16
2 de
diciembre
Pasaron alrededor de media hora sumergidos a
sesenta metros, en situación de silencio absoluto, inmóviles y con
los motores detenidos. En el submarino reinaba un total
desconcierto. Cada uno en su puesto, los hombres de la tripulación
esperaban ansiosamente alguna palabra del comandante. ¿Qué estaba
sucediendo? ¿Estaban sometidos a algún ataque? Nadie había ordenado
ocupar los puestos de combate, no se había intentado ninguna
maniobra de escape. Sólo permanecían allí, inmóviles. En
silencio.
Ed Frank se mantenía en pie en el interior
de la torreta, con la espalda apoyada contra el mamparo de babor y
los ojos fijos en la escotilla cerrada. La sangre caída sobre el
suelo metálico hacía un rato que se había diluido hasta
desaparecer.
Hardy estaba junto al pozo de la escotilla,
agarrado a una de las cañerías que pasaban sobre su cabeza.
Observaba a Frank con una severa expresión en su rostro y alguna
que otra gota desprendiéndose aún de su barba, mojada todavía con
el agua levantada por los proyectiles de las ametralladoras de los
Ceros. Pocos minutos después de la inmersión de emergencia del
Candlefish, Frank, volviéndose hacia Hardy, le había preguntado en
voz baja:
—Si efectuaron el ataque sólo con
ametralladoras debió ser porque no estaban armados con bombas, ¿no
es así?
Hardy se había retrasado en
responderle.
—No sería correcto suponer una cosa
así.
—Pero estoy obligado a hacerlo. Nuestro
comandante está ahí arriba. No podemos dejarle.
Hardy no agregó una sola palabra; sabía que
estaban a salvo. De acuerdo al diario, y a su propia memoria, los
Ceros sólo harían tres pasadas con fuego de ametralladoras y luego
se irían. Si lo deseaban, podrían quedarse allí quietos y seguros
durante todo el día, pero eso no era lo establecido por el libro de
bitácora. Recordaba bien el ataque de 1944: Basquine, completamente
cogido por sorpresa sobre el puente.—., no había oído siquiera los
aviones hasta que era demasiado tarde. Luego, el tableteo de las
ametralladoras. Pero ninguno de los proyectiles había hecho impacto
en el submarino; Basquine había ordenado la inmersión de emergencia
e inmediatamente iniciaron la maniobra de escape hacia el Sur,
huyendo velozmente.
Ahora se había producido una diferencia
entre 1944 y el presente. Treinta años antes pudieron salir
indemnes del ataque, sin ninguna baja. Hardy experimento una
palpitante conmoción en el cuerpo y un sudor frío humedeció su
frente. Ninguna baja en aquel entonces... ¿Por qué habían sufrido
una ahora?
¿Y qué podía suceder si permanecían en ese
sitio, cuya posición era conocida? ¿Vendría alguien más para tratar
de hundirlos? ¿Otros aviones? ¿Destructores? Deberían alejarse
inmediatamente de la zona, pero no quería abordar el tema con
Frank. Si Frank se proponía salir a la superficie para buscar a
Byrnes, allá él.
Frank estaba preocupado ante la posibilidad
de que los aviones hubieran transmitido por radio su posición a los
destructores que seguramente estarían a la espera, suponiendo que
Hardy estuviera en lo cierto y se encontraran de golpe en medio de
la guerra del Pacífico. Si eso era correcto, quedarse en el sitio y
esperar constituía una verdadera estupidez. Sólo estaría allí una
media hora más; luego saldrían a la superficie para ver qué había
sucedido con Byrnes.
—¡Prepararse para salir a la
superficie!
A lo largo del submarino, la dotación
reaccionó ante el sonido de esa voz nada familiar, acudiendo
lentamente a sus puestos mientras intercambiaban miradas. Clampett
fue el primero en exteriorizar su confusión:
—¿Era ése el comandante?
La voz se escuchó de nuevo, esta vez firme y
áspera. Ahora los hombres aceleraron sus movimientos para entrar en
acción.
Surgieron en la superficie con un ángulo de
quince grados. Hardy giró la rueda del cierre de seguridad de la
escotilla y subió precipitadamente al puente. Frank le siguió
detrás. No había rastros de Byrnes. Ambos dirigieron la vista hacia
la parte posterior de la cubierta y barrieron con sus ojos la
superestructura, sintiendo los fuertes latidos de sus corazones,
mientras abrigaban la esperanza de ver alguna señal. Frank cogió
unos prismáticos del teniente Dorriss y recorrió el mar buscando
algún bulto flotante que pudiera ser el cuerpo de Byrnes. No había
nada.
—¡Vigías! —gritó Dorriss.
Los vigías observaron detenidamente la
superficie del agua desde sus puestos elevados; primero uno y
después otro, sacudieron la cabeza en señal negativa. Frank giró
pesadamente alrededor de la torreta, deteniéndose durante un
momento para contemplar el trazo formado por los orificios de los
proyectiles, que cortaban de un tajo cruzado el número del
Candlefish, 284, como si hubieran querido tacharlo.
En las planchas de acero de la cubierta
encontraron más agujeros. También los tablones de madera,
dispuestos delante y detrás de la torreta, estaban destrozados.
Pero en ninguna parte se veía el menor indicio de Louis Byrnes. Ni
un trozo desgarrado de sus ropas ni una mancha de sangre.
Era como si jamás hubiese existido.
Frank y Hardy arriesgaron tanto tiempo como
era posible para inspeccionar los daños, no con la idea de apreciar
las reparaciones necesarias, sino simplemente para terminar de
aceptar la realidad. Allí estaban, en medio del Pacífico y en medio
de una cruenta guerra, virtualmente indefensos. Aunque, ¿realmente
era así? Tenían los torpedos, armados y listos. Llevaban
armamentos, el equipo normal de los submarinos de flota de la
época: el gran cañón de cubierta, detrás de la cubierta cigarrillo;
las ametralladoras almacenadas debajo, pistolas y granadas en la
sala de control. ¡Y tenían una tripulación! No estaban indefensos
de ninguna manera, tan sólo fuera de tiempo y de sitio.
Frank fue hacia el borde del puente y
dirigió su vista hacia el puesto de la ametralladora anterior, la
silla del operador de la ametralladora y los estribos del encargado
de alimentación del arma. ¿Podría luchar esa dotación si era
necesario? ¡Si era...! Cristo, ¿a quién quería engañar? ¡Era un
imperativo! Tendrían que luchar. No había otra alternativa. A menos
que... a menos que ordenara virar en redondo y regresar con el
submarino a su base. ¿Podía hacerse eso... ahora? Se preguntó si
aún sería posible. Se miró las manos... ¿Tendría realmente algún
control sobre aquel submarino? ¿O se encontraría la nave apresada
en cierto patrón ya predispuesto?
Frank se volvió lentamente y miró a Dorriss;
que había recuperado sus prismáticos y exploraba el mar. Dorriss,
el segundo comandante elegido personalmente por Byrnes, oficial
competente y de probada eficiencia, tal como el mismo Byrnes, pero
sin el aire de autoridad de éste. Sin embargo, su firmeza tranquila
y su reputación de justo le habían brindado un apreciable prestigio
ante la tripulación. Había sido el moderador de Byrnes. Este nunca
abandonó su actitud formal, fría y reservada; Dorriss, en cambio,
se mostraba cálido y agradable con todos. Una buena combinación.
Frank se preguntó cómo podría hacer para emplearla en su provecho.
Tenía la más absoluta seguridad de una cosa: estaba a punto de
asumir el mando del Candlefish en forma indiscutida.
Notó que Hardy le estaba mirando con el ceño
fruncido. El profesor se encontró con sus ojos y preguntó:
—¿Qué va a hacer ahora?
Ahí estaba... Hasta el mismo Hardy
descansaba en él, descargando todo sobre sus hombros.
Frank se enderezó y observó que las miradas
se dirigían a él, siguiendo al profesor en su actitud.
—Sumergirnos —dijo Frank, y oprimió el botón
de la alarma.
Bajaron apresuradamente y antes de un minuto
estaban a profundidad de periscopio. Frank ordenó a Dorriss que
desplegara las cartas de navegación y le indicara la posición y el
rumbo. Pensó durante unos instantes en intentar el regreso, pero
luego sacudió la cabeza, desistiendo.
—Mantenga el mismo curso.
—¿Se hace cargo del mando, señor? —preguntó
Dorriss.
—Sí.
—¿No será mejor que lo anuncie a la
tripulación, señor?
Frank asintió. Cogió en su mano el
intercomunicador.
—Les habla el capitán de corbeta Frank.
Hemos tenido un accidente. Lamento informarles que hemos perdido al
comandante Byrnes. Y no hemos podido recuperar su cuerpo. A partir
de este momento asumo el mando del Candlefish.
Su mano dejó el intercomunicador. Hardy le
cogió de un brazo.
—Es preferible que les diga el resto. Cómo
sucedió.
Frank le miró con gesto severo.
—No tengo intención de asustarles.
—Pero ya lo ha hecho.
Frank suspiró. De mala gana apretó otra vez
la llave y su voz resonó en todos los compartimientos del
submarino:
—Para la mayoría no será fácil comprender lo
que les voy a decir. Aquellos que lo comprendan no estarán
dispuestos a aceptarlo. Para bien de todos será mejor que reciban
lo que digo con calma y la mayor objetividad —hizo una pausa y miró
rápidamente a Hardy—. Esta noche, a las 22:00 horas, el Candlefish
sufrió un ataque aéreo por sorpresa. Recibimos un intenso fuego de
ametralladoras en las dos pasadas que efectuaron dos aviones, al
parecer hidroaviones Cero japoneses, de los últimos tiempos de la
segunda guerra mundial.
El personal, desde proa hasta popa, había
suspendido lo que estaba haciendo. Los hombres escuchaban con los
ojos clavados en los altavoces.
—No estamos seguros de quién fue el
responsable del ataque ni del porqué. Recomiendo a los miembros de
la tripulación que eviten cualquier clase de conjeturas —se detuvo
y esperó.
En el comedor de la dotación, Cookie se
limpió las manos en su delantal y apretó el intercomunicador.
—Señor, ¿qué pasó con el comandante
Byrnes?
Frank respondió inmediatamente.
—El comandante Byrnes estaba en el puente.
Recibió varios proyectiles y cayó al suelo. No alcanzó a llegar a
la escotilla a tiempo antes de la inmersión. Hemos buscado en la
zona sin poder hallar su cuerpo. Eso es todo. —Se ahogó con las
últimas palabras, comprendiendo que no podía continuar.
Cerró una vez más el intercomunicador y
levantó la vista hacia Hardy. La cara del viejo estaba ahora más
cerca; su expresión adelantaba la insistencia.
—¿Ahora qué?
—Dígales todos los hechos —dijo Hardy.
—Acabo de hacerlo.
—No, todos.
Frank sabía lo que quería decir. Hardy
pretendía que se sincerara con la tripulación, poniéndoles al tanto
de la increíble historia completa. Era justamente lo que Byrnes
había tratado de impedir que hiciera.
Usted es responsable —había dicho—. No
quiero que alarme a la dotación.
Bueno, ahora era demasiado tarde. Y tal vez
era ése el momento indicado para actuar con la mayor
franqueza.
Volvió a apretar el intercomunicador.
—Hay unos pocos hechos más, de los cuales
deben de estar al tanto. En este viaje parece haberse producido un
vuelco que nadie esperaba ni pudo haberse previsto. Nos encontramos
en cierta situación que por el momento no es del todo clara. Una
vez que hayamos establecido su significado, probablemente pondremos
proa hacia la base. —Frank hizo una pausa, eso debía de calmar a
todos—. Estamos aquí solos. Completamente solos. Hemos perdido
contacto con nuestra escolta. No sabemos por qué, no sabemos cómo,
ni sabernos tampoco qué significa todo eso. Hará falta mucha
paciencia y confianza. Eso es lo que les pido.
Hizo una nueva pausa y miró a Hardy. El
profesor asintió finalmente. Frank continuó:
—Tendremos una reunión en el comedor con los
oficiales a las 23:15. Eso es todo.
Se volvió rápidamente, sin dar oportunidad a
Hardy para una nueva objeción.
—Mister Dorriss.
—¿Sí, señor?
—Reasumirá sus funciones como segundo
comandante. Mister Hardy, reasumirá funciones como oficial de
navegación. —Frank se acercó al pozo de la escotilla y gritó hacia
abajo—: ¡Mister Stigwood!
—¡Sí, señor!
—¡Hágase cargo de la guardia! —Stigwood
subió inmediatamente por la escalerilla—. Mantenga el curso
tres-cinco-cero hasta nueva orden. Cabo de guardia!
—¿Sí, señor?
—Envíe un hombre para que desocupe el
camarote del comandante. Debo instalarme allí esta noche.
El cabo de guardia vaciló un instante. Todos
quedaron en silencio. Finalmente el cabo asintió:
—Comprendido, señor.
Hardy le alcanzó en el pozo de la escotilla,
cuando Frank había descendido la mitad de la escala. El viejo se
inclinó y le miró fijamente a los ojos.
—Ahora hemos quedado reducidos a ochenta y
cuatro hombres.
—¿Y entonces?
—Igualamos la dotación original.
Frank no dijo una palabra, se limitó a
estudiar la significativa sonrisa del rostro de Hardy y se preguntó
si el viejo se sentía complacido por eso. Terminó de bajar a la
sala de control y echó un vistazo a sus nuevos dominios.
Los hombres que rodeaban a Cassidy se
mantuvieron inmóviles cuando cesó abruptamente el silbido de los
altavoces del compartimiento. Tenían la vista fija en el espacio,
sin ver nada de lo que había frente a sus ojos.
Para Cassidy eran rostros en blanco; no
tenía idea de lo que podía estar pensando cada uno. Observó a
Brownhaver sentarse en la base del motor y sacudir incrédulo la
cabeza.
Si ésa era una indicación de cómo habían
recibido las noticias los demás hombres de la tripulación, Cassidy
tuvo la impresión de que algo había cambiado decididamente.
Cassidy salió del cuarto de baño secándose
las manos con una toalla de papel. La arrojó al cesto de
desperdicios y se dirigió al comedor de la tripulación, alisándose
el cabello y consultando su reloj para saber cuánto tiempo tenía
disponible antes de la reunión de oficiales. Quería volver a la
sala de máquinas para recoger una pipa. Cuando iba a trasponer una
de las puertas se detuvo un segundo: sus oídos habían escuchado un
comentario de Nadel, el operador de sonar, que se encontraba libre
de servicio y estaba recostado en su camastro.
—Personalmente, me gustaría volver allí y
darles una buena paliza a esos malditos.
Cassidy observó el rostro del hombrecillo
rechoncho. Nadel no era vengativo normalmente; al menos, no había
demostrado serlo durante aquella misión. Automáticamente, Cassidy
inspeccionó con atención las literas y pudo apreciar el mismo
resentimiento e indignación en el resto de los hombres. Parecía
lógico: el enemigo acababa de eliminar a su comandante y querían
venganza. Pero, ¿quién era el enemigo? Cassidy sacudió la cabeza,
como queriendo despejarla de las telarañas. No lograba estar
seguro... de nada. Excepto de la reunión. Tenía que asistir a
ella.
Se detuvo frente al motor principal número
dos y abrió su estuche de pipas. Extrajo la Barling y la llenó. A
su lado aparecieron Googles y Brownhaver.
—Escuche, Hopalong —dijo Googles—, ¿hasta
dónde confía en ese tipo Frank?
—¿Qué?
—¿Sabe lo que está haciendo?
Cassidy apretó la pipa entre los dientes y
revisó sus bolsillos buscando un fósforo.
Googles continuó:
—Espero que lo sepa, porque ninguno de
nosotros tiene el menor deseo de morir aquí.
—Nadie va a morir —replicó el jefe de
máquinas. Brownhaver le dio un fósforo. Cassidy miró a los dos a
través del humo —Nadie. ¿Les basta con mi palabra?
—Dígaselo al comandante que acabamos de
perder —dijo Brownhaver.
Ambos se volvieron para regresar a sus
puestos. Frank se vería obligado a convertirse en un perfecto
diplomático, y Cassidy aún no había visto nada en su forma de
actuar que pudiera hacerle merecedor de ese título.
Recorrió el trayecto hacia proa e ingresó en
el sector de oficiales, sintiéndose todavía un poco fuera de lugar
cuando entró en el comedor. Allí estaban todos, reunidos alrededor
de la mesa, delante de sendas y humeantes tazas de café: Dorriss,
Stigwood, los dos más jóvenes, Danby y Adler, Vogel, Roybell, Hardy
y Ed Frank. Cassidy se sentó en una de las sillas vacías y observó
detenidamente al nuevo comandante. El mismo cuerpo robusto y bajo,
con las mismas facciones alargadas, el mismo cabello oscuro peinado
hacia atrás; pero había algo nuevo, una mirada de firme
determinación reflejada en sus ojos.
Frank estudió las caras que tenía ante él.
Parecían mostrar la misma expresión de temerosa inseguridad. El y
Jack Hardy eran los únicos en posesión de una idea definida sobre
el destino que llevaban y lo que habrían de encontrar. Y el
profesor estaba sentado a su derecha, muy quieto, con los brazos
cruzados sobre el pecho, el mentón recogido y la barba ensanchada
por la posición de la cabeza. ¡El muy maldito!, pensó Frank. Tiene
la esperanza de que me destruya, para poder hacerse cargo del
submarino. ¿Y qué haría entonces? ¿Hacernos regresar?
Los ojos de los oficiales traducían
inquietud, curiosidad. No había signos visibles de terror interior,
pero Frank lo sentía saturando el ambiente. Y, lo que era extraño,
eso le llenaba de una sensación de poder. Finalmente tenía lo que
siempre había deseado: el control total.
Captó la débil sonrisa que cruzaba la barba
de Jack Hardy, ese tajo abierto entre los pelos grises y blancos, y
sus ojos, que lanzaban hacia los suyos una penetrante mirada. Frank
se estremeció. ¿Cómo diablos sabía Hardy lo que estaba pasando por
su cerebro?
—Caballeros —comenzó diciendo, y se detuvo.
Las caras se levantaron al mismo tiempo y comprendió inmediatamente
qué esperaban que dijera: Esto ha ido demasiado lejos. Volveremos a
casa ahora mismo, antes que muera nadie más. Si él decía eso,
¡probablemente le darían palmadas en la espalda, harían un brindis
y empezarían a cantar! Pero no podía hacerlo; era demasiado lo que
estaba en juego. Alertó hasta la última fibra diplomática de su
cuerpo y retomó la palabra.
—Es muy duro perder un comandante. Aun
tratándose de alguien a quien nosotros, probablemente ninguno de
nosotros, llegó a conocer muy bien. No logramos estar suficiente
tiempo bajo su mando, pero creo que somos capaces de reconocer un
oficial competente cuando estamos en contacto con él... —Frank
debía de esforzarse para encontrar las palabras, después de haber
considerado a Byrnes un hombre tan difícil—. Era un marino
consciente, que hacía las cosas pensando en lo mejor... para
nosotros.
Miró a su alrededor para ver si les estaba
llegando. Los rostros se mostraban impasibles.
—Conocemos los riesgos del servicio en
submarinos. Lo sucedido fue algo imprevisible.
Tragó saliva después de pronunciar la última
palabra, sabiendo instantáneamente que era una mentira. No había
sido un imprevisto; de ninguna manera. Había leído el diario. Supo
en todo momento lo que iba a suceder y sus advertencias al pobre
Byrnes fueron insuficientes. Es verdad que Byrnes también conocía
el diario; la diferencia consistía en que él jamás había creído en
su contenido. Además, el diario no decía nada sobre la baja que se
produciría. La mente de Frank volaba. Se le ocurrió después de un
momento de tenso silencio: ahora era el comandante, el foco de
atención. No podía esperar hasta saber qué sentían, tenía que
mostrarles qué debían sentir.
Pero lo cierto era que no sentía nada. Nada
por Louis Byrnes y nada por esos hombres. Sólo una cosa le
importaba: la expedición y sus resultados.
De pronto se sintió terriblemente asustado.
¿Podrían leer sus pensamientos? ¿Tendrían la agudeza necesaria para
darse cuenta de que mentía, de que disimulaba y encubría las cosas?
Empezó a ver con claridad las técnicas que tendría que utilizar.
Firmeza, aun dureza, convicción. De ser necesario, debía de lograr
que aquellos hombres le temiesen, por lo menos tanto como para
seguirle.
—Byrnes no está —dijo simplemente—, y
nosotros vamos a retomar lo que dejó. Conocemos la misión y lo que
debe de hacerse para cumplirla. Tenemos que seguir hacia
adelante.
Vio que Dorriss se movía inquieto en su
silla. Si alguien había llegado a hacerse verdaderamente amigo de
Byrnes en ese viaje era Dorriss, el segundo comandante. Frank se
dirigió al delgado teniente:
—Hasta este momento hemos pasado por muchas
cosas, pero son más las que vendrán. Hace unos días, como la
situación parecía empeorar, Byrnes quería emprender el regreso. Yo
insistí en que debíamos de seguir hacia adelante. ¡Y sigo
insistiendo! No creo que si abandonásemos esto ahora
satisficiéramos los intereses de la Marina; justamente cuando
tenemos la oportunidad de vivir una experiencia que jamás ha vivido
nadie antes que nosotros.
—Permítame, señor —dijo Dorriss—, eso está
muy bien para usted. Pero quizá nosotros no pensamos lo
mismo.
El más joven de los oficiales, Adler, se
puso en pie, agarrándose al borde de la mesa.
—Usted lo sabe tan bien como nosotros,
señor: deberíamos regresar.
—Querría que fuese así de fácil. Aun si
viramos para regresar, no sé con qué nos enfrentaremos. Debemos de
afrontar el hecho de, que no estamos en 1974.
Le miraron fijamente, guardando
silencio.
—No existe realmente forma de salir de esto,
excepto continuar hasta el final. Para eso voy a necesitar su
ayuda. Tendrán que trabajar conmigo y no en contra de mí.
Notó que muchos bajaban la vista; pensaban,
comprendían que quizá había dicho la verdad. Frank se humedeció los
labios.
—Sé que son leales —dijo —respecto a la
Marina, a cualquier buque en que deban prestar servicio y a
cualquier comandante que los tenga bajo sus órdenes. No les voy a
presentar demasiadas exigencias en materia de lealtad. Pero les
estoy pidiendo su ayuda.
Dorriss se puso en pie.
—¿Puedo sugerir, señor, que enviemos un
mensaje a Pearl solicitando instrucciones?
Las cabezas se volvieron. Parecía una idea
razonable y constructiva. Frank la desvirtuó bruscamente:
—¿Qué mensaje podríamos enviar? ¿El
Candlefish en dificultades, atrapado en un posible salto del
tiempo?
—¿Por qué no? —preguntó Dorriss.
—Si no estamos en 1974, ¿quién lo
recibirá?
—ComSubPac.
—Si estamos en 1944, probablemente sea
también 1944 allá —dijo Frank.
—Deberíamos intentarlo.
—Bueno, ¿y qué vamos a decirles? ¿Perdimos
al comandante Byrnes? Ellos nos contestarán: ¿Quién diablos es ese
comandante Byrnes? ¿Quiénes son ustedes?
—Eso no ocurrirá si firmamos el mensaje con
el nombre del otro tipo, ¿cómo se llamaba?
—Basquine —intervino Hardy en su
ayuda.
—¡Correcto! —dijo Dorriss
triunfalmente.
Frank lanzó una penetrante mirada a Hardy;
luego volvió a Dorriss.
—Dígame qué pondría en el mensaje.
—Pediría una escolta para regresar a puerto.
Especificaría las circunstancias extraordinarias.
Frank sacudió la cabeza.
—Imposible.
—¿Por qué? —preguntó Dorriss con ojos
relampagueantes.
—Porque si ese mensaje tiene algo de
sospechoso, es muy posible que piensen que ha sido enviado por el
enemigo. Así conocerán nuestra posición y caerán sobre nosotros con
todo lo que tengan. O nos ignorarán por completo. La respuesta es
no. Será mejor que mantengamos silencio de radio.
Hardy abandonó su postura de brazos cruzados
y expuso su opinión:
—Por tanto, sólo nos queda un curso de
acción: el actual. ¿Correcto? —Frank asintió—. Entonces, ¿qué
pasará mañana por la noche?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno... —Hardy se puso en pie—. Según mi
diario, en la noche del 3 de diciembre, aproximadamente a las 21:00
horas, interceptamos un convoy japonés. ¿Qué vamos a hacer respecto
a eso?
Lentamente, uno tras otro, los hombres se
echaron hacia atrás en el asiento, mientras tomaban conciencia de
lo que habían oído.
Frank lo pensó durante un momento y luego
respondió con firmeza:
—Lo atacaremos. —Levantaron la vista y Frank
agregó—. Si nos vemos obligados.
No hubo respuestas.
Frank miró directamente a Vogel, el oficial
torpedista de proa.
—¿Hay algún problema?
—Bueno, señor... —Vogel se aclaró la
garganta—. No cabe duda que estamos bien armados para
hacerlo.
—¿Y cuál es su opinión?
Vogel se esforzó para suavizar la ronquera
de su voz.
—Creo... que sería una buena manera de...
ponernos a mano por lo del comandante Byrnes, señor.
Fue probablemente la observación más sabia
hecha en el día y tuvo un efecto vivificador. Frank sintió
aflojarse la tensión en el compartimiento. Ahora tenían una víctima
propiciatoria. El razonamiento parecía un poco forzado, pero
pareció prender en todo el mundo. Adler y Danby intercambiaron algo
en un murmullo y asintieron. Dorriss se acomodó en su asiento y
pareció reflexionar profundamente. Stigwood encendió un cigarrillo
y se dedicó a contemplar el humo. Roybell daba muestras de
aprobación, asintiendo con la cabeza.
Con una dura mirada, los ojos de Hardy se
levantaron para clavarse por encima de la mesa en los de Cassidy,
que no ocultaba su preocupación.
—Muy bien; entonces —dijo Frank—, si hemos
de vernos empeñados en la lucha, será conveniente que nos
preparemos. Quiero que las guardias efectúen un ejercicio de alerta
de combate.
Quiero que sea constante y practicado con
las máximas exigencias. Que los hombres que se encuentran a bordo
sepan que nos encontramos en una situación potencialmente
peligrosa.
—¡Situación potencialmente peligrosa!
—comentó Cassidy.
—Bueno, ¡estamos sentados sobre un barril de
pólvora! —Frank dobló sus papeles y los guardó en el bolsillo
trasero del pantalón. Se sentía otra vez con el control de la
situación—. Si alguien les pregunta adónde vamos, o qué estamos
haciendo, o por qué, ¡contéstenle que estamos en guerra! Díganle la
verdad. No sabemos cómo llegamos aquí, pero aquí estamos clavados,
y de ahora en adelante deberán concentrarse en operar sus
posiciones de combate. ¡Y no se lo quiten de la cabeza!
Hardy se incorporó y le lanzó una mirada de
sospecha.
—¿Realmente se propone atacar?
—Haré lo que tenga que hacer.
—¿Con qué fin?
—Para seguir su maldito diario.
Hardy se retiró sin agregar palabra, con lo
que Frank quedó nuevamente sumido en la duda. Como siempre, Hardy
no le proporcionaba ningún apoyo.
Cassidy fue el último en salir. Se dio la
vuelta desde la puerta, encendió su Barling y dirigió una insegura
sonrisa a Frank.
—Si le sirve de ayuda, señor, haré correr la
voz entre la tripulación.
—¿Qué voz?
—Que tal vez usted sabe muy bien lo que está
haciendo. Creo que les gustaría tener esa impresión. Dormirán más
tranquilos. Aunque no sea verdad.
Frank sonrió.
—Cassidy, aunque es un maldito pájaro de
astillero, no se le escapa nada.
—Hasta el juicio final, jefe.
Cassidy giró sobre sus talones y se fue.
Frank parpadeó al oír la última frase, pero decidió tomarla en su
sesgo humorístico, según la intención de Cassidy. Empezó a sentirse
aliviado. Taconeaba un poco más fuerte cuando cruzó la sala de
control y subió a la torreta.
3 de
diciembre
Frank pasó varias horas dirigiendo
personalmente desde el puente prácticas de inmersión, esforzándose
por reducir el tiempo que llevaba el procedimiento de descender el
submarino a determinadas profundidades, quedando listo para el
ataque. No pareció que ganaran mucho. Un día de entrenamiento no
era suficiente; el mejor resultado obtenido fue el de diecinueve
segundos, desde el toque de alarma hasta la posición de cubierta a
flor de agua. Frank no quiso alarmar a nadie y decidió pronunciar
unas breves palabras de aliento a través del intercomunicador.
Expresó su esperanza de que el enemigo estuviera operando con sus
relojes en el mismo sistema horario y que el convoy efectuara su
aparición a las 21:00 horas exactamente, de modo que se encontraran
listos para actuar. Luego agregó:
—Tenemos ventaja. Sabemos qué debemos
esperar, gracias al diario de Hardy; podemos predecir lo que
ocurrirá. No nos cogerán otra vez por sorpresa.
Por cierto, Frank seguía preocupado por el
mismo problema. Si cumplían el diario y llegaban seguros hasta
Latitud 30° el día 11 de diciembre, ¿hasta dónde seguirían estando
seguros? Allí terminaba el diario. ¿Terminaría también allí el
viaje? Su mente volaba en busca de una respuesta mientras leía a la
tripulación partes del diario, informándoles con exactitud para qué
estaban allí. Finalizó declarando con palabras cuidadosamente
medidas:
—Llegaremos a nuestro objetivo con un
sorprendente récord de guerra detrás nuestro. Cuando estemos allí
mantengamos nuestros ojos bien abiertos. Debemos hacer que ese
factor obre en nuestra ventaja, si queremos cumplir nuestro
propósito y seguir con vida.
No cometer errores, eso era importante.
Ordenó al oficial de guardia de cada turno que se familiarizara con
el contenido del diario correspondiente a aquel día, hiciera
anotaciones, y delegara hombres para que siguieran los cursos de
acción prescritos.
Alrededor de las 18:00 horas, los hombres se
mostraban ya más tranquilos; gradualmente abandonaban su actitud de
melancolía para cambiar por un estado de entusiasmo y excitación.
Estaban empezando a ver el viaje desde puntos de vista positivos:
vengar la muerte de Byrnes, vivir la segunda guerra mundial, algo
para contar a sus niños cuando regresaran a sus hogares. Frank
estaba satisfecho.
El nuevo comandante se dirigió a su anterior
alojamiento después de la cena y se dedicó a vaciar el armario.
Abrió el candado y sacó sus ropas, camisa, pantalones, calcetines y
ropa interior, apilándolas en los brazos del camarero.
Su mano se detuvo un instante cuando tocó el
diario de Basquine. Había estado allí cerrado bajo llave desde la
noche anterior. Ahora tendría que llevarlo consigo.
Tan pronto como su equipo quedó colocado en
el armario del camarote del comandante, Frank abrió el diario.
Aparecieron las anotaciones del 2 de diciembre y las del 3 de
diciembre, completas, hasta el último minuto. Pero al leer la
descripción del ataque con ametralladoras, algo le llamó la
atención. Faltaba algo. La hora del ataque estaba bien, el número
de aviones, la descripción del armamento, los daños producidos, las
dos pasadas rápidas antes de que el Candlefish se sumergiera, la
precipitación con que lo hizo, la posterior salida a la superficie
para inspeccionar los daños. Sin embargo, faltaba algo.
Abrió otra vez el diario de Hardy. Los
mismos hechos, la misma hora, aviones, número de pasadas, orificios
de los proyectiles. No hablaba de bajas, por supuesto. La
tripulación había superado el ataque sin una sola pérdida de vidas.
Frank se sintió cómodo otra vez. Estaba todo allí. Cerró el diario
de Hardy y lo guardó. Puso el diario del comandante sobre el
escritorio articulado y levanto la tapa adosándola contra el
mamparo. Luego se acostó en la litera y cerró los ojos esperando el
sueño.
—Ninguna baja —murmuró, y se durmió
arrullándose en una sucesión de felicitaciones.
A las 20:00 horas, el Candlefish salió a la
superficie en el crepúsculo del Pacífico Oeste. Frank estaba con
Hardy en el puente, barriendo el horizonte con los prismáticos de
Byrnes. Controló su reloj y luego habló suavemente:
—Profesor, sólo faltan cuarenta y cinco
minutos para que empiece.
—Lo sé.
—¿Cómo lo siente?
—¿Qué cosa?
—Volver a vivir este hecho.
—Mister Frank, creo que si avistamos ese
convoy deberíamos escapar como alma que lleva el diablo.
Frank quedó en silencio, estudiando a Hardy
con creciente desconfianza.
—A veces usted dice: Sigan mi diario.
Después dice: No lo sigan. Decídase, profesor.
Hardy se volvió y apoyó un codo sobre el
borde del puente.
—Es que no estoy del todo seguro.
—Bueno. No vamos a escapar como alma que
lleva el diablo. Vamos a un fuego de todos los diablos.
—¿Por qué?
Hardy no llegó a obtener una respuesta. El
equipo de controladores llamó a Frank desde la sala de control;
requerían su presencia para que ordenara qué debía de hacerse una
vez que apareciera el convoy.
Hardy también bajó para beber una taza de
café, y entró con ella en el comedor de la dotación. Las caras
sosegadas mostraban ahora barbas en diferentes estados de
crecimiento. No era difícil que hubieran hecho alguna especie de
concurso entre varios.
En seguida notó otros cambios en la
dotación. Habían decidido usar camisetas de manga corta para
cumplir sus servicios, en vez de sus habituales uniformes azules de
faena. Y los cortes de cabello... Las patillas de Witzgall y los
rizos sobre el cuello de Googles habían desaparecido. ¿Qué estaba
sucediendo? Los hombres habían empezado a adquirir el aspecto que
seguramente habrían tenido años atrás. Tal vez es obra de la
Marina, pensó. Había cruzado casi todo el compartimiento en
dirección a la puerta, para seguir su camino hacia el cuarto de
máquinas anterior, cuando alguien que se encontraba en el rincón
opuesto le llamó la atención. Estaba cómodamente instalado en su
asiento, absorto en la lectura de algo que parecía ser uno de los
viejos manuales para la Escuela de Candidatos a Oficiales, de
Jenavin. Era uno de los cabos de guardia... Su nombre era Lang.
¿Lang? ¿De modo que Lang quería ingresar a la Escuela de Candidatos
a Oficiales?
Hardy sintió un escalofrío pasajero, pero
continuó hacia popa, impulsado por la curiosidad. Tuvo la impresión
de que estaban radiando música a través del intercomunicador, pero
no supo de qué se trataba hasta que entró en el dormitorio de la
tripulación, donde el equipo estaba encendido.
Entonces reconoció la melodía de Serenata a la luz de la luna, de Glenn Miller, y
pensó durante un momento que alguien debía de haber encontrado la
vieja colección de discos de Rah-Rah Stanhill, y estaba difundiendo
uno por el intercomunicador desde el tocadiscos del comedor. Pero
no, porque en ese instante oyó ruidos de electricidad estática y
luego los sonidos característicos mientras Giroux buscaba otra
estación emisora. Era la radio. Y estaban tocando música de Glenn
Miller. Horas de nostalgia en los hogares. Giroux sintonizó otra
frecuencia con mayor volumen, y los hombres empezaron a acompañar
en un coro de bocas cerradas la versión de Harry James de You made
me love you. Más nostalgia de la década de 1940. Era asombroso que
esos hombres conocieran tan bien esas canciones.
Las literas estaban llenas de tripulantes
libres de servicio, que dormían, leían, contaban chistes,
escuchaban. Un par de ellos jugaban a las damas. La mirada de Hardy
se poso sobre Clampett, el torpedista, un muchacho muy joven que
mostraba un singular desdén por cualquier persona mayor de treinta
años. Sin embargo, también cantaba los versos de la canción, en pie
frente a la foto de Ann Sheridan, con los brazos cruzados sobre el
pecho. Su pose era terriblemente familiar. Hardy dio un paso hacia
atrás, impresionado, seguro de que estaba viendo la reencarnación
de Corky Jones. Se dio la vuelta y abandonó el dormitorio de la
tripulación, para dirigirse tambaleante hacia el cuarto de
máquinas, donde encontró a Cassidy.
El jefe de máquinas estaba acostado en su
camastro, sobre el motor principal número dos. Estaba profundamente
dormido, y en su nudosa mano sostenía una pipa maloliente. Hardy lo
sacudió para despertarlo. Cassidy abrió un ojo, vio quién era, hizo
una mueca, y cerró el ojo otra vez.
—¡Cassidy! —le susurró Hardy junto a la
oreja.
—Váyase.
Hardy volvió a sacudirlo. El ojo se abrió
nuevamente y Cassidy gruñó:
—Despiérteme cuando llegue la tercera guerra
mundial. Se dio la vuelta y tiró de las mantas hasta cubrirse la
cabeza. Hardy se apartó confundido, inseguro sobre lo que debía de
hacer, a quién decírselo.
Brownhaver encendió la radio, que ahogó al
instante el zumbido quejumbroso de los dos motores diesel, y Hardy
volvió a escuchar los ruidos del cambio de estaciones que Giroux
seguía efectuando. Otra vez la estática, y luego una transmisión
muy lejana, captada durante unos segundos, pero lo suficiente como
para que pudiera identificar exactamente lo que era. Música de
Navidad... Un coro cantaba Noche de Paz. Momentáneamente aliviado,
Hardy se apoyó contra la base del motor.
Entonces, la ironía final. Las voces de la
radio, los sagrados y dulces tonos:
Noche
silenciosa
Noche santa
«Todo es calma», todo
es brillo.
Junto a ti Virgen Madre
y tu Niño...
¡Las voces eran de japoneses que cantaban en
inglés!
Luego apareció otra voz, con la
característica pronunciación oriental:
—¡Feli' Navida', yanquis! ¡Eta e' la última
que velán!
Las amenazas escuchadas por la radio nunca
habían asustado a Hardy, ni siquiera en 1944. Tampoco ésta le
asustó ahora. Pero la reacción de Brownhaver le produjo un
verdadero espanto. El viejo engrasador levantó la vista en
dirección al altavoz del intercomunicador y lanzó un alarido a la
manera de Bronx, que logró tapar el ruido de los motores, la radio
y el coro de ¡hijos de puta! que llegaba desde el dormitorio de los
tripulantes.
Hardy se apartó del mamparo de un salto,
cruzó corriendo el cuarto de máquinas y apareció bruscamente en la
puerta del dormitorio; se detuvo un instante al encontrarse con
risotadas desafiantes de las caras que lo miraron y se precipitó
hacia la puerta siguiendo su carrera hacia proa.
Tenía que encontrar a Frank.
Entró hecho una tromba en la sala de control
y Stigwood notó su mirada enloquecida.
—El comandante está en el puente...
Hardy subió rápidamente la escalerilla y
cruzó la torreta para salir al puente. Dio la vuelta como un trompo
y cogió a Frank por el brazo.
—Frank, por Dios, aquí está pasando algo. La
tripulación...
—¿Qué mosca le ha picado ahora?
Hardy quedó sorprendido ante el desagrado de
Frank, pero continuó.
—Los tripulantes. Están actuando en forma
extraña. Estaban escuchando la radio, apareció esa emisora
japonesa, y me dio la impresión de que ni siquiera les importara;
hicieron...
—Hardy —Frank gruñó sin ocultar su
fastidio—. ¿De qué me está hablando?
—Hicieron... las mismas cosas que... que
acostumbrábamos a hacer en 1944.
—No me venga con esas tonterías —rugió
Frank—. Ya tengo bastantes preocupaciones para que venga a traerme
más.
Hardy soltó el brazo de Frank, pasmado. Le
había parecido estar oyendo otra vez a Byrnes. ¿Estaba retomando
Frank el papel de Byrnes interrumpido por su muerte?
Eran ya casi las 21:00 horas, y el cielo se
había puesto terriblemente oscuro. Si el convoy realmente aparecía,
tendrían un trabajo de todos los diablos para detectarlo. Estarían
obligados a usar infrarrojos en las pantallas, pensaba Hardy,
olvidando por un momento a la tripulación. Tenía que hacerlo;
estaban enfrentándose a la inminente aparición de un
blanco...
La voz de Scopes llegó por el altavoz,
tranquila y controlada:
—Llamando a puente, aquí radar. Señor,
tenemos contacto de radar, marcación cero-uno-uno grados
verdaderos, cero-ocho-uno relativos. Distancia, ocho mil quinientos
metros.
—Señor, humo en el horizonte —informó
suavemente uno de los vigías.
Frank permaneció inmóvil, dirigiendo su
vista al lugar. No respondió. Hardy se aproximó y le miró fijamente
a la cara. Se la veía pálida y cubierta de sudor. Hardy le sacudió,
irritado.
—¡Vamos, Frank, ahí tiene su maldito
convoy!
Lentamente, Frank pareció recuperar su
compostura y se volvió, levantando los prismáticos. Los enfocó
sobre el penacho de humo que se veía a lo lejos, apenas
identificable a la débil luz de la luna.
—Haga las cosas bien, por una vez —dijo
Hardy—. Vámonos de aquí. No se deje tentar.
Hardy se volvió, acercándose a la escotilla;
una fría voz le detuvo.
—No tan rápido.
Hardy levantó la vista hacia el rígido
rostro. Pero Frank no llegó siquiera a tener la oportunidad de
impartir sus órdenes. Ambos perdieron el equilibrio cuando el
submarino tomó velocidad con un brusco impulso.
Y realizó un viraje para enfrentarse al
blanco que se aproximaba.