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6 de diciembre

 

Dorriss estudiaba la carta desplegada sobre la mesa larga del comedor y se acariciaba la barbilla con la mano, en evidente gesto de preocupación. Estaba observando una copia de un mapa japonés, en el que aparecían delineadas las características del puerto en la bahía de Tokio. Pasó un dedo sobre las coordenadas y luego siguió la línea de la costa, sacudiendo la cabeza en señal de duda. Adler estaba junto a él, balanceándose hacia atrás y adelante y frunciendo el ceño, tratando de aparecer más inteligente de lo —que era.
Ed Frank estaba sentado a la cabecera de la mesa. Conocía el mapa de memoria; en ese momento se limitaba a dar tiempo a los dos jóvenes oficiales para que se convencieran de algo que él ya había decidido. Se acomodó en su asiento y dijo:
—Estoy esperando.
Dorriss se irguió y sacudió la cabeza.
—Yo no haría la aproximación desde el Sur —dijo.
—Pero es la única forma de entrar —afirmo Frank.
—Lo sé —sonrió Dorriss.
Frank lo miró muy serio.
—No los hice venir a pasar un recreo humorístico. Usted tiene antecedentes de navegador; quiero que me dé la opinión de un navegador.
—Es imposible —dijo simplemente Dorriss.
—No. ¡No lo es! —contestó Frank golpeando la mesa con el puño. Luego se calmó y dejó entrever una ligera sonrisa-Vamos a hacerlo. Así que será mejor que se acostumbren a la idea desde ahora. Quiero que me resuelvan el problema de la aproximación, en términos de tiempo atmosférico existente y características físicas de la zona, según los datos conocidos.
Frank se puso en pie, giró alrededor de la mesa y observó personalmente el mapa. Después miró a Adler.
—¿Alguna opinión, mister Adler?
—Me parece un plan excelente, señor.
Dorriss aceptó su posición en minoría. Se encogió de hombros y volvió a inclinarse sobre el mapa, junto a Frank. Sus delgados dedos dieron unos golpecitos sobre la ensenada llena de obstáculos y afirmó:
—Puedo conseguirle datos del tiempo y de los otros detalles actualizados, y podrá entrar allí. Encontrará minas hasta el cuello, ¿pero eso qué importa? Pero si logra entrar, señor, será mejor que vaya despacio. Será mejor que se arrastre.
Frank sonrió.
—Como un maldito gato.
Hardy estaba desnudo en el cuarto de baño, a punto de meterse bajo la ducha, cuando vio fugazmente al camarero que pasaba llevando en sus brazos una cantidad de cosas que parecían desperdicios. Hardy dudó durante un instante, inseguro de lo que había visto, pero luego se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. El camarero iba por el pasillo, en dirección a popa. Hardy cruzó la puerta y salió detrás de él. Cassidy levantó la vista y Brownhaver lanzó asombrado un significativo silbido.
Hardy los ignoró, entrando como una tromba en el cuarto de máquinas posterior. Los silbidos se multiplicaron. Hardy soportó la sonora agresión hasta el cuarto de maniobras, donde el camarero se dio la vuelta para ver de qué se trataba. Hardy se detuvo y miró fijamente el bulto que el hombre llevaba en sus brazos.
Estaban allí los restos del globo terráqueo perforado y los mapas y libretas llenas de anotaciones cuidadosamente reunidas por Ed Frank: su arsenal completo sobre el Triángulo del Diablo. Y algo más: las copias del diario de Hardy. Todo lo que habían preparado para seguir como guía durante aquel viaje, la razón misma de la expedición.
Hardy se quedó paralizado en el sitio, mientras los silbidos se convertían en estridentes aullidos y afeminados gritos de:
—¡Ayyy! Por Dios! ¡Qué horror! ¡Un hombre desnudo...!
El camarero sonrió a Hardy y siguió su camino hacia el cuarto de torpedos de popa. Desde la puerta, Hardy vio que el hombre depositaba su carga en uno de los verdes armarios del mamparo. Sin hacer caso de las burlas, regresó al cuarto de baño andando silenciosamente.
De manera que Frank había decidido descartar el propósito científico que justificaba la misión, dejarlo a un lado para que no le recordara... y de esa forma poder concentrarse en... ¿qué?
Otra vez ese esquivo qué.
Hardy se preguntó si debía mantener cerrada la boca, dejar que el Candlefish llegara a Latitud Treinta y limitarse a ver qué pasaba.
¿Acaso no era ésa la intención científica? Y ahora, ¿no era él el único hombre de ciencia verdadero que quedaba a bordo? Frank ya no estaba interesado; ahora dependía de Hardy que se pudiera volver al tema.
Se metió bajo la ducha y sintió con placer los alfilerazos del agua en sus músculos tensos. Pero tan pronto como terminó de vestirse acudió a la sala de control. Tenía que volver a mirar la cara de Frank.
Necesitaba saber con certeza quién creía ese hombre que era.
Se detuvo para mirar por encima del hombro de Lang. El cabo de guardia estaba controlando el libro de bitácora oficial del submarino. Se volvió con el libro en sus manos. Hardy le preguntó:
—¿Quiere que lo haga firmar? Voy arriba.
—El comandante ya lo firmó.
Lang depositó el libro sobre la mesa donde estaban los planos y se volvió para consultar al operador de radar. Los ojos de Hardy se posaron en el manual de la Escuela para Candidatos a Oficiales, que sobresalía en el bolsillo posterior del pantalón de Lang. Sintió un incómodo estremecimiento. Luego bajó la vista en dirección al libro de bitácora.
Un segundo estremecimiento terminó de angustiarlo.
La conmoción no se debía a nada en particular que estuviera contenido en el informe en sí. Se trataba de la firma que aparecía al pie de la página: esa pequeña y áspera escritura, el nombre...
No se animaba a mirar a su alrededor, temeroso de las caras que podía encontrar junto a él. Un profundo terror le oprimía sus entrañas, y sintió que treinta años de vida se escurrían entre sus dedos, como si nunca hubieran pasado, como si nunca se hubiera separado del Candlefish ni de su tripulación.
Sacudió bruscamente la cabeza. Otra vez había olvidado algo. Había ido allí con un propósito, pero ya no lo recordaba. Se sintió como un hombre que quiere recoger agua en su mano con los dedos abiertos. Estaba incapacitado para agarrarse a nada. El Candlefish era todo lo que tenía; el submarino y su dotación. Estaban en tiempo de guerra y no había riada que pudiera hacer al respecto. No había manera de escapar a ello. Tenía que seguir embarcado con los demás y aguantar las inestables ocurrencias del comandante.
Y no podía prevenir a nadie, porque sencillamente nadie confiaba en él.

 

 

7 de diciembre

 

Una sola lamparilla eléctrica estaba encendida a las 2:00 de la mañana en el dormitorio de los suboficiales mayores. Hardy estaba acostado en su litera, con las manos cogidas sobre el estomago, a medio camino entre el estado de conciencia y el sueño.
Un ligero temblor agitó sus párpados cuando la música que surgió por los altavoces llegó a sus oídos amortiguada por la espesa cortina que cerraba un lado de su camastro. Era Serenata a la luz de la luna, de Glenn Miller. Las suaves y cadenciosas notas le arrullaron, transportándole a antiguos sueños, recuerdos, noches estivales en New Haven, el club junto al muelle. Elena bailando con él aquella última noche antes de su partida hacia San Diego...
Abrió un ojo y contempló el retrato de su mujer, adherido a la parte inferior de la litera de Stanhill. Cada vez que llegaba Stanhill y subía a la litera, el colchón se combaba, el retrato se desprendía y tenía que asegurarlo otra vez.
¿Stanhill? No era Stanhill, Stigwood.
Alguien aumentó el volumen, y Hardy terminó de despertarse. El sonido de esa gran orquesta había sido siempre su favorito. Pero Stanhill era un exagerado. Cada vez que ponía sus manos en el tocadiscos del comedor, tenían Glenn Miller para tres horas...
Tomó conciencia de otros ruidos que interferían la música: pasos, risas, gritos.
Hardy se sentó lentamente y escuchó. Abrió la cortina que corría junto al borde de la litera y miró hacia fuera. El dormitorio estaba desierto, pero vio algo en el pasillo. Extrañas sombras proyectadas sobre los mamparos, luces parpadeantes...
Se levantó, se puso los pantalones y los zapatos. Algo estaba pasando en el cuarto anterior de torpedos. Se acercó a la puerta y vio al teniente Dorriss, que aparecía en la entrada del dormitorio de oficiales, restregando el sueño de sus ojos.
Pasó Nadel precipitadamente, rozó a Dorriss sin decir palabra y abrió la puerta del comedor. Allí se encontraba Stigwood, solo con el tocadiscos.
Nadel se cuadró y habló a gritos:
—Señor, el comandante quiere que ponga Leven Anclas en el tocadiscos y que lo transmita a los compartimientos ahora mismo.
—¿Leven qué...? —dijo Stigwood.
—Permiso para entrar en el comedor —solicitó Nadel—. Gracias, señor. Permítame, señor.
Quitó bruscamente del aparato el disco de Glenn Miller, lo que provocó un chillido de protesta de Stigwood. Luego se puso a revolver el estante donde estaban los discos. Encontró un viejo disco de 78 revoluciones y lo puso en el aparato.
La marcha estalló como un cañón. Y se oyó el fragor de las estridentes voces que la acompañaban desde el cuarto anterior de torpedos. Luego el ruidoso grupo de hombres invadió en tropel la zona de oficiales llevando antorchas (trapos viejos embebidos en combustibles diesel y envueltos en palos y varillas).
Se amontonaron en el pasillo, conducidos por Clampett y Cassidy, lanzando gritos de aclamación alternados:
—¡Ann Sheridan!
—¡Betty Grable!
Hardy y Dorriss tuvieron que echarse rápidamente a un lado para evitar que los aplastaran. Entre el humo y las llamas pudieron ver que el grupo estaba integrado por casi la mitad de la dotación. Una amplia sonrisa se dibujó en la cara de Hardy. Recordaba.
—¡La Grable es mejor! —gritó Cassidy.
Una andanada de voces surgió en su apoyo.
Clampett se dio la vuelta desde el mamparo de la sala de control y chilló:
—¡Ann Sheridan!
El camarero, que era en parte filipino, saltó lanzando su grito:
—¡Carmen Miranda!
—¡Vete de aquí! —rugió Dankworth.
Dorriss se abrió paso entre el aluvión de hombres y se aproximó a Hardy.
—¿Qué es esto?
—Un curso para elegir la novia del submarino —respondió Hardy sonriendo. Dio un paso a un lado y se unió al tropel en marcha. Dorriss se apresuró detrás de él.
A medida que el gentío avanzaba, pasando por la sala de radio, la cocina, el dormitorio de la tripulación, se agregaban nuevos participantes, que inmediatamente eran interpelados para que apoyaran a una u otra candidata. Alguien alcanzó a Clampett la foto de Ann Sheridan y éste la levantó bien alta en el aire, entregando su antorcha a Witzgall. Empezó a ir hacia atrás, cantando a gritos:
—¡Ann Sheridan! ¡Ann Sheridan!
Los hombres que estaban en el fondo iniciaron la distribución de lápices y pedacitos de papel. Cada uno escribió el nombre de su preferida y los votos pasaban de uno a otro hacia adelante. Algunas de las papeletas desaparecían dentro de las camisas; montones de votos no llegaron jamás a su destino. Y Roybell no cesaba de sacar de su camisa una enorme cantidad de papeletas escritas con anticipación, mientras gritaba:
—¡Aquí hay uno para Grable! ¡Otro para Grable!
En el cuarto de máquinas anterior, Clampett entregó la foto de Ann Sheridan a Lang. Brownhaver le arrojó la caja para los votos. Era un pequeño recipiente de cartón, sobre el que habían garabateado la palabra voto en uno de sus lados. Clampett estiró los brazos, sosteniendo la caja hacia adelante y se abrió camino entre la aglomeración, recogiendo los papeles.
—¡Echen sus papeletas aquí! ¡Dentro de la caja! ¡Esto no es basketball, Googles; métela bien dentro!
El camarero mantenía su voto en alto, moviéndolo ansiosamente en dirección a Clampett y gritando con insistencia:
—¡Carmen...!
Un desconsiderado empujón de Dankworth lo interrumpió bruscamente.
Clampett temía que la elección estuviera volcándose en su contra. Cuando Giroux se adelantó y anunció orgullosamente Grable, Clampett le esquivó agachándose y se alejó zigzagueando, recogiendo sólo los votos para Ann Sheridan, y avanzó encogido hasta volver a la sala de control. Dejó que pasaran los últimos hombres y depositaran sus papeletas; luego se presentó a Hardy y Dorriss.
—¿Ya está? —dijo.
Miró rápidamente la caja: estaba llena hasta arriba con los pequeños papelitos. La tendió a Hardy.
—Señor, queremos delegar en usted la responsabilidad del escrutinio.
Los ojos de Hardy brillaron.
—Oh, lo haré encantado, Corky...
Clampett guiñó sospechosamente un ojo a Hardy.
—Ann Sheridan es una fija, ¿no le parece, señor?
—Tiene buenas probabilidades —concedió Hardy.
—Sííí... bueno, aquí está —entregó la caja—. Un hombre, un voto. Democracia.
Dorriss espió dentro de la caja, y se quedó con la boca abierta.
—Debe haber quinientos votos ahí dentro.
Hardy levantó la vista de la pila de votos contados, que habían reunido sobre la mesa del comedor de la dotación.
—Betty Grable —anunció.
Estalló una algarabía de aclamaciones y vivas. Se mostraban tan entusiasmados por esto como lo habían estado cuando borraron de las aguas los buques japoneses. Clampett se adelantó forzando el paso entre sus camaradas y se enfrentó a Hardy, con una expresión de incredulidad y disgusto en su rostro. Hardy señaló las papeletas.
—Cuatrocientas veintitrés a doscientas noventa y seis.
Se oyeron más gritos de alegría de los partidarios de Grable. Cassidy silbó entre dientes. Cookie se acercó y quedó con la boca abierta mirando los votos sin poder creerlo.
—¿Cuántos votos? —preguntó.
—Cuatrocientos veintitrés contra doscientos noventa y seis —repitió Hardy.
—¡Mierda! ¿Quiere decir que he estado dando de comer a setecientos hombres?
Lanzó una carcajada junto a la oreja de Clampett. Este se puso colorado; recogió los votos, los llevó a otra mesa y comenzó un nuevo recuento.
Hardy estuvo mirándolo durante un buen rato, con una sonrisa que ensanchaba su áspera y vieja barba.
Los partidarios de Grable empezaron a mofarse de Clampett y a insultarlo, consiguiendo que apresurara la cuenta.
Todavía sonriente, Jack Hardy alzó la vista y vio al comandante Frank, en pie junto a la puerta de la cocina, mirando fríamente el proceso. A su lado estaba Dorriss; mantuvieron una breve conferencia en susurros, y en cierto momento el comandante miró a Hardy.
Una vez más, sintió un alarmante estremecimiento.
El comandante eligió muy bien su próximo gran momento. Con la excepción de Clampett, la moral de la tripulación había alcanzado el punto más alto desde que se inició el viaje. Decidió aprovechar esa ventaja para impulsarla aún más y encaminarla en la dirección que consideraba acertada.
Desde el interior de la torreta conectó el intercomunicador para todos los compartimientos. Levantó el teléfono de combate y anunció:
—Habla el comandante. En caso de que lo hayan olvidado, hoy es siete de diciembre —se mantuvo en silencio durante un instante y luego continuó—: Hace tres años, nuestro país sufrió el episodio más vergonzoso de su historia militar. No podemos recordar esta fecha con orgullo. La derrota carece de dignidad.
Su voz resonó en el submarino. No había transigencias en el tono.
—Esta noche nos hemos divertido... Aunque todos tomamos parte en ello, debemos de reconocer la insignificancia de nuestros sentimientos de hermandad, porque éste no es un buque de hombres; ¡es un arma! ¡Y mediante su empleo apropiado, participaremos en la destrucción de nuestro enemigo con energía, oportunidad y destreza! ¡Por la memoria de aquellos que murieron en Pearl, nos convertiremos de ahora en adelante en el arma más temible del Pacífico!
No se oía el menor ruido en el comedor mientras la voz de Frank crepitaba en el altavoz. Pero Hardy no escuchaba la voz de Ed Frank; escuchaba a Billy G. Basquine, el mayor demagogo de la Fuerza de Submarinos.
—Si esos bastardos todavía piensan que tienen una isla, una fortaleza o una bahía que consideran inexpugnable, ¡es porque no se han encontrado con nosotros! —prosiguió Frank con voz vibrante—. Si creen que nos han mandado al fondo del mar, ¡dejemos que lo sigan creyendo! Dejemos que hagan todos los anuncios y envíen todas las condolencias por radio que quieran; pero cuando aparezcamos de nuevo, en el momento y lugar que menos sospechan, ¡nuestra venganza superará en mucho cualquier cosa que nos hayan hecho!
Hardy pensó que iba a descomponerse. Dejó el desayuno y se dirigió a la torreta. ¿De qué estaba hablando el comandante?
—Nosotros tenemos un mandato del Congreso de Estados Unidos, del comandante en jefe y del Todopoderoso. Con ese respaldo, cualquier método que utilicemos estará justificado. El efecto a lograr ya ha sido ordenado, está dispuesto, ¡es inalterable! ¡Lo único que tenemos que hacer es alcanzarlo!
Hardy permaneció en pie, con la cabeza asomando apenas a nivel del suelo por el agujero de la escotilla, observando a Frank, que estaba inclinado sobre el intercomunicador, con los hombros echados hacia atrás, la determinación pintada en su rostro y los ojos lunáticos de un paranoico.
7 de diciembre. Faltaba aún cuatro días. ¿Qué ocurriría cuando llegaran a la zona donde se había hundido la otra vez? ¿Lo sabía Frank? Aunque ése no era Frank; era Basquine. ¿Lo sabía Basquine?
—Eso es todo, caballeros.
Frank finalizó sus palabras y cerró el intercomunicador. Su mirada cayó en Hardy y ambos mantuvieron fijos sus ojos en el otro durante largo rato, hasta que en el rostro de Frank comenzó a insinuarse una débil sonrisa de triunfo.