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1 de diciembre de 1974

 

El Frankland cortaba limpiamente las alargadas olas del Pacífico, levantando con su proa las aguas verde-grises y dejando atrás una estela fosforescente que brillaba en la penumbra de las primeras horas de la noche. Ray Cook estaba en pie junto a la barandilla de popa, contemplando el espumoso torbellino causado por las hélices de la nave. Se encogió cuanto pudo dentro de su gruesa chaqueta de abrigo para defenderse del penetrante aire frío de la noche. Normalmente, ese admirable panorama del océano inmenso y vacío le habría estimulado, pero aquella noche otras cosas ocupaban su mente. Algo exasperante había ocurrido a bordo del Candlefish. De eso estaba seguro, pero ¿qué?
Inquieto, lanzó una interjección protestando ante sí mismo. A lo largo de los años, Cook había perfeccionado un intrincado sistema de alarma mental que, en la mayoría de los casos, detectaba con exactitud el estado anímico de las personas conocidas y, a veces, de las que acababa de conocer. Frente a frente, a través de una línea telefónica o, en este caso, por el altavoz de la sala de radio del Frankland, era capaz de descubrir los indicios. Ni el mismo Frank, probablemente, se daba cuenta de ello: la monotonía de la voz, el sospechoso tono de ira reprimida, la prudente contención. Algo o alguien había molestado a Ed Frank y trataba de ocultarlo. ¿Por qué? ¿Qué quería esconder?
Cook había intentado comunicar sus sospechas, pero el capitán Melanoff no quería actuar sin pruebas concretas.
—¿Cómo diablos puedo convencer a alguien de que algo va mal basándome sólo en la forma de las inflexiones vocales? —le había preguntado.
De manera que Cook se vio obligado a luchar solo con su problema. Mientras pensaba en él, aislado en la popa del destructor, vio pasar a su lado los primeros trazos de bruma, que se perdieron sobre la estela. Se volvió en el momento en que el Frankland entraba en un espeso banco de niebla. La superestructura del buque perdió la rigidez de sus líneas y las luces se hicieron difusas en la envolvente humedad. Cook frunció el ceño y empezó a andar hacia adelante, con la esperanza de que Frank pudiera manejar solo el problema, fuese lo que fuese.
Precediendo al Frankland y a una milla de distancia de su proa, el Candlefish se deslizaba en el agua a veinte metros de profundidad, sin que su delgado casco ofreciera mayor resistencia en el familiar mundo líquido. Cualquiera que fuese el estado del tiempo allá arriba no podría impedirle su avance en ese elemento.
El interior de la torreta estaba en silencio. Frank hizo un movimiento rotatorio con los hombros estirando los músculos de la espalda, dando gracias por tener una oportunidad para poner en orden sus pensamientos.
La conferencia que Hardy había dado a los oficiales, difundida por el camarero entre el resto de la tripulación, había caído como una bomba. El espíritu de cuerpo que hasta entonces había reinado en el submarino, empezaba a mostrar rastros de fisuras. Las conversaciones en voz baja en el comedor y el dormitorio de los tripulantes, que se disipaban cada vez que pasaba por allí un oficial, constituían ahora la norma, en vez de la excepción. Frank había notado la existencia de esas tensiones disimuladas, y puso el hecho en conocimiento de Byrnes. El comandante pareció no darle importancia, recibiendo la advertencia de Frank con una sonrisa y algún comentario sobre superstición.
Frank asumió entonces la iniciativa de formar un grupo volante con Dorriss, Cassidy y Roybell para hablar a los hombres y asegurarles que lo expresado por Hardy era una teoría y nada más que eso. Trató de incluir al mismo profesor en el grupo, pero Hardy se negó. A raíz de aquello se originó una cierta frialdad entre ambos. El viejo no quería escuchar razones.
Había tardado casi un día en calmar a todos. Frank estaba decidido a evitar que Hardy hiciera otra vez el papel de cabeza de turco. No quería ser responsable de revivir esa circunstancia de la misión de 1944.
En aquella noche del 1 de diciembre, casi todos habían olvidado la conferencia y sus implicaciones. Pero Frank seguía preocupado por su propia actitud respecto a Hardy. ¿Sería por el hecho de que el profesor había perforado tantos agujeros en su teoría como en aquel globo atravesado por las brochettes? ¿Serían celos lo que sentía?
El teniente Danby subió por la escalerilla para relevar a Frank en el puesto de oficial de guardia.
—Pronto vamos a salir a la superficie, mister Frank. El comandante quiere que vaya abajo.
Cuando Frank descendió a la sala de control, los vigías del puente (con las rojas antiparras nocturnas ya colocadas) estaban listos esperando el momento de emerger. Byrnes y Dorriss estaban delante de la mesa llena de cartas de navegación, hablando animadamente. Detrás estaba Hardy, en cuya expresión se leía claramente su desagrado por lo que estaba oyendo. Frank se adelantó unos pasos, apartándose de la escalerilla, y esperó. Con una débil insinuación de lo que podía ser una sonrisa, Byrnes se dio la vuelta en dirección a la abierta escotilla y gritó hacia arriba:
—¡Mister Danby, efectúe una observación!
Por encima del zumbido de los motores de impulsión del submarino, Frank oyó el silbido del mecanismo del periscopio, que levantaba el tubo dentro del conducto.
—No hay obstáculos, señor —respondió Danby—, pero estamos en medio de niebla.
Byrnes gruñó algo mientras se situaba en el centro de la sala de control. Luego dio la orden:
—Prepararse para emerger.
Cuando Stigwood alertó a la dotación, se encendieron las luces rojas de combate. Siguió transmitiendo las órdenes con calma.
—Reducir a un tercio.
Repitieron la orden hacia atrás, y Byrnes esperó el cambio de ritmo. Consultó el reloj. Eran las 19:52.
—Proceda a emerger, mister Stigwood —indicó.
Dorriss apretó el botón, y el estrépito de la alarma resonó en todo el submarino. Frank equilibró su cuerpo preparándose para compensar el impulso ascensional que actuaría tan pronto como expulsaran el agua de los tanques principales de lastre.
—¡Soplar los tanques principales de lastre! —gritó Stigwood.
Roybell sincronizó su operación con el tercer toque del claxon. Su mano se cerró sobre la rueda que mandaba la válvula de distribución de aire comprimido. Hizo un esfuerzo, tratando de hacerla girar. Dio un tremendo tirón, pero el volante no cedió.
—Señor —dijo—, la válvula de aire no responde.
La novedad cogió de improviso a Stigwood.
—Inténtelo de nuevo.
Byrnes dirigió su vista hacia Roybell, mirándolo fijamente. Este aferró el volante de la válvula con ambas manos; nada.
—No responde, señor. Está trabada.
Con energía, Stigwood gritó la orden siguiente:
—¡Bombear al mar los tanques de balance!
El operador de control de balance hizo todo lo posible.
—Nada, señor. Ni siquiera puedo mover las llaves interruptoras.
Byrnes mantuvo la calma en su voz al ordenar:
—Soplen los boyantes de proa.
El resultado fue el mismo.
Frank se deslizó entre los hombres para controlar el barómetro y el indicador de profundidad.
—Todavía tenemos presión —anunció—. Se mantiene estable, a profundidad de periscopio.
El submarino permanecía inmóvil en su sitio, negándose a responder. Analizando todas las opciones, Byrnes tomó una decisión rápidamente. Se volvió en dirección a la sala de radio y gritó:
—¡Giroux!
El radioperador asomó la cabeza fuera de su compartimiento.
—¿Sí, señor?
—¡Póngase en contacto con el Frankland! Dígales que tenemos problemas para emerger y solicite que se mantenga a la escucha.
Mientras Giroux volvía a su puesto, Byrnes impartió un rosario de instrucciones al repetidor de órdenes de la sala de control. Quería que los jefes de guardia controlaran los compartimientos y que Cassidy llevara algunos hombres a inspeccionar las válvulas de aire.
Frank no experimentó en el momento sensación alguna de amenaza de peligro inmediato, pero notó, con cierta satisfacción, que la mayoría de los hombres que estaban en la sala de control mostraban algunos signos de tensión que él no sentía en lo más mínimo.
Giroux se aproximó a Byrnes, con la respuesta del Frankland:
—Se mantendrá a la escucha hasta que salgamos a la superficie, señor. Quiere que permanezcamos en la superficie hasta que se haya revisado todo.
Frank vio la afectada sonrisa en el rostro de Byrnes, y supo cuál era su origen. El comandante jamás habría considerado la posibilidad de sumergirse de nuevo hasta no haber descubierto la causa que les había impedido emerger. Seguridad. Seguridad ante todo. Frank continuó observando lo que ocurría en la sala de control. Sus ojos se detuvieron en Hardy. El profesor no se había movido de su sitio; se acariciaba lentamente la barba y su expresión era de franca complacencia... Frank parpadeó sorprendido, preguntándose qué podía resultarle Placentero, precisamente a él. Acompañó la mirada de Hardy, dirigida al reloj instalado en el mamparo anterior. Señalaba las 19:59.
Desvió su atención al ver que Byrnes se desplazaba hacia el puesto del operador de la válvula de aire. El comandante cerró sus manos sobre el volante de accionamiento de la válvula y trató de hacerlo girar. Después de tres intentos, y cuando empezaba a impacientarse, el volante cedió. Roybell lo miró incrédulo.
—¿Por qué usted pudo y yo no? —preguntó.
Triunfalmente, Byrnes accionó el resto de los volantes de las válvulas. Frank estaba mirando otra vez a Hardy cuando escuchó el ruido característico del aire a presión que había comenzado a actuar. Byrnes se apartó del tablero de control, satisfecho.
La sorpresa general duró varios segundos. Luego Stigwood se hizo cargo y dirigió las demás operaciones necesarias para llevar el Candlefish normalmente a la superficie. La tensión inicial, que había ido en aumento en la sala de control, terminó de desvanecerse cuando quedaron conectados los sopladores de baja presión del submarino. En ese instante, Hardy observaba pasar el segundero del reloj, que señalaba exactamente las 20:00.
Frank observó el indicador de profundidad y gritó:
—¡Cero metros!
Oyó la voz de Danby en la torreta, ordenando abrir la escotilla. Esta vez, a nadie le molestó el cambio de presión cuando los invadió el aire del mar, reemplazando el aire viciado que respiraban mientras estaban sumergidos. Lo que normalmente se consideraba un cambio con alguna incomodidad, fue recibido con enorme satisfacción, mientras el aire fresco empezaba a circular por el submarino.
—¡Observadores al puente! —llegó la voz de Danby a través del intercomunicador.
Los vigías pasaron precipitadamente junto a Byrnes y subieron la escalerilla hacia el puente. El comandante recorrió con la vista la sala de control, y luego los siguió. Hardy se acercó cojeando, y subió la escalerilla detrás de él.
—¡Alistar motores principales! —ordenó Byrnes, y dedicó su atención a la espesa niebla, que sólo permitía ver las cubiertas superiores del submarino.
—¿Alguien puede ver la escolta? —e intentó en vano perforar con su vista el blanco manto que los envolvía—. Haga sonar la sirena de niebla —ordenó.
El grave sonido de los toques pareció desvanecerse rápidamente. Y nadie escuchó respuesta alguna. Byrnes apretó el interruptor del intercomunicador.
—¡Radar! Habla el comandante. ¿Dónde está el Frankland?
Los ojos de Frank se levantaron hacia las altas torres triples observando el plato de la antena del radar, que giraba lentamente.
—Lo tengo a tres mil metros a popa, marcación uno-siete-tres grados a estribor, señor.
Byrnes ordenó cargar las baterías con dos motores, adelante un tercio. Apoyó sus manos en el indicador de marcación al blanco y dirigió la vista hacia delante. Frank se le acercó.
—¿Qué cree que ha sucedido?
Byrnes le miró y se dispuso a contestar. Fue interrumpido por Hardy.
—No eran las veinte horas.
Perplejo, Byrnes miró por encima de su otro hombro y dijo:
—¿Qué?
—No eran las veinte horas —repitió Hardy—. Cuando la zona estaba despejada, siempre salíamos a la superficie a las veinte horas. Se lo dije. Compruébelo en mi diario.
Byrnes hizo un esfuerzo para controlarse. Su voz surgió en tono agudo:
—¿Y qué diablos tiene que ver eso con mi decisión de salir a la superficie cuando quiera?
Si Hardy tuvo conciencia de la ira de Byrnes, prefirió ignorarla.
—Ya impusimos una vez nuestra voluntad; pero de ahora en adelante, si quiere contar con la cooperación del submarino... sería conveniente que siguiera ese diario.
La sonrisa de Hardy no tuvo eco en el rostro del capitán.
Frank seguía estupefacto. Habló por encima de la espalda de Byrnes.
—Eso es un poco traído por los pelos, profesor, ¿no le parece?
Hardy se dio la vuelta y perdió su mirada en la niebla.
Byrnes estaba enfurecido. Movió de un golpe la llave del intercomunicador y gritó:
—¡Cassidy! Reúna un grupo de trabajo y controle el sistema eléctrico. ¡De proa a popa! Quiero una explicación! —y luego, con intencionada referencia a las palabras de Hardy, agregó—: ¡Una explicación verosímil!
Soltó la llave y se volvió, dando la espalda a Frank y a Hardy y dirigió su mirada hacia abajo, observando la cubierta anterior, que estaba completamente oscurecida por la niebla. Y, en opinión de Frank, por primera vez, otro tanto ocurría con la mente de Hardy.
Hopalong Cassidy estaba acostado sobre el estómago, controlando la última de las válvulas, cuando se oyó por el intercomunicador la orden del comandante.
—Jefe de máquinas, jefe de máquinas... —gruñó—. Siempre el jefe, nunca los indios.
Se puso en pie y buscó a Witzgall. Cuando lo encontró, el viejo ayudante electricista había reunido un pequeño grupo de buscadores de fallos. Rápidamente dividieron el submarino en sectores. Witzgall se disponía a salir hacia proa, pero Cassidy le detuvo. Sospechaba que, si querían encontrar el fallo, tendría que ser en el sector de popa.
Los dos viejos cruzaron la sala de máquinas anterior, dirigiéndose a la caja de baterías, en el compartimiento de maniobras. En ella había una serie de conexiones y allí se encontraban los fusibles del submarino. El voltaje era tan alto como para achicharrar a cualquier chambón.
Witzgall cogió una linterna de combate y abrió la puerta. Cautelosamente, ambos se deslizaron en el interior y revisaron los contactos eléctricos. Trabajando de memoria, Cassidy aisló las secciones que activaban los tanques de lastre.
—De acuerdo, empezaremos por aquí —dijo.
Witzgall iluminó los contactos con la linterna. Ambos confiaban en que el fallo fuera visible. No tenían deseos de escarbar mucho, y menos en ese sitio. Después de varios minutos de tensión. Cassidy dejó escapar un suspiro de desaliento. Todo parecía estar en orden. Buscó la linterna y se volvió hacia Witzgall.
—Hazme un favor —dijo—. Pasa la voz hacia adelante de que no hagan ningún cambio de rumbo brusco.
Witzgall asintió, alejándose para cumplir lo requerido.
Cassidy se agachó y apoyó la linterna en el suelo. Con cuidado, empezó a controlar los cables. «Que lo mantengan quieto —pensó—, que lo mantengan quieto...» Hizo una pausa para secar el sudor de sus manos y luego se agachó otra vez. Había tan poco sitio en la caja, tan poco aire... y la oscuridad. Sus manos palparon el conjunto de cables, buscando las conexiones. Uno por uno comprobó que estuvieran asegurados con firmeza, y que cada contacto se encontrara bien unido. Había llegado al penúltimo cuando encontró el problema. Tiró cuidadosamente del grueso cable aislado y sintió que cedía.
—Hijo de puta.
El contacto de la conexión del sistema principal de aire se había soltado. ¿Todo el problema causado por unos pocos pedacitos de cobre expuestos? Apenas pudo creerlo. Pero se imaginaba las consecuencias: Byrnes desollaría a Danby, el oficial de electricidad; luego, Danby haría bailar en la cuerda floja a varios electricistas, Witzgall entre ellos. Cassidy se quitó el pañuelo estampado y envolvió con él el cable defectuoso, a manera de señal.
Levantó la linterna de combate y se echó hacia atrás para salir de la caja de baterías en el momento en que Witzgall volvía. Cassidy alumbro el pañuelo con la linterna y dijo secamente:
—Allí está el problema. Arréglalo.
Witzgall miró el cable y echó una maldición; luego volvió la cabeza hacia Cassidy e hizo un gesto de perplejidad encorvando hacia abajo los labios. Cassidy se encogió de hombros. Ambos sabían que la culpa era de Witzgail. La caja de baterías estaba bajo la responsabilidad del segundo de máquinas. Witzgall cogió de mala gana la linterna y entró a hacer su ti abajo.
La tensión que había en el puente era casi tan espesa como la niebla. No se oía ninguna de las habituales charlas intrascendentes; hasta los observadores estaban callados. Frank estaba en pie junto al indicador de marcación al blanco, con una mano en sus prismáticos, la vista oscurecida por la niebla y su mente enturbiada por sus pensamientos. El exabrupto de Hardy pudo haber sido suficiente para desatar renovadas dudas en el cerebro de Byrnes y darle pie para que resolviera anular el viaje.
—Encontramos su problema, señor.
Frank se dio la vuelta y vio a Cassidy, con medio cuerpo fuera de la escotilla del puente, informando a Byrnes, que estaba en la cubierta cigarrillo.
—¿Qué era? —preguntó el comandante.
—Había juego en el contacto del circuito del sistema principal de aire. Apenas se notaba, pero la conexión no era buena. Witzgall ya lo está arreglando.
—Está seguro?
—Sí, señor.
Byrnes no intentó siquiera ocultar su triunfo. Miró a Hardy con una agresiva sonrisa, y luego le dio las gracias a Cassidy.
La cabeza del jefe de máquinas desapareció por la escotilla. El comandante, disfrutando de la situación, empezó a balancearse sobre sus talones; después se dio la vuelta, bajó despectivamente las comisuras de sus labios y fijó en Hardy una mirada de acero.
—Se acabó su teoría de las veinte horas, profesor. Tal vez sepa todo lo que hay que saber sobre los Triángulos del Diablo, las anomalías geomagnéticas y otras cosas que nosotros, los simples mortales, ignoramos. Pero todo lo relacionado con el funcionamiento del Candlefish, déjelo a mi cargo. No quiero volver a oír una palabra sobre cuándo debo o no salir a la superficie. ¿Está claro?
Hardy palideció. Sin decir nada, se acercó a la escotilla y bajó.
Frank experimentó una mezcla de emociones: por una parte, se alegraba de que Byrnes hubiera puesto a Hardy en su sitio, pero, por otra, no quería que el hombre se encerrara en sí mismo y se perdiera su cooperación. Se acercó a Byrnes.
—Comandante —dijo—, hubo que trabajar mucho para lograr que Hardy viniera. Y trabajar duro. Tratemos de no ahuyentarlo.
Byrnes mantuvo su vista al frente.
—Su duro trabajo, mister Frank. De lo ocurrido, sólo le preocupa su duro trabajo. ¿Se da cuenta de que esta noche podríamos haber perdido este submarino? —gritó—. Mientras sea posible seguir operando con seguridad, continuaremos hacia adelante. ¡Pero que me parta un rayo si he de arriesgar esta dotación riada más que para comprobar sus peregrinas teorías... y las de él! ¿Entendido?
Frank no atino a hacer otra cosa que mover ligeramente la cabeza, asintiendo.
—Vaya abajo y póngase en comunicación con el Frankland —ordenó Byrnes en un arranque de autoritarismo.—. Dígales que hemos localizado el problema y ya está superado; Nos sumergiremos a las cuatro. Si antes logramos un contacto visual con ellos, mejor. Si no, los veremos mañana por la noche.
Temblando todavía de indignación, Frank permaneció junto a Giroux mientras éste se comunicaba con el Frankland.
Cook informó a Frank que el destructor había pasado a situación de alistamiento general tan pronto como tuvieron noticias del problema.
—Es bueno saber que alguien tiene la cabeza bien puesta —replicó Frank, ignorando la mirada de asombro de Giroux. Pero cuando Cook le preguntó, dudando, si había considerado la posibilidad de abandonar por completo el proyecto, Frank no vaciló ni un instante en responder con un decidido ¡No!
Dio por terminada la comunicación antes de que Cook pudiera disculparse e iniciara una campaña de racionalización. No quería escuchar nada de eso.
Jack Hardy se instaló en el comedor. Estaba vacío, y necesitaba soledad y silencio durante un tiempo para examinar sus sentimientos. Tal vez el comandante tenía razón... Podía ser que él estuviera presionando demasiado. Pero esto no era otra cosa que un experimento científico. La única razón oficial de su presencia allí era asegurarse de que su diario registraba hechos exactos. Debían de seguirse procedimientos científicos aceptados. Apartarse de ellos significaría dificultar el experimento. ¿Por qué no lo comprendían así Byrnes y los otros? Hardy vio fruncir el ceño a su imagen en la taza de café.
No sintió mejorar su humor cuando Cassidy hizo su entrada en el compartimiento. El jefe de máquinas se sirvió café.
—¡Cristo!, estaba espeso allá arriba —se acercó, haciendo equilibrios con la taza y el plato.
Hardy se erizó.
—Qué quiere decir con eso?
Cassidy levantó la vista de la taza, sorprendido por el tono de Hardy.
—La niebla. ¿No se dio cuenta? —la cucharita tintineó al revolver el café.
Hardy pensó que había sido un tonto. Tenía el convencimiento de que no le resultaba agradable a Cassidy; sin embargo, el viejo maquinista se mostraba en esos momentos extrañamente sociable.
—Dígame una cosa —sugirió Hopalong—. Este asunto de esta noche, ¿sucedió lo mismo en la misión de 1944?
—¿No poder salir a la superficie? No. ¿Por qué?
Cassidy bebió su café y pensó durante un instante.
—Bueno, profesor; si en aquel entonces hubieran tenido fallos como éste, sabe, no soy supersticioso, pero... hombre prevenido vale por dos, ¿verdad?
El rostro de Cassidy era amistoso, pero había una interrogación en sus ojos que no podía ocultar.
Hardy sintió ceder su tensión. Quizá su concepto del viejo maquinista estuviera equivocado.
—Lo único que no escribí en el diario —dijo, decidiendo confiarse en Cassidy.—, es el plan que se le ocurrió a Basquine.
—¿Qué plan?
Hardy dudó.
—Estuvo muy cerca de la verdad cuando le tildó de psicópata.
—Sólo pensaba en voz alta. ¿Qué plan?
Sin ocultar el tono de rechazo en su voz, Hardy habló pausadamente:
—Billy G. Basquine era lo más parecido a un loco de remate que haya visto en mi vida. Poco antes de que el submarino se hundiera, estaba dispuesto a abandonar la misión, su misión ordenada, y llevar el Candlefish al interior de la bahía de Tokio.
Cassidy tardó un momento en reaccionar, y luego dijo:
—Bueno, ¿eso no es iniciativa?
—¡Iniciativa! —exclamó Hardy, apartando su taza de café— ¡Eso no era más que una maldita locura!
Calmándose, explicó los lineamientos del plan de Basquine: un ataque de lobo solitario, destinado a alcanzar un momento de gloria completa, absoluta y final, para el U.S.S. Candlefish.
Mientras Cassidy escuchaba, el asombro iba en aumento en la expresión de su rostro curtido.
—Pero eso ocurría en diciembre de 1944. La guerra ya casi había terminado... Estábamos a punto de tener el dominio total del Pacífico. ¿Por qué asumir ese riesgo en ese momento?
—¡Tonelaje! Basquine quería anotar un récord, hacer famosos su nombre y el del submarino, agregarlos a las listas de los héroes. Era tal su hambre de blancos, que creo que hubiera sido capaz de hundir cualquier cosa, ¡incluyendo nuestros propios barcos! Y Bates, el segundo comandante... —Hardy se esforzó para no mostrar en su voz el recuerdo de su rencor—. Lo menos que hizo, fue alentar a Basquine.
Cassidy sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Completamente solos? ¿Sin ataques de diversión? ¿Sin cobertura aérea? —y ahora fue Hardy quien sacudió la cabeza—. Entonces sí estaban locos —agregó Cassidy—, ambos, Basquine y Bates.
Terminó su taza de café, y se puso en pie.
—Hay otra cosa que quiero preguntarle. Respecto a esa charla que dio en el comedor, con el globo y las brochettes. Para mi propia satisfacción, ¿qué hay realmente de eso?
Hardy sonrió ante la franqueza de Cassidy.
—Es sólo una teoría, Hopalon —respondió—. Nada menos, y nada más.
—Entonces no espera ningún problema cuando lleguemos a esa Latitud Treinta?
—Ninguno, absolutamente. ¿Por qué?
—He estado calmando a la tripulación. Ahora ya puedo sentir que soy un hombre honesto —fue hacia la puerta y al llegar se dio la vuelta—. Oiga, profesor, si le gustan las cosas ricas, pase por la cocina dentro de unos veinte minutos.
El submarino continuaba avanzando, aún envuelto en las profundidades del espeso banco de niebla. El zumbido sordo de sus motores era el único signo de su presencia. Los observadores habían abandonado los prismáticos; permanecían acomodados en sus puestos, confiados en que el radar de la nave podía perforar, y lo estaba haciendo, ese manto gris que todo lo cubría, y les advertía de cualquier cosa que estuviera en su ruta. Seguían surcando las aguas en la negra noche del Pacífico, cortando la niebla que goteaba sobre sus planchas metálicas, completamente aislados bajo la capa que los cubría. El único contacto con el exterior era el estridente sonido de la sirena de niebla del Frankland, que llegaba hasta ellos algo amortiguado.
Ed Frank finalizó su guardia a las 24:00; ascendió al interior de la torreta e informó de algunos detalles al encargado del libro de bitácora para que los registrara. Mientras esperaba que Lang lo hiciera, terminó de poner en orden sus pensamientos, en silencio. Por el momento, su problema era el comandante. Sin embargo, a pesar de su política seguridad-ante todo, Byrnes no podría cancelar todavía el viaje sin una causa perfectamente justificada. Si estaba considerando la posibilidad de anular la operación, necesitaría algo más importante que algunos fallos menores del material, para lograr que Melanoff y Kellongg estuviesen de acuerdo con él. De una cosa estaba seguro Frank: Louis F. Byrnes no haría nada que se reflejara en forma negativa en su hoja de servicios. Cortar el viaje sin alcanzar el objetivo, con la consiguiente intervención de una junta investigadora, podría convertirse en una sucia mancha en su inmaculado legajo de antecedentes.
Hardy abandonó la comodidad del comedor y se dirigió a la cocina. Byrnes no estaba en la sala de control. Debía de haberse retirado a dormir. Los hombres de guardia cumplían su turno sin tensiones, pero listos para intervenir. La abierta escotilla de la torreta y el pozo de la escalerilla formaban una chimenea natural por donde bajaba un aire frío y húmedo que inundaba el compartimiento.
Hardy entró en la cocina. Cookie y su ayudante trabajaban duro en el pequeño espacio que servía de centro de preparación de comidas para el submarino. Inmediatamente hacia popa, en el comedor de la tripulación, varios grupos de hombres estaban reunidos alrededor de las mesitas; algunos leían, otros escribían y en una de las mesas se desarrollaba una furiosa partida de naipes.
—¿En qué puedo serle útil, profesor? —preguntó Cookie, con su hosca expresión de costumbre.
—Hay algo que huele muy bien y he oído un rumor.
El cocinero rezongó.
—¡Apostaría que lo inició el estómago que anda como un hombre!
Esa era la expresión favorita, y en cierta forma afectuosa, con que Cookie describía a Cassidy. En los once días de navegación desde la partida de Pearl, las pullas entre ambos habían ido en aumento. Cassidy molestaba a Cookie por la calidad de su comida, y éste gastaba bromas al jefe de máquinas diciéndole que tenía un estómago sin fondo.
Hardy sonrió y extendió la mano con gesto suplicante.
—Sólo una —cedió Cookie, fingiendo firmeza.
—De acuerdo —asintió Hardy.
El cocinero puso en un plato una caliente y fragante manzana al horno y se la alcanzó. Observó el placer que se reflejaba en el rostro de Hardy al paladear el delicioso bocado. Luego se dio la vuelta, para dedicarse otra vez con orgullo a sus lasagne.
—¡Eh, Cookie! ¿No hay más de esto?
Hardy vio al ayudante de farmacia, Dankworth, que entraba agitando un tarro con el brazo extendido.
—¡Bendito Dios! ¿Qué le pasa, Dankworth?
Dankworth sonrió tímidamente, simulando vergüenza.
—No puedo evitarlo. Tengo un antojo.
Con la boca abierta, a medio morder su manzana, Hardy quedó paralizado. Dankworth devolvía un tarro vacío de mantequilla de cacahuete. De mala gana, Cookie le entregó uno lleno. Dankworth desenroscó la tapa y untó rápidamente algunas galletas que acumulo en un plato. Volvió a poner la tapa del tarro y se lo devolvió a Cookie. Luego se dirigió al comedor, masticando feliz.
Hardy apoyó su plato en el mostrador, dio las gracias en un murmullo y volvió su mirada hacia la mesa del comedor. Dankworth estaba sentado de espaldas, pero por sus movimientos Hardy adivinó que las galletas desaparecían con ritmo sostenido. No sólo estaba comiendo; se le veía concentrado en comer.
Nervioso, Hardy empezó a andar hacia proa, preocupado por sí mismo. Estaba luchando, tratando de apartar de su mente la imagen de Slugger... Albert P. Daley, Slugger, de la tripulación del Candlefish, en 1944.
Frank, que había adoptado la costumbre de buscar a Cassidy después de cumplir su guardia, para controlar la caja de baterías, también vio a Dankworth sumergido en la mantequilla de cacahuete. Al pasar por el alojamiento de la tripulación, observó al ayudante de farmacia en el momento en que se dejaba caer pesadamente en la litera de Clampett y consumía su tercera ración de golosinas. Frank se sorprendió aún más que Hardy, aunque por distinta razón.
Conociendo la naturaleza humana, Dankworth debía de haber sido el último hombre a bordo a quien le gustara el famoso ungüento. Después del episodio de la limpieza de retretes, muy pocos días antes, era de suponer que Dankworth se mantendría lo más alejado posible de la mantequilla de cacahuete. Sin embargo, allí estaba, con la cara embadurnada y evidentemente disfrutando.
—Bueno —pensó Frank—, hay cosas más importantes que hacer que contemplar a un tipo convertido en cerdo por glotón.
Pero, desde la escotilla, se dio la vuelta para mirarlo otra vez. Era extraño.