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12 de octubre de
1974
Frank aterrizó en la Estación Aeronaval de
Coronado a las 10:30 del sábado. Lo acompañaron hasta el muelle del
lado Oeste y se embarcó en una lancha para cruzar la bahía hasta
Point Loma, donde lo esperaba un automóvil que lo transportó a la
base de submarinos, situada a corta distancia.
Pasaron junto a una señal indicadora donde
se leía SUBDEVGRU UNO. y continuaron la marcha hacia el puerto. En
una misma dársena estaban amarrados un buque auxiliar y el AGSS-555
Dolphin.
Frank descendió del automóvil y el chofer se
alejó en busca del doctor Felanco. Frank fue hasta el extremo de la
dársena para observar el Dolphin. Era una versión más pequeña del
Candlefish. En realidad, de todos los sumergibles de investigación
construidos en los últimos veinte años, era el que más se parecía a
los antiguos submarinos de flota empleados durante la guerra.
—¿Qué le parece?
Frank miró a su alrededor, encontrándose con
un hombre de cabellos plateados, bajo y de recio aspecto, que le
sonreía desde la cubierta de popa del barco auxiliar.
—¿Es usted Ed Frank? —preguntó el
hombre.
—¿El doctor Felanco?
—Sí.
Felanco se apresuró a bajar del buque
auxiliar y estrechó la mano de Frank. Fueron juntos por el muelle
hacia el Dolphin.
—Lo botaron en 1968 —dijo Felanco—.
Pertenece a SUBDEVGRU UNO, que opera para la Marina. Tiene cuarenta
y nueve metros y medio, la mitad del largo de su misterioso
submarino de flota...
Los ojos de Felanco se movieron rápidamente
hacia la cara de Frank. Este sonrió.
—Veo que ya sabe por qué estoy aquí.
—No fue del todo difícil. Usted quiere
conocer a Hardy. Yo soy quien le dio la noticia de la reaparición
del Candlefish. Nunca he tenido mucha dificultad para sumar dos más
dos.
Frank se detuvo a observar el Dolphin,
mientras Felanco le relataba sus dificultades con el proyecto: el
viaje de investigación había sido postergado ya cuatro veces debido
a fallos mecánicos a bordo del submarino.
—¿Irá Hardy con usted?
Felanco lo miró burlón.
—No. Supongo que conoce algo sobre Jack
Hardy.
—Algo.
—Por ejemplo: nunca más volverá a salir en
misión en un submarino.
Frank perdió su sonrisa.
—¿Qué significa eso?
—Se niega a hacerlo. Acepta planificar la
investigación en esta materia, delinear los proyectos y ayudar a
preparar los sumergibles, pero cuando llega el momento de salir al
mar, partimos sin él.
—¿Esto se remonta a la época de su último
viaje en el Candlefish?
—No, no. Todo empezó en 1965, creo...
—¿El Neptune 4000?
Felanco asintió.
—Quisiera saber todo lo concerniente al
mismo. Puede resultarme de utilidad para mi entrevista con
Hardy.
Subieron a bordo del pequeño buque auxiliar
y se sentaron en la cámara de oficiales. Felanco pidió café y
empezó a relatar la historia del último viaje por mar de
Hardy.
—Jack conectó con un equipo del Instituto
Oceanográfico de Woods Hole y con una compañía constructora.
Desarrollaron el Neptune 4000, una nave de investigación submarina
a grandes profundidades. Hardy preparó el proyecto para cruzar la
Profundidad de Mindanao, en el Pacífico oriental...
Frank lo interrumpió.
—Espere un momento. Tenía entendido que
pensaba examinar la Latitud Treinta y la Profundidad de
Ramapo.
—No exactamente. Quería hacer eso
eventualmente. Ese habría de ser el segundo viaje. Sometió a la
Marina muchos planes para hacerlo. Creo que parte de su idea era
dirigir una búsqueda de los restos del Candlefish... Tuvo
interminables contactos con la Marina al respecto. Lo rechazaron
por completo.
Los ojos de Frank se estrecharon. El asunto
de 1944 parecía acosar a Hardy en todas partes.
—¿Qué sucedió con el Neptune 4000?
—Salieron a practicar una inmersión de
entrenamiento frente a Pearl, Llevaban unas tres horas sumergidos a
una profundidad de trescientos sesenta metros... cuando de pronto
Jack pareció volverse loco. Dos científicos que estaban con él
opinaron que se trataba de claustrofobia aguda. Sea lo que fuere,
tuvieron que subir inmediatamente a la superficie. Más tarde
cancelaron totalmente el proyecto.
—¿Por qué?
—Jack era el cerebro y sufrió un colapso
nervioso. Estuvo enfermo durante bastante tiempo. Su hijo, Peter,
dejó la Facultad de Derecho, en Seattle, y vino a acompañarle
durante tres meses.
Frank se arrellanó en su sillón y cruzó los
brazos.
—Es de una personalidad inestable, ¿no es
así?
—Ya no. Tiene cincuenta y seis años, y creo
que ahora se ha resignado a navegar detrás de un escritorio. Cuando
volvió a Scripps, en el invierno de 1966, me dijo: Eddie, nunca más
volveré a salir en un submarino, ni sumergible, ni cualquier otra
clase de vehículo que navegue debajo de la superficie. Ya tengo
bastante. Y no lo decía en broma, capitán.
Frank lo tomó como una advertencia.
—Me dijo que ha sido usted quien le informó
de la reaparición del Candlefish. ¿Cómo lo tomó?
—Quedó pasmado... Jack es un hombre de piel
bronceada, pero podría jurar que se puso blanco. Al principio no lo
creyó y me hizo un montón de preguntas. Le relaté lo que circulaba
en la base. Creo que el mayor impacto fue el hecho de que no
hubiera rastros de la tripulación. Ningún cadáver. Se quedó
mirándome durante un largo rato, después se dio la vuelta y se fue
cojeando. Desde entonces no he vuelto a hablar con él sobre el
asunto.
Frank empezó a sentirse inquieto. Quería
abreviar todo lo posible y trasladarse enseguida a Scripps para ver
a Hardy. Se puso de pie y dio las gracias a Felanco por su café y
su tiempo.
—No hay ningún inconveniente. Estoy seguro
de que encontrará a Hardy en su oficina, pero el lunes.
—¿El lunes?
—Sí. Cada tres semanas va el sábado a
Seattle en avión para ver a su hijo. Se siente muy orgulloso de él,
¿comprende?
—¿Está seguro de que ahora se encuentra
allí?
—Oh, sí. Completamente. Mi secretaria le
arregla los vuelos. Esta mañana fue a buscar el billete. De modo
que... ¿consiguió ya un sitio para pasar el fin de semana?
Frank dejó a Felanco en el embarcadero y se
dirigió a una cabina telefónica. Marcó el número de la oficina de
Hardy y dejó sonar el teléfono hasta que estuvo absolutamente
seguro de que nadie iba a responder.
14 de octubre de
1974
Ed Frank permaneció el fin de semana en San
Diego, pidió prestado un automóvil de relaciones públicas de la
Marina en la base de Coronado y salió a recorrer los alrededores.
Se quedó el resto del sábado en Balboa Park, visitando el museo
aeroespacial y el Centro Espacial Reuben H. Fleet. Tuvo que luchar
con las hordas de muchachos para ver la exhibición del planetario,
pero luego disfrutó tanto como ellos. El domingo visitó el
zoológico de San Diego, deteniéndose frente a la jaula del gorila
para observar al enorme mono que tenía un notable parecido con
Diminsky.
El lunes por la mañana, muy temprano y
desbordando ansiedad, tomó la autopista de San Diego yendo hasta la
Jolla, donde cogió la carretera de la costa en dirección a Scripps.
Entró en el estacionamiento y detuvo el automóvil para admirar la
belleza de aquella mañana sobre el grupo de edificios situados
frente al Pacífico. El paisaje tenía un variado y cuidado colorido.
Los árboles se balanceaban con la brisa del océano y rozaban sus
ramajes unos contra otros. Era un sitio de ensueño. Trabajar allí,
a menos de un tiro de piedra del mar... Frank esperaba encontrar a
Jack Hardy de pie al borde de un acantilado barrido por el viento,
con su pelo blanco flotando en la brisa, una carta náutica en una
mano y un compás de navegación en la otra, el viejo marino hasta el
último centímetro...
En cambio, encontró a Hardy encerrado en su
oficina del tercer piso, detrás de una puerta en la que se leía:
JACK N. HARDY, doctor en Filosofía, PROFESOR DE OCEANOGRAFÍA.
Ed Frank llamó, escuchó una apagada
respuesta y abrió la puerta. Sintió una suave brisa marina que
penetraba por las grandes ventanas abiertas. En el centro de una
habitación llena de papeles, libros, cartas, globos, sextantes y
pilas de informes en copias Xerox, había un antiguo escritorio de
roble tallado. Detrás de él se levantó lentamente un hombre hasta
alcanzar toda su estatura. Era alto y delgado, con una barba de
pelo duro y gris, piel gruesa y bronceada, y agrietada como el
cuero. Tenía la complexión y el aspecto de un cazador de ballenas
de Nantucket.
Frank había examinado detenidamente algunas
fotografías de Jack Hardy de la época de la guerra y ahora pudo
reconocer aquellos grandes ojos azules, las comisuras de los labios
vueltas hacia arriba, que le daban una casi permanente expresión de
inocente cordialidad. El cabello era ahora más fino y tenía
mechones grises, y se había agregado esa rizada barba gris. Pero
Frank se fijó especialmente en los ojos: dejaban traslucir una
suavidad y vulnerabilidad que no resultaba evidente en el resto de
sus facciones.
Hardy sonrió y avanzó rodeando el
escritorio, cojeando de su pierna derecha y extendiendo la mano. En
los treinta años transcurridos después de su corta carrera a bordo
de los antiguos submarinos de flota, había dejado de ser el
desgarbado muchacho de entonces para convertirse en un palmípedo
curtido por los embates del tiempo. Frank levantó hacia él la vista
(era casi veinte centímetros más alto) y estrechó su mano.
—Profesor, soy el capitán de corbeta Ed
Frank. Pertenezco al Servicio de Investigaciones Navales.
—He estado preguntándome cuándo recibiría la
visita de ustedes —Hardy habló con firmeza e invitó a Frank a tomar
asiento—. Pase, póngase cómodo.
Frank continuó sonriendo, haciendo todo lo
posible para que Hardy se encontrara a gusto, pero una vez que el
científico se situó detrás de su escritorio pareció sentirse a
salvo y cayó en una fría actitud de reserva. Intentaba mantener la
distancia, y Frank lo notó claramente.
Hizo un ademán, señalando la profusión de
elementos que los rodeaban.
—Veo que no le falta nada.
—Sí, he tardado diez años en armar este
revoltijo. Pero no se atreverían a echarme.
—No —rió Frank—, tendrían que quemar todo y
empezar de nuevo —hizo una pausa sonriendo cordialmente hasta que
Hardy también le respondió con su sonrisa—. Profesor, permítame que
vaya directamente al grano. Tenemos entre manos un asunto
candente.
—¿Después de treinta años? Habría creído que
había tenido tiempo de enfriarse.
Frank sonrió, tolerante.
—Tal vez no lo sepa, pero el Candlefish
todavía está en condiciones de funcionamiento.
Hardy dejó de sonreír. Quedó helado.
—Eso no figuraba en las noticias.
—Hay ciertos daños internos, por causas
desconocidas. Sospechamos que tienen relación con... bueno, con lo
que usted expresó en sus informes originales. De cualquier modo
está en condiciones de navegación.
Hardy permaneció inmóvil, con sus ojos
clavados en Frank.
—No me explico cómo.
—Salió a la superficie a unas seiscientas
millas al Noroeste de Pearl Harbor. Lo hicimos remolcar hasta la
base de submarinos, lo abrimos e inspeccionamos. No hay ninguna
señal de la dotación —notó que los rasgos de Hardy se endurecían—.
Ningún cadáver, ni huesos, nada.
Hardy se echó hacia atrás muy lentamente en
su sillón, mirando siempre a Frank. Su rostro era una
máscara.
—Pensé que podría venir a Pearl y echarle
una mirada.
Pasaron por lo menos treinta segundos antes
que Hardy dijera:
—No.
Y Frank se lo hizo repetir.
—Por supuesto, la Marina se hará cargo de
sus gastos...
Hardy hizo un gesto agitando la mano.
—Eso es cosa vieja, capitán. Cosa
vieja.
—Es nueva para mí —dijo Frank fríamente.
Pero enseguida volvió a sonreír, intentando todavía encontrar el
lado cálido de aquel hombre—. He estado revisando sus informes a
SubPac y a la junta de Investigación. Sus ideas sobre lo que pudo
suceder me han resultado fascinantes.
—Nadie me creyó entonces, ¿por qué habrían
de creerme ahora?
—Comprendo —dijo Frank; se puso en pie y
empezó a pasearse. Sentía que su paciencia se iba terminando—.
Supongo que tendremos que conformarnos con estacionar el Candlefish
en alguna zona de submarinos usados y confiar que aparezca un
comprador que quiera convertirlo en museo flotante. O quizá podamos
volver a ponerlo en servicio, una reparación, algún pequeño cambio
aquí y allá, ¡y quedará como nuevo!
Frank giró rápidamente sobre sus talones y
le dijo a Hardy casi gruñendo:
—Quiero decirle algo, profesor. Hace ya
nueve días que tengo esta cosa en la cabeza y en todas partes donde
voy encuentro gente que muestra una absoluta falta de disposición
para cooperar, ¡cuando no se portan como perfectos ignorantes!
Hasta mis propios superiores, que preferirían barrer al bendito
submarino debajo de una alfombra y hacer cuenta que nunca existió.
¡Para todos es como si fuera una espina en el talón y nadie quiere
asumir otra responsabilidad que no sea la de quitárselo de en
medio!
¡Bueno, quiero algo más que eso! ¡Quiero
descubrir cómo volvió ese maldito submarino! ¡Y necesito
ayuda!
Hardy se movió incómodo en su asiento.
—¿Qué quiere de mí?
—Quiero que venga a Pearl.
Hardy sacudió la cabeza.
—No.
Frank se le acercó.
—¡Como científico! Usted es un superviviente
y, además, es oceanógrafo. ¡Usted conoce el submarino y conoce el
mar!
—No.
Frank frunció el ceño y pensó que debía
parecerle cómico al viejo, pura tontería, ruidosa e impaciente
tontería.
—Profesor, en 1965 escribió cartas a la
Marina, delineando su plan para investigar la Latitud Treinta
—Frank notó que el cuerpo de Hardy se ponía rígido—. Ese sitio,
frente a la costa de Japón, es famoso por la desaparición de barcos
y aviones, con tripulaciones que aparecen muertas o desaparecen sin
dejar rastros...
Los brazos de Hardy se cruzaron sobre su
pecho; dio la impresión de estar preparándose para encerrarse en sí
mismo.
Frank insistió.
—Es una zona desgraciadamente similar a ese
maldito Triángulo del Diablo, frente a la costa de Florida. ¡Sólo
que está en el Pacífico!
Hardy trataba de mantenerse
despreocupado.
—¿Y entonces?
La siguiente afirmación de Frank surgió con
suavidad pero cargada con una terrible convicción.
—Profesor, ¡el Candlefish es la primera de
esas cosas que ha podido regresar!
Una inequívoca sombra de miedo cruzó el
rostro de Hardy, y Frank no supo en aquel momento si había logrado
convencerlo o silo había perdido. Pasarían aún varios días antes
que pudiera saberlo con seguridad.