pánico de Byrnes, su incapacidad para mantener la calma en momentos de tensión. Byrnes parecía estar perdiendo el anda. En realidad, tal vez constituyera una amenaza mayor que la del profesor. Hardy no tenía el menor deseo de cargar con la responsabilidad de la vida de nadie. Byrnes era responsable de las vidas de 85 hombres, incluyendo la propia.
La preocupación de Frank era la expedición. El experimento. Demostrar que tenía razón.
Cookie y el electricista seguían peleándose cuando Frank pasó por la cocina dando grandes zancadas y les arrojó la taza vacía. Cookie hizo un torpe esfuerzo para pescarla en el aire y se quedó mirándole.
Frank encontró a Hardy solo en el comedor de los oficiales, sentado delante de una taza de té. Había apoyado ambos brazos estirados sobre la mesa y contemplaba el globo que había partido pocos días antes.
Frank se sentó cerca del profesor y sacó su pipa y la bolsa de tabaco. La cargó, apretó las hebras en la cazoleta y la encendió; luego fumó en silencio durante unos minutos.
—Byrnes tiene una mecha demasiado corta —comentó Frank. Hardy levantó la vista muy lentamente, como si volviera de un absorbente recuerdo personal—. Pierde los estribos, y siempre antes de tiempo.
—Mister Frank, espero que comprenda; hundimos un verdadero submarino.
Frank bajó la vista y volvió a apretar el tabaco de la pipa.
—Aparte de eso...
—¡Es que no hay nada aparte de eso!
Frank comprendió que Hardy deseaba mantener su posición hasta el final. Su actitud no ayudaría para nada a resolver el problema. Encendió otra vez la pipa y miró a Hardy a los ojos.
—¿No existe la posibilidad de que esté recreando para usted mismo lo que escribió en ese diario?
El profesor le miró indignado, y Frank sintió que había perdido su confianza.
—No fui yo quien creó esa mancha de aceite —fue todo lo que dijo. Se puso en pie, dejó la taza de té y se dirigió hacia la puerta. En el último momento se dio la vuelta, con una media sonrisa en su rostro.
—Le diré una cosa, capitán. Usted quería descubrir lo que sucedió en 1944... Creo que lo podrá descubrir de primera mano.
—Lo dudo, si Byrnes nos hace volver.
—No crea que eso le va a resultar tan fácil.
Hardy se alejó, dejando el eco de su cojera sobre el suelo del pasillo. Frank se dio cuenta de que el profesor había repetido las mismas palabras que él había dicho a Byrnes. Tal vez ambos sospechaban lo mismo: el Candlefish estaba apresado en las garras de alguna fuerza empeñada en lograr que se cumpliera el proyecto. O... ¿sería que ellos mismos estaban apresados en las garras del submarino...?
Frank no quería creer que el submarino estuviera actuando en forma independiente, pero si aceptaba las explicaciones y teorías de Hardy, todo encajaba perfectamente en su sitio.
Sin embargo, era imposible.
El proyecto estaba dirigido a descubrir cómo había vuelto el submarino. Hardy insistía en saber por qué... y no cómo. Byrnes quería utilizar una vez más la táctica de Basquine y Bates: encontrar un cabeza de turco para echar sobre él las culpas. Era el enfoque ignorante.
No obstante, había que aceptar la realidad de las cosas... ¡Se habían producido hechos! Nadie los estaba imaginando.
Como dijera Cassidy: Hundimos algo.
Bueno, ¿qué?
Frank se puso en pie y se dirigió a su alojamiento con la intención de volver a leer el diario de Jack Hardy. Cuidadosamente.
Frank pasó la mayor parte de sus ocho horas libres de servicio recostado en su litera, con la cortina cerrada, leyendo y releyendo el libro de Hardy a la luz de una linterna. En todas las páginas encontró algo que le provocó nuevas inquietudes. No había nada que hacer: hasta en los más increíblemente mínimos detalles estaban repitiendo la misión de 1944. Recordó vívidamente las acciones de Hardy durante aquellos últimos días de noviembre, en que había estado comprobando cuidadosamente el libro de bitácora de la guardia oficial y comparándolo con el suyo, haciendo notar las similitudes: pérdidas en las válvulas, roturas en las juntas, los cables de conexión en la caja de baterías... Cosas que le hicieron encogerse de hombros cuando Hardy se las señaló por primera vez, ahora parecían cobrar nuevo significado. Después se produjo el avistaje, o escucha, de los aviones, la noche anterior. Coincidía exactamente con el diario. Había sucedido de la misma forma treinta años antes, y también había sido Hardy quien los oyó entonces. Claro que eso podía tener explicación: en ambas oportunidades él había oído cosas. Los vigías no le apoyaron, ¿verdad?
—... Lo siento, no sé qué fue lo que oí...
Y así llegaron al 2 de diciembre, de 1944 y de 1974. El hundimiento de un sospechoso submarino japonés. Treinta años antes habían podido comprobar el hundimiento, pero nunca supieron con exactitud qué habían hundido. Y lo mismo había sucedido esa mañana de 1974. Demasiado cerca. Demasiada coincidencia.
No tenía explicación. Estaban atrapados por algo, y tendrían que encontrar la manera de actuar en esa situación. Frank bajó el diario y se quedó acostado, inmóvil.
Levantó ambos brazos por encima de la cabeza para desperezarse, notando el sudor que humedecía su camisa. Se sintió pegajoso e incómodo. Era extraño; siempre se sentía así cuando leía el diario de Hardy. Había algo aterrador en él. Ahora podía comprender por qué: lo estaban viviendo.
Pasó las piernas por el lado de la litera y escuchó los ruidos propios del interior del submarino. Los motores eléctricos funcionaban silenciosamente; todavía navegaban a profundidad de periscopio. Podía oír los pings del sonar: Byrnes seguiría manteniendo a Nadel pegado a sus auriculares. También se oía la voz del comandante; llegaba desde su cabina, unos metros más adelante sobre el pasillo; gruñía al camarero que le había llevado la cena. Frank controló su reloj: eran las 17:30.
Se levantó, acercándose al armario. Después de quitarse la camisa y enrollarla como una pelota, abrió la puerta del armario y la arrojó en el interior, sacando la última camisa limpia que le quedaba. Mientras se la ponía observó la gastada copia Xerox del diario original de Hardy, el ejemplar manuscrito que el profesor le entregó por primera vez. La sacó del armario y empezó a pasar las páginas, buscando el 2 de diciembre, para asegurarse de que la información era la misma. Lo era; nadie había agregado una letra. No se podrían atribuir aquellas espeluznantes similitudes a la exuberante imaginación de alguna irresponsable secretaria de la Marina. Estaba todo allí, en la precisa escritura a mano de Hardy. Volvió a colocar el diario en el armario, mientras se abotonaba la camisa. Entonces vio el diario original del capitán Basquine, que había llevado consigo para... ¿para qué? ¿Aliento? ¿Para qué servía? La maldita cosa tenía las páginas tan blancas como la cara de un muerto. Lo sacó del armario y comenzó a pasar las hojas de mala gana, aunque inmediatamente cambió su actitud. Las dos páginas que estaba mirando estaban completamente cubiertas con los apresurados garabatos de Basquine. ¿Y la fecha? Sus ojos treparon hasta lo alto de la página.

 

 

29 de noviembre de 1944

 

No era correcto. No podía ser. Recordaba con claridad la primera vez que abrió el diario aquella mañana en que lo encontró mezclado entre las cosas del escritorio del comandante. Y cuando se lo mostró a Hardy la noche que fueron a tomar unas copas al Clean Sweep. Las páginas en blanco se extendían desde la anotación inicial del 21 de noviembre hasta la fecha de la pérdida del submarino, el 11 de diciembre. En blanco, totalmente en blanco.
¿Y ahora? Pasó las páginas, una tras otra. Estaban todas completamente llenas. Áspera tinta azul; la vieja pluma fuente del capitán Basquine. Sus familiares trazos como patas de arañas, desde el 21 de noviembre en adelante...
Hasta la misma fecha en que zarparon. La primera fecha, 21 de noviembre, sólo contenía la anotación: 8:00 horas. Salida de Pearl. Continuamos de acuerdo a órdenes a la zona general de las Kuriles, Pacífico. Ahora la página estaba completamente escrita, con detalles absolutamente coincidentes con los que Frank recordaba desde aquel primer día en que el submarino abandonó Pearl bajo el mando de Byrnes. ¡No faltaba un solo punto! Únicamente aquellas pequeñas cosas que un comandante no se habría molestado en registrar. Pero Basquine era muy detallista... ¿No había dicho eso Hardy?
¿Basquine? ¿Qué estaba pensando? ¿Cómo podría haber llenado Basquine ese diario?
Siguió hacia delante, página tras página, en pie delante del armario abierto, sintiendo el sudor en sus axilas, que ensuciaba su única camisa limpia. Estudió los detalles a medida que iban apareciendo: 18 de diciembre, ayer, el submarino se había negado a salir a la superficie hasta que no fueran exactamente las 20:00 horas, según el punto de vista de Hardy. ¿Y aquí, en el diario del comandante? No mencionaba ningún problema. Únicamente la anotación: Salida a superficie a las 20:00 horas. Densa niebla. Continuamos con rumbo 272 a un tercio de velocidad. Eso parecía coincidir con lo realizado la noche anterior, tal como lo recordaba Frank. ¿Pero no faltaba algo?
¡Por supuesto!
La escolta. No había mención alguna de la escolta. Volvió a las páginas hasta el 21 de noviembre y controló día por día, aumentando cada vez más su incredulidad. Tragó con dificultad. No había mención alguna de un destructor escolta en ninguna de esas páginas. En esas nuevas y frescas páginas.
2 de diciembre, por la mañana temprano, antes de la inmersión: El teniente Hardy informó haber escuchado aviones hacia el sector Norte. Los vigías no pudieron confirmarlo. No hubo contacto visual, debido a la espesa concentración de niebla.
Era un registro exacto de la misión de 1944. Al día. No se trataba de su misión, de ninguna manera: no era la de hoy, la de 1974. Era la versión del comandante sobre cómo había ocurrido entonces, con toda exactitud. Pasó la página, y se detuvo.
La de fecha 2 de diciembre era la única anotación, Frank miró fijamente la siguiente página en blanco y experimentó una amenazadora sensación de náusea. Estaba al día, cierto. Exactamente al día y nada más. Tal vez debía de decir: al minuto. La escritura de Basquine describía con precisión cómo habían captado con el sonar un blanco no identificado, presumiblemente un submarino japonés; el cauteloso juego del gato y el ratón, la preparación del disparo desde una profundidad de 60 metros, el disparo, ¡el impacto directo! La salida a superficie en un mar cubierto de aceite y de restos, la imposibilidad de determinar exactamente qué habían hundido, pero la satisfacción de que cualquiera que hubiese andado rondando por allí lo merecía. Y Frank creyó poder leer entre líneas: el placer personal de Basquine por el hundimiento. Y también sabía por qué. Era el primer hundimiento de la misión. El primero, después de meses. Debió haberle causado una enorme alegría. Completamente distinto a Louis F. Byrnes y su pánico nervioso.
Ese era el final del diario, por el momento. Observó el resto de las páginas en blanco y se preguntó cuándo estarían llenas, y quién las estaba llenando. Empezó a sospechar de Hardy. Cuando se disponía a cerrar el diario, su dedo pulgar rozó la tinta de anotación del 2 de diciembre, y le manchó la piel. Frank miró su dedo sucio de tinta y sintió un estremecimiento de terror que le recorría el cuerpo. Abrió otra vez la página y frotó sus dedos sobre ella.
No lo podía creer. La tinta se emborronó. Estaba fresca, tan fresca como si recientemente hubieran terminado de escribir. Imposible. El diario había estado todo el día en su armario, enterrado debajo de su ropa interior y la camisa, y del diario escrito por Hardy. Nadie sabía siquiera que estuviese allí. Y había permanecido recostado en su litera desde hacía horas. Aunque la cortina estaba cerrada, podría haber jurado que no había entrado ni salido nadie del dormitorio, excepto quizá Stigwood...
Y en ese momento, Stigwood estaba en la litera instalada encima de la de Frank, cubierto hasta la cabeza con las mantas y completamente dormido. Frank le había oído cuando llegó; abrió su armario, colgó sus ropas, cerró de un golpe la puerta y subió a la litera. No era Stigwood. No podía haber sido él. Además, no tenía el cerebro suficiente...
Frank sacó otra vez el diario de Hardy del armario y se acercó rápidamente a su litera. Puso los dos libros sobre las mantas y los abrió por la fecha 31 de noviembre. Luego comenzó a examinarlos, página por página, comparando los detalles, la redacción y la caligrafía... Nada era igual. Las palabras de Hardy eran las de un científico, que recordaba las cosas según acudían a su memoria, y las escribía con el mayor esmero posible. Basquine hacía sus anotaciones en la jerga de los comandantes, breves y concretas, casi en clave. Y la letra era totalmente distinta: la caligrafía clara y agradable de Hardy, por un lado, y los horribles garabatos de Basquine, por el otro. Además, el diario de Hardy estaba escrito con lápiz. Claro que eso no significaba mucho. De alguna manera podría haberse agenciado la pluma fuente de Basquine. Pero ¿en qué momento podría haber escrito esas anotaciones? Y por qué? No tenía sentido.
Frank sintió una nueva curiosidad. Pasó las páginas hacia atrás, hasta los días anteriores al 21 de noviembre, buscando el registro por Basquine sobre las actividades en el puerto. Era la misma escritura... Decididamente, la de Basquine. Quienquiera que fuese el que lo estaba imitando, suponiendo que alguien lo hiciera, había logrado copiar su estilo y su letra a la perfección.
Frank se irguió, mirando fijamente ambos diarios. Y qué ocurriría con los otros libros de bitácora, los que estaban llevando durante ese viaje? El libro de bitácora oficial era un registro correcto: Hardy y él lo habían controlado diariamente. Pero el diario de Byrnes... Se preguntó qué podría encontrar en él. Otra vez notó el sudor en sus axilas. Sintió necesidad de ir al retrete. Cerró ambos diarios y se preguntó qué hacer. ¿A quién debía decirlo? ¿A Hardy? Pensó que ya no podía confiar en el viejo. Se lo diría a Byrnes únicamente. Y Byrnes actuaría para proteger el submarino. Tuvo la sensación de que le clavaran pequeños puñales, que le cortaban y le revolvían extrayéndole las entrañas. Ya no tenía el control de la situación, aunque no estuviera conforme con ello, lo temiera y no pudiera superarlo. ¿Quién tenía el control?
Obviamente, quien había escrito esas anotaciones en el diario.
Sólo había una solución, y Frank lo sabía. Se puso en pie y guardó cuidadosamente ambos diarios en el fondo de su armario, debajo de sus calzoncillos, calcetines, la camisa sucia, y sus mapas del Triángulo del Diablo, las cartas náuticas y los informes... Buscó un candado, que hasta ese momento le había parecido innecesario, y cerró con él el armario. Luego colocó la llave en el llavero que colgaba de su cinturón. De ahora en adelante, sonaría como un cascabel cuando se moviera, pero se sentiría mejor.
Eso terminaría con la misteriosa auto-escritura del diario. Sonrió. Sintió otra vez la urgente necesidad de ir al retrete. Cogió la copia Xerox del diario de Hardy, que había estado leyendo durante todo el día, y la llevó consigo. Mientras permanecía en pie frente al mingitorio, siguió leyendo: 3 de diciembre. Parecía que iba a ser un día muy activo, si todo sucedía de acuerdo con el registro. También se presentaba peligroso, al parecer. Algo inesperado, si no los encontraba preparados para ello. Decidió mantener cerrada la boca desde ese momento en adelante y dejar que los hechos siguieran su curso. Probablemente sería así, de cualquier manera. Entonces, para qué interferirse? La única forma de mantenerse por encima de esas cosas era situarse sobre ellas y ver a dónde lo llevarían. Miró el verde mamparo y le hizo un silencioso anuncio, con una sonrisa dibujada en sus labios:
—Adelante, muchacho. Todo lo que quieras. Estoy contigo.