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15 de octubre de
1974
Joanne regresó temprano de su trabajo y
encontró en el apartamento a Frank, que estaba cambiándose
apresuradamente el uniforme. La muchacha dejó escapar un chillido
de alegría y se lanzó sobre él. Frank rió y la estrechó entre sus
brazos.
—¡Te eché de menos! ¡Te eché de menos! —le
susurró junto a la oreja.
—¿Me echaste de menos?
—No... —Joanne se separó de él sonriendo y
empezó a arreglarle la corbata.
—¿En qué clase de lío has estado metiéndote?
—Frank jugaba con los botones de la blusa.
—Bueno, me fui a vivir con dos marineros
mexicanos. Sobrevivimos ocho días con porotos y tacos.
—Magnífico. ¿Y qué estas haciendo en casa a
las 14:30?
Ella marcó graciosamente unos suaves pasos
con calculada indiferencia.
—Hubo un incendio en mi cesto de
papeles.
Frank parpadeó sorprendido. La siguió hasta
el cuarto de baño y la contempló mientras se lavaba la cara con
agua fría. Las abluciones fueron toda una ceremonia, hasta que
finalmente levantó la vista mirando de reojo a Frank, y dijo:
—Sí. Fui quien lo inició, pero no hagas
preguntas.
El estalló en una carcajada y la cogió por
la cintura. La cara de Joanne seguía chorreando agua cuando Frank
la atrajo hacia sí para besarla. No vio la mano de ella que se
levantaba por encima de su cabeza, pero al sentir el chorro de agua
que le caía por el cuello dio un salto quedando con un pie en el
aire. Joanne se echó hacia atrás, con la toalla todavía apretada en
la mano.
—¡Hija de... tu madre! —gruñó Frank mientras
se empezaba a quitar la camisa limpia.
Después de un momento, ella se le acercó con
movimientos felinos.
—¿No es una suerte que haya vuelto a casa
temprano?
Dos horas más tarde, Frank estaba convencido
de que la señora Suerte había tenido mucho que ver en su tarde. En
realidad, iba a continuar así durante el resto del día. A las 18:00
llegó en su automóvil al Pentágono y se encontró con el almirante
Diminsky en la cafetería. Hacía mucho calor y el almirante llevaba
puesta una camisa de manga corta. Estaba ocupado dictando algo a su
secretaria y apenas miró a Frank mientras esperaban que apareciera
John Allen Smith, el funcionario civil jefe del S.I.N.
Smitty llegó a las 18:30 y se acercó a ellos
con una gran sonrisa. Su físico era aún más grande. Smitty era un
gigante mormón de cuarenta y siete años; no bebía, ni fumaba y
tampoco aprobaba que los demás lo hicieran. De modo que Frank, que
había llevado su pipa, no la usó durante la reunión. Fue una dura
prueba.
—Ed, ¿cómo está? —la voz de Smitty resonó en
el salón. Estrechó la mano de Frank y se sentó. Pidió un sándwich
especial y una jarra de té helado—. Vamos al asunto. El almirante
me ha informado muy bien sobre sus esfuerzos hasta la fecha y me ha
familiarizado con ciertos detalles de su plan. Uno de ellos el
costo estimado.
La vieja táctica del
cuchillo-por-la-espalda, pensó Frank. No era de extrañar que
Diminsky no lo mirara abiertamente a los ojos.
—Señor, yo tengo tanta conciencia del costo
como el almirante. Pero estoy convencido de que una oportunidad
como ésta no puede...
—No estoy convencido —dijo Smitty sin
vueltas—. No veo qué es lo que quiere demostrar.
—Se lo expondré tan sencillamente como
pueda, señor. Todos conocemos el mito popular sobre los incidentes
que se supone han ocurrido en el llamado Triángulo del Diablo.
Sabemos también que han ocurrido incidentes relacionados en cierta
forma con aquellos, en la latitud de treinta grados frente a las
costas de Japón. Si podemos demostrar de alguna manera
satisfactoria que la Latitud Treinta es realmente otro Triángulo
del Diablo, habremos avanzado mucho hacia una aceptación científica
de lo que hasta ahora no ha sido más que una conjetura.
—Más claro, por favor, capitán —murmuró
Smitty.
—Sí, señor. El problema es que los
científicos no toman nada de esto en serio. Y si queremos que
alguna vez lo hagan, tendremos que brindarles pruebas que puedan
utilizar como base para posteriores investigaciones. Tenemos que
probar que el Candlefish fue víctima de fuerzas desconocidas, que
su hundimiento no respondió a causas naturales, sino claramente
sobrenaturales. El hecho de que el submarino esté aquí es casi
suficiente para demostrarlo, pero no del todo. Puede haber una
explicación científica sobre cómo ha podido conservarse tan bien
durante un período de treinta años. Y si mañana lo pusiéramos en
manos de los científicos estoy seguro de que saldrían con esa
explicación muy pronto. Pero nosotros no estamos preocupados ni nos
interesa la conservación. Se trata de saber qué fue lo que lo
atrapó, en primer lugar; qué pasó con la dotación y cómo
regresó.
Diminsky bebía su Coca-Cola.
—¿Qué pruebas espera encontrar?
Frank se inclinó hacia delante y pensó con
mucho cuidado lo que iba a decir; no deseaba comprometerse
demasiado, pero quería ofrecer la mayor tentación posible.
—Tengo la sensación de que en este caso,
como en muchos otros que ocurren en el Triángulo del Diablo, nos
enfrentamos con un problema de tiempo más que a cualquier otro
factor físico.
—Continúe —dijo Smitty, atacando su sándwich
y tragando sus bocados con gigantescos tragos de té helado.
—Un deslizamiento del tiempo, un salto del
tiempo o la barrera del tiempo. No sé bien qué. Comprendo que suena
a ciencia-ficción de tercera categoría, pero estoy convencido de
que hay que tomar en consideración estas cosas.
—Espere un momento —Smitty tocó ligeramente
sus labios con la servilleta. Diminsky bebió más Coca-Cola y mostró
una débil sonrisa desdeñosa. Estaba feliz presenciando cómo Frank
se ponía solo en ridículo.
—Capitán, ¿piensa tratar de demostrar que el
Candlefish fue sacado a la fuerza de 1944 y volcado en 1974?
—Señor, no sé. Básicamente, sólo estoy
interesado en abrir áreas de investigación para otra gente, más
calificada. No debe de olvidar que nuestra Marina, nuestra Fuerza
Aérea y las de muchos otros países han perdido varios cientos de
aviones y barcos en esa zona. Eso es costoso. Y si podemos lograr
algún indicio sobre cómo terminar con ello, ¡vaya si estaremos
dispuestos a seguirlo!
—¿Cómo? —Smitty clavó profundamente sus ojos
en Frank.
—Si podemos reconstruir esa última misión
del Candlefish by llegar a algunas conclusiones sobre lo que le
sucedió, basándonos puramente en nuestras propias observaciones,
podremos presentarnos a la Comisión de Asignaciones del Senado y
solicitar fondos para una investigación mucho más completa, tal vez
para la creación de un proyecto específico bajo los auspicios de la
Marina.
—¡Dios Todopoderoso, Ed! —Smitty se
arrellanó en su silla— ¡La Marina apenas puede arañar dinero
suficiente para armar su propia flota! ¿Qué le hace pensar que van
a impresionarse por algo como esto?
—Smitty, a veces se han intentado empresas
mucho más descabelladas que ésta.
—¿Qué quiere decir con más descabelladas?
—Diminsky saltó ofendido.
—Octubre de 1943. Astilleros de la Marina en
Filadelfia. La aplicación secreta de un campo de fuerza a un buque
de guerra de la Marina, que desapareció rápidamente de su muelle y
reapareció pocos minutos más tarde en otro muelle en Norfolk —Frank
miró intensamente a Diminsky—. ¿Se acuerda de eso?
Diminsky se mostró incómodo.
—Si es que realmente ocurrió.
—Eso fue en tiempo de guerra —cortó
bruscamente Smitty—. Un proyecto específico con una aplicación
específica.
—Esto es lo mismo. Evitemos que la Marina
pierda más dinero. Terminemos con los incidentes.
—¿Y qué dice de la dotación? Los hombres que
estaban a bordo del Candlefish en 1944. Parecen haber perdido el
viaje de regreso. En estos treinta años se extraviaron en alguna
parte.
—Sí. Así es. Y queremos descubrir por qué.
¿Pudieron salir del submarino? ¿Murieron? ¿Se desintegraron?
—¿Qué?
—Señor, sólo son posibilidades. Todo lo que
pido es la autorización para comenzar por el principio, para seguir
la última ruta del submarino, para volver a crear lo más
exactamente posible los hechos que condujeron a su
desaparición.
Diminsky contribuyó a brindar
información.
—Mister Frank ha encontrado un superviviente
de esa última misión, Smitty. Y el hombre es oceanógrafo. Sugeriría
que sus puntos de vista pueden ser importantes.
Frank intervino rápidamente.
—He hablado con él. Dudo que alguna vez
podamos obtener sus puntos de vista. Está hasta aquí del Candlefish
—pasó una mano por su cuello—. Además, le tomaron las declaraciones
después de la guerra. Nada de lo que dijo resultó concluyente. A lo
sumo, las suyas sólo fueron opiniones.
—Esas opiniones son más válidas que sus
conjeturas —replicó Diminsky.
—Bueno, el hombre es un científico. Estoy
seguro de que en algún momento su curiosidad natural lo impulsará a
brindarse. Podré contar con él cuando lo necesite.
—Muchachos —interrumpió Smitty—, no nos
vayamos por las ramas y volvamos al meollo del asunto. La cosa ha
aparecido ya en todos los diarios. La Marina se ha echado encima un
montón de gente: las Madres de la Estrella de Oro de la Segunda
Guerra Mundial, la Legión Norteamericana, los Veteranos de Guerras
en el Extranjero, todos quieren saber qué sucedió a los miembros de
su familia que estaban en ese submarino en 1944. Vamos a estar
obligados a dar una respuesta.
Diminsky miró significativamente a
Frank.
—No lo estaríamos si alguien no hubiera
permitido una filtración.
—Más de cien hombres vieron ese submarino
cuando entró remolcado a Pearl, almirante —dijo suavemente Frank—.
No fue necesaria ninguna filtración.
—Al grano, señores —insistió Smitty—. La
gente de los submarinos no está nada a gusto. Querrían evitar toda
atención innecesaria. Preferirían que solucionemos esto
silenciosamente.
—También nosotros queremos eso —asintió
vigorosamente Diminsky.
—Sólo espero que el almirante esté usando el
nosotros como en el lenguaje real —dijo Frank.
Observó a Smitty esperando una reacción,
pero el fornido mormón estaba demasiado ocupado sirviendo té helado
en su vaso.
—Mire, capitán Frank —estalló Diminsky—, no
tenemos un servicio de investigaciones para dedicarlo a los
proyectos favoritos de nuestros propios agentes. Nuestra
responsabilidad consiste en recibir y cumplir órdenes, y si no
puede controlar sus impulsos, ¡quizá me vea tentado a hacerle
sentir los míos!
Smitty sonrió tolerante a ambos
marinos.
—Está de más confesarles mi alivio por no
contarme entre los que se hallan atados por la Cadena de Comando.
En mi cargo tengo las manos libres, y es así cómo me gusta que sea.
Sin embargo, debo de someterme a ciertas responsabilidades, y una
de ellas es una regla fundamental: no derrochar el dinero de la
Marina.
Frank sintió una piedra en el
estómago.
—No estoy del todo convencido con sus
argumentos, capitán Frank; pero tampoco los rechazo por completo.
Creo que tiene algo. Estamos enfrentados a un peligro para la
navegación, no el Candlefish, sino la zona en que se perdió. Sobre
esa base, tal vez pueda sacar algunos fondos a Asignaciones para
financiar su expedición. Aunque lo dudo. Pero por lo menos lo voy a
intentar.
Diminsky se quedó mirando a Smitty. Su
expresión era de enfurecida impotencia.
Frank se echó hacia atrás en su silla,
sintiendo los pequeños ríos de sudor que corrían debajo de sus
brazos. Pidió más té helado para todos.
19 de octubre de
1974
El sol de la mañana provocaba intensos
reflejos en el agua, bañando al Candlefish en sus cálidos rayos y
agravando considerablemente los efectos de la borrachera que Ed
Frank se había pescado la noche anterior. Frunció hasta el último
centímetro de su cara y bebió otro trago de la humeante taza que
sostenía con mano insegura. Mientras sentía entrar el calor en el
cuerpo, repasó mentalmente los tres días transcurridos desde la
reunión Diminsky Smitty.
—¡Dios santo! ¡Qué lío! —admitió.
La frialdad entre Diminsky y él se había
acentuado, coincidiendo con la repentina llegada a Washington del
otoño. Lluvias heladas y vientos racheados barrían la ciudad,
enfriando y desanimando las cosas y las personas. Y la pelea con
Joanne había sido la culminación. Hizo una mueca de arrepentimiento
con sólo pensar en ello.
Ambos habían dicho cosas estúpidas e
hirientes. El había estado terrible al reprocharle sus constantes
torpezas y ella le había echado en cara, a gritos, lo que llamaba
su autosuficiencia egoísta. Cuando abandonó el apartamento para
volar de vuelta a Pearl, Frank no estaba más tratable que un ciervo
macho en plena época de celo.
Una suave brisa agitaba el toldo de lona que
protegía del sol tropical el escritorio instalado en el borde del
muelle. Frank terminó de beber el contenido de la taza; el horrible
sabor que había tenido en la boca desapareció. Otra taza; tal vez
probar algo en el desayuno y estaría listo para enfrentar el día.
Pero primero el café.
Gracias a Dios, pensó, que la Marina siempre
tiene dinero suficiente para café. Ahora estaba decididamente en
camino de reformarse. No volvería a cometer una tontería como esa.
Enceguecerse bebiendo para olvidar su frustración no era
ciertamente la respuesta. Por primera vez desde que llegara junto
al Candlefish aquella mañana, observó las actividades con cierto
grado de interés.
El grupo de hombres que estaba trabajando
subía en aquellos momentos los últimos efectos personales de la
tripulación. Cargaban en un camión las viejas bolsas marineras
azules, que tenían impresos en letras blancas los nombres y números
de series, después de haberlas precintado y rotulado. Los ayudantes
leían en voz baja los nombres de cada bolsa. Cook y un suboficial,
ambos con tableros anotadores, efectuaban el control comparándolos
con la lista de tripulantes de 1944. Frank tuvo conciencia del
silencio que se había producido en el muelle. Volviendo su vista
hacia el Imperator observó los grupos de hombres que se encontraban
apoyados en las barandillas de sus cubiertas superiores. También
estaban en silencio. Mirando.
El ruido de la puerta posterior del camión
al cerrarse marcó el final de la improvisada ceremonia. Los hombres
se alejaron, volviendo a sus obligaciones normales. El camión
inició su recorrido para dirigirse al depósito donde habían reunido
el material recientemente retirado del submarino, excepto los
explosivos.
Frank se instaló en el sillón detrás del
escritorio y abrió el cajón central. Sacó las fotografías de la
carpeta y comenzó a estudiarlas. Eran todo lo que quedaba del
desastre ocurrido treinta años antes. Compartimiento por
compartimiento, apareció ante su vista otra vez aquel desorden que
fuera su primera imagen del interior del Candlefish. Ahora el
submarino estaba casi desnudo.
El responsable del equipo de mantenimiento,
el jefe McClusky, apareció por la escotilla de popa, subió dando
saltos la pasarela, se dirigió resueltamente hacia donde se
encontraba Frank y abordó el tema sin rodeos.
—El montaje ya está reparado y en
condiciones, señor; pero me preocupa cómo vamos a mover ese
Fairbanks-Morse.
Frank buscó los planos, desenrolló uno de
ellos y estudió la instalación.
—¿Qué dicen en ingeniería, Mac?
McClusky dejó escapar un bufido y se
restregó la cara con la mano sucia de aceite.
—Dicen que es una tontería, señor. Podemos
levantar con gatos el armatoste, moverlo sobre rodillos, muy bien;
pero me preocupan las cabrias. Estamos cortando algunas a la
medida, pero...
—¿Pero qué?
—Capitán, si esas cabrias se rompen, no me
extrañaría que hicieran un agujero fenomenal en el submarino.
Frank consultó nuevamente los planos. Cook
se acercó al escritorio y apoyó su tablero en una de las esquinas
del plano para evitar que lo levantara el viento.
—¿Qué alternativa tenemos? —preguntó
Frank.
El dedo de McClusky se clavó en el papel
azul.
—Déjeme cortar la chapa de arriba, señor.
Por ahí puedo bajar una grúa y colocar el motor en su sirio en
menos que canta un gallo.
Frank no quería romper la chapa del piso
superior; tenía que haber otra forma.
Sonó el teléfono del escritorio. Cook lo
descolgó, escuchó y luego lo puso debajo de la nariz de Frank. Este
masculló algo a manera de saludo.
—¿Cuándo? ¿A las once? ¡Gracias! —devolvió
el teléfono a Cook, mientras se sentía invadir por una oleada de
adrenalina. Se puso en pie—. Mac, inténtelo con las cabrias. Si eso
no da resultado, ya encontraremos alguna otra cosa.
El jefe le lanzó una equívoca mirada, luego
se volvió para regresar a bordo. Frank se había desentendido del
asunto. Las buenas noticias no abundan, pero justamente acababa de
llegarle una por teléfono. Estaba disfrutándola en ese
momento.
—Ray, ¿adivina quién viene a
visitarnos?
Cook levantó la vista de los papeles que
tenía en el tablero anotador. Puso expresión de recelo.
—¿Bob Hope?
Frank lanzó una carcajada. No eran sólo los
últimos vestigios de su borrachera de la noche anterior; sabía
pescar al vuelo una oportunidad cuando la tenía a su alcance.
—Jack N. Hardy, el superviviente del
Candlefish. Estará aquí antes de tres horas.
—Felicitaciones.
Frank respondió a la ligera reverencia que
le hizo Cook, pero su mente volaba pensando en los detalles.
Tratamiento de V.I.P. en todo momento. La lancha, para traer a
Hardy desde Ford Island hasta el submarino. Un automóvil con
chofer, del servicio de transporte de la base. Y una habitación en
el club de oficiales solteros.
—Trata de obtener una en la planta baja,
Cook. El profesor tiene una pierna enferma.
Dejó a Cook, caminó apresuradamente bajando
por la pasarela de proa, se dirigió a la escotilla y descendió
rápidamente la escala. La piedra en el estómago que sentía desde la
entrevista en Washington había desaparecido.
En el interior del submarino los cambios
eran asombrosos. Lo que fuera un completo desastre tan sólo diez
días antes, estaba ahora ordenado y en perfectas condiciones. Miró
hacia ambos lados los soportes de los torpedos, ahora vacíos. A
través de la escotilla logró ver movimientos en la cámara de
oficiales. Allí era donde quería ir.
Se instaló solo en el interior del camarote
de Basquine y comenzó a analizar las distintas formas en que podría
manejar a Hardy. Sin su cooperación, Frank sería hombre muerto. El
problema consistía en obtenerla.
Cook lo encontró veinte minutos más tarde y
le informó que estaba todo listo.
—¿Qué más ahora? —preguntó Cook.
Frank sonrió, se levantó del sillón y
consultó su reloj. El avión de Hardy llegaría en poco más de dos
horas. Ambos tenían todavía mucho que hacer, pero primero Frank
quería conseguir que Cook estuviera de su lado.
—El alojamiento de Hardy está todavía
intacto, ¿correcto?
—Según tus instrucciones —asintió
Cook.
—De acuerdo. Vamos a hacer lo
siguiente.
Cook escuchó, mientras una expresión de
desagrado se formaba en su rostro.
—Sextante, fotografías, el equipo del
depósito,.. ¡Vas a prepararle la escena! Arreglando el submarino
para que encuentre las cosas... ¡como si fuera una mina de oro
falsa!
—Es cierto. Quiero que este tipo sienta
entrar el gancho tan profundamente que después nos ruegue ir con
nosotros.
—¿Por qué?
—Lo necesito. Y mucho.
A Cook no le gustaba nada.
—Bueno, quiero que hagas otra llamada
telefónica. Cohen y Slater. Por el medio de transporte más rápido
posible. Quiero que estén aquí, instalados, mañana a las
ocho.
El desagrado de Cook se convirtió en espanto
total.
—¿Los Mellizos Polvo-de-oro? ¿Vamos a hacer
un poco de control cerebral?
—Control no, teniente. Nada más que quitarle
la corteza. Ahora ve a hacer esa llamada y tráeme al muelle el
sextante.
Cook asintió con frialdad y giró hacia la
puerta. Pero se detuvo y lanzó una andanada a Frank.
—¿Sabes? Es extraño. Hardy vuelve después de
treinta años y todavía sigue siendo víctima, de la Marina.
Frank y Cook contemplaron el deslizamiento
de la lancha hasta llegar al muelle. Uno de los marineros la
aseguró con un gancho mientras Hardy se preparaba para desembarcar.
Frank se sorprendió al ver andar a saltitos a Hardy. No había
pensado que cojeara de semejante forma. ¡Cristo! Lo único que
faltaba era que el buen profesor cayera por una escotilla. ¿Y
luego?
—Bienvenido a Pearl, doctor Hardy. Me alegra
mucho que haya venido.
Hardy se detuvo al pie de la pasarela para
quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata. Sonrió en dirección a
ambos.
—Había olvidado el tremendo calor que hace
aquí, capitán.
Frank le presentó a Cook, que se apresuró a
descender la pasarela para coger la maleta de. Hardy.
—Bueno, ¿quiere verlo? —preguntó
Frank.
Hardy hizo una señal de asentimiento y Frank
mostró el camino hasta el borde opuesto del muelle. Se echó a un
lado para que Hardy pudiera ver el Candlefish.
El profesor levantó sus gafas de sol y
estudió el casco, bajo i de limpias líneas. Permaneció muy quieto,
mientras sus ojos viajaban recorriendo el largo del submarino, de
atrás hacia adelante y otra vez hacia atrás, varias veces
seguidas.
—¿Qué le parece?
Hardy bajó otra vez sus gafas sin decir
nada. Se volvió hacia Frank y preguntó por un hotel.
—Se alojará en el club de oficiales
solteros, en la misma base. Está todo preparado.
Hardy movió ligeramente la cabeza
asintiendo, y con un lento movimiento volvió a mirar el submarino.
Sus ojos se clavaron en él. En su rostro curtido aparecieron
diminutas gotas de sudor.
—Vamos —dijo Frank, y lo condujo hacia el
escritorio en el borde del muelle.
Volvió la cabeza mientras andaban y esta vez
su sorpresa fue más agradable. Con su pierna enferma y todo, Hardy
se movía bastante bien.
El sol, ahora casi directamente encima de
sus cabezas, caía sobre los tres hombres proyectando sus sombras en
los lados de acero del submarino. Frank dio la vuelta hasta
situarse detrás del escritorio y metió la mano debajo de la lona
que lo cubría. Tapado por las hojas de los planos, encontró el
sextante de extraño aspecto. Permaneció largo rato de pie detrás de
Hardy, observando cómo miraba atentamente la superestructura del
puente del submarino.
Los ojos de Hardy se detuvieron en las
tuercas que sobresalían de un lado de la torreta y que formaban el
número de la nave.
—Dos ochenta y cuatro —murmuro con voz
ronca.
—¿Profesor?
Hardy se volvió suavemente y sus ojos se
encontraron con el extraño aparato que Frank sostenía en la mano
para enseñárselo.
—Cíclope —dijo, con voz baja y tensa—.
¿Dónde lo encontraron?
—Enganchado en el mecanismo del cañón de
cubierta —Frank se lo entregó—. ¿Lo reconoce?
—Es mío —murmuró Hardy—. O mejor dicho, fue
mío. Hace treinta años.
Sostuvo el sextante en sus manos, dándolo
vueltas y palpando el metal con los dedos. En su mejilla izquierda
empezó a latir un músculo. Se hinchó una vena de su frente: la
línea azul se destacó bajo la piel bronceada.
Cook, alarmado, se acercó. Hardy se quitó
las gafas de sol y secó sus ojos. Su respiración se
normalizó.
—¿Se encuentra bien? —Frank estaba
anonadado.
Hardy asintió con un gesto y se frotó las
sienes, recuperando su aplomo.
—He estado preparándome para esto desde que
dejó mi oficina en Scripps. Creo que me he emocionado más de la
cuenta.
—¿Por qué no vamos a su alojamiento para que
se instale? Podemos subir a bordo más tarde.
Hardy se negó y empezó a andar hacia la
pasarela. Cuando llegó, bajó cojeando hacia la cubierta, cogiéndose
con firmeza del pasamanos. Frank volvió a poner el sextante en el
escritorio y abrió el cajón. Cogió la carpeta que contenía las
fotografías y se aproximó a Cook.
—¿Conseguiste lo que te pedí?
—Y algunas otras cosas.
—¿Qué diablos quieres decir con eso? —Frank
trató de leer la expresión de Cook—. No me vengas con sorpresas,
Ray, en este momento.
—Sólo algunas cosas para endulzar el frasco
—y agregó en voz baja—: No le metas demasiada prisa.
Frank bajó a bordo del submarino. ¿Qué
diablos se creía Cook que iba a hacer? ¿Castigar al viejo con un
látigo?
Hardy estaba sobre cubierta, inmediatamente
detrás del puente cigarrillo, con la cabeza inclinada hacia arriba.
Sin ver a Frank retrocedió unos pocos pasos, bajando sus ojos en
dirección a los tablones de madera que cubrían el puente. Estaba
midiendo algo.
—Debo haber golpeado... exactamente aquí
—indicó el lugar de la cubierta con su pierna sana, y luego se tocó
la otra pierna dando unos suaves golpecitos. Así me hice
esto.
Frank siguió su mirada, midiendo la
distancia y formándose un cuadro mental de ese hombre, treinta años
más joven, tratando de evitar que las olas embravecidas lo
barrieran de la protección del puente.
Hardy fue hacia estribor y levantó la vista
otra vez en dirección a las tuercas sobresalientes: el número
doscientos ochenta y cuatro. Esa era la prueba. Eso determinaba la
veracidad, lo convertía en hecho. Este era el U.S.S. Candlefish. No
había duda de ello. Frank observó que el músculo de la mejilla del
viejo comenzaba a latir otra vez.
—Podemos bajar por la escotilla de proa,
profesor.
Hardy esbozó una apretada sonrisa.
—No permita que mi pierna lo engañe,
capitán. Todavía me muevo bastante bien —se agarró a la escalerilla
de metal y subió al puente, compensando con sus poderosos brazos el
defecto de la pierna derecha—, aun para un hombre de mis
años...
Permaneció sobre el puente y miró a Frank
con ojos relampagueantes, como desafiándolo a que lo hiciera mejor
que él. Frank sonrió, impresionado. Apretó entre los dientes la
carpeta y trepó ágilmente la escalerilla.
La cabeza de Hardy desapareció de la vista
al descender por la escotilla de la torreta. Frank bajó rápidamente
detrás de él.
Hardy examinó con la vista el estrecho
compartimiento y aspiró, arrugando la nariz al sentir el olor
familiar del aceite de máquinas. Avanzó hacia el asiento del
timonel, levantando la vista hacia los instrumentos.
—¿Qué pasó con el cristal de los
cuadrantes?
—Roto. En todo el submarino.
Frank observó la mirada de extrañeza del
profesor, que desapareció enseguida cuando dedicó su atención a
algo que había en un rincón.
La primera trampa. Hardy levantó un manual
militar y lo sostuvo en la mano. Sus labios formaron un nombre y
miró el folleto, pensando. Luego los dejó.
—Qué gran tipo... Jenavin —dijo—. Estudiaba
para ingresar en la Escuela de Candidatos a Oficiales.
Se quedó en silencio y permaneció de pie en
el centro de la torreta durante un momento. Frank casi podía sentir
los recuerdos que bullían en la mente del viejo.
Hardy se dio la vuelta bruscamente y
descendió por la escala hacia la sala de control. Frank lo siguió,
y aún no había terminado de bajar cuando vio que el profesor daba
un salto al oír en la sala de control una serie de golpes
metálicos, seguida de una cadena de improperios apenas tapados por
los ruidos, que llegaban desde algún lugar a popa.
—Es sólo un grupo de mecánicos en el cuarto
de máquinas anterior, profesor —dijo rápidamente Frank.
De adelantó hacia la mesa de planos, abrió
la carpeta, y extrajo la colección de fotografías. La atención de
Hardy se orientaba hacia la fuente de los ruidos. Frank tuvo que
darle unos tironcitos de la manga.
—Creo que debería mirar estas
fotografías.
Hardy volvió lentamente a la realidad y
empezó a estudiar las imágenes en blanco y negro. Compartimiento
por compartimiento, revelaban el caos con mayor elocuencia que las
palabras que pudiera haber dicho Frank. Hardy las contempló
detenidamente y luego preguntó:
—¿Estaba así por todas partes?
—Por todo el submarino. Sin excepción.
Después que se tomaron estas fotografías ordenamos y limpiamos
todos los compartimientos. La mayor parte de los efectos personales
han sido sacados y llevados a depósito, pero nadie ha tocado su
cabina. ¿Quiere echar un vistazo?
Hardy sacudió la cabeza.
—Todavía no. Deje que me acostumbre a
esto...
Andando hacia popa, cruzaron la cocina y
llegaron al comedor de la dotación. En el compartimiento no había
elementos personales... ni trampas colocadas a propósito, ni
nada.
Pasaron la escotilla y entraron en el
dormitorio de los tripulantes. Todas las literas estaban levantadas
y apoyadas contra las paredes interiores del casco. Unos secos
golpes metálicos volvieron a atraer la atención de Hardy hacia
popa, y se dirigió a la siguiente compuerta. Sorprendido, miró
fijamente el motor principal número uno, que se encontraba todavía
encajado en ángulo, bloqueando la entrada al cuarto de máquinas
anterior.
McClusky, obviamente frustrado en su tarea,
se había soltado con una explosión de invectivas contra la Marina
en particular y el mundo en general. Hardy sonrió.
—Por lo menos eso no ha cambiado en treinta
años.
Frank respiró aliviado. Hardy se estaba
aflojando; sus defensas comenzaban a ceder. En el dormitorio de la
dotación, sus inquietos ojos captaron la fotografía de Ann Sheridan
colocada en uno de los armarios.
—Teníamos un tipo... no puedo recordar su
nombre, pero estaba chiflado por Ann Sheridan.
—Era Jones —dijo Frank—. Encontramos dos
álbumes llenos de fotografías.
—¡Correcto! Corky Jones. ¡Oigan! ... ¿Y las
pipas de Walinsky?
Frank se mostró perplejo por un instante;
después; recordó el estuche tallado.
—¿Se refiere a la caja que hay sobre el
motor principal número dos? Todavía está allí y señaló en dirección
al cuarto de máquinas anterior.
Hardy murmuró el nombre de su amigo:
—El jefe Walinsky. Anton. Las pipas...
eran... —se detuvo. Su mente se alejó, recordando las horas libres
que acostumbraba a pasar con el jefe de máquinas, charlando
mientras sacaba brillo a aquellas malditas pipas. Alguna vez, de
cuando en cuando, hasta era capaz de fumar en una de ellas.
Frank sonrió; por lo menos los recuerdos de
Hardy eran agradables. Ese era el momento para dirigirlo hacia su
antiguo alojamiento.
Arrastrando la pierna mientras andaban hacia
adelante, Hardy siguió hablando sin interrupción. Cuando volvieron
a pasar por la sala de control, se detuvo a examinar una lista de
guardia colocada en el mamparo. A medida que los leía musitaba los
nombres, buceando muy hondo en su memoria para asociarlos con los
rostros. Sus ojos recorrieron otra vez los mamparos, buscando, como
si quisiese volver a escuchar aquellas voces que no oía desde hacía
treinta años.
En el sector de los oficiales, Hardy metió
la cabeza por la puerta mirando el interior de la cámara; observó
los gráficos con las siluetas de los distintos buques de la Armada
japonesa, dispuestos sobre los mamparos. Señaló el antiguo
tocadiscos de 78 r.p.m. que estaba sobre un estante. Era otra de
las contribuciones de Cook.
—Teníamos una de las mejores colecciones de
discos de Glenn Miller de toda la flota.
—Sí, señor. Los cogieron de aquí, pero están
guardados en el depósito.
Hardy no lo escuchaba.
—Stanhill —murmuró—. Nunca tocaba otra cosa.
Glenn Miller. ¿Recuerdan Serenata a la luz de la luna?
Frank sonrió condescendiente.
Con una última mirada, Hardy siguió
avanzando por el corredor. Frank lo observó al entrar en el
dormitorio de oficiales; después lo siguió y se mantuvo junto a la
puerta mientras Hardy exploraba el interior de la sección a través
de las cortinas. Frank esperó hasta que el profesor corrió la
cortina que ocultaba su propia litera, entonces entró y se colocó
detrás de él.
—Pequeña, ¿verdad?
La sonrisa de Hardy no coincidía con su voz.
Sufría... era un profundo y muy viejo sufrimiento. Frank se abstuvo
de hacer comentarios; también él estaba practicando ahora un ligero
examen del alma humana. Quizá Cook se hallaba en lo cierto. Esto
era como ayudar con el ritmo la marcha de Hardy a través del
infierno. Esperó, sensible a la ansiedad que crecía dominando al
viejo.
Hardy contemplaba la almohada de la
cabecera. Muy lentamente, como en trance, su mano entró por debajo
de la almohada y se movió a ambos lados, palpando.
—Está en su armario, señor —dijo Frank en
voz baja—. No sabíamos dónde acostumbraba a guardarlo.
Hardy levantó la vista hacia él, examinando
la cara del hombre más joven; luego se volvió y abrió el armario.
Sacó su retrato con marco. La Elena de muchos años atrás le sonrió.
Frank notó que luchaba para contener las lágrimas.
—¿Su esposa?
—Sí. La perdí en 1963.
Los dos hombres permanecieron en silencio.
También el grupo de McClusky había suspendido su frenética
actividad en la popa. Hardy suspiró, contenida ya su emoción.
—¿Puedo llevármelo?
—Todo lo que hay aquí le pertenece,
profesor.
—No todo —Hardy apoyó la fotografía en su
litera e introdujo el brazo en el armario—. Nunca tuve dinero
suficiente para dos —sacó una de las dos gorras de oficial que
colgaban en los ganchos, y se la probó. Frank sonrió al advertir
que era evidentemente de otra medida. Hardy se la quitó y la dio la
vuelta para mirar la parte plástica del forro interior. No pudo
ocultar un fugaz expresión de contrariedad y desagrado.
Entregó la gorra a Frank, y éste leyó el
nombre escrito en la parte inferior: BATES, W.
Frank maldijo en silencio la estupidez del
culpable, en el grupo que efectuó la limpieza, que había guardado
la gorra de Bates en el armario de Hardy.
—¿Quiere ver el cuarto de torpedos de proa,
profesor?
Hardy sacudió negativamente la cabeza.
—Ya he tenido bastante por un día.
Cook y Frank acompañaron andando al profesor
hasta el automóvil que lo esperaba. Hardy aceptó la invitación de
Frank para cenar; luego se acomodó en el asiento y contempló el
retrato de su esposa mientras el automóvil se alejaba.
Sólo entonces Cook se tranquilizó.
—Debe haber sido duro allí abajo.
Frank le fulminó con la mirada y le dio la
gorra de Bates. Cook se disculpó efusivamente.
—¡Cristo! Como mezclar agua con
aceite...
Frank asintió. Un estúpido error como ése
podría haber hecho saltar a Hardy como un cohete. Esta vez había
tenido suerte. La próxima... Frank se sentía exhausto. La visita al
submarino no era suficiente. Haría falta quién sabe cuánto más para
lograr que Hardy interviniera.
Frank y Hardy cenaron temprano en el club de
oficiales. Los dos solos. Como si hubiera existido un acuerdo
mutuo, ninguno mencionó el Candlefish; por tanto la conversación
resulto amena y hasta por momentos jocosa.
Cuando iban por la mitad del postre, Frank
advirtió su error: no debía haber sido él quien hablara la mayor
parte del tiempo. Durante más de una hora, Hardy se las había
arreglado para sonsacar a Ed Frank casi todo su pasado, desde el
recuerdo de aquel niño de seis años que se enteró de la muerte de
su padre en la Playa Omaha, el día D, hasta sus primeros años en la
Academia Naval, luego la escuela de submarinos y finalmente el
servicio en el mar. Sonó una pequeña alarma justo antes de que
Frank empezara a hablar sobre su cargo en el S.I.N. Lo sorprendió,
a la vez que lo divertía la habilidad de Jack Hardy. Podía haber
sido un interrogador natural. Dirigía sus preguntas sin dar tiempo
a Frank para que se pusiera en guardia. Hardy daba la impresión de
que realmente le interesaban las respuestas. Sabía escuchar. Por
primera vez desde su regreso de Washington, Frank sintió sus
nervios completamente relajados. Apartó su taza de café y rechazó
el ofrecimiento del camarero para llenarla por segunda vez.
Hardy terminaba su helado de chocolate
mientras observaba atentamente el salón lleno de oficiales
acompañados por sus esposas. Expresó en voz alta su
reflexión:
—Voy a hacer una observación puramente
científica, capitán.
—¿Cuál es?
—Las mujeres cada día son más hermosas. Tal
vez sea la forma de arreglarse o quizá haya empezado a entrar en la
senilidad, pero son decididamente más guapas.
—Lo que diga, señor, pero como podemos
pasarnos sin esas distracciones, ¿qué le parece si vamos a un sitio
donde no haya tantas representantes del bello sexo?
Pidió la cuenta y salió con Hardy al suave y
fragante anochecer hawaiano.
Hardy permaneció en silencio en su asiento
mientras Frank conducía el automóvil lentamente por el interior de
la base. De vez en cuando sonreía al ver algo que recordaba del
pasado. Frank no quería interrumpir sus cavilaciones. «Dejemos que
el hombre baje desde lo alto», pensaba. La diversión y las bromas
habían terminado. Pronto empezaría a trabajar de nuevo. El
automóvil se detuvo y Hardy lanzó una risita al ver dónde se
encontraban.
—¿El Clean Sweep, eh? Muy sutil,
capitán.
—Si no...
Hardy hizo un gesto con la mano rechazando
la insinuación. Bajó del automóvil y esperó mientras Frank sacaba
su cartera del portaequipajes.
En la jerga utilizada por el servicio de
submarinos durante la guerra, barrido completo (nombre de bar)
significaba el regreso con éxito de una misión de combate: todos
los torpedos disparados y, en lo posible, todos los blancos
hundidos. Una escoba sujeta al periscopio de un submarino que
regresaba a su base era la señal que significaba que había barrido
por completo los mares, dejándolos limpios de buques
enemigos.
El bar era uno de los sitios de reunión
favoritos de los oficiales de SubPac. Sus paredes estaban cubiertas
por un collage de fotografías de los grandes comandantes de
submarinos: Lookwood, Grenfell, Morton, O'Kane. Desde sus sitios
elevados miraban allá abajo a las nuevas generaciones. Había fotos
de tripulantes, antiguos buques de abastecimiento y bases exóticas,
junto con otras clases de recuerdos. Distribuidos en diversos
sitios del bar, se veían equipos usados por los submarinistas. Era
prácticamente un museo... un permanente tributo a los miles de
hombres que alguna vez lucieron los Golden Dolphins.
Frank escuchó a Hardy rememorar sus antiguas
experiencias. Pero el profesor seguía evitando toda referencia al
Candlefish.
Frank decidió abordar el tema desde otro
punto de partida.
—¿Qué le decidió a ingresar en submarinos,
profesor?
Con una expresión de cierta desconfianza en
sus ojos, Hardy miró a Frank levantando una ceja.
—Acaba de decirlo.
—¿Qué?
—La película Submarino, con Jack Holt y
Ralph Graves.
Frank, que jamás había oído hablar de
Submarino ni de Jack Holt, movió de arriba abajo la cabeza
asintiendo como si hubiera entendido perfectamente.
Hardy leyó su pensamiento.
—Será mejor que se lo explique.
Comenzó relatando a Frank que había crecido
en Long Island Sound, en Connecticut, y pronto había sentido una
gran atracción por los barcos y toda clase de embarcaciones. Cuando
tuvo edad suficiente, salía a navegar a vela siempre que podía, la
mayor parte de las veces con amigos cuyos padres tenían balandras,
yolas o queches, y en las que partían de West Haven los fines de
semana. Sus propios padres tenían una pequeña tienda junto al
muelle, que durante los meses de primavera y verano trabajaba
intensamente con los marinos de fin de semana llegados de Manhattan
y Long Island para participar en regatas y tomar cerveza. El
conocimiento que había demostrado Jack de las aguas del lugar,
además de su habilidad para manejar su parte del negocio, lo
convirtieron en un tripulante extra, admitido con gusto en no pocas
embarcaciones de categoría. Comprendiendo la alegría que eso
significaba para el muchacho, sus padres jamás intentaron sujetarlo
a la tienda. Por otra parte, Jack era un excelente elemento de
relaciones públicas para el negocio.
En 1929, cuando el muchacho tenían once
años, vio su primera película sobre submarinos. Durante una hora y
media se mantuvo inmóvil en su asiento y, una vez terminada, sabía
hacia dónde se iba a orientar su vida. Aunque, sólo para estar
seguro, se quedó a ver de nuevo la película.
La Gran Depresión provocó un marcado
decaimiento en su actividad de navegación. Muchos hombres que antes
eran dueños de barcos se encontraron repentinamente con problemas
para conservar sus trabajos. Los padres de Jack apenas ganaban lo
suficiente para vivir durante esos tiempos difíciles, y el muchacho
se vio obligado a emplear sus horas libres ayudando a sus padres en
la tienda. Sin embargo, su sueño aún persistía. Y aún salía a
navegar, cuando podía.
En 1936, poco antes de finalizar la escuela
secundaria, descubrió que la Escuela de Submarinos de la Marina
estaba situada en New London, Connecticut, apenas a 30 millas de su
casa. Pero decidió que sería mejor alcanzar primero la jerarquía de
oficial naval, y luego ingresar en la especialidad de submarinos.
De manera que presentó su solicitud en la Academia Naval de Estados
Unidos. Con la ayuda de una de las familias que todavía navegaban
durante la temporada, logró que le aceptaran la solicitud. Pero no
pudo aprobar los exámenes de ingreso.
Humillado, frustrado, pero decidido a no
rendirse, Jack Hardy cursó estudios en una escuela de preparación
durante un año, se presentó a los exámenes por segunda vez y,
finalmente, pudo ingresar en Annapolis en el año 1938.
—¿Y después?
Hardy se había interesado ahora por un
mondadientes. Lo sostuvo frente a sus ojos y lo estudió. Después
volvió a mirar a Frank.
—Me imagino que su departamento tiene una
buena información sobre lo que he hecho desde 1938, capitán. No
todo, pero... no hay nadie que no tenga sus pequeños
secretos.
—¿No desea continuar?
—No. Prefiero no hacerlo.
Un grupo de oficiales jóvenes, que
aparentemente festejaban la despedida de soltero de uno de ellos,
atrajo la atención de ambos. Los gritos de condolencia y los
consejos resonaban en el salón. Después de un gran revuelo,
decidieron partir en grupo hacia cierta casa fuera de la base. En
medio de gran confusión, el grupo abandonó el bar.
Hardy, que había estado disfrutando de la
escena, se volvió hacia Frank:
—¿Por qué será que los hombres que están a
punto de casarse se sienten obligados a acostarse la víspera con
alguna muchacha? Eso nunca cambia.
Era una muestra de filosofía barata, y Frank
derivó hábilmente la idea hacia lo que quería que fuera el tema de
la noche.
—Puedo hablarle de otra cosa que no ha
cambiado, señor.
Hardy lo miró con curiosidad.
—El Candlefish. Después de treinta años es
todavía el mismo. No hay envejecimiento, corrosión ni tripulación.
¿Alguna idea?
Hardy apartó su copa de coñac.
—No sé el porqué, pero tengo algunas teorías
sobre el cómo —aventuró—. Aunque no creo que le resulten de
utilidad. Usted no es científico.
—Pruébeme.
Hardy se echó hacia atrás en su silla y,
juntando sus manos como quien se dispone a rezar, empezó a golpear
despacito ambos dedos índice.
—Suponga que el submarino estaba
herméticamente cerrado. Total integridad del casco. Ninguna
pérdida.
—Comprendo.
—Ese puede ser el motivo de que no exista
deterioro.
Frank recordó la descripción que Nails le
había hecho del puente cuando abordó la nave en el mar. Las
escotillas estaban fuertemente ajustadas.
—Continúe —dijo.
—Algunos submarinos llevaban tubos de
nitrógeno. No recuerdo qué propósito tenían; pero suponga que uno
se desprendió y se rompió, formándose una atmósfera de nitrógeno en
el interior del submarino. Es una suposición. ¿De acuerdo? Muy
bien, dicha atmósfera actuaría como conservadora (todas las cosas a
bordo quedarían como en conserva) si se producía el vacío. Si todo
el aire había sido extraído, el interior del submarino podría haber
permanecido intacto.
—¿Y el exterior del casco?
—Si se hubiera hundido hasta el fondo...
—empezó a hacer gestos con sus manos—. Si hubiera quedado enterrado
en lodo hasta el puente durante estos años, teniendo en cuenta la
frialdad de las aguas en esas latitudes, podría haberse mantenido
sin ninguna adherencia.
—No está mal, profesor. En realidad, la
teoría es notablemente buena.
—Pero tiene un montón de condiciones que
cumplir, capitán.
—Es cierto; con todo, suena mejor que la de
cierta arma secreta misteriosa de los japoneses.
No había terminado de emitir las palabras
cuando ya estaba arrepentido de haberlo dicho. Hardy lo miró
esbozando una ligera sonrisa; no se sentía enfadado; sólo un poco
herido.
—Eso es lo que se consigue con mis
veinticinco años en Oceanografía —hizo una pausa, dio unos
golpecitos en su copa y agregó—: De cualquier manera, nosotros no
llevábamos nitrógeno.
Quedaron en silencio durante algunos
minutos, mientras Hardy pedía a la camarera otra ronda y renunciaba
a seguir hablando hasta que llegara. Frank trató de recuperar el
terreno perdido.
—¿Y qué opina sobre la dotación?
—Bueno, si permanecieron en el interior del
submarino mientras se hundía, pueden haber intentado escapar más
tarde. El barco pesquero que me recogió tenía radio. Los oí
transmitir, pero era obvio que ni siquiera vieron al Candlefish en
ningún momento —hizo otra pausa y bebió un gran trago de coñac—.
¿Controló el libro de bitácora del submarino? ¿Encontró alguna
anotación después del 11 de diciembre?
—No hemos podido encontrarlo, profesor. Se
han extraviado.
—Bueno; Basquine llevaba su propio libro de
bitácora día a día.
Frank se agachó y abrió su cartera. Extrajo
el libro de bitácora de Basquine y se lo ofreció a Hardy.
—Contrólelo —dijo.
Hardy lo abrió cautelosamente y pasó las
páginas hasta la fecha que recordaba.
—Vamos a ver... Salimos de Pearl el 21 de
noviembre... Aquí está —leyó desde la parte superior de la página—:
0800. Salida de Pearl. Continuamos de acuerdo a órdenes a la zona
general de las Kuriles, Pacífico —y Hardy quedó en silencio.
Miró fijamente el resto de la página, en
blanco.
Frank se concentró en la reacción del
profesor cuando éste dio la vuelta a la página y mostró la
expresión de sorpresa en su rostro, que no tardó en reflejar
incredulidad. Volvió la página siguiente, y la siguiente. Por
último cerró el libro y se mantuvo inmóvil en su silla durante un
buen rato, antes de devolverlo a Frank.
—Así es, profesor. Están en blanco. Después
del primer día, ¡nada!
—Pero Basquine nunca dejó de hacerlo. Se lo
aseguro, ¡era un fanático! Tiene que haber algún error.
Frank guardó el libro en su cartera y lo
cerró. Sabía que Hardy estaba incómodo, inseguro de sí mismo.
—No me cree.
—Sí, le creo. Sus teorías son tan válidas
como las de cualquier otra persona, pero este libro dice mucho,
justamente donde no dice nada. ¿Comprende lo que quiero decir,
profesor? El Candlefish es un enigma extraordinario.
—¿Qué va a hacer con él?
Frank no respondió inmediatamente, debía
elegir con cuidado sus palabras.
—Voy a hacer reacondicionar el submarino y
completar una dotación. Luego voy a reconstruir la última misión...
desde el principio hasta el final.
Hardy quedó pasmado.
—No puede hacer eso.
—Si consigo la autorización, profesor, puedo
hacerlo, y lo haré.
—¿Por qué razón?
Frank se irguió en su silla y miró a Hardy a
los ojos.
—¡Porque después de treinta años ha vuelto!
Y está deseando decirnos lo que sucedió. ¡Usted no es un
científico, usted prestó servicios en él! ¿No lo quiere
saber?
Hardy no contestó, pero en los rasgos de su
rostro se dibujaba el no.
—¿Qué quiere de mí?
—Quiero que complete los veinte días que
faltan en el diario de Basquine.
Hardy lanzó una carcajada; no lo podía
creer.
—Me siento muy honrado, pero... usted mismo
lo dijo, capitán. ¿Después de treinta años...? —su voz se fue
desvaneciendo, esperando la respuesta de Frank.
—Ya he pensado en eso, señor. He enviado a
buscar a do hombres que se entrevistarán mañana con usted. Ellos le
ayudarán.
—¿A hacer qué?
—A recordar —Frank notó la fugaz mirada
triste—. Sólo las partes que necesita para llenar el libro de
bitácora. Nada más.
—¿Cómo? ¿Usan drogas?
—Yo mismo voy a depender de usted para esta
respuesta —dijo Frank sonriendo—. Yo no lo sé. Pero lo que sí sé es
que logran buenos resultados y eso es lo que queremos.
El tono áspero, oficial, abandonó su voz.
Fue ahora más suave, con matices de ruego:
—Es lo que necesitamos, señor.
Cinco minutos más tarde, Frank pagó la
cuenta y ambos salieron del Clean Sweep. Hardy se mantuvo en
silencio durante el viaje de regreso al club de oficiales solteros.
Frank esperó en el automóvil mientras Hardy iba tambaleándose hacia
el edificio, con una ligera y rígida escora a babor para compensar
la cojera.
Mientras conducía el automóvil hacia el
Imperator, Frank rezaba en silencio. Esperaba que Cohen y Slater
lograran su objetivo. Hardy tenía razón: treinta años era mucho
tiempo.
22 de octubre de
1974
A las 12:30, Frank se dirigió al
Candlefish.
Cook lo esperaba al pie de la
pasarela.
—Precisamente iba a ir a buscarte. Mac me
avisó. El número uno ya está listo, en su sitio, y conectado al
cigüeñal principal.
Bajaron por la escotilla de popa y fueron
apresuradamente hacia el cuarto de máquinas anterior. Se inclinaron
sobre McClusky.
—Déme otra media hora, más o menos, capitán,
y podrá ponerlo en marcha. Pero cruce todos los dedos...
Los ojos de Frank inspeccionaron el enorme
motor. El Fairbanks-Morse, pocos días atrás caído y salpicado de
aceite, estaba ahora reluciente y sometido a los ajustes de último
momento. Frank se dio la vuelta para examinar el mamparo dañado.
Pocos minutos le bastaron para sentirse satisfecho: las
reparaciones necesarias eran mínimas.
Se dirigió hacia proa para controlar el
camarote de Basquine. Los lápices y cuadernos estaban ampliamente
dispuestos sobre el escritorio. Un aroma de café recién preparado
lo atrajo hacia el comedor. Encontró una cafetera a su disposición.
Se sirvió una taza y se sentó con calma en el pequeño sofá tapizado
en plástico. Estaba bebiendo su segundo café cuando Hardy dio con
él. El profesor tenía una extraña expresión en el rostro, como si
acabara de vivir una confusa experiencia.
—¿Cómo le ha ido, profesor?
—¡Ah, muy bien...!
Frank no pudo distinguir si la respuesta
encerraba una profunda ironía o...
—¿Ya almorzó, señor?
Hardy tomó una taza del estante y se sirvió
de la cafetera.
—Mire, si hemos de seguir trabajando juntos,
será mejor que introduzcamos algunos cambios.
—¿Por ejemplo?
—Basta de profesor, ni doctor, ni señor. Mi
nombre es Jack.
—El mío es Ed —Frank estiró su mano para
estrechar la que le ofrecía Hardy, esperando que se produjera una
repentina corriente de calor y apertura. Pero no fue así. El
profesor sólo quería aclarar ese punto. Daba la impresión de que
jamás dejaría de tener bajo control una parte de sí mismo. Frank se
levantó.
—Vamos. Su sitio de trabajo será el camarote
de Basquine. Está todo listo.
—¿Por qué no aquí, en el comedor?
—En los próximos días pasará demasiada gente
por aquí. Necesita que no lo distraigan.
Hardy terminó el café y siguió a Frank por
el pasillo. El segundo mantuvo abierta la puerta y le señaló los
lápices y cuadernos. Cuando Hardy se acomodó en el sillón, Frank lo
interrogó sobre su sesión con Slater y Cohen.
—No se lo puedo decir. Tuve que
prometerlo.
—Muy bien, pero si llega a un punto muerto,
descanse. Póngase de pie y ande un poco por el submarino. Tal vez
le ayude refrescar la memoria. Ya sabe dónde está el café. Para las
comidas vendré a buscarlo. Si me necesita esta tarde, estaré en
popa.
Hardy permaneció sentado, inmóvil, un largo
rato después que Frank le dejó. Contempló alrededor ese pequeño
espacio en el que tiempo atrás se había alojado el hombre que le
amargó la vida. Y sus pensamientos volvieron a la reunión que había
tenido aquella mañana con Slater y Cohen.
Su primera reacción había sido de
resentimiento. Esos dos hombres absolutamente extraños conocían de
un modo u otro casi todo lo que se podía saber sobre Jack Hardy.
Pero eran tan hábiles que, una vez superado su fastidio inicial, no
pudo menos que admirarles. Habían realizado con él una verdadera
vivisección, pero de tal forma que él mismo había llegado a
ayudarlos, llenando los espacios en blanco, ampliando los
comentarios y, lo que es más, disfrutando de ello. Pasaron la
última media hora refiriéndose a hechos que él había olvidado hacía
mucho tiempo.
Finalmente, Slater explicó lo que estaba
haciendo.
—Estamos aislando la última misión. Hemos
prescindido de las otras áreas. Ahora puede limitar su
concentración a los puntos clave. Aparte de su mente, lo demás y el
libro se escribirá prácticamente solo.
Hardy tomó ahora un lápiz y abrió uno de los
cuadernos. Empezó a escribir. Forzó su mente para seguir las
instrucciones de Slater. Se sintió impresionado por sus nuevas
fuerzas. Podía escribir el diario de a bordo y así lo haría, y aún
más, lo haría en el camarote de Basquine.
Frank colgó el teléfono. Slater le había
manifestado un cauteloso optimismo.
—Hardy no resultó tan complejo. Y respondió
bien.
Frank les pidió que se quedaran tres días
más y volvió deprisa al cuarto de máquinas anterior. Por ahora,
Hardy cumpliría mejor su tarea estando solo. En la popa estaban a
punto de suceder cosas más importantes.
Los hombres de McClusky se hallaban listos,
agrupados alrededor del motor principal número uno, como un grupo
de expectantes futuros padres. El jefe se encontraba en la
plataforma del motor con Cook. Frank apareció por el pasillo y
preguntó:
—¿Listo?
—Justo a tiempo para dar la orden,
señor.
Frank cruzó los dedos de ambas manos y las
mantuvo en alto.
—En marcha, Mac.
El grueso dedo de McClusky apretó el botón
de arranque. El motor empezó a roncar despertando a la vida y
llenando el compartimiento con su potencia. Todos los ojos
controlaron los instrumentos y manos experimentadas realizaron los
ajustes. McClusky, con la cara partida por una sonrisa, hizo a
Frank la señal de pulgares arriba. Frank le respondió sonriendo,
mientras se deleitaba al sentir el ruido y el calor que lo
envolvían. Una etapa más había sido cumplida.
Se sintió feliz.
No así Hardy.
El ruido del motor diesel que arrancaba
cruzó el submarino y lo alcanzó como si lo atravesara. ¿Era su
imaginación o estaba oyendo la alarma de inmersión? Las imágenes se
agolparon en su mente. Borrosos movimientos de hombres que corrían
hacia sus puestos de combate. El periscopio que se deslizaba hacia
abajo en su pozo. Tuvo otra vez la intensa sensación de sequedad en
la boca, la misma que siempre experimentaba al prepararse para la
explosión inminente de una carga de profundidad. El miedo de
mostrar su miedo. Luchó para controlarse, para expulsar esas
horribles impresiones, y lo logró. Desapareció la amenaza de esa
pequeña cabina que segundos antes parecía quererlo estrujar. Las
vibraciones fueron disminuyendo hasta desvanecerse por completo.
Secó las sudorosas palmas de sus manos, cogió otra vez el lápiz y
empezó a escribir, con creciente seguridad, llevado por algo muy
profundo en su interior. Algo que no comprendía.