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5 de octubre de
1974
Ed Frank estaba profundamente dormido,
acostado sobre las arrugadas sábanas azules. Era una de esas noches
calurosas y sofocantes de Washington. Acostada de espaldas, a su
lado, estaba Joanne, que en algún momento durante la noche había
arrojado a un lado su mitad de la sábana. Tenía el cuerpo
desparramado sobre las dos terceras partes de la cama y su largo
cabello le cruzaba el rostro y el pecho.
Doce minutos después de las dos de la
mañana, los ojos de Frank se abrieron. Pocos segundos de vacilantes
consideraciones le bastaron para saber que no iba a dormir más por
esa noche. Se restregó el mentón, áspero por la barba, y pasó una
mano entre sus espesos y negros cabellos.
Giró el cuerpo para acostarse de lado y
estudió a Joanne. Uno de sus brazos estaba doblado por el codo y la
mano descansaba sobre la piel desnuda, a la altura del estómago.
Tenía la boca abierta; Frank oía su respiración. La piel de la
muchacha estaba enrojecida por las quemaduras del sol en todo el
cuerpo, excepto en unos pocos sitios estratégicos, pero Frank se
había cansado de compadecerla. Ni siquiera pudo encontrar algún
argumento convincente; había pasado dos horas durante la noche
anterior cubriéndola con una crema calmante y escuchando sus
lastimeros gritos y sus tontas excusas. Le había dicho que se
merecía las quemaduras, que eran el resultado de su imperdonable
descuido. Y si había algún defecto realmente grave en la
personalidad de Joanne, era justamente su extraordinaria y
constante falta de cuidado, que parecía entumecerle el
cerebro.
Durante una reciente y desastrosa velada en
un elegante club nocturno, el White Pelican, se las había arreglado
para arrasar con una copa de vino, un mantel y un camarero que
llevaba una bandeja completamente cargada. Frank, avergonzado,
había tratado de encoger en un rincón su metro y sesenta y ocho
centímetros de altura. No la habló durante tres días.
Estallaba con Joanne como lo había hecho con
todas sus mujeres, diciendo cosas que en el fondo no sentía; y una
vez que empezaba no podía contenerse. Pero ella lo tomaba con toda
calma, sin sufrir la menor intimidación.
Y además, Joanne tenía varias otras cosas en
compensación. Frank se apoyó sobre un codo y se dedicó a
estudiarlas: largas piernas, cintura estrecha, pechos firmes y
redondeados, y un rostro dulce capaz de derretir cualquier corazón.
Perfecta. Aunque Frank pensaba que podría haber tenido un poco más
de cerebro: algunas opiniones que no se limitaran a cuestiones de
televisión, películas, compras y cutis bronceados. Terminaría por
aburrirse con Joanne, como le había sucedido con todas las otras.
Pero había decidido pasarlo lo mejor posible mientras durara. Por
lo menos, ella no estaba enamorada de él, ahorrándole esa clase de
embarazosas complicaciones. Adoraba el sexo, Frank sólo le gustaba.
Sonrió satisfecho y se rascó una pierna. Luego rascó la de ella.
Joanne se movió ligeramente y él esperó para ver si se
despertaba.
La muchacha volvió a moverse, sólo unos
pocos centímetros, y Frank pasó un dedo sobre su pecho aplastado.
Ella se estremeció y Frank escuchó por adelantado la campana que
señalaba el comienzo del tercer round de esa noche...
Sonó el teléfono.
—¡Cristo!
Frank saltó de la cama y corrió a cogerlo
antes que Joanne se despertara. Descolgó, cubrió en parte el
micrófono y su boca con la mano, y murmuró:
—¿Diga?
Se volvió para mirar hacia la cama; ella
seguía dormida.
—¿Ed? Habla Ray Cook —la voz en el teléfono
esperó que Frank refunfuñara su respuesta—. Oye, lamento haberte
despertado, pero es que ha ocurrido algo. Te necesitamos ahora
mismo.
—¿Para qué? Estoy en medio de... —no tuvo
necesidad de terminar. Cook no podía ignorar el significado.
—Ed, esto es realmente urgente.
Frank suspiró.
—¿Dónde estás?
—Oficina de guardia, en el Pentágono.
Frank hizo un esfuerzo para digerir lo que
oía, y su mente empezó a volar.
—De acuerdo. Estaré allí dentro de treinta
minutos.
Colgó y frunció el ceño. Joanne parecía
estar todavía profundamente dormida. Frank se acercó tambaleándose
a la ventana y miró hacia afuera, recorriendo con sus ojos la
ciudad. Pudo distinguir las siluetas de algunos sitios conocidos
contra el cielo iluminado por la luna, y las luces de las calles
que alumbraban los automóviles estacionados debajo de ellas.
Quince minutos hasta el Pentágono. Tenía que
ducharse, afeitarse y ponerse el uniforme, alistamiento completo.
Sabía que llegaría tarde. Maldijo en voz baja. La Marina llamándole
a las dos de la mañana. Seguro que no le harían eso a un oficial
casado, siguió gruñendo para sí mismo.
Se acercó sin hacer ruido a la cama y
contempló a Joanne. De repente sintió otra vez deseos de ella. Cayó
sobre la muchacha y apretó la cara contra su hombro. Los ojos de
Joanne se abrieron y lanzó sus brazos para estrecharlo con
fuerza.
Mistificando, pensaba él. Todas mistifican.
Así es como duran estas cosas...
Con una hora de retraso detuvo su Ford en el
estacionamiento del Pentágono y lo cerró. Veranillo de fin de
otoño. El calor era agobiante. Caminó pesadamente para cruzar el
sector y saludó con un movimiento de cabeza al guardia que lo
miraba boquiabierto.
—Son las tres y cuarto, capitán.
—Y, además, es sábado, Charlie.
El vestíbulo exterior estaba desierto, a
excepción de la guardia de seguridad. Dejaron pasar a Frank, que se
acercó a un cenicero para cargar su pipa. Miró hacia fuera, en
dirección a los iluminados jardines del Pentágono, y esperó que la
guardia de seguridad informara de su llegada al teniente de navío
Cook. Frank apretó con fuerza el tabaco en la taza de la pipa y lo
encendió. Aspiró el humo y gozó del aroma de nueces.
Transcurrieron cinco minutos antes que el
teniente de navío Cook emergiera por un largo corredor, enfundado
en un limpio y almidonado uniforme, haciendo sonar sus tacones en
el suelo del vestíbulo, con su figura alta y de cabello rubio en
agudo contraste con la tez morena y la escasa estatura de
Frank.
—Hola, Ed. ¿Te arranqué de algo bueno? —la
sonrisa de Cook podía ser contagiosa durante las horas normales de
trabajo, pero no un sábado antes del amanecer.
—Será mejor que tengas un buen motivo —gruñó
Frank.
—Lo tengo. Hay un pequeño problema con un
submarino. Sígueme —indicó el camino hasta las escaleras mecánicas
y subieron en silencio al tercer piso.
Frank esperó con paciencia. Era un pequeño
juego que acostumbraban a hacerse ambos: Cook en posesión de
secretos nacionales importantes y Frank obligado a extraérselos con
sacacorchos. Cook era joven e inteligente y había sido asignado al
Servicio de Investigaciones Navales porque tenía cerebro,
dedicación, y grandes orejas. De veintiocho años de edad, era,
además, rápido eficiente, responsable y algunas veces un verdadero
moscardón en los oídos.
Finalmente, Frank rompió el silencio.
—¿Qué problemas hay con un submarino?
—Hace un par de horas, en el Pacífico, y a
unas seiscientas millas al Noroeste de Pearl Harbor, emergió un
submarino.
—¿Y qué hay con eso?
—Salió a la superficie justo frente a un
carguero japonés. Casi mata del susto al capitán. Se comunicó
enseguida con su gente y ellos se pusieron en contacto con
nosotros, y a partir de ese momento empezó a llamarnos todo el
mundo. A nosotros.
—¿Quién te llamó a ti?
—Alguien del Departamento de Estado.
—¿Alguien que conozco?
—Alguien de parte de Henry el K.
Frank gruñó e hizo un gesto abriendo las
manos.
—¿Y por qué tanta conmoción por un
submarino?
Salieron de la escalera en el tercer piso y
siguieron andando a lo largo de los corredores.
—No tiene identificación —murmuró
Cook.
—¿De qué estás hablando? ¿Es nuestro?
—Sí. Parece ser uno de nuestros submarinos
del tipo de flota. Pero no tiene marcas a la vista.
—¿De ninguna clase?
Cook sacudió la cabeza.
—Eso es lo que dice el télex.
Llegaron a la habitación 3012 y Cook abrió
con su llave la puerta en que se leía SERVICIO DE INVESTIGACIONES
NAVALES.
—Déjame ver el télex —pidió Frank.
Cook empujó la puerta y se detuvo un
instante para extraer un arrugado mensaje del bolsillo de su
camisa. Frank lo abrió y encendió la luz. Una amplia oficina surgió
a la vista. Los tubos fluorescentes iluminaron los escritorios de
recepción, distintos sectores divididos con tabiques, y el
télex.
COMSUBPACP050221Z OCT 24DE COMSUBPAC A COMSIN WASH DCCARG JAPONÉS CLASE 5 SHIMUI MARU POSIC 34-56N 149-12W RUMBO 084 VEL 4 DEST SAN FRAN INFORMA SUB NO IDENT EMERGIÓ 0124 HRS MARCACIÓN 000 POSIC ANG 90 STOP SUB NO RESPONDIÓ A LA VOZ NINGÚN CONTACTO RADIAL STOP SIN CONFIRM SUB FLOTA ARMADA USA STOP INFORMADO.DEPART ESTADO A REQUERIM ALMIRANTAZGO JAPONÉS STOP SITUAC MUY GRAVE INFORME ACCIÓN STOP.
—Esto no dice nada sobre marcas.
—No —dijo Cook, indicando el camino hacia
sus escritorios—, eso lo deben haber dicho en la llamada
telefónica.
—¿De Henry el K?
—Por supuesto. Y en el que vino del DD, y el
de SubPac también.
—Diablos, sí que has trabajado.
—Si la Fuerza de Submarinos ya había
intervenido... y el Departamento de Defensa, ¿quién iba a escuchar
al S.I.N.?
Cook abrió una de las oficinas divididas por
paneles de cristal e invitó a Frank a entrar primero.
—Tengo conectada la cafetera, Ed. ¿Quieres
un poco?
—Sí.
Cook pasó al recinto contiguo. Frank se
sentó frente a su escritorio y observó el télex. ¿Un submarino de
flota norteamericano surge a la superficie y mata del susto a
algunos japoneses? ¿Por qué no tenía marcas? ¿Por qué no respondió
a la radio?
—¡Cook!
—¿Sí, señor?
—¿Qué diablos está haciendo SubPac respecto
a ese submarino?
Cook volvió con dos tazas de café en las
manos y se sentó frente a Frank.
—El Comando de Inteligencia de Defensa ha
pedido un reconocimiento a Pearl. Hay un portaaviones en la zona, a
unas cien millas de distancia, y van a enviar un helicóptero para
que tome fotografías. Tendrían que llegar muy pronto por cable. Ya
he llamado a nuestra división de fotografía y están esperando
abajo. Allí estaba cuando llegaste.
—¿Han tratado algunas unidades de hacer
contacto con ese submarino?
—Todos los buques norteamericanos que se
hallan dentro de las doscientas millas —Cook bebió un sorbo de su
café e hizo un gesto.
Frank frunció el ceño y echó una ojeada al
retrato de Joanne puesto en un marco. Ella lo miró sonriendo.
—¿Y qué hay del carguero japonés, el Shimui
Maru? ¿Está todavía en la zona?
—Querían irse lo más rápido posible, pero su
propia gente les ordenó permanecer en el sitio. Si el submarino no
hace nada, si sólo estaba allí cabeceando, suponen que es mejor no
provocarlo. ¿Comprendes? Es lo mismo que cuando uno se queda
inmóvil frente a una serpiente enroscada. No hay que hacer
movimientos rápidos.
—Muy astutos esos japoneses.
—Sí, señor. Y locos. Cristo, deben haber
sacado de la cama a medio Departamento de Estado a las dos de la
mañana. Habrán pensado que queríamos desquitarnos por lo de Pearl
Harbor.
Frank sonrió y se imaginó el barco cargado
de oficiales y tripulantes japoneses atónitos, mirando con la boca
abierta cómo el submarino aparecía frente a su proa y se les
instalaba en medio del camino... Quienquiera que fuese el
comandante de ese submarino más le valía tener todos sus asuntos en
orden. Era casi seguro que habría un Tribunal Naval de
Investigación en su futuro próximo.
—¿Dónde está Diminsky? —preguntó
Frank.
—Golf. Todo el fin de semana.
Frank asintió distraído. ¿Qué esperaba? ¿La
exaltada presencia? El subjefe del S.I.N. entrando resueltamente a
grandes zancadas a las tres de la mañana y vociferando: ¿Qué
demonios está pasando? No. Nunca Diminsky. Allá en los links,
viejo. ¿Una partidita de golf, amigo?
En consecuencia, Ed Frank quedaba como la
más alta jerarquía disponible entre los oficiales de la Fuerza de
Submarinos agregada al S.I.N., a nivel administrativo.
—Muy bien, teniente de navío, ya que estoy a
cargo de este lío, supongo que tendré que delegar algo de trabajo,
¿correcto?
La sonrisa de Cook desapareció.
—Comunícate con ComSubPac y diles que hagan
un control completo de los submarinos de flota que se encuentran en
esa zona. No me importa si garantizan que el submarino no es de
ellos. Que controlen todo de nuevo. Luego vuelve a llamar al
Comando de Inteligencia de Defensa. Queremos prioridad en las
autorizaciones y acceso a la actual disposición de la flota...
Quiero saber dónde estaba cada uno de los malditos submarinos de la
flota a la una y treinta y cuatro de la mañana exactamente. Si esto
es idea de alguien que quiere gastar una broma...
Cook asintió y se puso de pie
inmediatamente. Se dirigió a la oficina contigua y Frank pudo oír
su voz baja en el teléfono. Se echó hacia atrás en el sillón, probó
el horrible café y repasó en su cerebro la información del télex.
Un submarino norteamericano desafía las órdenes generales para
misiones de patrullaje y emerge directamente en la ruta de un barco
extranjero en aguas internacionales. No se podía pensar siquiera en
una amenaza, no podía ser otra cosa que una broma. A lo sumo, un
mal cálculo del tiempo. ¿Pero por qué? ¿Y respecto a las
marcas?
Treinta minutos más tarde entró un alférez y
anunció que las telefotos acababan de llegar y las estaban
revelando, invitándoles luego a que se reunieran con los demás en
la sala de proyecciones del segundo piso, dentro de quince
minutos.
Frank se situó frente a una Carta del Océano
Pacífico. Estudiaba en particular la zona situada a seiscientas
millas al noroeste de Pearl.
Luego bajó al segundo piso en compañía de
Cook, que ya había logrado hacer sus llamadas telefónicas.
—ComSubPac pedirá autorización al D.D. para
pasar la información y podremos disponer de ella dentro de dos
horas. Pero ya han hecho un doble control. No hay ningún submarino
de flota de ninguna clase, ni tampoco nucleares, en esa zona. Ahora
están poniéndose en contacto con las naves que se encuentran de
misión y nos harán saber si alguien está mintiendo.
—¿Por qué no mandan una patrulla de
abordaje?
—El Comando de Defensa quiere destacar
algunos remolcadores oceánicos, y están coordinando con
SubPac.
—Vamos a insistir.
—Ya lo hice. Y usé tu nombre.
—Cada minuto que pasa eres más listo,
Cook.
—Sí, señor.
—Pero si me trasladan al Sahara, tú vendrás
como mi segundo oficial.
—Estaré feliz, señor. Me encanta el
desierto.
Frank disfrutó con la ocurrencia. Siempre
tardaba algo en entrar en vena por la mañana, pero una vez que lo
lograba tanto el como Cook podían pasarse el día entero metiéndose
puyas mutuamente.
Mientras salía, Cook se dio la vuelta:
—A propósito, el viejo Walters quería echar
una ojeada a esas fotos. Le dije que se encontrara allí con
nosotros.
—¿Walters? ¿El tipo de la división de
registros de la fuerza de submarinos? ¿Quién le llamó?
—Yo. ¿Quién sabe? Quizá reconozca esa
maldita cosa.
Frank y Cook entraron en la sala de
proyecciones. Otro alférez estaba preparando el proyector de
ampliaciones. Un oficial de la Fuerza de Submarinos, de unos
sesenta años, estaba sentado en la primera fila, fumando en pipa.
El viejo se dio la vuelta, saludó con un movimiento de la mano y
sonrió. El capitán de navío Walters era una anomalía en el S.I.N.;
tal vez era el único oficial que se sentía feliz de navegar en un
escritorio. Le faltaba un año para retirarse y ni siquiera podía
soportar la idea. Tenía intenciones de morir en su puesto.
Frank le devolvió la sonrisa y se sentó
junto a él. Walters dio unas afectuosas palmaditas en el antebrazo
de Frank.
—¿Cómo está, hijo?
Siempre lo mismo. Frank sentía simpatía por
Walters, pero... ¿cuándo aprendería que un capitán de corbeta de la
Marina de Estados Unidos, de treinta y seis años, no era hijo de
nadie?
—Muy bien, papá.
Walters sonrió.
—¿Qué me van a enseñar?
—Sólo algunas instantáneas. Cómo pasamos
nuestras vacaciones de verano Cook y yo.
Redujeron la intensidad de las luces y el
alférez proyectó la primera fotografía en la gran pantalla. Era una
toma aérea del mar, y apenas podían distinguirse dos puntos negros
y borrosos a lo lejos. La segunda foto estaba tomada más cerca y
era posible distinguir la forma del submarino y la del barco
carguero. La siguiente era una fotografía vertical del carguero y
pudieron advertir una carga de brillantes automóviles.
Finalmente, una clara imagen del submarino.
Era decididamente un submarino del tipo de flota: torreta, doble
periscopio, un gran cañón de cubierta...
—Uno de los nuestros —dijo Frank—. No hay
error posible.
Cook habló con calma.
—¿Cuántos nos quedan todavía con ese maldito
cañón de cubierta?
—No lo sé —Frank miró a Walters, cuya suave
sonrisa había desaparecido. Tenía el ceño fruncido, parecía algo
perplejo.
La imagen siguiente era aún más cercana,
todavía tomada desde el aire, pero junto al submarino. La nave era
negra y el télex aparentemente había estado en lo cierto: no tenía
marcas de identificación.
Walters se puso de pie, se caló las gafas y
fue hasta la misma pantalla para inspeccionar la imagen lo más
cerca posible.
—Submarino de flota... tipo antiguo. Diría
que es de la etapa final de la segunda guerra mundial.
—¿Final? —preguntó Frank.
—Bueno, estoy seguro de que no es de los
primeros modelos. Muchos, que están todavía en operaciones, han
sido transformados. Usted lo sabe... Ha prestado servicios en
ellos.
—Es cierto, pero todavía deben quedar
algunos dando vueltas, que no han sido transformados.
—Por supuesto —Walters se frotó la
barbilla—. Los han vendido a cuanto país extranjero hay en el
planeta, o los han convertido en museos flotantes. Además, ese
submarino parece estar en muy buenas condiciones.
Frank se volvió hacia el alférez:
—¿No tiene nada un poco más cerca? ¿Alguna
donde se vea bien la torreta?
El alférez buscó en una pequeña pila de
fotografías, encontró una apropiada y la colocó en el
proyector.
Walters se estaba paseando todavía frente a
la pantalla cuando apareció la nueva imagen. Era una vista muy
cercana, en la que se apreciaba la torreta a un lado.
—Céntrela —dijo Frank—. Y amplíela todo lo
que pueda.
El alférez corrió la torreta hasta el centro
de la pantalla y luego comenzó a agrandarla lentamente.
—Un poco más arriba —dijo Walters,
aproximándose a la escena—. Así está bien.
La imagen permaneció estable. Frank apenas
pudo apreciar algunas marcas en el lado de la torreta.
—¿Ven esos botones? ¿Esos botones que
sobresalen, como remaches? —dijo Walters mostrando su emoción en
aumento. En nuestra época esos botones delineaban el número. Lo
hacían de esa manera. Cuando querían ser identificados, pintaban el
número, exactamente dentro de la línea de los botones. Cuando
querían pasar de incógnito, lo borraban.
Frank dio unos golpecitos en el
proyector.
—Amplíela un poco más.
El alférez cumplió lo ordenado y estudiaron
los botones, apenas visibles en la borrosa imagen muy
agrandada.
Finalmente, Walters se dio la vuelta y
anunció triunfal:
—¡Dos ochenta y cuatro! —con expresión de
felicidad tocó la pantalla repetidas veces con las puntas de los
dedos—. Tendré que controlarlo. Pero creo que fue puesto en
servicio alrededor de 1942.
Cook hizo un gesto de asentimiento, pero
Frank pareció quedar paralizado.
—Un momento —dijo suavemente—. ¿Quiere
decirme que éste es realmente uno de nuestros submarinos de la
segunda guerra mundial?
La cabeza de Walters subió y bajó varias
veces.
—Sí. Seguro. Sin la menor duda.
También Cook quedó ahora paralizado al
escucharle. Frank se puso de pie y miró fijamente la borrosa imagen
y los botones que aparecían en relieve en la torreta. Con razón
ComSubPac no tenía ninguna información sobre él.
Walters indicó el camino hacia su oficina en
la división de registros, con el rostro encendido de
entusiasmo.
Cook y Frank iban detrás de él, llevando el
segundo las copias de las fotografías. Cook preguntó si no era
conveniente informar a SubPac para que retiraran los
sabuesos.
—No —dijo Frank—, déjalos sudar. Puede ser
que salgan con la misma información y quizá puedan decirnos por
qué. Debe de haber una explicación. Es probable que tengan algunos
pocos submarinos del viejo tipo que no han sido convertidos y no
quieran que nadie lo sepa.
—O tal vez hayamos vendido éste a la Marina
de Brasil —sonrió Cook.
Hablando por encima de su hombro, Walters
dijo de repente:
—Creo que conozco ese submarino —no agregó
nada más y continuó andando rápidamente. Frank se dio prisa para
seguirlo.
—Parece que los años no le han hecho perder
agilidad...
Walters mostró una sonrisa otra vez sobre su
hombro e hizo un hábil doble paso para confirmarlo.
Su oficina era más grande que la de Frank;
más amplia y más desordenada. Sobre los estantes se veían antiguos
y polvorientos volúmenes navales. Walters empezó a buscar entre
ellos, después de invitar a Frank y Cook a que tomaran asiento.
Extrajo un grueso libro y lo apoyó sobre el escritorio para revisar
sus páginas. Las iba pasando rápidamente murmurando algo para sí
mismo, hasta que su dedo se inmovilizó señalando algo.
—Aquí está, miren esto —dijo casi en un
gruñido.
Frank se puso de pie y se acercó al
escritorio.
—Número dos ochenta y cuatro. El USS
Candlefish, según informes, hundido aproximadamente en latitud
treinta, frente a la costa del Japón. Once de diciembre de
1944.
—¿Hundido?
—Sí. Y sin ninguna explicación. Nada
convincente. Recuerdo el maldito asunto. Hubo un par de hechos
parecidos a éste en las misiones del Pacífico. Diciembre de 1944,
sí, señor.
—¿Hace treinta años? —dijo Cook,
incrédulo.
Frank observaba las fotografías que tenía en
la mano.
—Diablos. Está como nuevo.
Walters dejó escapar una risita.
—Muchachos, esto les va a llevar bastante
tiempo —dijo—. No podrán limitarse a llenar un informe y olvidar el
asunto. Tendrán que encontrar una explicación.
Cook hizo un gesto. Frank estaba perdido en
sus pensamientos. Algo nuevo se le había ocurrido. Latitud 30. Fue
como si hubiera sonado una campana.
A las nueve de esa misma mañana, Cook y
Frank estaban en la cafetería principal, inclinados sobre sus
bandejas con jamón y huevos, café y tostadas, cuando Cook alcanzó a
ver una figura que andaba entre otros oficiales de menor jerarquía,
presentes en el Pentágono para cumplir los turnos del sábado.
—Diminsky —anunció Cook, y Frank se dio la
vuelta para mirar al almirante, bajo y canoso. También vestía
uniforme y no parecía muy feliz por ello. El contraalmirante Lobell
Diminsky era su subjefe del SIN, y eso tampoco lo hacía feliz. Le
hubiera gustado más ser jefe-jefe, y tal vez algún día lo fuera...
tan pronto como pudieran echar a un lado a los civiles.
—Muchachos —sonrió débilmente.
Ambos respondieron el saludo y Frank le
preguntó qué tal le iba en el golf. Diminsky lo miró con
dureza.
—El secretario de Estado me sacó del segundo
tee. Me tuve que venir volando.
—No hay sentido de las prioridades —bromeó
Frank.
—¡No hay sentido de la oportunidad! —bramó
Diminsky. Llamó a un camarero que pasaba y le pidió café. Luego
miró los huevos y las tostadas a medio terminar en la bandeja de
Cook. Cook captó la mirada, y con generosidad empujó la bandeja
hacia el almirante. Diminsky le sonrió y dio un mordisco a una
tostada.
—La próxima vez pidan whisky...
—comentó.
—No sabíamos que usted iba a venir —dijo
Frank.
—Así que tenemos un submarino que nadie ha
visto durante los últimos treinta años, ¿correcto?
—Sí, señor —dijo Frank.
—Pónganme al tanto.
—ComSubPac niega firmemente que sea alguno
de los submarinos de flota actuales. Parece que se trata del USS
Candlefish, que se hundió en la Profundidad Rampo, aproximadamente
en latitud treinta, en diciembre de mil novecientos cuarenta y
cuatro. Sobre cómo ha llegado donde ahora está, nadie puede
siquiera aventurar una idea. Ordenamos al C.I.D. que destacara tres
remolcadores y personal para que fueran a dar un vistazo. Tal vez
también intenten abordarlo.
—¿Y qué hay del barco carguero japonés? El
secretario estaba muy preocupado por su posición.
—Hemos ordenado al C.I.D. que enviaran gente
para calmarlos y recibir su informe. Les aseguraremos que el
submarino no les hará ningún daño.
—Usted no puede saber eso.
—Almirante —dijo Frank sonriendo—, ¿un
submarino que tiene más de treinta años?
—¡Exactamente! Usted no sabe por qué
emergió.
Frank se echó hacia atrás en su silla.
—Creo que se trata más bien de cómo. Quiero
decir... es imposible que tenga a bordo una dotación de personal
con vida, a menos que no se haya hundido realmente en 1944 y
alguien haya estado dando vueltas por el océano durante treinta
años en un submarino robado.
Diminsky agitó su taza de café.
—¿Y qué me dicen de esos soldados japoneses
en Filipinas? Todos los años encuentran alguno que todavía está
luchando por el emperador. Tal vez de nuestro lado exista un puñado
de submarinistas fanáticos que se quedaron sin radio en 1944 y han
estado recorriendo el Pacífico durante treinta años, dejándose
crecer las barbas y con miedo de mostrar las caras...
La expresión del rostro de Cook fue
suficiente para que el almirante no insistiera con su teoría. Cogió
el resto de la tostada de Cook y se la comió.
—De acuerdo —gruñó—, sólo quería
demostrarles que cualquier conjetura que pretendamos aventurar en
este momento resulta ridícula. ¡No podemos suponer que ese
submarino es sólo un viejo casco inofensivo hasta que no probemos
que lo es!
Frank suspiró y finalmente dio su
acuerdo.
—Creo que deberíamos alegrarnos de tenerlo
de vuelta.
—¡Alegrarnos! —chilló Diminsky—. Me alegra
que esté alegre. Y se va a sentir mucho más contento cuando sepa
que nos han ordenado sacar ese maldito submarino de las rutas de
navegación en un periquete.
—¿Y después?
—Y después descubrir cómo ha ido a parar
allí.
Frank se tranquilizó. Bien. Se sintió
aliviado. A veces la Marina tenía tendencia a ignorar las cosas que
le provocaban demasiados problemas. Enterrarlas en un pozo de donde
nadie pudiera sacarlas: ésa era la actitud. En la Marina (en
realidad en todos los servicios) lo inexplicable era equivalente a
desagradable. Pero para Ed Frank, lo inexplicable era de primordial
interés. Le encantaba todo lo que fuera intriga y peligro, y lo
desconocido... y se aferraba a ello siempre que se le presentaba la
oportunidad.
Diminsky empezó a enumerar rápidamente las
órdenes sobre futuros procedimientos. El próximo paso sería obtener
transporte hasta Hawai y alojamientos en Pearl Harbor. Diminsky
quería partir al día siguiente, a las 8:00 de la mañana. Frank no
pudo resistir:
—¿A qué hora quiere hacer la salida para el
hoyo uno, almirante?
Diminsky se enfrentó a él, fijando sus ojos
en los de Frank.
—Dejaré en mi casa los palos de golf si deja
a su amiga.
Frank pasó el resto de la mañana en su
oficina revisando las cartas de navegación y las anotaciones sobre
investigaciones independientes que había estado realizando por su
cuenta durante los últimos años. A las 11:00 llamó por teléfono a
Joanne y se disculpó por haberla abandonado a mitad de la noche. Y
luego tuvo que disculparse por haberla despertado a las 11:00 de la
mañana. Ella se quejó una vez más de sus quemaduras de sol, y él
escuchó pacientemente y se preguntó cómo podría llevarla escondida
con él a Pearl Harbor. Aunque, pensándolo mejor, lo único que
lograría sería que volviera a quemarse con el sol. Al diablo con la
idea.
Colgó y se acomodó en su sillón. Estudió la
fotografía de Joanne: su estática sonrisa, el cabello peinado hacia
atrás, su delicada piel. Cerca de él, las oficinas que lo rodeaban
estaban vacías. De algún lugar más apartado en el mismo salón,
llegó el ruido de una máquina de escribir. Otro soldado de sábado.
Frank se enderezó en el sillón y volvió a dedicarse a sus
anotaciones.
Todo ese proyecto suyo (las notas y cartas
que había reunido para su propio uso, la investigación realizada,
las entrevistas) ahora parecía haber adquirido de repente un
propósito de fresca actualidad. El Candlefish podía ser la clave.
Al menos, esos pequeños puntos rojos que había marcado en la carta
del Pacífico (los que se agrupaban junto a la latitud 30°) podían
realmente proporcionar la primera evidencia concreta de que el
Triángulo del Diablo, frente a la costa Sudeste de Estados Unidos,
no era ningún mito, y que, de hecho, tenía un hermano.