4
10 de octubre de
1974
A las 12:00 el muelle estaba lleno de
oficiales navales y técnicos. Bajaron distintos equipos de los
camiones y los dispusieron en filas: radios, medidores de
temperatura, palancas, sopletes, explosivos, cascos y trajes
protectores y máscaras de gases. Desde el extremo de la dársena
avanzaron chillando dos ambulancias que ostentaban el distintivo de
Registro de Bajas. Ed Frank llegó en compañía del almirante
Diminsky. Cook les abrió la puerta.
—Buenos días, almirante. Va a llegar un poco
tarde. Hace diez minutos informaron que se encontraba frente a Koko
Head.
Diminsky dejó escapar un gruñido. Frank se
acercó a los técnicos que controlaban los equipos de
inspección.
Diminsky le siguió. Se detuvo detrás de
Frank y (colocándose ambas manos en la cintura) contempló los
equipos con una franca mirada de escepticismo.
—¿Necesita todo esto, Ed?
Frank se incorporó y le miró
sonriendo.
—No sabemos qué vamos a encontrar,
almirante. Debemos de estar preparados. Dentro de ese cigarro de
metal puede haber cualquier cosa. No podemos hacer saltar
simplemente las escotillas y subir a bordo.
—No —tuvo que aceptar Diminsky con un
desganado murmullo. Apartó la vista y se alejó hacia el borde del
muelle.
Frank se dio la vuelta en dirección a los
expertos en demoliciones que se acercaban con sus equipos. Eran dos
submarinistas de mediana edad; uno de ellos fumaba una pipa y el
otro un cigarro.
—Vamos a ser sinceros con usted, capitán
—dijo el que tenía la pipa—; hace más de ocho años que no quitamos
el detonador a un Mark 14.
—Tal vez tengamos suerte —dijo Frank
sonriendo—. Puede ser que el Candlefish haya disparado todos los
suyos.
—Lo dudo. Su record de guerra no era muy
abultado, que digamos.
El primer remolcador oceánico apareció en el
canal que se abría entre la península Waipio y el astillero naval a
las 12:30, entrando en Pearl Harbor. Avanzó por el Sur de la isla
Ford, mientras los submarinistas esperaban en tensión su primera
vista del Candlefish.
Cuando el segundo remolcador pasó por el
Southeast Loch con el submarino a remolque, los prismáticos se
levantaron.
A pesar de lo esperado, el aspecto de la
nave estaba muy lejos de ser ruinoso. No se apreciaban adherencias
ni mancha alguna de corrosión. Era liso y brillante, negro y de
amenazadora apariencia asesina. Daba la impresión de estar armado y
listo para la acción, un submarino en condiciones de combatir
inmediatamente, cuya participación en la lucha acababa de comenzar,
en vez de estar sepultado en la historia de treinta años
atrás.
En el ambiente de los especialistas, el
submarino es el arma, y éste aparecía sombrío y temible.
Frank no pudo contener el rapto de orgullo
paternal que se apoderó de él. El hijo pródigo regresaba al hogar,
y Frank estaba dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos. Pero
mientras el Candlefish se deslizaba con suavidad, entrando por el
Magazine Loch, se preguntó fugazmente si el mundo no hubiera estado
mejor sin él.
A las 13:30 estaba amarrado. Los
remolcadores dejaron caer los cables y partieron. Los hombres del
Imperator se habían instalado en la popa de su barco y observaban
allá abajo al Candlefish, hasta que los oficiales de guardia
comenzaron a meterles prisa para que regresaran a sus obligaciones.
Ya no había la menor posibilidad de mantener siquiera una
apariencia de reserva. Hacia las 18:00 de esa misma tarde, todo
Pearl Harbor estaría al tanto de la noticia. Al día siguiente no
quedaría un solo periodista en la isla que no estuviera clamando
para obtener un permiso de entrada en la base. Frank tomó nota
mentalmente para ordenar que se estableciera la condición de
seguridad X en todas las entradas. Si pretendía que su plan tuviera
éxito, debía de realizar un verdadero esfuerzo para evitar la
publicidad. Dejaría que fuera Diminsky quien decidiera algún tipo
de autorización a la prensa.
Enviaron a almorzar a los técnicos y
especialistas en explosivos y les ordenaron regresar a las 14:30
para iniciar el trabajo. Sólo permanecieron en el muelle Frank,
Cook y Diminsky, además de la gente de Registro de Bajas. Los tres
oficiales del S.I.N. fueron por el muelle a lo largo del
Candlefish, echándole un vistazo de expertos.
Llegó un automóvil, del que descendieron el
capitán Melanoff y el teniente Nails, del Comando de Inteligencia
de Defensa, que iban a ver el submarino. Cuando se quitó la gorra
para enjugarse la frente, los rojos cabellos de Melanoff se
agitaron en todas direcciones con el viento.
Nails señaló el cañón de la cubierta
posterior.
—Allí es donde encontré el sextante. Estaba
colgado de esas barras.
Frank se preguntó por qué le preocupaba más
ese sextante que cualquier otro aspecto del asunto. Sentía un
persistente deseo de conocer su historia, como si de alguna manera
ella fuera la clave para desvelar el misterio del Candlefish. Se
acercó a Diminsky.
—Almirante, ¿qué piensa?
Hubo un largo silencio.
—¿Dijo que los japoneses nunca pretendieron
haberlo hundido en acción de guerra?
—Al principio lo hicieron, pero luego lo
negaron.
Diminsky se mostró perplejo como
nunca.
—Bueno, no comprendo... Está en condiciones
increíblemente perfectas.
Levantó la vista en dirección a Frank,
esperando una respuesta, una explicación. Al viejo le resultaba
insoportable todo lo que fuera desconocido.
A las 14:45 estaban listos para entrar a
bordo.
Un técnico llamado Lloyd se presentó a
Frank.
—Bajaré delante de usted, capitán. Siga mi
linterna en todo momento. No se desvíe hacia ningún compartimiento.
Haga exactamente lo mismo que yo.
—De acuerdo —aceptó Frank, y ambos
comenzaron a colocarse los trajes protectores con la ayuda de
varios técnicos.
Cook explicó a Diminsky el motivo de esas
precauciones.
—Si los compartimientos están inundados, es
muy probable que el agua salada haya penetrado en los elementos o
en los circuitos cerrados. No sabemos si esas baterías pueden
conservar todavía alguna carga. Tal vez haya gas de cloro en la
atmósfera interior.
—Pero sería posible olerlo
inmediatamente.
—Si se encuentra localizado, compartimiento
por compartimiento, no. Francamente, almirante, no sabemos qué
diablos vamos a encontrar allí abajo.
Frank se volvió hacia Lloyd.
—¿Cree que pueda estar inundado?
—Estaría todavía en el fondo —respondió
Lloyd sacudiendo la cabeza. Luego dudó—: Aunque...
—¿Aunque qué?
—Yo no aseguraría nada, capitán.
Ambos se colocaron los auriculares de la
radio y máscaras para gases. A través del visor de plástico, Frank
observó a los expertos en explosivos cuando descendían por la
pasarela hacia la cubierta superior del Candlefish, llevando un
gato hidráulico y un soplete de acetileno.
Frank reaccionó al oír crepitar una voz en
sus auriculares, Se volvió, encontrándose con Cook que le sonreía,
con un micrófono en una mano y un equipo de radio portátil en la
otra. También tenía puesto un par de auriculares. Frank le hizo un
alegre saludo y descendió luego por la pasarela, detrás de
Lloyd.
Siguieron a los expertos en explosivos hasta
cerca de la torreta y esperaron al pie, mientras los otros subían
solos al puente para instalar el gato hidráulico.
Los especialistas en voladuras se alistaron
sobre la escotilla de la torreta.
—Será mejor que se aparten hacia atrás,
señor —dijo uno de ellos, lanzando su cigarro por encima de la
borda—. No se puede saber hacia dónde volarán los pedazos.
Frank mantuvo la cabeza por debajo del nivel
del puente, esperando oír los primeros ruidos del gato hidráulico.
Pasado un momento sin que se produjeran, se asomó por el borde. El
otro experto en demoliciones había puesto una mano sobre el brazo
de su compañero, como para contenerle, y parecía haberse suscitado
una discusión entre ambos.
—¿Qué pasa? —preguntó Frank.
Se oyó crepitar su voz en el altavoz que
tenía Cook en la mano, alcanzando todo el submarino. El reticente
experto se puso de pie sobre la escotilla y habló en respuesta a
Frank.
—Bueno, señor, se me acaba de ocurrir...
Como no hay señales de óxido de corrosión, ¿ha tratado alguien de
abrir esto simplemente a mano? —Volvió a arrodillarse frente a la
escotilla.
—Oiga —gritó Frank—, no se abrirá. El
teniente Nails ya lo intentó... —Se detuvo en medio de la frase al
ver que el experto lo ignoraba, dando un tirón a la rueda de
ajuste. La rueda giró saliéndosele de la mano y la escotilla se
abrió saltando como un corcho.
Frank se quedó mirando la tapa
fijamente.
El experto en demoliciones se puso de pie,
restregando sus manos en los pantalones.
—Como si la hubieran engrasado esta mañana
—dijo sonriendo. Su compañero le entregó el gato con un brusco
movimiento y descendió del puente disgustado. El otro permaneció en
su sitio, mirando hacia abajo por el negro agujero abierto, presa
de natural curiosidad.
Frank ya había trepado por la barandilla del
puente cuando sintió un enorme tirón en su traje protector. Era
Lloyd.
—Yo primero, señor. Los demás, que salgan de
este submarino.
El experto en demoliciones descendió del
puente. Frank se echó a un lado y permitió que Lloyd subiera
primero por la escala, luego se unió a él en el puente y ambos
miraron hacia abajo por el agujero de acceso. Lloyd encendió su
linterna y la apuntó hacia abajo. En la penumbra sólo vieron el
suelo metálico entrecruzado y agua enfangada.
—Vamos —dijo Lloyd, y se dejó caer al
interior de la torreta, seguido por Frank.
Este pisó el charco de agua enfangada, que
le salpicó las botas. Miró hacia abajo, para asegurarse de que no
se trataba de ácido que pudiera corroer el material protector.
Lloyd paseó rápidamente la luz de la linterna por el interior de la
torreta. Frank siguió con la vista el rayo luminoso reconociendo el
instrumental familiar.
Luego bajó su propia linterna para observar
el suelo. Había pequeños trozos de cristal rotos, papeles y otros
restos desordenados. Levantó el haz de luz hacia un tablero de
instrumentos: la mayor parte tenía el cristal destrozado.
—Sigamos —dijo Lloyd, y se adelantó para
descender por el pozo. Frank le siguió, bajando por la escala hacia
la sala de control. Las luces de ambos recorrieron los mamparos,
viendo las válvulas, palancas, llaves interruptoras e instrumentos,
aún intactos. El suelo de la sala de control estaba cubierto por
una variedad de elementos caídos en desorden: cartas náuticas,
libros, lápices, ceniceros, una camisa...
Pero nada de lo que veían presentaba pruebas
de óxido, corrosión o algo semejante que hubiera podido ni
remotamente denunciar el desgaste o los efectos de treinta años
debajo del agua. Solamente la inundación menor en los sitios más
bajos.
A través de la radio se escuchó la voz de
Lloyd:
—Estamos en la sala de control. La
integridad es perfecta. Hay bastante desorden, pero todavía no
hemos visto cadáveres.
Frank lanzó otra rápida mirada alrededor del
compartimiento. Lloyd tenía razón. No había el menor indicio de
restos humanos. Todo parecía indicar una reciente presencia del
hombre, como si se hubiese producido un inesperado éxodo en
masa.
Lloyd le dio unos golpecitos en el hombro y
Frank siguió al técnico, que ya trasponía la abierta escotilla de
comunicación interna.
Con el equipo de radio en sus manos, Cook
precedió a Diminsky y a Nails; avanzaron por la pasarela y pasaron
a bordo del submarino; luego Cook subió la escala hacía el puente.
Se detuvo sobre la escotilla de la torreta y olió el aire que subía
desde el interior. Luego levantó el micrófono:
—Ed, habla Cook. Estoy sobre el puente. Mi
nariz me dice que el aire está bien. ¿Han encontrado algún
compartimiento herméticamente cerrado?
La linterna de Lloyd se paseó alrededor del
compartimiento siguiente y se detuvo en las filas de literas verdes
apiladas de tres en tres, que ocupaban todo el largo del
alojamiento de la tripulación. Frank iluminó las literas del lado
opuesto. Buscaban cadáveres.
—Estamos en el alojamiento de la dotación
—informó Frank por la radio—. No hemos tenido ningún problema para
llegar hasta aquí. Todas las escotillas estanco se encuentran
completamente abiertas. Las literas están vacías, no hay ningún
cadáver aquí. Hay muchos elementos personales por todas
par...
Quedó inmóvil al oír el ruido que hizo su
pie: un fuerte crujido. Dirigió al suelo la luz de la
linterna.
—¿Qué diablos fue eso? —murmuró Lloyd desde
el otro lado del pasillo.
Frank hizo un movimiento y descubrió la
causa del ruido. Había aplastado un pequeño retrato con marco. Se
agachó para recogerlo.
—Acabo de pisar a la madre de alguien.
Lloyd lanzó una risita y siguió hacia
adelante, eligiendo el camino entre los restos. El suelo estaba
cubierto de cosas personales de los tripulantes. Frank se detuvo
otra vez y levantó una antigua máquina de afeitar Gillette. La
ilumino con la linterna: el borde de la hoja estaba aún brillante y
conservaba su filo.
—¡Hijo de puta...! —Frank escuchó la
exclamación de Lloyd desde el siguiente compartimiento. Estaba de
pie, sin terminar de cruzar la escotilla. Frank avanzó
tambaleándose en la oscuridad y le siguió hasta el cuarto de
máquinas anterior.
Dirigieron las luces de ambas linternas
hacia algo que había en el pasillo, interponiéndose en su camino.
Era el motor principal número uno.
—Aquí hay un motor que ha saltado de su
montaje —informó Lloyd a través de la radio—. El muy maldito está
arrancado del mamparo, parece que hubiera querido pasar al
compartimiento siguiente.
—Todavía no encontramos cadáveres —agregó
Frank.
Trataron de abrirse paso cuidadosamente para
atravesar el cuarto de máquinas anterior, lanzando maldiciones
cuando perdían pie resbalando entre el revoltijo de cañerías y
aceite.
Desde el puente, Diminsky y Cook seguían
escuchando los comentarios que les llegaban por radio y permanecían
con la vista fija en la abierta boca de la torreta. Preocupado por
primera vez, Diminsky habló con voz suave.
—Deben haber tenido algún tipo de accidente.
La dotación abandonó la nave. Y aquí está.
—Sí —dijo Cook—, sólo que treinta años
después.
Diminsky le lanzó una significativa
mirada.
Lloyd precedió a Frank para volver otra vez
a los compartimentos situados en la mitad del submarino. Los
cuartos de máquinas habían demostrado ser demasiado peligrosos para
cruzarlos sin iluminación adecuada. Cruzaron de nuevo la sala de
control y penetraron en el sector de oficiales. Sólo encontraron
más elementos personales esparcidos en el suelo y algunas literas
volcadas.
Frank avanzó ansiosamente hacia el cuarto de
torpedos de proa. Lloyd le alcanzó y le previno:
—Lo siento, señor. Yo primero otra
vez.
Sus luces enfocaron los antiguos torpedos
Mark 14, todavía apoyados en sus soportes, excepto uno, que estaba
pacíficamente caído en el suelo junto al mamparo, como si hubiera
sido su sitio normal. Lloyd se agachó sobre los torpedos para
controlar sus cabezas de guerra y los mecanismos de armado. Frank
se mantuvo fuera del paso, en la oscuridad, hasta que Lloyd se
incorporó murmurando:
—¡Aaah!
Los técnicos habían comenzado a descender en
fila por la pasarela y estaban sobre la cubierta anterior,
preparando sus equipos. Uno de ellos gruñó, sorprendido, cuando la
rueda de ajuste de la escotilla de proa, que tenía a sus pies,
empezó a girar sola.
La escotilla se abrió hacia atrás y Lloyd
sacó su cabeza a través del agujero. Se quitó la máscara antigás y
se levantó para salir a cubierta.
—Tenemos pescado vivo allí abajo. Será mejor
que vengan otra vez esos muchachos de demolición.
—¿Qué hay de la dotación? —llamó Cook desde
el puente.
—Digan a los de Bajas que se traigan las
bolsas para cadáveres. No hay nada. Ni siquiera un hueso. Tal vez
pudieron escapar antes que el submarino se hundiera —bajó el cierre
de su traje protector y levantó la vista al darse cuenta de que
todos le estaban mirando fijamente.
—Bueno, vayan y vean ustedes mismos
—agregó.
Lentamente, los técnicos se dirigieron al
puente. Cook llamó a Lloyd:
—¿Dónde está Frank?
—Dijo que se reuniría con usted en la sala
de control.
Cook asintió y apoyó la radio en el puente.
Se introdujo en la torreta y se mantuvo quieto en la oscuridad
hasta que llegaron con las luces los técnicos que le seguían. Pidió
prestada una de las linternas y observó a su alrededor. Como no
estaba muy familiarizado con los submarinos, casi se lleva por
delante el vástago del periscopio. Lo iluminó con su linterna y
luego pasó un dedo por el tubo. La grasa estaba fresca.
Un fotógrafo de la Marina, que llevaba un
gran estuche con su equipo de cámaras, descendió delante de Cook
por la escala que conducía a la sala de control, pasando luego por
la escotilla en dirección al sector de oficiales. Cook esperó en la
sala de control, apoyado contra un mamparo. Llevaba allí cinco
minutos cuando apareció Frank, agachado para cruzar la
escotilla.
—Tuve que indicar a ese tipo que empezara a
tomar fotografías —dijo, quitándose la máscara de gases—. Vamos a
echar una ojeada a esos instrumentos.
Dirigieron las luces de ambos hacia los
tableros de instrumentos. Allí también estaban rotos los cristales,
pero todo parecía estar en buenas condiciones de servicio. Se
acercó uno de los técnicos y enfocó a Frank con su linterna.
—¿Quiere creerlo? Las baterías anteriores
todavía tienen cierta carga.
Frank miró al hombre, luego se volvió en
dirección al panel y movió una llave interruptora. Instantáneamente
la sala de control se llenó de luz, las rojas luces de combate.
Frank miró la cara de Cook, que brillaba enrojecida por el reflejo.
El técnico movió otro interruptor y la pantalla del radar se
iluminó.
—Está en servicio —dijo.
Cuando Diminsky descendió a la sala de
control para reunirse con Frank y Cook, el compartimiento había
cobrado vida con los zumbidos electrónicos y el acompasado
repiqueteo del sonar. Todos los equipos funcionaban. Diminsky lo
observó asombrado y luego hizo un expansivo ademán.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora con
él?
Frank se irguió, frotando sus manos en el
traje protector.
—Almirante, quisiera hacerme cargo de esto
personalmente.
Diminsky le lanzó una mirada sospechosa,
luego se encogió de hombros.
—Muy bien. Tómese una semana y descubra lo
que ha sucedido.
—¡Una semana!
—Diez días. Si necesita más...
llámeme.
—Es que voy a necesitar más.
—Mr. Frank —Diminsky le miró a los ojos—,
muévase con prudencia. Si me trae esas fantásticas historias suyas,
le echaré a un lado junto con ellas y pondré a cualquiera otra
persona en este caso. Lo único que falta es hacer las cosas aún más
confusas. No se meta demasiado a fondo y vea si podemos poner este
submarino otra vez en servicio —se dio la vuelta y buscó la
escotilla—. Bueno, me voy a dar un paseo.
Desapareció hacia atrás. Frank se volvió
bruscamente, mirando a Cook:
—Consígueme una lista de nombres.
—¿Qué?
—La dotación de este submarino. Consígueme
la lista de los hombres que prestaban servicio en él en 1944. Busca
los informes de la división, del escuadrón, de la fuerza, lo que
sea necesario. Deben estar todavía aquí, en Pearl. Consígueme los
informes del astillero... y vuelve a hablar con Walters con
respecto al material que pudiera tener él. Trata de que podamos
obtener algo.
—¿Como qué?
—Como un superviviente.
11 de octubre de
1974
El resto del día fue en su mayor parte
improductivo. Frank tuvo la sensación de estar colgado fuera
secándose, mientras Diminsky permanecía encerrado en su cámara con
una secretaria y uno de los miembros de la Junta de Investigación,
tratando el caso de amotinamiento a bordo del USS Catchewa.
Pero cuando Frank se reunió con Diminsky al
día siguiente para desayunar, estaba preparado para la lucha que le
esperaba. Hizo el primer movimiento.
—¿Quiere hacer qué...? —chilló
Diminsky.
—Salir otra vez en ese submarino. Vamos a
reacondicionarlo, aprovisionarlo y salir al mar. Seguiremos la
misma ruta que tomó en 1944, en su última misión.
—¿Qué diablos demostrará con eso?
—No lo sé exactamente. Pero estoy convencido
de que es la única forma en que podemos lograr aunque sea la sombra
de una sospecha de lo que sucedió con él.
Diminsky mantuvo su vista fija en Frank
durante largo rato; luego dijo:
—Está convencido de que algo de naturaleza
física le sucedió al submarino, ¿correcto? —Frank asintió con un
movimiento de cabeza—. Suponga que está equivocado. Suponga que se
trata de algo totalmente distinto. Suponga que los hombres lo
abandonaron simplemente porque descubrieron que estaba rompiéndose
alguna cosa en su interior. Suponga que fuera atacado, abordado.
Hay tantas explicaciones plausibles... ¿por qué diablos se le
ocurre a usted elegir la menos plausible?
—Yo no elijo nada. ¡Sólo estoy diciendo que
aquí no cabe ninguna explicación simple! ¡No puede haberla para
algo que ocurrió hace treinta años, almirante!
Diminsky frunció el ceño y estiró el brazo
para coger la cafetera. Frank insistió:
—El Candlefish es un submarino que la Armada
descartó hace treinta años. Lo menos que podemos hacer es ponerlo
nuevamente en servicio. Está en muy buenas condiciones, necesita un
mínimo reacondicionamiento; podría pasar las pruebas de mar con
todo éxito. Y a manera de bonificación, podemos utilizarlo para
descubrir lo que sucedió.
—Va a costar una fortuna —dijo el
almirante.
Frank sacudió la cabeza.
—En principio, saldremos con el equipo
original.
—¡Diablos, no! La Marina no se lo
permitiría. Los submarinos de hoy son un quinientos por ciento más
sofisticados.
—Solamente los nucleares —respondió Frank—.
Los del tipo de submarino de flota son esencialmente lo mismo que
en la segunda guerra mundial.
—¿De qué está hablando? Hoy en día están
totalmente transistorizados. Tienen equipos de radar y sonar
mejorados, equipos de contramedidas electrónicas... Todo ha sido
modernizado.
—Pero no vamos a participar en una guerra.
Además, la radio es siempre la radio...
Diminsky se burló de la
simplificación.
—Almirante, no necesitamos ningún equipo
mejorado. Lo que hay a bordo, una vez que esté controlado, será
suficiente. Tenemos que tener conciencia de los costos —agregó
Frank, repitiendo una de las frases favoritas de Diminsky.
Los argumentos rebotaron por encima del
jamón, los huevos, las tostadas y las cuatro tazas de café que
bebió cada uno de ellos. Y finalizaron sin que se hubiera producido
ningún acercamiento en lo esencial. Por último, sin embargo, el
almirante Diminsky sucumbió ante la mera fuerza de la insistencia
de Frank.
—Muy bien... Voy a regresar esta noche a
Washington. Iré a la jefatura mañana por la mañana y presentaré el
plan a Smitty.
Frank le miró con cierta expresión de
desconfianza. Sabía lo que iba a hacer Diminsky: arrinconar a
Smitty, presentar los hechos... y simplificar todo. Pero era mejor
que nada. Frank se daba cuenta de que, en parte, había estropeado
las cosas con el almirante, a causa de su apasionamiento.
Poco antes de mediodía, Frank se puso
personalmente en contacto con Walters, sin esperar que lo hiciera
Cook.
Walters no podía contenerse en el
teléfono:
—¡Dios mío!, cómo me gustaría estar allí con
él. ¡Para mí es mágico!
Frank tuvo que hacerle una larga descripción
del Candlefish antes de poder preguntarle.
—Escúcheme, Walters, necesitamos ahora esa
información. Los informes oficiales del Dos ochenta y cuatro. Las
investigaciones, las conclusiones de la Junta de Investigación...
¿Hay algún inconveniente?
—La gente de Submarinos. Quieren ver las
cosas primero. Nuestra gente, Ed. Pasan todo por el filtro.
—Bueno, dígales que es para mí.
Confidencial.
Se produjo un silencio en el otro extremo, y
Frank comprendió que estaba ejerciendo demasiada presión. Walters
era una buena persona, y si se había enfrentado con una pared de
cemento, debía ser una verdadera pared de cemento.
—Walters, por favor, comuníqueme
inmediatamente si no voy a poder disponer de ese material. Y, si
puede, envíemelo antes de mañana a mediodía. Diminsky va a regresar
a Washington y no quiero que la información se retrase hasta que él
la revise; eso significaría perder otras ocho semanas.
—De acuerdo, Ed.
Frank colgó el teléfono. No podía dejar que
Diminsky se interfiriera en el asunto antes que él lograra
información suficiente como para justificar su posición. ¡Maldita
política! Frank salió apresuradamente de su oficina y se dirigió
otra vez al muelle.
Pasó el resto de la tarde recorriendo el
submarino entre el cuarto de torpedos de proa y la sección
posterior. Los expertos en demoliciones estaban desarmando toda la
carga de pescados Mark 14. El Candlefish había disparado ocho
torpedos en su última salida.
Frank reflexionó con respecto a esa cifra.
No había sido una misión con mucho éxito, teniendo en cuenta que el
objetivo de cualquier empresa submarina era consumir todos los
torpedos antes de regresar a su base, aunque, en este caso, su
viaje había quedado interrumpido...
Frank se unió a un grupo de técnicos que se
abrían paso a través de los restos en el cuarto de máquina
anterior. Ahora estaban encendidas todas las luces de la nave; las
baterías se encontraban cargadas y funcionando correctamente.
Uno de los técnicos recogió un trozo de
cañería retorcida y lo mostró a los demás.
—No comprendo qué ocurrió aquí. Estos
conductos se expandieron por calor hasta que reventaron. ¿Cómo
pudieron ponerse tan calientes?
Los hombres buscaron a tientas debajo de la
maquinaria y las literas, tratando de hallar trozos y partes del
material destruido. Se movían con dificultad entre los restos
aceitosos que cubrían el suelo y se reunieron alrededor del motor
principal número uno, encajado contra la escotilla, tratando de
descubrir cómo había podido saltar de su montaje. Finalmente, Frank
lo señaló, diciendo:
—Tendremos que volver a ponerlo en
condiciones.
Uno de los hombres lo miró asombrado y dijo
con voz ronca:
—¿Para qué?
—Tal vez para sacarlo a dar una
vueltecita.
Frank se dirigió a la despensa, situada
delante del sector de oficiales. Encontró allí a tres hombres, que
se hallaban absortos examinando las pilas de alimentos enlatados.
Frank inspeccionó los rótulos de las latas sin encontrar uno solo
que le resultara familiar. Todo era de la época de la segunda
guerra mundial.
En la cocina halló alimentos perecederos,
todos frescos y en buen estado. Uno de los técnicos levantó una
rebanada de pan y, observándola con atención, dijo mientras la
apretaba con la mano:
—Parece que la hubieran hecho anoche.
Otro de los hombres subió por la escala
desde la cámara frigorífica que estaba debajo del suelo, trayendo
en sus manos trozos de carne congelada.
—Es el caso de conservación más
extraordinario que he visto en mi vida. ¿Alguien quiere un
bistec?
Frank se acercó y ordenó bruscamente:
—Saquen de aquí todo eso. Todo lo que sea
perecedero.
Volvió al sector de oficiales y se dedicó a
inspeccionar la cámara. Era un desorden total: libros, discos, un
tocadiscos, cartas de navegación, tazas, lápices, tableros
anotadores, parecía haber volado todo, como si alguien hubiera
sufrido un violento ataque de locura.
Abrió la puerta que daba paso a la minúscula
cabina del comandante. No era diferente a la docena de cabinas que
había visto, incluyendo aquella en que él había vivido al tomar el
mando del Prang, durante un mes, en 1969. Contenía una doble
litera, la de abajo estaba fuera de la vista, oculta detrás de una
cortina. Había dos sillas, un lavabo de acero inoxidable, y un
escritorio, los dos últimos articulados al mamparo mediante
bisagras. Frank abrió el escritorio y lo encontró atestado de
papeles, unos pocos libros y otros elementos. O el comandante del
Candlefish había sido un hombre muy desorganizado o alguien había
revuelto su escritorio como una coctelera. Frank reparó en la
firma, de caracteres llamativos, estampada en una orden del
submarino fechada 20 nov. 1944:
Capitán de corbeta Billy G. Basquine,
U.S.N.
Vaya con el nombre... Algo se deslizó desde
una de las pequeñas divisiones del escritorio y Frank logró cogerlo
antes de que cayera al suelo: era un retrato en blanco y negro del
comandante, abrazando a su mujer y dos niños pequeños. Frank lo
contempló durante largo rato, tratando de deducir la fuerza y
resolución del hombre, en base a sus facciones. Pero había algo
debajo de esa dura sonrisa, aunque Frank no pudo descifrar qué
era.
Se dio la vuelta y vio al otro lado de la
pequeña cabina un armario bajo, para archivo de documentación. Se
sentó en la litera y abrió los cajones: estaban apretados de
carpetas que contenían expedientes, informes de personal y
material, proposiciones de ascensos, una carta orgánica de la nave,
copias de las listas de guardia, papel de inmersión, papel de
emergencia, un tesoro de información. Magnifico. Dispondría que
Cook llevara todo aquel material a su oficina inmediatamente.
Se puso de pie y, cuando se volvía para
cerrar el escritorio, captó su atención el libro de bitácora. No se
trataba del libro de bitácora oficial del submarino; este último se
llevaba y conservaba en la sala de control. Era un cuaderno de
bitácora del comandante, su informe personal de los hechos
producidos a bordo del submarino según las Ordenes del Día de la
nave. Allí debían figurar los registros de las inmersiones, los
ataques, las acciones de fuego, cambios de rumbo o cambios de
órdenes en que hubiera participado el Candlefish durante su última
misión. Inmensamente valioso. El libro estaba abierto, con sus
páginas para abajo, enterrado en una pila de papeles. Lo cogió
entre sus manos, observó la página y leyó la entrada inicial, en la
parte superior de la hoja, donde aparecían los apresurados
garabatos del capitán.
La fecha era 21 de noviembre de 1944. La
anotación comenzaba diciendo: 08. Salida de Pearl. Continuamos de
acuerdo a órdenes a la zona general de las Kuriles, Pacífico.
Eso era todo. Nada más en esa página ni en
la opuesta. Frank volvió las hojas hacia atrás y encontró
anotaciones que llegaban hasta enero. Pasó otra vez las páginas
buscando el 22 de noviembre de 1944.
Su mano se detuvo y quedó mirando fijamente
la hoja.
Estaba en blanco.
Siguió hacia adelante. 23 de noviembre,
24... llegó al mes de diciembre, hasta el 11 de diciembre, el día
en que se informó de la pérdida del Candlefish.
Nada. En blanco y absolutamente limpias. Ni
siquiera la marca de haber sido borradas.
¿Cómo podía ser eso? El submarino había
salido de Pearl; de eso existía la certeza. Habían disparado ocho
torpedos. SubPac tenía los registros de los hundimientos logrados
en esa última misión. ¿Basquine había dejado de llevar su libro?
Frank siguió mirando las páginas en blanco hasta que unos
golpecitos en la puerta lo interrumpieron. Cerró el diario y se lo
puso debajo del brazo.
—Adelante.
Cook abrió la puerta y miró a Frank
sonriendo.
—Encontramos un superviviente.