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15 de octubre de 1974

 

Joanne regresó temprano de su trabajo y encontró en el apartamento a Frank, que estaba cambiándose apresuradamente el uniforme. La muchacha dejó escapar un chillido de alegría y se lanzó sobre él. Frank rió y la estrechó entre sus brazos.
—¡Te eché de menos! ¡Te eché de menos! —le susurró junto a la oreja.
—¿Me echaste de menos?
—No... —Joanne se separó de él sonriendo y empezó a arreglarle la corbata.
—¿En qué clase de lío has estado metiéndote? —Frank jugaba con los botones de la blusa.
—Bueno, me fui a vivir con dos marineros mexicanos. Sobrevivimos ocho días con porotos y tacos.
—Magnífico. ¿Y qué estas haciendo en casa a las 14:30?
Ella marcó graciosamente unos suaves pasos con calculada indiferencia.
—Hubo un incendio en mi cesto de papeles.
Frank parpadeó sorprendido. La siguió hasta el cuarto de baño y la contempló mientras se lavaba la cara con agua fría. Las abluciones fueron toda una ceremonia, hasta que finalmente levantó la vista mirando de reojo a Frank, y dijo:
—Sí. Fui quien lo inició, pero no hagas preguntas.
El estalló en una carcajada y la cogió por la cintura. La cara de Joanne seguía chorreando agua cuando Frank la atrajo hacia sí para besarla. No vio la mano de ella que se levantaba por encima de su cabeza, pero al sentir el chorro de agua que le caía por el cuello dio un salto quedando con un pie en el aire. Joanne se echó hacia atrás, con la toalla todavía apretada en la mano.
—¡Hija de... tu madre! —gruñó Frank mientras se empezaba a quitar la camisa limpia.
Después de un momento, ella se le acercó con movimientos felinos.
—¿No es una suerte que haya vuelto a casa temprano?
Dos horas más tarde, Frank estaba convencido de que la señora Suerte había tenido mucho que ver en su tarde. En realidad, iba a continuar así durante el resto del día. A las 18:00 llegó en su automóvil al Pentágono y se encontró con el almirante Diminsky en la cafetería. Hacía mucho calor y el almirante llevaba puesta una camisa de manga corta. Estaba ocupado dictando algo a su secretaria y apenas miró a Frank mientras esperaban que apareciera John Allen Smith, el funcionario civil jefe del S.I.N.
Smitty llegó a las 18:30 y se acercó a ellos con una gran sonrisa. Su físico era aún más grande. Smitty era un gigante mormón de cuarenta y siete años; no bebía, ni fumaba y tampoco aprobaba que los demás lo hicieran. De modo que Frank, que había llevado su pipa, no la usó durante la reunión. Fue una dura prueba.
—Ed, ¿cómo está? —la voz de Smitty resonó en el salón. Estrechó la mano de Frank y se sentó. Pidió un sándwich especial y una jarra de té helado—. Vamos al asunto. El almirante me ha informado muy bien sobre sus esfuerzos hasta la fecha y me ha familiarizado con ciertos detalles de su plan. Uno de ellos el costo estimado.
La vieja táctica del cuchillo-por-la-espalda, pensó Frank. No era de extrañar que Diminsky no lo mirara abiertamente a los ojos.
—Señor, yo tengo tanta conciencia del costo como el almirante. Pero estoy convencido de que una oportunidad como ésta no puede...
—No estoy convencido —dijo Smitty sin vueltas—. No veo qué es lo que quiere demostrar.
—Se lo expondré tan sencillamente como pueda, señor. Todos conocemos el mito popular sobre los incidentes que se supone han ocurrido en el llamado Triángulo del Diablo. Sabemos también que han ocurrido incidentes relacionados en cierta forma con aquellos, en la latitud de treinta grados frente a las costas de Japón. Si podemos demostrar de alguna manera satisfactoria que la Latitud Treinta es realmente otro Triángulo del Diablo, habremos avanzado mucho hacia una aceptación científica de lo que hasta ahora no ha sido más que una conjetura.
—Más claro, por favor, capitán —murmuró Smitty.
—Sí, señor. El problema es que los científicos no toman nada de esto en serio. Y si queremos que alguna vez lo hagan, tendremos que brindarles pruebas que puedan utilizar como base para posteriores investigaciones. Tenemos que probar que el Candlefish fue víctima de fuerzas desconocidas, que su hundimiento no respondió a causas naturales, sino claramente sobrenaturales. El hecho de que el submarino esté aquí es casi suficiente para demostrarlo, pero no del todo. Puede haber una explicación científica sobre cómo ha podido conservarse tan bien durante un período de treinta años. Y si mañana lo pusiéramos en manos de los científicos estoy seguro de que saldrían con esa explicación muy pronto. Pero nosotros no estamos preocupados ni nos interesa la conservación. Se trata de saber qué fue lo que lo atrapó, en primer lugar; qué pasó con la dotación y cómo regresó.
Diminsky bebía su Coca-Cola.
—¿Qué pruebas espera encontrar?
Frank se inclinó hacia delante y pensó con mucho cuidado lo que iba a decir; no deseaba comprometerse demasiado, pero quería ofrecer la mayor tentación posible.
—Tengo la sensación de que en este caso, como en muchos otros que ocurren en el Triángulo del Diablo, nos enfrentamos con un problema de tiempo más que a cualquier otro factor físico.
—Continúe —dijo Smitty, atacando su sándwich y tragando sus bocados con gigantescos tragos de té helado.
—Un deslizamiento del tiempo, un salto del tiempo o la barrera del tiempo. No sé bien qué. Comprendo que suena a ciencia-ficción de tercera categoría, pero estoy convencido de que hay que tomar en consideración estas cosas.
—Espere un momento —Smitty tocó ligeramente sus labios con la servilleta. Diminsky bebió más Coca-Cola y mostró una débil sonrisa desdeñosa. Estaba feliz presenciando cómo Frank se ponía solo en ridículo.
—Capitán, ¿piensa tratar de demostrar que el Candlefish fue sacado a la fuerza de 1944 y volcado en 1974?
—Señor, no sé. Básicamente, sólo estoy interesado en abrir áreas de investigación para otra gente, más calificada. No debe de olvidar que nuestra Marina, nuestra Fuerza Aérea y las de muchos otros países han perdido varios cientos de aviones y barcos en esa zona. Eso es costoso. Y si podemos lograr algún indicio sobre cómo terminar con ello, ¡vaya si estaremos dispuestos a seguirlo!
—¿Cómo? —Smitty clavó profundamente sus ojos en Frank.
—Si podemos reconstruir esa última misión del Candlefish by llegar a algunas conclusiones sobre lo que le sucedió, basándonos puramente en nuestras propias observaciones, podremos presentarnos a la Comisión de Asignaciones del Senado y solicitar fondos para una investigación mucho más completa, tal vez para la creación de un proyecto específico bajo los auspicios de la Marina.
—¡Dios Todopoderoso, Ed! —Smitty se arrellanó en su silla— ¡La Marina apenas puede arañar dinero suficiente para armar su propia flota! ¿Qué le hace pensar que van a impresionarse por algo como esto?
—Smitty, a veces se han intentado empresas mucho más descabelladas que ésta.
—¿Qué quiere decir con más descabelladas? —Diminsky saltó ofendido.
—Octubre de 1943. Astilleros de la Marina en Filadelfia. La aplicación secreta de un campo de fuerza a un buque de guerra de la Marina, que desapareció rápidamente de su muelle y reapareció pocos minutos más tarde en otro muelle en Norfolk —Frank miró intensamente a Diminsky—. ¿Se acuerda de eso?
Diminsky se mostró incómodo.
—Si es que realmente ocurrió.
—Eso fue en tiempo de guerra —cortó bruscamente Smitty—. Un proyecto específico con una aplicación específica.
—Esto es lo mismo. Evitemos que la Marina pierda más dinero. Terminemos con los incidentes.
—¿Y qué dice de la dotación? Los hombres que estaban a bordo del Candlefish en 1944. Parecen haber perdido el viaje de regreso. En estos treinta años se extraviaron en alguna parte.
—Sí. Así es. Y queremos descubrir por qué. ¿Pudieron salir del submarino? ¿Murieron? ¿Se desintegraron?
—¿Qué?
—Señor, sólo son posibilidades. Todo lo que pido es la autorización para comenzar por el principio, para seguir la última ruta del submarino, para volver a crear lo más exactamente posible los hechos que condujeron a su desaparición.
Diminsky contribuyó a brindar información.
—Mister Frank ha encontrado un superviviente de esa última misión, Smitty. Y el hombre es oceanógrafo. Sugeriría que sus puntos de vista pueden ser importantes.
Frank intervino rápidamente.
—He hablado con él. Dudo que alguna vez podamos obtener sus puntos de vista. Está hasta aquí del Candlefish —pasó una mano por su cuello—. Además, le tomaron las declaraciones después de la guerra. Nada de lo que dijo resultó concluyente. A lo sumo, las suyas sólo fueron opiniones.
—Esas opiniones son más válidas que sus conjeturas —replicó Diminsky.
—Bueno, el hombre es un científico. Estoy seguro de que en algún momento su curiosidad natural lo impulsará a brindarse. Podré contar con él cuando lo necesite.
—Muchachos —interrumpió Smitty—, no nos vayamos por las ramas y volvamos al meollo del asunto. La cosa ha aparecido ya en todos los diarios. La Marina se ha echado encima un montón de gente: las Madres de la Estrella de Oro de la Segunda Guerra Mundial, la Legión Norteamericana, los Veteranos de Guerras en el Extranjero, todos quieren saber qué sucedió a los miembros de su familia que estaban en ese submarino en 1944. Vamos a estar obligados a dar una respuesta.
Diminsky miró significativamente a Frank.
—No lo estaríamos si alguien no hubiera permitido una filtración.
—Más de cien hombres vieron ese submarino cuando entró remolcado a Pearl, almirante —dijo suavemente Frank—. No fue necesaria ninguna filtración.
—Al grano, señores —insistió Smitty—. La gente de los submarinos no está nada a gusto. Querrían evitar toda atención innecesaria. Preferirían que solucionemos esto silenciosamente.
—También nosotros queremos eso —asintió vigorosamente Diminsky.
—Sólo espero que el almirante esté usando el nosotros como en el lenguaje real —dijo Frank.
Observó a Smitty esperando una reacción, pero el fornido mormón estaba demasiado ocupado sirviendo té helado en su vaso.
—Mire, capitán Frank —estalló Diminsky—, no tenemos un servicio de investigaciones para dedicarlo a los proyectos favoritos de nuestros propios agentes. Nuestra responsabilidad consiste en recibir y cumplir órdenes, y si no puede controlar sus impulsos, ¡quizá me vea tentado a hacerle sentir los míos!
Smitty sonrió tolerante a ambos marinos.
—Está de más confesarles mi alivio por no contarme entre los que se hallan atados por la Cadena de Comando. En mi cargo tengo las manos libres, y es así cómo me gusta que sea. Sin embargo, debo de someterme a ciertas responsabilidades, y una de ellas es una regla fundamental: no derrochar el dinero de la Marina.
Frank sintió una piedra en el estómago.
—No estoy del todo convencido con sus argumentos, capitán Frank; pero tampoco los rechazo por completo. Creo que tiene algo. Estamos enfrentados a un peligro para la navegación, no el Candlefish, sino la zona en que se perdió. Sobre esa base, tal vez pueda sacar algunos fondos a Asignaciones para financiar su expedición. Aunque lo dudo. Pero por lo menos lo voy a intentar.
Diminsky se quedó mirando a Smitty. Su expresión era de enfurecida impotencia.
Frank se echó hacia atrás en su silla, sintiendo los pequeños ríos de sudor que corrían debajo de sus brazos. Pidió más té helado para todos.

 

 

19 de octubre de 1974

 

El sol de la mañana provocaba intensos reflejos en el agua, bañando al Candlefish en sus cálidos rayos y agravando considerablemente los efectos de la borrachera que Ed Frank se había pescado la noche anterior. Frunció hasta el último centímetro de su cara y bebió otro trago de la humeante taza que sostenía con mano insegura. Mientras sentía entrar el calor en el cuerpo, repasó mentalmente los tres días transcurridos desde la reunión Diminsky Smitty.
—¡Dios santo! ¡Qué lío! —admitió.
La frialdad entre Diminsky y él se había acentuado, coincidiendo con la repentina llegada a Washington del otoño. Lluvias heladas y vientos racheados barrían la ciudad, enfriando y desanimando las cosas y las personas. Y la pelea con Joanne había sido la culminación. Hizo una mueca de arrepentimiento con sólo pensar en ello.
Ambos habían dicho cosas estúpidas e hirientes. El había estado terrible al reprocharle sus constantes torpezas y ella le había echado en cara, a gritos, lo que llamaba su autosuficiencia egoísta. Cuando abandonó el apartamento para volar de vuelta a Pearl, Frank no estaba más tratable que un ciervo macho en plena época de celo.
Una suave brisa agitaba el toldo de lona que protegía del sol tropical el escritorio instalado en el borde del muelle. Frank terminó de beber el contenido de la taza; el horrible sabor que había tenido en la boca desapareció. Otra taza; tal vez probar algo en el desayuno y estaría listo para enfrentar el día. Pero primero el café.
Gracias a Dios, pensó, que la Marina siempre tiene dinero suficiente para café. Ahora estaba decididamente en camino de reformarse. No volvería a cometer una tontería como esa. Enceguecerse bebiendo para olvidar su frustración no era ciertamente la respuesta. Por primera vez desde que llegara junto al Candlefish aquella mañana, observó las actividades con cierto grado de interés.
El grupo de hombres que estaba trabajando subía en aquellos momentos los últimos efectos personales de la tripulación. Cargaban en un camión las viejas bolsas marineras azules, que tenían impresos en letras blancas los nombres y números de series, después de haberlas precintado y rotulado. Los ayudantes leían en voz baja los nombres de cada bolsa. Cook y un suboficial, ambos con tableros anotadores, efectuaban el control comparándolos con la lista de tripulantes de 1944. Frank tuvo conciencia del silencio que se había producido en el muelle. Volviendo su vista hacia el Imperator observó los grupos de hombres que se encontraban apoyados en las barandillas de sus cubiertas superiores. También estaban en silencio. Mirando.
El ruido de la puerta posterior del camión al cerrarse marcó el final de la improvisada ceremonia. Los hombres se alejaron, volviendo a sus obligaciones normales. El camión inició su recorrido para dirigirse al depósito donde habían reunido el material recientemente retirado del submarino, excepto los explosivos.
Frank se instaló en el sillón detrás del escritorio y abrió el cajón central. Sacó las fotografías de la carpeta y comenzó a estudiarlas. Eran todo lo que quedaba del desastre ocurrido treinta años antes. Compartimiento por compartimiento, apareció ante su vista otra vez aquel desorden que fuera su primera imagen del interior del Candlefish. Ahora el submarino estaba casi desnudo.
El responsable del equipo de mantenimiento, el jefe McClusky, apareció por la escotilla de popa, subió dando saltos la pasarela, se dirigió resueltamente hacia donde se encontraba Frank y abordó el tema sin rodeos.
—El montaje ya está reparado y en condiciones, señor; pero me preocupa cómo vamos a mover ese Fairbanks-Morse.
Frank buscó los planos, desenrolló uno de ellos y estudió la instalación.
—¿Qué dicen en ingeniería, Mac?
McClusky dejó escapar un bufido y se restregó la cara con la mano sucia de aceite.
—Dicen que es una tontería, señor. Podemos levantar con gatos el armatoste, moverlo sobre rodillos, muy bien; pero me preocupan las cabrias. Estamos cortando algunas a la medida, pero...
—¿Pero qué?
—Capitán, si esas cabrias se rompen, no me extrañaría que hicieran un agujero fenomenal en el submarino.
Frank consultó nuevamente los planos. Cook se acercó al escritorio y apoyó su tablero en una de las esquinas del plano para evitar que lo levantara el viento.
—¿Qué alternativa tenemos? —preguntó Frank.
El dedo de McClusky se clavó en el papel azul.
—Déjeme cortar la chapa de arriba, señor. Por ahí puedo bajar una grúa y colocar el motor en su sirio en menos que canta un gallo.
Frank no quería romper la chapa del piso superior; tenía que haber otra forma.
Sonó el teléfono del escritorio. Cook lo descolgó, escuchó y luego lo puso debajo de la nariz de Frank. Este masculló algo a manera de saludo.
—¿Cuándo? ¿A las once? ¡Gracias! —devolvió el teléfono a Cook, mientras se sentía invadir por una oleada de adrenalina. Se puso en pie—. Mac, inténtelo con las cabrias. Si eso no da resultado, ya encontraremos alguna otra cosa.
El jefe le lanzó una equívoca mirada, luego se volvió para regresar a bordo. Frank se había desentendido del asunto. Las buenas noticias no abundan, pero justamente acababa de llegarle una por teléfono. Estaba disfrutándola en ese momento.
—Ray, ¿adivina quién viene a visitarnos?
Cook levantó la vista de los papeles que tenía en el tablero anotador. Puso expresión de recelo.
—¿Bob Hope?
Frank lanzó una carcajada. No eran sólo los últimos vestigios de su borrachera de la noche anterior; sabía pescar al vuelo una oportunidad cuando la tenía a su alcance.
—Jack N. Hardy, el superviviente del Candlefish. Estará aquí antes de tres horas.
—Felicitaciones.
Frank respondió a la ligera reverencia que le hizo Cook, pero su mente volaba pensando en los detalles. Tratamiento de V.I.P. en todo momento. La lancha, para traer a Hardy desde Ford Island hasta el submarino. Un automóvil con chofer, del servicio de transporte de la base. Y una habitación en el club de oficiales solteros.
—Trata de obtener una en la planta baja, Cook. El profesor tiene una pierna enferma.
Dejó a Cook, caminó apresuradamente bajando por la pasarela de proa, se dirigió a la escotilla y descendió rápidamente la escala. La piedra en el estómago que sentía desde la entrevista en Washington había desaparecido.
En el interior del submarino los cambios eran asombrosos. Lo que fuera un completo desastre tan sólo diez días antes, estaba ahora ordenado y en perfectas condiciones. Miró hacia ambos lados los soportes de los torpedos, ahora vacíos. A través de la escotilla logró ver movimientos en la cámara de oficiales. Allí era donde quería ir.
Se instaló solo en el interior del camarote de Basquine y comenzó a analizar las distintas formas en que podría manejar a Hardy. Sin su cooperación, Frank sería hombre muerto. El problema consistía en obtenerla.
Cook lo encontró veinte minutos más tarde y le informó que estaba todo listo.
—¿Qué más ahora? —preguntó Cook.
Frank sonrió, se levantó del sillón y consultó su reloj. El avión de Hardy llegaría en poco más de dos horas. Ambos tenían todavía mucho que hacer, pero primero Frank quería conseguir que Cook estuviera de su lado.
—El alojamiento de Hardy está todavía intacto, ¿correcto?
—Según tus instrucciones —asintió Cook.
—De acuerdo. Vamos a hacer lo siguiente.
Cook escuchó, mientras una expresión de desagrado se formaba en su rostro.
—Sextante, fotografías, el equipo del depósito,.. ¡Vas a prepararle la escena! Arreglando el submarino para que encuentre las cosas... ¡como si fuera una mina de oro falsa!
—Es cierto. Quiero que este tipo sienta entrar el gancho tan profundamente que después nos ruegue ir con nosotros.
—¿Por qué?
—Lo necesito. Y mucho.
A Cook no le gustaba nada.
—Bueno, quiero que hagas otra llamada telefónica. Cohen y Slater. Por el medio de transporte más rápido posible. Quiero que estén aquí, instalados, mañana a las ocho.
El desagrado de Cook se convirtió en espanto total.
—¿Los Mellizos Polvo-de-oro? ¿Vamos a hacer un poco de control cerebral?
—Control no, teniente. Nada más que quitarle la corteza. Ahora ve a hacer esa llamada y tráeme al muelle el sextante.
Cook asintió con frialdad y giró hacia la puerta. Pero se detuvo y lanzó una andanada a Frank.
—¿Sabes? Es extraño. Hardy vuelve después de treinta años y todavía sigue siendo víctima, de la Marina.
Frank y Cook contemplaron el deslizamiento de la lancha hasta llegar al muelle. Uno de los marineros la aseguró con un gancho mientras Hardy se preparaba para desembarcar. Frank se sorprendió al ver andar a saltitos a Hardy. No había pensado que cojeara de semejante forma. ¡Cristo! Lo único que faltaba era que el buen profesor cayera por una escotilla. ¿Y luego?
—Bienvenido a Pearl, doctor Hardy. Me alegra mucho que haya venido.
Hardy se detuvo al pie de la pasarela para quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata. Sonrió en dirección a ambos.
—Había olvidado el tremendo calor que hace aquí, capitán.
Frank le presentó a Cook, que se apresuró a descender la pasarela para coger la maleta de. Hardy.
—Bueno, ¿quiere verlo? —preguntó Frank.
Hardy hizo una señal de asentimiento y Frank mostró el camino hasta el borde opuesto del muelle. Se echó a un lado para que Hardy pudiera ver el Candlefish.
El profesor levantó sus gafas de sol y estudió el casco, bajo i de limpias líneas. Permaneció muy quieto, mientras sus ojos viajaban recorriendo el largo del submarino, de atrás hacia adelante y otra vez hacia atrás, varias veces seguidas.
—¿Qué le parece?
Hardy bajó otra vez sus gafas sin decir nada. Se volvió hacia Frank y preguntó por un hotel.
—Se alojará en el club de oficiales solteros, en la misma base. Está todo preparado.
Hardy movió ligeramente la cabeza asintiendo, y con un lento movimiento volvió a mirar el submarino. Sus ojos se clavaron en él. En su rostro curtido aparecieron diminutas gotas de sudor.
—Vamos —dijo Frank, y lo condujo hacia el escritorio en el borde del muelle.
Volvió la cabeza mientras andaban y esta vez su sorpresa fue más agradable. Con su pierna enferma y todo, Hardy se movía bastante bien.
El sol, ahora casi directamente encima de sus cabezas, caía sobre los tres hombres proyectando sus sombras en los lados de acero del submarino. Frank dio la vuelta hasta situarse detrás del escritorio y metió la mano debajo de la lona que lo cubría. Tapado por las hojas de los planos, encontró el sextante de extraño aspecto. Permaneció largo rato de pie detrás de Hardy, observando cómo miraba atentamente la superestructura del puente del submarino.
Los ojos de Hardy se detuvieron en las tuercas que sobresalían de un lado de la torreta y que formaban el número de la nave.
—Dos ochenta y cuatro —murmuro con voz ronca.
—¿Profesor?
Hardy se volvió suavemente y sus ojos se encontraron con el extraño aparato que Frank sostenía en la mano para enseñárselo.
—Cíclope —dijo, con voz baja y tensa—. ¿Dónde lo encontraron?
—Enganchado en el mecanismo del cañón de cubierta —Frank se lo entregó—. ¿Lo reconoce?
—Es mío —murmuró Hardy—. O mejor dicho, fue mío. Hace treinta años.
Sostuvo el sextante en sus manos, dándolo vueltas y palpando el metal con los dedos. En su mejilla izquierda empezó a latir un músculo. Se hinchó una vena de su frente: la línea azul se destacó bajo la piel bronceada.
Cook, alarmado, se acercó. Hardy se quitó las gafas de sol y secó sus ojos. Su respiración se normalizó.
—¿Se encuentra bien? —Frank estaba anonadado.
Hardy asintió con un gesto y se frotó las sienes, recuperando su aplomo.
—He estado preparándome para esto desde que dejó mi oficina en Scripps. Creo que me he emocionado más de la cuenta.
—¿Por qué no vamos a su alojamiento para que se instale? Podemos subir a bordo más tarde.
Hardy se negó y empezó a andar hacia la pasarela. Cuando llegó, bajó cojeando hacia la cubierta, cogiéndose con firmeza del pasamanos. Frank volvió a poner el sextante en el escritorio y abrió el cajón. Cogió la carpeta que contenía las fotografías y se aproximó a Cook.
—¿Conseguiste lo que te pedí?
—Y algunas otras cosas.
—¿Qué diablos quieres decir con eso? —Frank trató de leer la expresión de Cook—. No me vengas con sorpresas, Ray, en este momento.
—Sólo algunas cosas para endulzar el frasco —y agregó en voz baja—: No le metas demasiada prisa.
Frank bajó a bordo del submarino. ¿Qué diablos se creía Cook que iba a hacer? ¿Castigar al viejo con un látigo?
Hardy estaba sobre cubierta, inmediatamente detrás del puente cigarrillo, con la cabeza inclinada hacia arriba. Sin ver a Frank retrocedió unos pocos pasos, bajando sus ojos en dirección a los tablones de madera que cubrían el puente. Estaba midiendo algo.
—Debo haber golpeado... exactamente aquí —indicó el lugar de la cubierta con su pierna sana, y luego se tocó la otra pierna dando unos suaves golpecitos. Así me hice esto.
Frank siguió su mirada, midiendo la distancia y formándose un cuadro mental de ese hombre, treinta años más joven, tratando de evitar que las olas embravecidas lo barrieran de la protección del puente.
Hardy fue hacia estribor y levantó la vista otra vez en dirección a las tuercas sobresalientes: el número doscientos ochenta y cuatro. Esa era la prueba. Eso determinaba la veracidad, lo convertía en hecho. Este era el U.S.S. Candlefish. No había duda de ello. Frank observó que el músculo de la mejilla del viejo comenzaba a latir otra vez.
—Podemos bajar por la escotilla de proa, profesor.
Hardy esbozó una apretada sonrisa.
—No permita que mi pierna lo engañe, capitán. Todavía me muevo bastante bien —se agarró a la escalerilla de metal y subió al puente, compensando con sus poderosos brazos el defecto de la pierna derecha—, aun para un hombre de mis años...
Permaneció sobre el puente y miró a Frank con ojos relampagueantes, como desafiándolo a que lo hiciera mejor que él. Frank sonrió, impresionado. Apretó entre los dientes la carpeta y trepó ágilmente la escalerilla.
La cabeza de Hardy desapareció de la vista al descender por la escotilla de la torreta. Frank bajó rápidamente detrás de él.
Hardy examinó con la vista el estrecho compartimiento y aspiró, arrugando la nariz al sentir el olor familiar del aceite de máquinas. Avanzó hacia el asiento del timonel, levantando la vista hacia los instrumentos.
—¿Qué pasó con el cristal de los cuadrantes?
—Roto. En todo el submarino.
Frank observó la mirada de extrañeza del profesor, que desapareció enseguida cuando dedicó su atención a algo que había en un rincón.
La primera trampa. Hardy levantó un manual militar y lo sostuvo en la mano. Sus labios formaron un nombre y miró el folleto, pensando. Luego los dejó.
—Qué gran tipo... Jenavin —dijo—. Estudiaba para ingresar en la Escuela de Candidatos a Oficiales.
Se quedó en silencio y permaneció de pie en el centro de la torreta durante un momento. Frank casi podía sentir los recuerdos que bullían en la mente del viejo.
Hardy se dio la vuelta bruscamente y descendió por la escala hacia la sala de control. Frank lo siguió, y aún no había terminado de bajar cuando vio que el profesor daba un salto al oír en la sala de control una serie de golpes metálicos, seguida de una cadena de improperios apenas tapados por los ruidos, que llegaban desde algún lugar a popa.
—Es sólo un grupo de mecánicos en el cuarto de máquinas anterior, profesor —dijo rápidamente Frank.
De adelantó hacia la mesa de planos, abrió la carpeta, y extrajo la colección de fotografías. La atención de Hardy se orientaba hacia la fuente de los ruidos. Frank tuvo que darle unos tironcitos de la manga.
—Creo que debería mirar estas fotografías.
Hardy volvió lentamente a la realidad y empezó a estudiar las imágenes en blanco y negro. Compartimiento por compartimiento, revelaban el caos con mayor elocuencia que las palabras que pudiera haber dicho Frank. Hardy las contempló detenidamente y luego preguntó:
—¿Estaba así por todas partes?
—Por todo el submarino. Sin excepción. Después que se tomaron estas fotografías ordenamos y limpiamos todos los compartimientos. La mayor parte de los efectos personales han sido sacados y llevados a depósito, pero nadie ha tocado su cabina. ¿Quiere echar un vistazo?
Hardy sacudió la cabeza.
—Todavía no. Deje que me acostumbre a esto...
Andando hacia popa, cruzaron la cocina y llegaron al comedor de la dotación. En el compartimiento no había elementos personales... ni trampas colocadas a propósito, ni nada.
Pasaron la escotilla y entraron en el dormitorio de los tripulantes. Todas las literas estaban levantadas y apoyadas contra las paredes interiores del casco. Unos secos golpes metálicos volvieron a atraer la atención de Hardy hacia popa, y se dirigió a la siguiente compuerta. Sorprendido, miró fijamente el motor principal número uno, que se encontraba todavía encajado en ángulo, bloqueando la entrada al cuarto de máquinas anterior.
McClusky, obviamente frustrado en su tarea, se había soltado con una explosión de invectivas contra la Marina en particular y el mundo en general. Hardy sonrió.
—Por lo menos eso no ha cambiado en treinta años.
Frank respiró aliviado. Hardy se estaba aflojando; sus defensas comenzaban a ceder. En el dormitorio de la dotación, sus inquietos ojos captaron la fotografía de Ann Sheridan colocada en uno de los armarios.
—Teníamos un tipo... no puedo recordar su nombre, pero estaba chiflado por Ann Sheridan.
—Era Jones —dijo Frank—. Encontramos dos álbumes llenos de fotografías.
—¡Correcto! Corky Jones. ¡Oigan! ... ¿Y las pipas de Walinsky?
Frank se mostró perplejo por un instante; después; recordó el estuche tallado.
—¿Se refiere a la caja que hay sobre el motor principal número dos? Todavía está allí y señaló en dirección al cuarto de máquinas anterior.
Hardy murmuró el nombre de su amigo:
—El jefe Walinsky. Anton. Las pipas... eran... —se detuvo. Su mente se alejó, recordando las horas libres que acostumbraba a pasar con el jefe de máquinas, charlando mientras sacaba brillo a aquellas malditas pipas. Alguna vez, de cuando en cuando, hasta era capaz de fumar en una de ellas.
Frank sonrió; por lo menos los recuerdos de Hardy eran agradables. Ese era el momento para dirigirlo hacia su antiguo alojamiento.
Arrastrando la pierna mientras andaban hacia adelante, Hardy siguió hablando sin interrupción. Cuando volvieron a pasar por la sala de control, se detuvo a examinar una lista de guardia colocada en el mamparo. A medida que los leía musitaba los nombres, buceando muy hondo en su memoria para asociarlos con los rostros. Sus ojos recorrieron otra vez los mamparos, buscando, como si quisiese volver a escuchar aquellas voces que no oía desde hacía treinta años.
En el sector de los oficiales, Hardy metió la cabeza por la puerta mirando el interior de la cámara; observó los gráficos con las siluetas de los distintos buques de la Armada japonesa, dispuestos sobre los mamparos. Señaló el antiguo tocadiscos de 78 r.p.m. que estaba sobre un estante. Era otra de las contribuciones de Cook.
—Teníamos una de las mejores colecciones de discos de Glenn Miller de toda la flota.
—Sí, señor. Los cogieron de aquí, pero están guardados en el depósito.
Hardy no lo escuchaba.
—Stanhill —murmuró—. Nunca tocaba otra cosa. Glenn Miller. ¿Recuerdan Serenata a la luz de la luna?
Frank sonrió condescendiente.
Con una última mirada, Hardy siguió avanzando por el corredor. Frank lo observó al entrar en el dormitorio de oficiales; después lo siguió y se mantuvo junto a la puerta mientras Hardy exploraba el interior de la sección a través de las cortinas. Frank esperó hasta que el profesor corrió la cortina que ocultaba su propia litera, entonces entró y se colocó detrás de él.
—Pequeña, ¿verdad?
La sonrisa de Hardy no coincidía con su voz. Sufría... era un profundo y muy viejo sufrimiento. Frank se abstuvo de hacer comentarios; también él estaba practicando ahora un ligero examen del alma humana. Quizá Cook se hallaba en lo cierto. Esto era como ayudar con el ritmo la marcha de Hardy a través del infierno. Esperó, sensible a la ansiedad que crecía dominando al viejo.
Hardy contemplaba la almohada de la cabecera. Muy lentamente, como en trance, su mano entró por debajo de la almohada y se movió a ambos lados, palpando.
—Está en su armario, señor —dijo Frank en voz baja—. No sabíamos dónde acostumbraba a guardarlo.
Hardy levantó la vista hacia él, examinando la cara del hombre más joven; luego se volvió y abrió el armario. Sacó su retrato con marco. La Elena de muchos años atrás le sonrió. Frank notó que luchaba para contener las lágrimas.
—¿Su esposa?
—Sí. La perdí en 1963.
Los dos hombres permanecieron en silencio. También el grupo de McClusky había suspendido su frenética actividad en la popa. Hardy suspiró, contenida ya su emoción.
—¿Puedo llevármelo?
—Todo lo que hay aquí le pertenece, profesor.
—No todo —Hardy apoyó la fotografía en su litera e introdujo el brazo en el armario—. Nunca tuve dinero suficiente para dos —sacó una de las dos gorras de oficial que colgaban en los ganchos, y se la probó. Frank sonrió al advertir que era evidentemente de otra medida. Hardy se la quitó y la dio la vuelta para mirar la parte plástica del forro interior. No pudo ocultar un fugaz expresión de contrariedad y desagrado.
Entregó la gorra a Frank, y éste leyó el nombre escrito en la parte inferior: BATES, W.
Frank maldijo en silencio la estupidez del culpable, en el grupo que efectuó la limpieza, que había guardado la gorra de Bates en el armario de Hardy.
—¿Quiere ver el cuarto de torpedos de proa, profesor?
Hardy sacudió negativamente la cabeza.
—Ya he tenido bastante por un día.
Cook y Frank acompañaron andando al profesor hasta el automóvil que lo esperaba. Hardy aceptó la invitación de Frank para cenar; luego se acomodó en el asiento y contempló el retrato de su esposa mientras el automóvil se alejaba.
Sólo entonces Cook se tranquilizó.
—Debe haber sido duro allí abajo.
Frank le fulminó con la mirada y le dio la gorra de Bates. Cook se disculpó efusivamente.
—¡Cristo! Como mezclar agua con aceite...
Frank asintió. Un estúpido error como ése podría haber hecho saltar a Hardy como un cohete. Esta vez había tenido suerte. La próxima... Frank se sentía exhausto. La visita al submarino no era suficiente. Haría falta quién sabe cuánto más para lograr que Hardy interviniera.
Frank y Hardy cenaron temprano en el club de oficiales. Los dos solos. Como si hubiera existido un acuerdo mutuo, ninguno mencionó el Candlefish; por tanto la conversación resulto amena y hasta por momentos jocosa.
Cuando iban por la mitad del postre, Frank advirtió su error: no debía haber sido él quien hablara la mayor parte del tiempo. Durante más de una hora, Hardy se las había arreglado para sonsacar a Ed Frank casi todo su pasado, desde el recuerdo de aquel niño de seis años que se enteró de la muerte de su padre en la Playa Omaha, el día D, hasta sus primeros años en la Academia Naval, luego la escuela de submarinos y finalmente el servicio en el mar. Sonó una pequeña alarma justo antes de que Frank empezara a hablar sobre su cargo en el S.I.N. Lo sorprendió, a la vez que lo divertía la habilidad de Jack Hardy. Podía haber sido un interrogador natural. Dirigía sus preguntas sin dar tiempo a Frank para que se pusiera en guardia. Hardy daba la impresión de que realmente le interesaban las respuestas. Sabía escuchar. Por primera vez desde su regreso de Washington, Frank sintió sus nervios completamente relajados. Apartó su taza de café y rechazó el ofrecimiento del camarero para llenarla por segunda vez.
Hardy terminaba su helado de chocolate mientras observaba atentamente el salón lleno de oficiales acompañados por sus esposas. Expresó en voz alta su reflexión:
—Voy a hacer una observación puramente científica, capitán.
—¿Cuál es?
—Las mujeres cada día son más hermosas. Tal vez sea la forma de arreglarse o quizá haya empezado a entrar en la senilidad, pero son decididamente más guapas.
—Lo que diga, señor, pero como podemos pasarnos sin esas distracciones, ¿qué le parece si vamos a un sitio donde no haya tantas representantes del bello sexo?
Pidió la cuenta y salió con Hardy al suave y fragante anochecer hawaiano.
Hardy permaneció en silencio en su asiento mientras Frank conducía el automóvil lentamente por el interior de la base. De vez en cuando sonreía al ver algo que recordaba del pasado. Frank no quería interrumpir sus cavilaciones. «Dejemos que el hombre baje desde lo alto», pensaba. La diversión y las bromas habían terminado. Pronto empezaría a trabajar de nuevo. El automóvil se detuvo y Hardy lanzó una risita al ver dónde se encontraban.
—¿El Clean Sweep, eh? Muy sutil, capitán.
—Si no...
Hardy hizo un gesto con la mano rechazando la insinuación. Bajó del automóvil y esperó mientras Frank sacaba su cartera del portaequipajes.
En la jerga utilizada por el servicio de submarinos durante la guerra, barrido completo (nombre de bar) significaba el regreso con éxito de una misión de combate: todos los torpedos disparados y, en lo posible, todos los blancos hundidos. Una escoba sujeta al periscopio de un submarino que regresaba a su base era la señal que significaba que había barrido por completo los mares, dejándolos limpios de buques enemigos.
El bar era uno de los sitios de reunión favoritos de los oficiales de SubPac. Sus paredes estaban cubiertas por un collage de fotografías de los grandes comandantes de submarinos: Lookwood, Grenfell, Morton, O'Kane. Desde sus sitios elevados miraban allá abajo a las nuevas generaciones. Había fotos de tripulantes, antiguos buques de abastecimiento y bases exóticas, junto con otras clases de recuerdos. Distribuidos en diversos sitios del bar, se veían equipos usados por los submarinistas. Era prácticamente un museo... un permanente tributo a los miles de hombres que alguna vez lucieron los Golden Dolphins.
Frank escuchó a Hardy rememorar sus antiguas experiencias. Pero el profesor seguía evitando toda referencia al Candlefish.
Frank decidió abordar el tema desde otro punto de partida.
—¿Qué le decidió a ingresar en submarinos, profesor?
Con una expresión de cierta desconfianza en sus ojos, Hardy miró a Frank levantando una ceja.
—Acaba de decirlo.
—¿Qué?
—La película Submarino, con Jack Holt y Ralph Graves.
Frank, que jamás había oído hablar de Submarino ni de Jack Holt, movió de arriba abajo la cabeza asintiendo como si hubiera entendido perfectamente.
Hardy leyó su pensamiento.
—Será mejor que se lo explique.
Comenzó relatando a Frank que había crecido en Long Island Sound, en Connecticut, y pronto había sentido una gran atracción por los barcos y toda clase de embarcaciones. Cuando tuvo edad suficiente, salía a navegar a vela siempre que podía, la mayor parte de las veces con amigos cuyos padres tenían balandras, yolas o queches, y en las que partían de West Haven los fines de semana. Sus propios padres tenían una pequeña tienda junto al muelle, que durante los meses de primavera y verano trabajaba intensamente con los marinos de fin de semana llegados de Manhattan y Long Island para participar en regatas y tomar cerveza. El conocimiento que había demostrado Jack de las aguas del lugar, además de su habilidad para manejar su parte del negocio, lo convirtieron en un tripulante extra, admitido con gusto en no pocas embarcaciones de categoría. Comprendiendo la alegría que eso significaba para el muchacho, sus padres jamás intentaron sujetarlo a la tienda. Por otra parte, Jack era un excelente elemento de relaciones públicas para el negocio.
En 1929, cuando el muchacho tenían once años, vio su primera película sobre submarinos. Durante una hora y media se mantuvo inmóvil en su asiento y, una vez terminada, sabía hacia dónde se iba a orientar su vida. Aunque, sólo para estar seguro, se quedó a ver de nuevo la película.
La Gran Depresión provocó un marcado decaimiento en su actividad de navegación. Muchos hombres que antes eran dueños de barcos se encontraron repentinamente con problemas para conservar sus trabajos. Los padres de Jack apenas ganaban lo suficiente para vivir durante esos tiempos difíciles, y el muchacho se vio obligado a emplear sus horas libres ayudando a sus padres en la tienda. Sin embargo, su sueño aún persistía. Y aún salía a navegar, cuando podía.
En 1936, poco antes de finalizar la escuela secundaria, descubrió que la Escuela de Submarinos de la Marina estaba situada en New London, Connecticut, apenas a 30 millas de su casa. Pero decidió que sería mejor alcanzar primero la jerarquía de oficial naval, y luego ingresar en la especialidad de submarinos. De manera que presentó su solicitud en la Academia Naval de Estados Unidos. Con la ayuda de una de las familias que todavía navegaban durante la temporada, logró que le aceptaran la solicitud. Pero no pudo aprobar los exámenes de ingreso.
Humillado, frustrado, pero decidido a no rendirse, Jack Hardy cursó estudios en una escuela de preparación durante un año, se presentó a los exámenes por segunda vez y, finalmente, pudo ingresar en Annapolis en el año 1938.
—¿Y después?
Hardy se había interesado ahora por un mondadientes. Lo sostuvo frente a sus ojos y lo estudió. Después volvió a mirar a Frank.
—Me imagino que su departamento tiene una buena información sobre lo que he hecho desde 1938, capitán. No todo, pero... no hay nadie que no tenga sus pequeños secretos.
—¿No desea continuar?
—No. Prefiero no hacerlo.
Un grupo de oficiales jóvenes, que aparentemente festejaban la despedida de soltero de uno de ellos, atrajo la atención de ambos. Los gritos de condolencia y los consejos resonaban en el salón. Después de un gran revuelo, decidieron partir en grupo hacia cierta casa fuera de la base. En medio de gran confusión, el grupo abandonó el bar.
Hardy, que había estado disfrutando de la escena, se volvió hacia Frank:
—¿Por qué será que los hombres que están a punto de casarse se sienten obligados a acostarse la víspera con alguna muchacha? Eso nunca cambia.
Era una muestra de filosofía barata, y Frank derivó hábilmente la idea hacia lo que quería que fuera el tema de la noche.
—Puedo hablarle de otra cosa que no ha cambiado, señor.
Hardy lo miró con curiosidad.
—El Candlefish. Después de treinta años es todavía el mismo. No hay envejecimiento, corrosión ni tripulación. ¿Alguna idea?
Hardy apartó su copa de coñac.
—No sé el porqué, pero tengo algunas teorías sobre el cómo —aventuró—. Aunque no creo que le resulten de utilidad. Usted no es científico.
—Pruébeme.
Hardy se echó hacia atrás en su silla y, juntando sus manos como quien se dispone a rezar, empezó a golpear despacito ambos dedos índice.
—Suponga que el submarino estaba herméticamente cerrado. Total integridad del casco. Ninguna pérdida.
—Comprendo.
—Ese puede ser el motivo de que no exista deterioro.
Frank recordó la descripción que Nails le había hecho del puente cuando abordó la nave en el mar. Las escotillas estaban fuertemente ajustadas.
—Continúe —dijo.
—Algunos submarinos llevaban tubos de nitrógeno. No recuerdo qué propósito tenían; pero suponga que uno se desprendió y se rompió, formándose una atmósfera de nitrógeno en el interior del submarino. Es una suposición. ¿De acuerdo? Muy bien, dicha atmósfera actuaría como conservadora (todas las cosas a bordo quedarían como en conserva) si se producía el vacío. Si todo el aire había sido extraído, el interior del submarino podría haber permanecido intacto.
—¿Y el exterior del casco?
—Si se hubiera hundido hasta el fondo... —empezó a hacer gestos con sus manos—. Si hubiera quedado enterrado en lodo hasta el puente durante estos años, teniendo en cuenta la frialdad de las aguas en esas latitudes, podría haberse mantenido sin ninguna adherencia.
—No está mal, profesor. En realidad, la teoría es notablemente buena.
—Pero tiene un montón de condiciones que cumplir, capitán.
—Es cierto; con todo, suena mejor que la de cierta arma secreta misteriosa de los japoneses.
No había terminado de emitir las palabras cuando ya estaba arrepentido de haberlo dicho. Hardy lo miró esbozando una ligera sonrisa; no se sentía enfadado; sólo un poco herido.
—Eso es lo que se consigue con mis veinticinco años en Oceanografía —hizo una pausa, dio unos golpecitos en su copa y agregó—: De cualquier manera, nosotros no llevábamos nitrógeno.
Quedaron en silencio durante algunos minutos, mientras Hardy pedía a la camarera otra ronda y renunciaba a seguir hablando hasta que llegara. Frank trató de recuperar el terreno perdido.
—¿Y qué opina sobre la dotación?
—Bueno, si permanecieron en el interior del submarino mientras se hundía, pueden haber intentado escapar más tarde. El barco pesquero que me recogió tenía radio. Los oí transmitir, pero era obvio que ni siquiera vieron al Candlefish en ningún momento —hizo otra pausa y bebió un gran trago de coñac—. ¿Controló el libro de bitácora del submarino? ¿Encontró alguna anotación después del 11 de diciembre?
—No hemos podido encontrarlo, profesor. Se han extraviado.
—Bueno; Basquine llevaba su propio libro de bitácora día a día.
Frank se agachó y abrió su cartera. Extrajo el libro de bitácora de Basquine y se lo ofreció a Hardy.
—Contrólelo —dijo.
Hardy lo abrió cautelosamente y pasó las páginas hasta la fecha que recordaba.
—Vamos a ver... Salimos de Pearl el 21 de noviembre... Aquí está —leyó desde la parte superior de la página—: 0800. Salida de Pearl. Continuamos de acuerdo a órdenes a la zona general de las Kuriles, Pacífico —y Hardy quedó en silencio.
Miró fijamente el resto de la página, en blanco.
Frank se concentró en la reacción del profesor cuando éste dio la vuelta a la página y mostró la expresión de sorpresa en su rostro, que no tardó en reflejar incredulidad. Volvió la página siguiente, y la siguiente. Por último cerró el libro y se mantuvo inmóvil en su silla durante un buen rato, antes de devolverlo a Frank.
—Así es, profesor. Están en blanco. Después del primer día, ¡nada!
—Pero Basquine nunca dejó de hacerlo. Se lo aseguro, ¡era un fanático! Tiene que haber algún error.
Frank guardó el libro en su cartera y lo cerró. Sabía que Hardy estaba incómodo, inseguro de sí mismo.
—No me cree.
—Sí, le creo. Sus teorías son tan válidas como las de cualquier otra persona, pero este libro dice mucho, justamente donde no dice nada. ¿Comprende lo que quiero decir, profesor? El Candlefish es un enigma extraordinario.
—¿Qué va a hacer con él?
Frank no respondió inmediatamente, debía elegir con cuidado sus palabras.
—Voy a hacer reacondicionar el submarino y completar una dotación. Luego voy a reconstruir la última misión... desde el principio hasta el final.
Hardy quedó pasmado.
—No puede hacer eso.
—Si consigo la autorización, profesor, puedo hacerlo, y lo haré.
—¿Por qué razón?
Frank se irguió en su silla y miró a Hardy a los ojos.
—¡Porque después de treinta años ha vuelto! Y está deseando decirnos lo que sucedió. ¡Usted no es un científico, usted prestó servicios en él! ¿No lo quiere saber?
Hardy no contestó, pero en los rasgos de su rostro se dibujaba el no.
—¿Qué quiere de mí?
—Quiero que complete los veinte días que faltan en el diario de Basquine.
Hardy lanzó una carcajada; no lo podía creer.
—Me siento muy honrado, pero... usted mismo lo dijo, capitán. ¿Después de treinta años...? —su voz se fue desvaneciendo, esperando la respuesta de Frank.
—Ya he pensado en eso, señor. He enviado a buscar a do hombres que se entrevistarán mañana con usted. Ellos le ayudarán.
—¿A hacer qué?
—A recordar —Frank notó la fugaz mirada triste—. Sólo las partes que necesita para llenar el libro de bitácora. Nada más.
—¿Cómo? ¿Usan drogas?
—Yo mismo voy a depender de usted para esta respuesta —dijo Frank sonriendo—. Yo no lo sé. Pero lo que sí sé es que logran buenos resultados y eso es lo que queremos.
El tono áspero, oficial, abandonó su voz. Fue ahora más suave, con matices de ruego:
—Es lo que necesitamos, señor.
Cinco minutos más tarde, Frank pagó la cuenta y ambos salieron del Clean Sweep. Hardy se mantuvo en silencio durante el viaje de regreso al club de oficiales solteros. Frank esperó en el automóvil mientras Hardy iba tambaleándose hacia el edificio, con una ligera y rígida escora a babor para compensar la cojera.
Mientras conducía el automóvil hacia el Imperator, Frank rezaba en silencio. Esperaba que Cohen y Slater lograran su objetivo. Hardy tenía razón: treinta años era mucho tiempo.

 

 

22 de octubre de 1974

 

A las 12:30, Frank se dirigió al Candlefish.
Cook lo esperaba al pie de la pasarela.
—Precisamente iba a ir a buscarte. Mac me avisó. El número uno ya está listo, en su sitio, y conectado al cigüeñal principal.
Bajaron por la escotilla de popa y fueron apresuradamente hacia el cuarto de máquinas anterior. Se inclinaron sobre McClusky.
—Déme otra media hora, más o menos, capitán, y podrá ponerlo en marcha. Pero cruce todos los dedos...
Los ojos de Frank inspeccionaron el enorme motor. El Fairbanks-Morse, pocos días atrás caído y salpicado de aceite, estaba ahora reluciente y sometido a los ajustes de último momento. Frank se dio la vuelta para examinar el mamparo dañado. Pocos minutos le bastaron para sentirse satisfecho: las reparaciones necesarias eran mínimas.
Se dirigió hacia proa para controlar el camarote de Basquine. Los lápices y cuadernos estaban ampliamente dispuestos sobre el escritorio. Un aroma de café recién preparado lo atrajo hacia el comedor. Encontró una cafetera a su disposición. Se sirvió una taza y se sentó con calma en el pequeño sofá tapizado en plástico. Estaba bebiendo su segundo café cuando Hardy dio con él. El profesor tenía una extraña expresión en el rostro, como si acabara de vivir una confusa experiencia.
—¿Cómo le ha ido, profesor?
—¡Ah, muy bien...!
Frank no pudo distinguir si la respuesta encerraba una profunda ironía o...
—¿Ya almorzó, señor?
Hardy tomó una taza del estante y se sirvió de la cafetera.
—Mire, si hemos de seguir trabajando juntos, será mejor que introduzcamos algunos cambios.
—¿Por ejemplo?
—Basta de profesor, ni doctor, ni señor. Mi nombre es Jack.
—El mío es Ed —Frank estiró su mano para estrechar la que le ofrecía Hardy, esperando que se produjera una repentina corriente de calor y apertura. Pero no fue así. El profesor sólo quería aclarar ese punto. Daba la impresión de que jamás dejaría de tener bajo control una parte de sí mismo. Frank se levantó.
—Vamos. Su sitio de trabajo será el camarote de Basquine. Está todo listo.
—¿Por qué no aquí, en el comedor?
—En los próximos días pasará demasiada gente por aquí. Necesita que no lo distraigan.
Hardy terminó el café y siguió a Frank por el pasillo. El segundo mantuvo abierta la puerta y le señaló los lápices y cuadernos. Cuando Hardy se acomodó en el sillón, Frank lo interrogó sobre su sesión con Slater y Cohen.
—No se lo puedo decir. Tuve que prometerlo.
—Muy bien, pero si llega a un punto muerto, descanse. Póngase de pie y ande un poco por el submarino. Tal vez le ayude refrescar la memoria. Ya sabe dónde está el café. Para las comidas vendré a buscarlo. Si me necesita esta tarde, estaré en popa.
Hardy permaneció sentado, inmóvil, un largo rato después que Frank le dejó. Contempló alrededor ese pequeño espacio en el que tiempo atrás se había alojado el hombre que le amargó la vida. Y sus pensamientos volvieron a la reunión que había tenido aquella mañana con Slater y Cohen.
Su primera reacción había sido de resentimiento. Esos dos hombres absolutamente extraños conocían de un modo u otro casi todo lo que se podía saber sobre Jack Hardy. Pero eran tan hábiles que, una vez superado su fastidio inicial, no pudo menos que admirarles. Habían realizado con él una verdadera vivisección, pero de tal forma que él mismo había llegado a ayudarlos, llenando los espacios en blanco, ampliando los comentarios y, lo que es más, disfrutando de ello. Pasaron la última media hora refiriéndose a hechos que él había olvidado hacía mucho tiempo.
Finalmente, Slater explicó lo que estaba haciendo.
—Estamos aislando la última misión. Hemos prescindido de las otras áreas. Ahora puede limitar su concentración a los puntos clave. Aparte de su mente, lo demás y el libro se escribirá prácticamente solo.
Hardy tomó ahora un lápiz y abrió uno de los cuadernos. Empezó a escribir. Forzó su mente para seguir las instrucciones de Slater. Se sintió impresionado por sus nuevas fuerzas. Podía escribir el diario de a bordo y así lo haría, y aún más, lo haría en el camarote de Basquine.
Frank colgó el teléfono. Slater le había manifestado un cauteloso optimismo.
—Hardy no resultó tan complejo. Y respondió bien.
Frank les pidió que se quedaran tres días más y volvió deprisa al cuarto de máquinas anterior. Por ahora, Hardy cumpliría mejor su tarea estando solo. En la popa estaban a punto de suceder cosas más importantes.
Los hombres de McClusky se hallaban listos, agrupados alrededor del motor principal número uno, como un grupo de expectantes futuros padres. El jefe se encontraba en la plataforma del motor con Cook. Frank apareció por el pasillo y preguntó:
—¿Listo?
—Justo a tiempo para dar la orden, señor.
Frank cruzó los dedos de ambas manos y las mantuvo en alto.
—En marcha, Mac.
El grueso dedo de McClusky apretó el botón de arranque. El motor empezó a roncar despertando a la vida y llenando el compartimiento con su potencia. Todos los ojos controlaron los instrumentos y manos experimentadas realizaron los ajustes. McClusky, con la cara partida por una sonrisa, hizo a Frank la señal de pulgares arriba. Frank le respondió sonriendo, mientras se deleitaba al sentir el ruido y el calor que lo envolvían. Una etapa más había sido cumplida.
Se sintió feliz.
No así Hardy.
El ruido del motor diesel que arrancaba cruzó el submarino y lo alcanzó como si lo atravesara. ¿Era su imaginación o estaba oyendo la alarma de inmersión? Las imágenes se agolparon en su mente. Borrosos movimientos de hombres que corrían hacia sus puestos de combate. El periscopio que se deslizaba hacia abajo en su pozo. Tuvo otra vez la intensa sensación de sequedad en la boca, la misma que siempre experimentaba al prepararse para la explosión inminente de una carga de profundidad. El miedo de mostrar su miedo. Luchó para controlarse, para expulsar esas horribles impresiones, y lo logró. Desapareció la amenaza de esa pequeña cabina que segundos antes parecía quererlo estrujar. Las vibraciones fueron disminuyendo hasta desvanecerse por completo. Secó las sudorosas palmas de sus manos, cogió otra vez el lápiz y empezó a escribir, con creciente seguridad, llevado por algo muy profundo en su interior. Algo que no comprendía.