19
6 de
diciembre
Dorriss estudiaba la carta desplegada sobre
la mesa larga del comedor y se acariciaba la barbilla con la mano,
en evidente gesto de preocupación. Estaba observando una copia de
un mapa japonés, en el que aparecían delineadas las características
del puerto en la bahía de Tokio. Pasó un dedo sobre las coordenadas
y luego siguió la línea de la costa, sacudiendo la cabeza en señal
de duda. Adler estaba junto a él, balanceándose hacia atrás y
adelante y frunciendo el ceño, tratando de aparecer más inteligente
de lo —que era.
Ed Frank estaba sentado a la cabecera de la
mesa. Conocía el mapa de memoria; en ese momento se limitaba a dar
tiempo a los dos jóvenes oficiales para que se convencieran de algo
que él ya había decidido. Se acomodó en su asiento y dijo:
—Estoy esperando.
Dorriss se irguió y sacudió la cabeza.
—Yo no haría la aproximación desde el Sur
—dijo.
—Pero es la única forma de entrar —afirmo
Frank.
—Lo sé —sonrió Dorriss.
Frank lo miró muy serio.
—No los hice venir a pasar un recreo
humorístico. Usted tiene antecedentes de navegador; quiero que me
dé la opinión de un navegador.
—Es imposible —dijo simplemente
Dorriss.
—No. ¡No lo es! —contestó Frank golpeando la
mesa con el puño. Luego se calmó y dejó entrever una ligera
sonrisa-Vamos a hacerlo. Así que será mejor que se acostumbren a la
idea desde ahora. Quiero que me resuelvan el problema de la
aproximación, en términos de tiempo atmosférico existente y
características físicas de la zona, según los datos
conocidos.
Frank se puso en pie, giró alrededor de la
mesa y observó personalmente el mapa. Después miró a Adler.
—¿Alguna opinión, mister Adler?
—Me parece un plan excelente, señor.
Dorriss aceptó su posición en minoría. Se
encogió de hombros y volvió a inclinarse sobre el mapa, junto a
Frank. Sus delgados dedos dieron unos golpecitos sobre la ensenada
llena de obstáculos y afirmó:
—Puedo conseguirle datos del tiempo y de los
otros detalles actualizados, y podrá entrar allí. Encontrará minas
hasta el cuello, ¿pero eso qué importa? Pero si logra entrar,
señor, será mejor que vaya despacio. Será mejor que se
arrastre.
Frank sonrió.
—Como un maldito gato.
Hardy estaba desnudo en el cuarto de baño, a
punto de meterse bajo la ducha, cuando vio fugazmente al camarero
que pasaba llevando en sus brazos una cantidad de cosas que
parecían desperdicios. Hardy dudó durante un instante, inseguro de
lo que había visto, pero luego se dio la vuelta y corrió hacia la
puerta. El camarero iba por el pasillo, en dirección a popa. Hardy
cruzó la puerta y salió detrás de él. Cassidy levantó la vista y
Brownhaver lanzó asombrado un significativo silbido.
Hardy los ignoró, entrando como una tromba
en el cuarto de máquinas posterior. Los silbidos se multiplicaron.
Hardy soportó la sonora agresión hasta el cuarto de maniobras,
donde el camarero se dio la vuelta para ver de qué se trataba.
Hardy se detuvo y miró fijamente el bulto que el hombre llevaba en
sus brazos.
Estaban allí los restos del globo terráqueo
perforado y los mapas y libretas llenas de anotaciones
cuidadosamente reunidas por Ed Frank: su arsenal completo sobre el
Triángulo del Diablo. Y algo más: las copias del diario de Hardy.
Todo lo que habían preparado para seguir como guía durante aquel
viaje, la razón misma de la expedición.
Hardy se quedó paralizado en el sitio,
mientras los silbidos se convertían en estridentes aullidos y
afeminados gritos de:
—¡Ayyy! Por Dios! ¡Qué horror! ¡Un hombre
desnudo...!
El camarero sonrió a Hardy y siguió su
camino hacia el cuarto de torpedos de popa. Desde la puerta, Hardy
vio que el hombre depositaba su carga en uno de los verdes armarios
del mamparo. Sin hacer caso de las burlas, regresó al cuarto de
baño andando silenciosamente.
De manera que Frank había decidido descartar
el propósito científico que justificaba la misión, dejarlo a un
lado para que no le recordara... y de esa forma poder concentrarse
en... ¿qué?
Otra vez ese esquivo qué.
Hardy se preguntó si debía mantener cerrada
la boca, dejar que el Candlefish llegara a Latitud Treinta y
limitarse a ver qué pasaba.
¿Acaso no era ésa la intención científica? Y
ahora, ¿no era él el único hombre de ciencia verdadero que quedaba
a bordo? Frank ya no estaba interesado; ahora dependía de Hardy que
se pudiera volver al tema.
Se metió bajo la ducha y sintió con placer
los alfilerazos del agua en sus músculos tensos. Pero tan pronto
como terminó de vestirse acudió a la sala de control. Tenía que
volver a mirar la cara de Frank.
Necesitaba saber con certeza quién creía ese
hombre que era.
Se detuvo para mirar por encima del hombro
de Lang. El cabo de guardia estaba controlando el libro de bitácora
oficial del submarino. Se volvió con el libro en sus manos. Hardy
le preguntó:
—¿Quiere que lo haga firmar? Voy
arriba.
—El comandante ya lo firmó.
Lang depositó el libro sobre la mesa donde
estaban los planos y se volvió para consultar al operador de radar.
Los ojos de Hardy se posaron en el manual de la Escuela para
Candidatos a Oficiales, que sobresalía en el bolsillo posterior del
pantalón de Lang. Sintió un incómodo estremecimiento. Luego bajó la
vista en dirección al libro de bitácora.
Un segundo estremecimiento terminó de
angustiarlo.
La conmoción no se debía a nada en
particular que estuviera contenido en el informe en sí. Se trataba
de la firma que aparecía al pie de la página: esa pequeña y áspera
escritura, el nombre...
No se animaba a mirar a su alrededor,
temeroso de las caras que podía encontrar junto a él. Un profundo
terror le oprimía sus entrañas, y sintió que treinta años de vida
se escurrían entre sus dedos, como si nunca hubieran pasado, como
si nunca se hubiera separado del Candlefish ni de su
tripulación.
Sacudió bruscamente la cabeza. Otra vez
había olvidado algo. Había ido allí con un propósito, pero ya no lo
recordaba. Se sintió como un hombre que quiere recoger agua en su
mano con los dedos abiertos. Estaba incapacitado para agarrarse a
nada. El Candlefish era todo lo que tenía; el submarino y su
dotación. Estaban en tiempo de guerra y no había riada que pudiera
hacer al respecto. No había manera de escapar a ello. Tenía que
seguir embarcado con los demás y aguantar las inestables
ocurrencias del comandante.
Y no podía prevenir a nadie, porque
sencillamente nadie confiaba en él.
7 de
diciembre
Una sola lamparilla eléctrica estaba
encendida a las 2:00 de la mañana en el dormitorio de los
suboficiales mayores. Hardy estaba acostado en su litera, con las
manos cogidas sobre el estomago, a medio camino entre el estado de
conciencia y el sueño.
Un ligero temblor agitó sus párpados cuando
la música que surgió por los altavoces llegó a sus oídos
amortiguada por la espesa cortina que cerraba un lado de su
camastro. Era Serenata a la luz de la luna, de Glenn Miller. Las
suaves y cadenciosas notas le arrullaron, transportándole a
antiguos sueños, recuerdos, noches estivales en New Haven, el club
junto al muelle. Elena bailando con él aquella última noche antes
de su partida hacia San Diego...
Abrió un ojo y contempló el retrato de su
mujer, adherido a la parte inferior de la litera de Stanhill. Cada
vez que llegaba Stanhill y subía a la litera, el colchón se
combaba, el retrato se desprendía y tenía que asegurarlo otra
vez.
¿Stanhill? No era Stanhill, Stigwood.
Alguien aumentó el volumen, y Hardy terminó
de despertarse. El sonido de esa gran orquesta había sido siempre
su favorito. Pero Stanhill era un exagerado. Cada vez que ponía sus
manos en el tocadiscos del comedor, tenían Glenn Miller para tres
horas...
Tomó conciencia de otros ruidos que
interferían la música: pasos, risas, gritos.
Hardy se sentó lentamente y escuchó. Abrió
la cortina que corría junto al borde de la litera y miró hacia
fuera. El dormitorio estaba desierto, pero vio algo en el pasillo.
Extrañas sombras proyectadas sobre los mamparos, luces
parpadeantes...
Se levantó, se puso los pantalones y los
zapatos. Algo estaba pasando en el cuarto anterior de torpedos. Se
acercó a la puerta y vio al teniente Dorriss, que aparecía en la
entrada del dormitorio de oficiales, restregando el sueño de sus
ojos.
Pasó Nadel precipitadamente, rozó a Dorriss
sin decir palabra y abrió la puerta del comedor. Allí se encontraba
Stigwood, solo con el tocadiscos.
Nadel se cuadró y habló a gritos:
—Señor, el comandante quiere que ponga Leven
Anclas en el tocadiscos y que lo transmita a los compartimientos
ahora mismo.
—¿Leven qué...? —dijo Stigwood.
—Permiso para entrar en el comedor —solicitó
Nadel—. Gracias, señor. Permítame, señor.
Quitó bruscamente del aparato el disco de
Glenn Miller, lo que provocó un chillido de protesta de Stigwood.
Luego se puso a revolver el estante donde estaban los discos.
Encontró un viejo disco de 78 revoluciones y lo puso en el
aparato.
La marcha estalló como un cañón. Y se oyó el
fragor de las estridentes voces que la acompañaban desde el cuarto
anterior de torpedos. Luego el ruidoso grupo de hombres invadió en
tropel la zona de oficiales llevando antorchas (trapos viejos
embebidos en combustibles diesel y envueltos en palos y
varillas).
Se amontonaron en el pasillo, conducidos por
Clampett y Cassidy, lanzando gritos de aclamación alternados:
—¡Ann Sheridan!
—¡Betty Grable!
Hardy y Dorriss tuvieron que echarse
rápidamente a un lado para evitar que los aplastaran. Entre el humo
y las llamas pudieron ver que el grupo estaba integrado por casi la
mitad de la dotación. Una amplia sonrisa se dibujó en la cara de
Hardy. Recordaba.
—¡La Grable es mejor! —gritó Cassidy.
Una andanada de voces surgió en su
apoyo.
Clampett se dio la vuelta desde el mamparo
de la sala de control y chilló:
—¡Ann Sheridan!
El camarero, que era en parte filipino,
saltó lanzando su grito:
—¡Carmen Miranda!
—¡Vete de aquí! —rugió Dankworth.
Dorriss se abrió paso entre el aluvión de
hombres y se aproximó a Hardy.
—¿Qué es esto?
—Un curso para elegir la novia del submarino
—respondió Hardy sonriendo. Dio un paso a un lado y se unió al
tropel en marcha. Dorriss se apresuró detrás de él.
A medida que el gentío avanzaba, pasando por
la sala de radio, la cocina, el dormitorio de la tripulación, se
agregaban nuevos participantes, que inmediatamente eran
interpelados para que apoyaran a una u otra candidata. Alguien
alcanzó a Clampett la foto de Ann Sheridan y éste la levantó bien
alta en el aire, entregando su antorcha a Witzgall. Empezó a ir
hacia atrás, cantando a gritos:
—¡Ann Sheridan! ¡Ann Sheridan!
Los hombres que estaban en el fondo
iniciaron la distribución de lápices y pedacitos de papel. Cada uno
escribió el nombre de su preferida y los votos pasaban de uno a
otro hacia adelante. Algunas de las papeletas desaparecían dentro
de las camisas; montones de votos no llegaron jamás a su destino. Y
Roybell no cesaba de sacar de su camisa una enorme cantidad de
papeletas escritas con anticipación, mientras gritaba:
—¡Aquí hay uno para Grable! ¡Otro para
Grable!
En el cuarto de máquinas anterior, Clampett
entregó la foto de Ann Sheridan a Lang. Brownhaver le arrojó la
caja para los votos. Era un pequeño recipiente de cartón, sobre el
que habían garabateado la palabra voto en uno de sus lados.
Clampett estiró los brazos, sosteniendo la caja hacia adelante y se
abrió camino entre la aglomeración, recogiendo los papeles.
—¡Echen sus papeletas aquí! ¡Dentro de la
caja! ¡Esto no es basketball, Googles; métela bien dentro!
El camarero mantenía su voto en alto,
moviéndolo ansiosamente en dirección a Clampett y gritando con
insistencia:
—¡Carmen...!
Un desconsiderado empujón de Dankworth lo
interrumpió bruscamente.
Clampett temía que la elección estuviera
volcándose en su contra. Cuando Giroux se adelantó y anunció
orgullosamente Grable, Clampett le esquivó agachándose y se alejó
zigzagueando, recogiendo sólo los votos para Ann Sheridan, y avanzó
encogido hasta volver a la sala de control. Dejó que pasaran los
últimos hombres y depositaran sus papeletas; luego se presentó a
Hardy y Dorriss.
—¿Ya está? —dijo.
Miró rápidamente la caja: estaba llena hasta
arriba con los pequeños papelitos. La tendió a Hardy.
—Señor, queremos delegar en usted la
responsabilidad del escrutinio.
Los ojos de Hardy brillaron.
—Oh, lo haré encantado, Corky...
Clampett guiñó sospechosamente un ojo a
Hardy.
—Ann Sheridan es una fija, ¿no le parece,
señor?
—Tiene buenas probabilidades —concedió
Hardy.
—Sííí... bueno, aquí está —entregó la caja—.
Un hombre, un voto. Democracia.
Dorriss espió dentro de la caja, y se quedó
con la boca abierta.
—Debe haber quinientos votos ahí
dentro.
Hardy levantó la vista de la pila de votos
contados, que habían reunido sobre la mesa del comedor de la
dotación.
—Betty Grable —anunció.
Estalló una algarabía de aclamaciones y
vivas. Se mostraban tan entusiasmados por esto como lo habían
estado cuando borraron de las aguas los buques japoneses. Clampett
se adelantó forzando el paso entre sus camaradas y se enfrentó a
Hardy, con una expresión de incredulidad y disgusto en su rostro.
Hardy señaló las papeletas.
—Cuatrocientas veintitrés a doscientas
noventa y seis.
Se oyeron más gritos de alegría de los
partidarios de Grable. Cassidy silbó entre dientes. Cookie se
acercó y quedó con la boca abierta mirando los votos sin poder
creerlo.
—¿Cuántos votos? —preguntó.
—Cuatrocientos veintitrés contra doscientos
noventa y seis —repitió Hardy.
—¡Mierda! ¿Quiere decir que he estado dando
de comer a setecientos hombres?
Lanzó una carcajada junto a la oreja de
Clampett. Este se puso colorado; recogió los votos, los llevó a
otra mesa y comenzó un nuevo recuento.
Hardy estuvo mirándolo durante un buen rato,
con una sonrisa que ensanchaba su áspera y vieja barba.
Los partidarios de Grable empezaron a
mofarse de Clampett y a insultarlo, consiguiendo que apresurara la
cuenta.
Todavía sonriente, Jack Hardy alzó la vista
y vio al comandante Frank, en pie junto a la puerta de la cocina,
mirando fríamente el proceso. A su lado estaba Dorriss; mantuvieron
una breve conferencia en susurros, y en cierto momento el
comandante miró a Hardy.
Una vez más, sintió un alarmante
estremecimiento.
El comandante eligió muy bien su próximo
gran momento. Con la excepción de Clampett, la moral de la
tripulación había alcanzado el punto más alto desde que se inició
el viaje. Decidió aprovechar esa ventaja para impulsarla aún más y
encaminarla en la dirección que consideraba acertada.
Desde el interior de la torreta conectó el
intercomunicador para todos los compartimientos. Levantó el
teléfono de combate y anunció:
—Habla el comandante. En caso de que lo
hayan olvidado, hoy es siete de diciembre —se mantuvo en silencio
durante un instante y luego continuó—: Hace tres años, nuestro país
sufrió el episodio más vergonzoso de su historia militar. No
podemos recordar esta fecha con orgullo. La derrota carece de
dignidad.
Su voz resonó en el submarino. No había
transigencias en el tono.
—Esta noche nos hemos divertido... Aunque
todos tomamos parte en ello, debemos de reconocer la
insignificancia de nuestros sentimientos de hermandad, porque éste
no es un buque de hombres; ¡es un arma! ¡Y mediante su empleo
apropiado, participaremos en la destrucción de nuestro enemigo con
energía, oportunidad y destreza! ¡Por la memoria de aquellos que
murieron en Pearl, nos convertiremos de ahora en adelante en el
arma más temible del Pacífico!
No se oía el menor ruido en el comedor
mientras la voz de Frank crepitaba en el altavoz. Pero Hardy no
escuchaba la voz de Ed Frank; escuchaba a Billy G. Basquine, el
mayor demagogo de la Fuerza de Submarinos.
—Si esos bastardos todavía piensan que
tienen una isla, una fortaleza o una bahía que consideran
inexpugnable, ¡es porque no se han encontrado con nosotros!
—prosiguió Frank con voz vibrante—. Si creen que nos han mandado al
fondo del mar, ¡dejemos que lo sigan creyendo! Dejemos que hagan
todos los anuncios y envíen todas las condolencias por radio que
quieran; pero cuando aparezcamos de nuevo, en el momento y lugar
que menos sospechan, ¡nuestra venganza superará en mucho cualquier
cosa que nos hayan hecho!
Hardy pensó que iba a descomponerse. Dejó el
desayuno y se dirigió a la torreta. ¿De qué estaba hablando el
comandante?
—Nosotros tenemos un mandato del Congreso de
Estados Unidos, del comandante en jefe y del Todopoderoso. Con ese
respaldo, cualquier método que utilicemos estará justificado. El
efecto a lograr ya ha sido ordenado, está dispuesto, ¡es
inalterable! ¡Lo único que tenemos que hacer es alcanzarlo!
Hardy permaneció en pie, con la cabeza
asomando apenas a nivel del suelo por el agujero de la escotilla,
observando a Frank, que estaba inclinado sobre el intercomunicador,
con los hombros echados hacia atrás, la determinación pintada en su
rostro y los ojos lunáticos de un paranoico.
7 de diciembre. Faltaba aún cuatro días.
¿Qué ocurriría cuando llegaran a la zona donde se había hundido la
otra vez? ¿Lo sabía Frank? Aunque ése no era Frank; era Basquine.
¿Lo sabía Basquine?
—Eso es todo, caballeros.
Frank finalizó sus palabras y cerró el
intercomunicador. Su mirada cayó en Hardy y ambos mantuvieron fijos
sus ojos en el otro durante largo rato, hasta que en el rostro de
Frank comenzó a insinuarse una débil sonrisa de triunfo.