17
3 de
diciembre
El timonel sintió un repentino tirón en el
timón. Hizo un esfuerzo para volverlo a su posición normal y
descubrió que era imposible. Se mantenía rígido, volcado hacia
estribor. De pronto, bruscamente, saltó de sus manos y se enderezó
solo.
—¡Hijo de puta! —protestó el hombre, y dio
un paso hacia atrás.
—Habla el comandante. ¿Qué está pasando ahí
abajo? —se oyó la voz de Frank por el teléfono de combate.
Dorriss voló hacia el compás y controló el
rumbo. El submarino se había colocado en un curso próximo a los
30º.
—¡Tenernos un problema, señor! —gritó hacia
arriba, en dirección al puente.
El encargado del cuarto de maniobra levantó
la vista extrañado cuando el telégrafo transmisor de órdenes al
motor indicó HACIA ADELANTE A TODA MÁQUINA, sin que se hubiera
recibido la orden desde la sala de control.
—No escucharé la orden —dijo el
ayudante.
—Despierta a Hopalong.
En el puente, Hardy lograba ver la primera
columna de humo negro, entre los montantes del indicador de
marcación al blanco.
—Hay más de uno —dijo.
El operador de radar informó:
—Segundo contacto de radar, señor.
Marcación, doce grados verdaderos, cero-ocho-dos relativos.
Distancia, ocho mil trescientos metros. Ambos contactos posibles
buques-tanque tipo Maru.
Frank observó el horizonte y vio más
columnas de humo negro, una detrás de otra. El convoy navegaba con
rumbo Sudeste, desplegado flanco a flanco y escalonado. ¿Dónde
estaban las escoltas?
—Señor, aquí oficial de guardia —era
Dorriss, tratando de contener su emoción—. Hemos cambiado el curso;
llevamos un rumbo que interceptará a los contactos de radar,
señor.
Percibieron claramente el sonido de los
motores, que aumentaban sus revoluciones para alcanzar la máxima
velocidad. Hardy miró hacia popa: estaban dejando una estela tan
grande como un campo de fútbol, de espumas blancas y brillantes a
la débil luz de la luna. El submarino sería detectado con toda
seguridad. Entraron en una profunda depresión entre dos olas: la
proa salió del agua y cayó luego violentamente. El vapor de agua
tapó la cubierta anterior. Hasta el último remache vibraba en
tensión mientras el Candlefish aumentaba su velocidad en
superficie.
Hardy saltó hacia el intercomunicador.
—Cuarto de máquinas, ¿qué velocidad
tenemos?
Cassidy entró precipitadamente en el cuarto
de maniobras a tiempo para ver que las palancas se movían solas;
luego volvió rápidamente a su puesto. Llegó en el momento en que se
producía la llamada de Hardy. Observó los indicadores y sus ojos
parecieron saltar de las órbitas.
—Puente, aquí Cassidy. Estamos haciendo
dieciocho nudos.
En la sala de control, Roybell se dio la
vuelta de golpe para controlar el repetidor del instrumento y vio
que su aguja trepaba: 18... 19... 19,5...
—¡Vamos a romper todos los malditos récords
de velocidad! —gritó hacia el puente.
Hardy miró a Frank para saber qué había
decidido. Pero Frank continuaba inmóvil en su sitio, observando
fijamente los blancos cuyos cascos se mantenían aún por debajo del
horizonte, y protegiendo sus ojos del agua pulverizada. Se
aproximaban a ellos de frente, en un mar que empeoraba cada vez
más. En pocos minutos serían visibles claramente... y otro tanto
ocurriría con el Candlefish.
—¡Frank! ¿Qué se propone hacer?
Frank no respondió. Hardy experimentó un
repentino temor de que todo fuera a recaer sobre él. En ese momento
sonó la bocina, tres sonoros toques.
Los vigías sintieron erizárseles la piel y
saltaron atropelladamente de sus puestos.
En el interior de la torreta, el timonel
lanzó una nueva maldición cuando el timón volvió a escaparse de sus
manos. Y Dorriss, mirando hacia arriba en dirección al puente,
murmuró la pregunta:
—¿Inmersión?
En la sala de control, Stigwood agachó
instintivamente un hombro al sentir que junto a él se movía sola
una palanca. Al levantar la vista, vio que los controles de los
timones de profundidad se desplazaban sin que ninguna mano los
impulsara. Los cogió con firmeza e intentó mantenerlos en
posición.
—¡Santo Dios! —oyó murmurar a uno de los
auxiliares, y al mirar a su alrededor descubrió que otros
instrumentos y diales actuaban con absoluta independencia de todo
control. Roybell señaló el árbol de Navidad, donde, una por una,
las luces rojas se iban convirtiendo en verdes...
Dorris gritó hacia el pozo del puente:
—¡Comandante, estamos sumergiéndonos!
En el puente, Hardy no perdió más tiempo
para esperar a Frank.
—¡Vigías, abajo! ¡Despejen el puente! —y
cuando la proa empezó a sumergirse, agarró con fuerza a Frank y lo
arrastró hacia la escotilla.
Frank se tambaleó y miró a Hardy. Todo
estaba saliendo mal. Se suponía que era él quien estaba al mando.
En cambio, sentía una desesperante inseguridad.
Frank se lanzó hacia abajo y Hardy le
siguió, cerrando la escotilla sobre su cabeza. Quiso empuñar la
rueda de ajuste, pero antes que pudiera hacerlo, la rueda se ajustó
sola.
Los vigías saltaron de la escalerilla en la
sala de control y revelaron a Stigwood y Roybell, que seguían
tratando de sujetar los timones de profundidad. Uno de los vigías
miró sorprendido:
—¡Eh! Suéltelos... ¿No quieren
sumergirse?
—¡Diablos, no! —gritó Stigwood—. ¿Quién hizo
sonar la alarma de inmersión?
Roybell miró el árbol de Navidad y anunció
con fuerte voz:
—¡Tablero en verde!
—. ¡Cristo! —murmuró Stigwood al ver
cerrarse solas las válvulas principales de inducción.
Frank y Hardy se agacharon quitándose del
paso cuando el periscopio de ataque se deslizó hacia arriba por sus
propios medios. El periscopio describió un lento barrido alrededor
de la torreta. Frank acompañó el movimiento, indeciso ante la
posibilidad de cogerlo en sus manos, o dejarlo... Dio un salto.
Detrás de él, los motorcitos de la C.D.T. (la computadora de datos
para torpedos) habían empezado a funcionar en el pequeño
compartimiento. El periscopio había captado un blanco. Una voz
inaudible estaba pasando información a un invisible operador de la
C.D.T, ¡y la máquina estaba respondiendo!
Frank se encontró de golpe aferrado a las
tomas del periscopio. Sólo tenía conciencia de sus sensaciones,
inseguro de lo que haría a continuación. Desde abajo se oyó una
voz:
—Profundidad de periscopio, señor. ¡Diablos!
¡Está nivelándose solo! ¿Será posible?
Frank apoyó sus ojos en el visor del
periscopio y observó la imagen infrarroja, agrandada con el aumento
máximo. El humo negro que había visto antes se convirtió en un
grupo de buques tanque tipo Maru, tal vez una docena, y ahora podía
distinguir los destructores de escolta, navegando en los flancos en
medio de un fuerte oleaje.
—Es el convoy —murmuró suavemente.
Hardy lo contemplaba encolerizado. Sus ojos
se pasearon por el interior de la torreta, esperando la palabra del
altavoz.
Llegó. La voz de Vogel, temblando de
miedo:
—Comandante, aquí torpedos de proa los tubos
están cargados. Del uno al seis. Quiere que... —no pudo terminar.
Se percibió claramente su ahogo. Y allá abajo, en la sala de
torpedos de proa, Clampett estaba acalorado y cubierto de sudor
junto al tubo número uno, con la oreja —casi pegada a la maciza
puerta de bronce. Fue así como alcanzó a oír cuando se conectó el
dispositivo de armado con un casi imperceptible clic. Imaginó que
había oído también los mecanismos de profundidad y del giróscopo
que se ajustaban solos, de acuerdo con la información recibida
desde la C.D.T. Tuvo la esperanza de que sólo fuera su
imaginación.
En los depósitos laterales de torpedos, un
par de cadenas de contención crujieron de forma impresionante. Uno
de los torpedos, almacenado en el extremo posterior del soporte
central, cayó sobre las guías, se liberó sólo de las cadenas y se
deslizó a lo largo de aquéllas hasta alcanzar la posición de
carga.
Vogel cogió bruscamente el teléfono de
combate y llamó a la torreta.
—¡Qué diablos está pasando! —gritó
nerviosamente.
Frank lo ignoró. Seguía observando por la
mira del periscopio y admirando la perfecta formación que mantenían
las naves siguiendo al primer buque tanque, cuando oyó la urgente
voz de Hardy junto a su oreja, que le susurraba:
—Calma...
Clampett resbaló, cayendo a la plataforma de
carga inferior y quedando con la cabeza contra la puerta del tubo
número seis. Vio que Vogel corría desde el teléfono de combate
hacia los tubos de los torpedos y miraba fijamente esferas e
indicadores. En eso se escuchó el inconfundible ruido del aire
comprimido al cargarse simultáneamente cuatro tanques de impulsión.
En seguida otra serie de chasquidos al quitarse los cierres de
seguridad.
Frank apretó la frente contra la banda de
goma de la mira del periscopio y movió los labios formando las
palabras sin emitir sonido: Preparar tubos de proa. ¡Disparen uno y
dos!
Clampert pensó que había oído resonar una
voz en la sala de torpedos de proa: ¡Disparen uno y dos! Oyó
realmente el silbido del aire y el agua que escapaban, y el ruido
sordo producido por los dos pescados al abandonar sus tubos. El
submarino se estremeció de forma inconfundible. Vogel se tambaleó y
dio un paso hacia atrás, protestando a gritos.
Frank mantenía la cara pegada al periscopio,
moviendo los labios en silencio, como alentando a los torpedos en
su carrera. Las dos blancas estelas vibraron al surgir de la proa y
se torcieron para adoptar el ángulo correcto hacia los distintos
blancos. El periscopio empezó a girar bruscamente y sus manos lo
acompañaron. Se detuvo solo en la nueva posición; los dedos de
Frank siguieron involuntariamente la rotación de las empuñaduras
para regular el aumento con que aparecía la imagen. Miró a Hardy.
El profesor estaba observando la C.D.T., que trabajaba en una nueva
información.
¡Se oyeron dos nuevos ruidos en la proa! El
submarino volvió a sacudirse.
Otro par de estelas blancas; dos pescados
más habían salido en busca del convoy.
Las empuñaduras del periscopio se cerraron
sin aviso. Frank dio un salto hacia atrás. El periscopio se hundió
en su pozo.
El timonel dejó escapar un gruñido y luego
se quejó:
—¡Se va hacia la izquierda con timón a
fondo, señor!
Frank tenía la vista fija en el engrasado
tubo del periscopio. Hardy se movió a sus espaldas, inclinándose
sobre el pozo de la escotilla.
—¡Enciendan el equipo de escucha!
—Comprendido.
En el puesto de sonar, Nade! giró el botón y
se puso los auriculares en la cabeza. Sus ojos se movieron
rápidamente de izquierda a derecha mientras escuchaba el sonido de
las hélices lejanas, y las más veloces de los cuatro torpedos.
Nade! era un veterano que llevaba doce años a bordo de submarinos,
doce años trabajando como operador de sonar calificado. Sus
palabras surgieron, quebrando el silencio y la expectativa:
—Los torpedos continúan su trayectoria,
recta y normal, señor.
Nadie contestó. Ni siquiera Frank. Hardy
cambió su posición para acercarse al altavoz elevado. Frank
permaneció junto al periscopio, con los ojos cerrados, en actitud
de concentración. En el cuarto de máquinas anterior, Cassidy se
esforzaba por escuchar por encima del ruido de los motores.
¡Un par de golpes secos a lo lejos! Nadel
levantó la vista. Luego reaccionaron todos ante el estruendo de las
dos explosiones, seguido de una erupción de sonidos sibilantes y
crepitaciones que ahogaron por completo los estampidos.
El buque tanque debía haber volado entero de
una sola vez, estallando con volcánica ferocidad.
Nadel quedó en tensión para escuchar el
segundo par de torpedos. Después de lo que pareció una eternidad,
se oyeron otra vez dos golpes secos, e inmediatamente el delirante
fragor, y una brutal turbulencia submarina.
Nadel se quitó los auriculares y miró a los
oficiales.
—¡Santo Dios! ... Cuatro impactos
bárbaros!
En el interior de la torreta, Frank dirigió
una aturdida mirada a Hardy y preguntó:
—¿Qué sigue ahora?
—Vamos más abajo. Busquemos una capa
térmica. Están a punto de lanzarnos cargas de profundidad.
El submarino ya había cambiado su rumbo, 90
grados a babor; por tanto, Frank ordenó aumentar rápidamente la
profundidad hasta los 60 metros y avanzar a toda máquina.
El submarino respondió a la
tripulación.
El timonel empuñó con firmeza el timón y no
aceptó el ofrecimiento de Frank de relevarlo.
—Ahora lo tengo de nuevo, señor. Ya está
bien; lo tengo otra vez.
Nadel llamó a la torreta.
—Hélices de alta velocidad en aproximación,
a estribor, noventa grados relativos. Posiblemente, ¡diablos!, con
seguridad, ¡es un destructor!
Hardy sugirió navegación silenciosa.
Frank lo rechazó.
—Sigamos unos minutos con velocidad. Después
podremos...
—Haga lo que le digo, ¡maldita sea! —dijo
Hardy furioso, cogiendo a Frank por un brazo. Se oyó la voz de
Nadel llamando:
—¡Se acerca rápido! ¡Le calculo veintiocho
nudos!
Frank se liberó de Hardy y ordenó:
—¡Paren las máquinas! ¡Pasamos a navegación
silenciosa!
Colby transmitió la orden por el teléfono de
combate. En pocos segundos el submarino quedó detenido a poco más
de 60 metros de profundidad, y guardando el más absoluto
silencio.
—Las oigo caer al agua —murmuró Nadel. Frank
descendió deprisa por la escalerilla y se situó junto a él—. Las
cargas de profundidad están bajando, señor.
Oyeron por el altavoz la primera explosión.
Sintieron las hélices del destructor que se aproximaba; luego un
clic, cuando la carga quedó armada; finalmente, una conmoción que
sacudió los cuerpos, en el instante en que la onda expansiva
alcanzó el submarino y lo hizo volcar a estribor. También oyeron el
torrente de las aguas que llenaban el espacio vacío de donde habían
sido desplazadas momentáneamente por el estallido.
La primera carga no produjo daños.
En la segunda explosión, los distintos
ruidos se oyeron más juntos y cercanos. Algunos de los más viejos
miraron hacia arriba con ansiedad; sabían que el destructor se
estaba aproximando.
En la sala de control, Frank, agarrado al
borde de la mesa donde estaban los planos, mantenía su vista fija
hacia adelante. Hardy bajó tambaleándose por la escalerilla, en el
momento en que se escuchó el fragor de la tercera explosión, un
poco al sur de donde se encontraban, pero cada vez más cerca.
Varias lamparillas eléctricas se rompieron; del mamparo posterior
se desprendió un trozo de la gruesa capa de pintura. Uno de los
auxiliares dejó escapar un grito y se cogió el cuello con ambas
manos.
—¿Está bien? —masculló Stigwood.
—Sí. Fue como un choque desde atrás.
—Anota el número de la patente —gruñó
Roybell.
Un fuerte choque de automóviles; ésa fue
exactamente la sensación causada por la cuarta detonación. Se
produjo tan cerca, que todos los ruidos se mezclaron en un
estrépito espantoso, y el submarino pareció levantarse
verticalmente por la popa.
Hardy saltó hacia el teléfono de combate y
gritó:
—Torpedos de popa, ¡informen daños!
—No hay daños aquí, señor. Todo sin
nove...
La quinta explosión se sintió muy cerca, del
lado de estribor. Sus efectos se notaron con mayor intensidad en la
sala de control. La sacudida arrojó a Frank sobre Roybell. Los
operadores de los timones de profundidad cayeron encima de sus
controles, y el submarino empezó a desnivelarse. Stigwood saltó
para ocupar su sitio, pero uno de los operadores logró incorporarse
y pidió a aquél con calma que lo dejara en su puesto. Los fuertes
brazos del hombre volvieron a colocar la palanca en su sitio. La
única queja provino del cocinero, que anunció que acababa de servir
la cena... en el suelo.
—¡Menos mal que lo acababa de limpiar!
—chilló Dankworth a través de la línea, desde su estación de
combate.
La risa que estalló en la nave quedó ahogada
por la sexta detonación, la peor de todas. Se produjo frente a la
banda de babor y resonó terriblemente en el cuarto de torpedos de
proa. Vogel creyó oír el chasquido de una cadena al soltarse. Mandó
a sus hombres a los tubos y ordenó que cerraran la puerta estanco
del compartimiento. Luego inspeccionó buscando los daños.
La explosión siguiente levantó la válvula
principal de inducción y apagó las luces de la sala de control.
Nadel refunfuñó algo sobre el agua que tenía en los zapatos. Cuando
pudieron encender las luces de emergencia, Hardy vio que se habían
soltado varias tuercas en el suelo de la sala, pero no logró
establecer de dónde venía el agua. Frank ordenó que cerraran las
escotillas para aislar el compartimiento. Hardy se mantuvo inmóvil
durante un momento, tratando de concentrarse, hasta que finalmente
dio en el clavo:
—¡La válvula de inundación!
Stigwood la controló y encontró la pérdida.
Antes de dos minutos estaba arreglada.
Los hombres pensaron que se encontraban a
salvo; el destructor había hecho su pasada, y con eso debía de
terminar todo. Se derretían en medio de un intenso calor, que iba
en aumento por la falta de aire acondicionado, y deseaban volver a
la normalidad.
Frank se había quedado cerca del periscopio,
apoyado en la mesa donde estaban tos planos, y guardaba silencio.
Esperaba, porque sabía que no había terminado todo. Lo mismo
pensaba Hardy.
Llegó antes de tres minutos. El destructor
había virado en redondo para efectuar una segunda pasada. Quería
estar seguro... El lanzamiento de cargas de profundidad se inició
de nuevo. Una explosión tras otra, implacable, horribles estruendos
que hacían castañetear los dientes.
En el cuarto de máquinas anterior, Cassidy
observó a sus hombres. En los intervalos entre tos estallidos,
alzaban la vista murmurando imprecaciones.
—Ratas inmundas, tirando esas malditas
albóndigas, rastreros, cerdos inmundos...
Googles estaba junto al hombro de Cassidy
cuando murmuró:
—Diría que están poniendo en peligro las
relaciones diplomáticas. ¿No le parece?
Uno de los ayudantes maquinistas juntó las
manos en oración e imploró a los cielos.
—Bendícenos, Señor, por aquello que
esperamos no recibir.
En la sala de control, Hardy se levantó del
suelo, que Stigwood y los auxiliares estaban terminando de reparar.
Tenía los pantalones empapados, y la barba pegajosa por el sudor.
Miró a Ed Frank, que rodeaba con su brazo el tubo del periscopio y
parecía murmurar algo, como enfadado consigo mismo. Hardy sintió
pena por él; tenía el convencimiento de que el hombre se echaba la
culpa de haberlos llevado a esa situación.
No podía haber estado más equivocado. Lo que
en realidad estaba haciendo Frank era vomitar insultos contra los
japoneses, enardecido en sus promesas de venganza.
Los mortíferos lanzamientos cesaron
alrededor de las 23:20, pero ellos se mantuvieron en silencio e
inmóviles en el agua durante otros cuarenta y cinco minutos. Nade!
había ajustado tanto los auriculares a su cabeza, que el sudor
estaba deteriorando los bordes de goma. Oyeron por el altavoz las
hélices del destructor, que se alejaba, pero nadie habló todavía;
siempre existía la posibilidad de que detuviera sus máquinas y se
quedara a la espera de que el Candlefish pusiera en marcha las
suyas intentando la huida.
Hardy sabía que no sería así. Dios, cómo
recordaba esa noche treinta años antes. Y no había olvidado que
también entonces esperaron hasta la medianoche exactamente antes de
sentir aflojar la tensión. Consultó el gran cronómetro naval,
colgado del mamparo, encima de la roja y sudorosa cara de Roybell.
Las 24:00. Abandonó la posición que había mantenido hasta entonces
y se enfrentó con Frank.
—Todo terminado, comandante —dijo.
Frank se volvió lentamente, estudiando a
Hardy con mirada escrutadora. Luego giró la cabeza en dirección a
Nade].
—¿Cómo andan las cosas, sonar?
Nade! escuchó intensamente durante unos
segundos más; luego se quitó de un tirón los auriculares y
sonrió.
—Nos perdieron.
Stigwood no pudo contener un profundo
suspiro de alivio, y se volvió en dirección a la escalerilla,
anunciando hacia arriba para quienes se encontraban en la
torreta:
—Libre el área.
Hardy cogió el teléfono de combate que había
en el pozo del periscopio, sobre la mesa donde estaban los planos.
Abrió los circuitos de intercomunicación, y su voz se escuchó en
todos los rincones del submarino.
—Navegación silenciosa terminada. Pueden
abandonar los puestos de combate. Terminado el ataque con cargas de
profundidad. Todo hacia adelante, un tercio. Encender la luz de
fumar. Caballeros, pueden descansar ahora. El comandante acaba de
hundir dos buques-tanque japoneses.
Hardy dedicó una amplia sonrisa a Frank,
descontando que el pequeño halago mejoraría las cosas entre ambos,
aliviando la tensión. Frank pareció sorprenderse, pero enseguida se
mostró complacido. En los compartimentos las felicitaciones se
propagaron como un incendio en un bosque, alentadas por los chorros
de aire fresco que salían de los conductos de ventilación. En
alguna parte, en medio del bochinche, Frank murmuró
suavemente:
—No es como para que se nos revuelvan los
intestinos...
El submarino salió a la superficie a las
0:11 exactamente.
Después de media hora sobre el puente,
estudiando las borrosas nubes de humo negro que persistían en el
horizonte, varias millas a popa, todo lo que había quedado de los
dos buques tanque japoneses, Frank descendió al interior de la
torreta. Detuvo a Lang, el cabo de guardia.
—Escriba el libro de bitácora. Cuando lo
haya completado, lo firmaré.
—Comprendido, señor.
Lang bajó a buscar el libro para hacer las
anotaciones correspondientes. Frank quedó en la torreta, acompañado
solamente por el timonel. Paseó su vista en silencio por el
interior del pequeño recinto. Luego se irguió, orgulloso e
inmensamente complacido consigo mismo. Sonrió y dio unos pasos
bordeando los mamparos del compartimiento. Levantando un brazo,
tamborileo con los dedos en las chapas del techo. El timonel miró a
su alrededor y, al ver quién era, le brindó una amplia sonrisa de
confianza. Frank le devolvió la sonrisa.
4 de
diciembre
A las 0:51, Frank estaba en su camarote.
Sentado en la litera, bebía una taza de consomé, meditando sobre la
peculiar sensación interior que experimentaba. La puerta estaba
cerrada; su cabina se encontraba en silencio. Alcanzaba a oír fuera
el zumbido quejoso de los dos diesels y el murmullo de los
acondicionadores de aire, pero en aquel momento no le interesaban
los ruidos. Quería saber por qué se sentía psicológicamente
incómodo, además de una cierta inquietud física. Abrió la tapa
articulada del escritorio. Estudió su colección de papeles,
lápices, libros e informes. Tomó nota mentalmente de la necesidad
de iniciar los legajos de los tripulantes: informes personales,
recomendaciones, lo habitual. Sintió deseos de dormir, recostarse
en la litera y dejar que todo se disipara: el Candlefish, Latitud
30°, Jack Hardy, Basquine, Byrnes...
Todo parecía estar mezclado. Trató de
identificar las caras y se encontró musitando nombres desconocidos.
Corky Jones, Slugger, Bates, Walinsky... Quiénes eran esas
personas?
Empezó a sentir dolor de cabeza, como si
alguien la estuviera apretando con un torniquete, tratando de meter
a presión cosas que no deseaba saber y en las que no quería
pensar.
Se puso en pie muy lentamente, con la
sensación de un cambio en su centro de gravedad. Apoyó las manos en
el escritorio y descargó su peso sobre ellas. Su vista se encontró
con el diario de navegación, en el centro de la mayor de las
divisiones del escritorio. Lo sacó y abrió, pasando las páginas: 30
de noviembre, 1 de diciembre, 2, 3.. No había anotación alguna el 3
de diciembre.
¡Maldito sea! Todavía tenía que hacer eso. Y
recordaba además otra cosa. Tendría que volver a la sala de control
para comprobar y firmar el libro de bitácora oficial. Pero éste;
había algo en aquel diario que no estaba bien. Anotaciones que no
había escrito. Eso era. Miró la escritura y aparecieron profundas
arrugas en su frente. Otra vez sintió una oleada de náusea en medio
de un terrible sentimiento de confusión.
Hardy.
Sólo Jack Hardy podía haber hecho
anotaciones no autorizadas en el diario.
Cogió el intercomunicador.
—Mister Hardy, preséntese inmediatamente en
el camarote del comandante.
Frank esperó a Hardy junto a la puerta de la
cabina y le invitó a sentarse en la litera. El lo hizo en la silla,
a la que dio la vuelta para poder apoyar sus brazos en el
respaldo.
—¿Recuerda que no había anotaciones en el
diario del comandante después del 21 de noviembre? —cogió del
escritorio el diario y lo puso debajo de la nariz de Hardy.
Hardy asintió.
—Bueno, vea —dijo Frank.
Hardy abrió el diario. Frank estiró la mano
y pasó las páginas hasta el 2 de diciembre, indicando con el dedo
la anotación escrita con tinta. Hardy palideció durante un momento;
después volvió las páginas hacia atrás, una tras otra, comprobando
que todas tenían anotaciones completas, hasta el 21 de noviembre.
Levantó la vista y sus ojos se clavaron en los de Frank.
—¿Hizo esas anotaciones? —preguntó.
—Iba a preguntarle lo mismo.
Ambos se miraron fijamente.
—¿Dónde lo tenía guardado? —inquirió
Hardy.
—Hasta ayer, estaba muy seguro en mi
armario; luego lo puse en este escritorio. Alguien lo ha estado
llenando.
—Es la letra manuscrita de Basquine —dijo
Hardy.
—¿No es la suya?
—Dijo que lo ha guardado con seguridad.
¿Cómo podría haberlo hecho?
—¿Cómo puede ser la letra de Basquine?
—No es mi letra.
—Tal vez la está imitando.
—Tal vez usted lo está haciendo —Hardy
respondió a la mirada acusadora de Frank con la misma intención en
la suya.
—¿Por qué habría de hacer semejante
cosa?
La pregunta de Frank era sincera. Jamás
había pasado esa idea por su cabeza.
—Después de la reunión que tuvimos ayer por
la mañana, le he visto actuar con afectación, imitándole.
Frank se enderezó en la silla.
—Eso no es verdad.
Hardy se encogió de hombros.
—Quizá sólo sea algo que les ocurre a los
comandantes de submarinos cuando toman el mando. Tal vez son todos
esencialmente iguales.
Frank retiró los brazos del respaldo de la
silla y los apoyó entre las piernas. Bajó la vista y quedó mirando
el suelo, a la vez que sentía repentinamente frío en el
cuerpo.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó en
voz baja; la sensación de frío le recorría la espalda y le causaba
dolor en los maxilares—. ¿Y si empezamos a sembrar torpedos por el
Pacífico?
—No lo haremos —respondió Hardy—. Sólo vamos
a seguir mi diario.
—¿Y si no es así? —insistió Frank—. ¿Si
escapamos por una tangente? ¿Si hacemos algo inesperado?
—No creo que ocurra eso.
—¿Acaso esperaba lo que ocurrió con
Byrnes?
Hardy se mantuvo en silencio, pensando
durante un momento.
—Con eso la tripulación quedó reducida a
ochenta y cuatro. Se lo dije. Óigame, es usted quien quería
descubrir lo que sucedió hace treinta años. Bueno, el Candlefish se
lo va a enseñar.
Era una expresión de seguridad, y Frank no
lograba comprender cómo Hardy podía conservar tanta calma ante algo
tan increíble.
—Quiero vivir para contarlo —dijo con voz
ronca.
Hardy le observó durante un largo rato, y
finalmente se encogió de hombros. No era una respuesta. Se puso en
pie, acercándose a la puerta. Frank le retuvo.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Cómo termina esto?
—No lo sé, comandante.
Hardy abrió la puerta y salió. Frank se
levantó y quedó mirando su figura, que se alejaba por el pasillo.
Observó sus movimientos y notó algo que no había visto antes: la
cojera de Hardy, que solía ser tan pronunciada, había desaparecido
completamente.
En el cuarto de máquinas anterior, Googles
conectó el altavoz del intercomunicador y aumentó el volumen para
escuchar la música que había sintonizado Giroux. Una seductora voz
femenina interrumpió la transmisión:
—Están escuchando la voz de quien llaman
Rosa de Tokio, que les está hablando de una guerra casi terminada.
Y que han perdido. Por cortesía de la Armada Imperial japonesa,
hago llegar un gran saludo a los tripulantes del submarino
norteamericano Candlefish...
Googles dejó caer sus herramientas, que
resonaron en las planchas metálicas, y rugió:
—¡Te voy a meter un torpedo fresco donde
sabes, nena!
Witzgall se incorporó para dirigir la
orquesta de la sala de máquinas.
—¡Vamos a ver! ¡De a uno! —gritó.
Cada uno de los hombres que estaban en la
fila, por turno, fue levantando el brazo y haciendo un marcado
corte de manga, acompañado por un coro de aclamaciones al estilo de
Bronx. Cassidy los contemplaba; estaban actuando como una sarta de
refugiados, sacados de una película de John Wayne. No comprendía
del todo ese repentino brote de moral, pero se sentía contento de
integrarlo.
Apareció Jack Hardy con dos tazas de café y
se sentó a su lado. Bebieron en silencio, escuchando la
música.
—Puede ser que las cosas vayan bien, después
de todo. ¿Qué piensa, teniente?
Hardy enarcó una ceja y estudió a Cassidy.
El viejo y nudoso jefe de máquinas, con sus pipas religiosamente
bruñidas, su paternal sonrisa y su franca simpatía... A pesar de
sus anteriores diferencias, había llegado a agradar a Hardy. ¿Por
qué? Hardy frunció el ceño y miró fijamente el rostro de
Cassidy.
Walinsky. Cassidy era exactamente igual a
Walinsky. ¿Exactamente igual? O...
Hardy cerró los ojos. No quería pensar en
ello. Podía aceptar las otras cosas: el hecho de que, de alguna
forma, hubieran vuelto hacia atrás, a la segunda guerra mundial;
que estuvieran peleando en una cruenta guerra; que se hallaran
prácticamente repitiendo la última misión del Candlefish. Podía
aceptar todo eso, pero... ¿los cambios en la tripulación? Ya era
demasiado. Y se reducía a una sola cosa: no quería que
volvieran.
Pero ¿acaso tenía algo que decir?
El reloj señalaba la 1:45 cuando Ed Frank
despertó, molesto por algo, alguna cosa que había olvidado hacer.
Se levantó como un autómata, se sentó frente al escritorio, cogió
el diario del comandante y lo abrió por el día 3 de diciembre. La
página en blanco se reflejó en sus ojos. ¿Estaba buscando el
informe de ayer? Por eso había abierto el libro? ¿Había allí algún
detalle del que no estaba seguro?
No. ¡Por supuesto, la página en blanco! Era
él quien tenía que hacer la anotación. Miró a ambos lados buscando
su lápiz. Sus dedos chocaron con el montón de lápices y el único
bolígrafo que había llevado consigo en el viaje. Pero buscaba otra
cosa. Revolviendo dentro de las divisiones del escritorio, la
encontró. Una pluma fuente. Siempre había usado una pluma fuente en
el diario; tenía mejor aspecto. Cogió la pluma entre los dedos de
su mano derecha y comenzó a escribir las notas referidas a los
sucesos del día. Lo hacía con rapidez, llenando la página con
varias líneas de escritura cortada y angulosa. No se detuvo hasta
terminar la anotación. Luego secó la tinta y contempló su obra
durante un momento...
Pasó hacia atrás una página, la del 2 de
diciembre, y las comparó. Quería estar seguro de que su vocabulario
era el mismo, de que sus datos sobre la posición y la descripción
del ataque eran consistentes. Las comparó y dejó escapar un gruñido
de satisfacción.
Todo correspondía perfectamente. Pasó otra
vez la hoja del libro y, al pie de la anotación del 3 de diciembre,
estampó su firma con rúbrica.
En el dormitorio de los tripulantes, las
luces empezaron a bajar de intensidad, pero el torpedista de
primera clase Clampett permaneció en pie con los brazos cruzados
frente al mamparo anterior, sonriendo feliz a la foto de Ann
Sheridan. Se mantuvo completamente en silencio durante largo rato,
y finalmente susurró, sólo para los oídos de ella:
—Oye, nena, todo va como los
ángeles...