23
11 de
diciembre
Hardy y Cassidy se arrimaron a la puerta del
dormitorio; el jefe de máquinas llevaba en la mano las tenazas, su
única arma. Hardy se dio la vuelta y habló en un murmullo:
—Vamos a tomar el armario de la sala de
control, donde están las armas.
—,Quién va a hacerlo?
—Usted. Tome la llave, abra el armario,
saque una cuarenta y cinco y dos granadas de mano; luego
llámeme.
—¿Llamarle? ¿Mientras los demás se me echan
encima?
—Use la cuarenta y cinco.
—No voy a matar a nadie!
—De acuerdo, pero no deje que lo sepan.
Luego me da una de las granadas; yo tomaré la torreta. Usted coloca
las cargas de demolición en el equipo electrónico.
—¿Las qué...?
—¡Santo Dios, Cassidy, dijo que había
construido esta cosa!
—No tuve nada que ver con electrónica. Fue
Faber quien lo hizo.
Hardy le fulminó con la mirada.
—En el submarino hay cargas autodestructivas
en los equipos electrónicos críticos; las llaves interruptoras
están marcadas con rayas rojas y amarillas; no se puede equivocar.
Lo único que tiene que hacer es bajarlas, y las cargas quedan
armadas.
—¿Cuántas son?
—Dos de radar y una de sonar.
—¡Pero eso dejará al submarino fuera de
servicio!
—Eso es lo que queremos.
Cassidy cogió a Hardy por el hombro; el
miedo se reflejaba en sus ojos.
—¿Y qué pasará con la tripulación?
—Los sacaremos de aquí, aunque no será fácil
hacerlo.
—Estamos entrando en niebla, señor.
El comandante contestó al puente que había
recibido el informe y se volvió hacia Dorriss, que había desplegado
la carta de navegación, apoyándola contra la caja de la
computadora.
—Niebla —repitió el comandante, y mostró una
remota mirada de satisfacción, como si estuviera reencontrándose
con un viejo amigo.
—¿Curso? —preguntó al timonel.
—Tres-cinco-ocho, comandante.
—Muy bien, mister Bates, haga su
marca.
Dorriss estudió la carta. Curso 358; si lo
mantenían, llegarían al norte de las Kuriles en tres días más. Pero
no sería así la cosa. Dorriss trazó una prolongación de la línea
roja que cruzaba la carta indicando la misión, hasta llegar poco
más arriba de los paralelos y meridianos que fijaban la posición 30
grados de latitud Norte y 146 grados de longitud Este.
Junto a ella escribió: 11 DIC. 21.
Guardó el lápiz rojo en el bolsillo, dobló
la carta y la depositó en el armario de la misión. Lo cerró y
levantó la mano, esperando encontrar sus llaves en la cerradura.
Lanzó una maldición.
¡Por supuesto! Se las había dado al guardia,
para que liberara a Hardy y pudiera llevarle al cuarto de baño. El
sinvergüenza había olvidado devolvérselas. Dorriss se volvió hacia
el comandante y le anunció:
—Regresaré enseguida —y se apresuró a
bajar.
El comandante se cogió de la escalerilla y
subió al puente, encontrándose al salir con el frío y la humedad de
la noche. Forzó la vista, tratando de perforar la niebla.
—Creí que había dicho niebla —gruñó al
oficial de guardia.
—Lo siento, señor. Debí de haber dicho
sopa.
Era espesa. Terriblemente espesa. Tan espesa
como el comandante jamás había visto. Pero todo estaba bien. No
necesitaba ver para saber dónde iba. Y el cambio de rumbo era tanto
una cuestión de horario como de posición. Podía arriesgar cualquier
cosa hasta el último segundo, y lo haría. Tenía una sensación de
vértigo, con esa clase de euforia que sólo podía sentirse en una
batalla. ¿Pero acaso no era también aquella una batalla? Y había
calculado tan bien el tiempo, al segundo. Consultó el reloj.
21:08 horas.
Dorriss se agachó para atravesar la
escotilla que conducía a la zona de oficiales y se detuvo. Había
sentido algo: un desequilibrio, un insinuante aumento de calor que
surgía detrás de sus espaldas. Giró rápidamente el cuerpo y vio que
estaba en lo cierto: se encontró con dos hombres en pie frente a
él, con los ojos muy abiertos, acechando en tensión. Hardy y
Cassidy, apoyados contra el mamparo, uno a cada lado de la
escotilla. Hardy estaba libre, sin cadenas ni esposas, y Dorriss
comprendió repentinamente lo que había sucedido con sus
llaves.
Su reacción fue la de un hombre acostumbrado
al rigor de la obediencia inmediata. Puso ambas manos en las
caderas y anunció:
—Motín, mister Hardy. Motín... y sabotaje.
No puede haber nada peor en un informe.
—¿En estos momentos? —dijo Hardy.
—Podría meterles en un calabozo durante el
resto de sus vidas; así que...
Cassidy dio un paso hacia adelante.
—Discúlpeme, señor, pero vamos a llegar
tarde a una cita.
Antes de terminar la frase había puesto en
movimiento las tenazas. Las levantó en arco por encima de su cabeza
y las dejó caer pesadamente sobre la frente de Dorriss. El segundo
comandante se desplomó, manando sangre por la piel
desgarrada.
—Vigile la escotilla —susurró Cassidy. Luego
soltó la herramienta, cogió a Dorriss por debajo de los brazos y lo
arrastró al interior del dormitorio de suboficiales mayores. Allí
se retraso un largo rato.
Hardy le esperaba, apretado contra el
mamparo y con los nervios cada vez más tensos. ¿Qué era lo que
retenía a Cassidy, por amor de Dios...? ¿Estaría tratando de
revivir a ese hijo de puta?
Movimiento.
Varios hombres salían por la escotilla
posterior, posiblemente en busca de café.
¿Dónde estaba Cassidy?
Se asomo para ver el reloj de la sala de
control: 21:11. Dios mío!, sólo cuatro minutos; después, el
comandante hará...
Dio un salto al sentir que le tocaban el
brazo y se dio la vuelta con la seguridad de que vería el fantasma
de Basquine o el de Bates. Era Cassidy.
—Vamos —dijo.
A las 21:12 horas, exactamente, Hopalong
Cassidy cruzó la escotilla de la sala de control, llevando sus
tenazas. Observó a los cinco tripulantes, midiéndolos como
adversarios. Roybell era quien se encontraba más cerca del armario
de armas. Stigwood estaba junto a la mesa donde estaban los planos,
anotando algo en el libro de bitácora. Los dos auxiliares se
hallaban en pie, frente a las válvulas de entrada de agua y las
llaves de los múltiples, distraídos; no tenían riada que hacer por
el momento. Solamente Scopes estaba enfrascado en sus
instrumentos.
¿Por dónde empezar?
¿Las cargas de demolición? Las tres llaves
interruptoras. Observó los tableros de instrumentos, buscando las
que tenían rayas amarillas y rojas. Descubrió la llave del sonar y
vio que el paso hasta ella estaba despejado. Podría pasar andando
junto a la llave y darle un empujoncito...
Sonrió a Stigwood y se deslizó cruzando la
sala de control en dirección al equipo de sonar y, levantando en la
mano izquierda las tenazas hasta la altura de los hombros, estiró
la derecha, bostezó y, en un solo y rápido movimiento, bajó la
llave interruptora.
En una fracción de segundo había pasado al
operador de radar y estaba llegando al armario de armas...
¡Maldición!
La llave. La llave estaba en una caja de
madera situada en el pozo del periscopio, encima de la mesa donde
estaban los planos. Otra vez Stigwood... Ahora empezó a sentir
pánico. Mostró una nueva sonrisa a Stigwood, y éste le devolvió una
inexpresiva mirada, que se mantuvo mientras Cassidy abría la caja.
Sabía exactamente cuál era la llave: pintada de rojo y blanco, de
acuerdo con el código. La retiró y se acercó al armario. Sintió
clavados en él los ojos de Stigwood, simple curiosidad. Demasiado
tarde para ti, hijo de puta.
Cassidy metió la llave en la cerradura y
terminó de abrirla, cuando Stigwood volvió de repente a la vida y
dijo:
—¡Eh...!
—Eh, un cuerno —murmuró Cassidy: abrió
rápidamente la puerta del armario y cogió la primera pistola «45»
que vio. De un manotazo sacó un cargador y lo metió en la pistola,
tiró de la corredera y se dio la vuelta bruscamente, apuntando a
Stigwood. ¡Eh, no...! —rugió Stigwood esta vez.
—Heno es lo que comen los caballos y las
vacas, estúpido. ¿Así que nació en una granja? —Cassidy movió el
cañón de la pistola a ambos lados, apuntando brevemente a cada uno
de los hombres que ocupaban el compartimiento. Los dos auxiliares
se apartaron, inseguros, de sus instrumentos; nadie más se
movió.
—Eso es; muy bien —dijo Cassidy. Sacó dos
granadas de mano, calzó una en su cinturón, quitó el seguro a la
otra y lo apretó entre los dientes, y luego, con el mejor estilo
John Wayne que pudo, gritó al operador de radar: —Oye, tú; quita el
culo de ese puesto ahora mismo.
El operador se unió a Stigwood junto a la
mesa donde estaban los planos. Ninguno de los dos vio a Hardy
deslizarse detrás de ellos.
—Muy bien —dijo Cassidy, señalando la llave
que había movido en el equipo de sonar—. Las cargas de demolición
están colocadas. Actuarán dentro de diez minutos.
Hardy se adelantó, pasando junto a Stigwood
y Scopes. Ambos le miraron y repentinamente comprendieron todo.
Roybell hizo un movimiento para detener a Hardy. Cassidy levantó la
«45» y dijo:
—No se mueva.
Roybell volvió de un salto a su sitio. Hardy
se acercó al equipo de radar y conectó las dos llaves
autodestructoras. Cassidy le dio la segunda granada y subió la
escalerilla hacia la torreta.
Adler fue el primero en darse la vuelta y le
vio, o más bien vio la granada que se arrimaba a su cara. Abrió la
boca.
—Usted está arrestado en su dormitorio —dijo
Adler.
—No, ya no lo estoy. ¿Cuál es nuestra
posición?
El joven oficial sintió el pie de Hardy en
las posaderas. Se acercó a los indicadores de posición y habló con
un temblor en su voz:
—Latitud, treinta grados, diecinueve minutos
Norte; longitud, ciento cuarenta y seis grados, treinta y ocho
minutos Este.
—¿Qué rumbo llevamos?
—Curso tres-cinco-ocho —informó
voluntariamente el timonel, mirando boquiabierto la granada.
—Muy bien, mantenga ese rumbo...
Los prismáticos del comandante, dirigidos
hacia la niebla, intentaban explorar un horizonte absolutamente
invisible. El comandante empezaba a sentir los primeros aguijoneos
de inseguridad. Sus ojos eran inútiles en aquella porquería.
Escuchaba el regular golpeteo de las olas contra la proa mientras
el submarino seguía avanzando en el mar. Volvió a echar un vistazo
a su reloj:
21:15 horas.
Se dio la vuelta y gritó hacia abajo por la
escotilla abierta:
—Reducir a un tercio. ¡Virar a rumbo
dos-cinco-tres!
Sintió aumentar su emoción.
Esperaba la llamada desde abajo,
respondiendo a su orden. Pero no se produjo. Era imposible que el
timonel no lo hubiera oído. Algo iba mal...
Miró hacia abajo por el pozo de la escotilla
y, desde el pie de la escala, Jack Hardy le devolvió la
mirada.
21:15 horas.
Los primeros efectos de la anomalía
magnética que estaban atravesando habrían de producirse a las 21:32
exactamente. Hardy tendría que mantener bajo control al comandante
durante diecisiete minutos.
El comandante entró por la escotilla y
descendió al interior de la torreta. Se dio la vuelta y vio la
granada.
—No diga una sola palabra —ordenó Hardy—. No
quiero oír nada de usted.
—¿Por qué? ¿Qué va a hacer? ¿Tirar de ese
gancho?
Hardy tanteó el peso de la granada en su
mano.
—Claro que lo hará —el comandante sonrió con
desprecio —Es exactamente la clase de hombre capaz de destruir a
todo el mundo a bordo, ¿cierto? Pertenece a esa clase de
maniáticos, Hardy. No le importa un pito la vida humana. Cualquier
cosa con tal de lograr sus chiflados propósitos, ¿no es así? ¿A
quién diablos convenció para que le ayudara? ¿Quién fue el imbécil
que se prestó para escuchar sus locuras? ¿Quién le soltó? —terminó
rugiendo.
—Yo lo hice.
El comandante bajó la vista hacia la sala de
control. Allí estaba Hopalong Cassidy, amenazando con una «45» a
los tripulantes.
—¿Usted le escuchó? —chilló el comandante a
través de la escotilla—. ¡Walinsky, es usted un reverendo
idiota!
—¡No soy Walinsky! ¡Soy Cassidy! ¡Hopalong
Cassidy!
El comandante lanzó una carcajada y señaló a
Hardy.
—¿Y quién es éste? ¿El Llanero Solitario?
Han perdido el juicio.
—Quite su mano de esa llave —dijo Hardy
suavemente.
La mano del comandante se retiró del
interruptor del teléfono de combate.
—Nadie más que nosotros tiene que oír esto
—dijo Hardy. Obligó al comandante a alejarse del intercomunicador,
haciéndole retroceder hacia el timonel. Adler se situó en un
rincón.
—Y ahora permítame que le diga lo que
piensan los locos, jefe. Hemos colocado las cargas de demolición en
los equipos de radar y sonar. Sin radar ni sonar no tendrá la menor
posibilidad de meterse en la bahía de Tokio, ni de pasar las redes
y los campos minados. ¿Correcto? ¿O no?
Esperó hasta que el comandante se mostró de
acuerdo, asintiendo.
—Bien. Estoy dispuesto a indicar a Cassidy
que quite los sistemas autodestructivos, con una condición: debemos
continuar en este mismo rumbo, tres-cinco-ocho, sin cambios durante
los próximos trece minutos. Después de eso, me importa un comino lo
que haga porque no significará la más mínima diferencia. O los
hechos demostrarán que tengo razón o podrá tirarme por la borda.
¡Pero nos mantendremos en este rumbo!
El rostro del comandante se había puesto
color púrpura.
—¿Por qué? —preguntó con voz ahogada.
—Porque si le dejo que lleve este submarino
hacia el Oeste y entra en la bahía de Tokio, se va a encontrar con
la sorpresa más grande de su vida...
—¡¡HARDY!! —le gritó el comandante.
Hardy sintió vibrar su cuerpo con la fuerza
de ese grito que penetró hasta sus huesos. El comandante se
adelantó con intención de aferrar el cuello de Hardy entre sus
manos. Pero su brazo se levantó en un reflejo, llevando con él la
granada, y golpeó la mandíbula del comandante. El hombre se
tambaleó hacia atrás y su cuerpo giró, cayendo sobre el
timonel.
—¡Todo timón a la izquierda! ¡Vamos a rumbo
dos-cinco-tres. ¡Muévase!
El timonel vaciló. El comandante
gritó:
—¡Es una orden!
El timonel dirigió un dedo tembloroso
apuntando a Hardy.
—¡Eso es una granada!
—¡Mantenga el rumbo! —ahora era Hardy quien
gritaba. La única forma en que podría seguir dominando la situación
era igualando al comandante en volumen y furia—. Comandante
—agregó—, ¡dentro de cinco minutos este submarino empezará a
desintegrarse!
El comandante le miró sin expresión.
—Creyó que podría vencer eso? ¿Con sólo
virar y escapar? ¡Tiene que suceder! ¿No se da cuenta? ¡Es parte
del esquema!
—¿El esquema? Pedazo de lunático, no hay
ningún esquema. ¡Estoy al mando de este submarino!
Hardy se irguió, con la seguridad de quien
sabe que ha penetrado en la última defensa.
—Entonces, ¿por qué está tan decidido a
cambiar de rumbo?
—Yo... yo... —el comandante se mostró
confundido.
—¡Lo tenemos!
Se oyeron ruidos de lucha abajo, en la sala
de control. Se sintió una denotación y un ruido metálico. Hardy
saltó hacia atrás, asustado. ¿Qué era eso? Una bala...
La pistola de Cassidy.
Giró el cuerpo hacia la escotilla, teniendo
cuidado de no dar la espalda al comandante, y trató de ver lo que
ocurría abajo. Todo había terminado. Roybell y Scopes mantenían
aferrados los brazos de Cassidy.
Mientras Roybell se agachaba para recoger la
pistola, gritó a los otros:
—¡Corten esas llaves!
Fue demasiado tarde. Junto con la última
palabra se produjo la explosión. Era el equipo de sonar, la primera
llave que Cassidy había movido. El estallido fue corto y seco, pero
lo siguió el ruido de los fragmentos del aparato cayendo en
distintas partes del compartimiento.
La conmoción derribó a Roybell y a los demás
hombres, y el efe de máquinas dio un salto, logrando apoderarse
otra vez de la pistola.
Hardy quitó de un tirón el anillo del seguro
de la granada; dio unos pasos hacia atrás, apretando con firmeza la
palanca del disparador para que no se soltara entre sus
dedos.
—Olvide todo, mister Hardy. Ha
perdido.
La voz del comandante había recobrado en
parte la compostura.
—Sala de control en servicio, señor —era la
voz de Stigwood por el intercomunicador.
—¿Daños? —preguntó, gritando, el
comandante.
—El equipo de sonar destrozado, señor. No
hay ningún herido. ¿Debo informar a la tripulación?
—¡Si!
La voz de Stigwood se escuchó en los
compartimientos del submarino a través del teléfono de
combate:
—Atención, atención. Aquí control. Hemos
tenido un accidente con una carga de demolición. Daños en equipos
únicamente. Se mantiene la seguridad del casco.
Stigwood cerró el interruptor y gritó hacia
arriba por el pozo de la escotilla:
—¿Quiere que informe a la tripulación sobre
el motín, señor? —su voz se conservaba tranquila, sin el menor
signo de inquietud.
—No creo que sea necesario, Stanhill
—respondió fríamente el comandante. Había adoptado una actitud de
desafío hacia Hardy, como invitándole a que hiciera explotar la
granada —Realmente ha terminado todo, mister Hardy. Puedo ordenar a
Stanhill que cambie el rumbo con el timón de emergencia. ¿Por qué
no hace una cosa bien y arroja eso por la borda? No quisiera
perderle.
Hardy controló el reloj.
21:30 horas.
—Haga lo que quiera —dijo.
—¿Qué?
—Que haga lo que dice. Ordene a Stigwood o
Stanhill, o a quien se le ocurra, que cambie el rumbo. Hágalo desde
aquí, si lo prefiere. Descubrirá que es demasiado tarde —siguió
hablando., tratando de ganar tiempo, parloteando como el loco que
creían que era, cualquier cosa que los retuviera en ese rumbo otros
dos minutos; eso era lo que quería. A través del torrente de
palabras que surgían de su boca, estaba rezando para que así
fuera.
El comandante se volvió hacia el
timonel.
—Curso dos-cinco-tres. Proceda.
—Comprendido, señor —el hombre aferré el
timón para hacerlo girar. No pasó nada.
El timón no se movió.
El timonel hizo más fuerza.
—Señor, no responde.
Se produjo un impresionante y aterrador
silencio durante unos segundos. Las pupilas del comandante
temblaron en sus ojos. Los músculos de Hardy estaban tensos.
El comandante cogió el timón personalmente.
Se mantuvo inmóvil. Apretando la llave del intercomunicador para
llamar a la sala de control, gritó:
—¡Emergencia, Stanhill! ... Todo timón a la
izquierda... Vamos a rumbo dos-cinco-tres.
—Comprendido, señor.
Stigwood empuñó el timón de emergencia y
luchó para moverlo. Nada. Permaneció rígido.
—Los controles de emergencia están trabados,
señor. ¡No responden!
El comandante cogió el intercomunicador y el
telégrafo de máquinas simultáneamente.
—¡Atrás a toda máquina! —chilló por el
micrófono, y marcó en el aparato la posición correspondiente.
Esperaron unos segundos; luego se oyó la
respuesta desde abajo:
—Señor, el cuarto de maniobras informa que
los controles no responden.
Hardy dejó escapar involuntariamente una
risita. Había tenido razón.
—¡Se le ha escapado de las manos, mister
Basquine! ¡Ya no es suyo...! ¡El Candlefish está operando solo! Se
dirige a latitud treinta grados, cuarenta y nueve minutos Norte,
con rumbo tres-cinco-ocho. Cuando llegue allí, desaparecerá, ¡y
usted y todo el mundo a bordo lo seguirán!
Esta vez fue el comandante quien
gritó:
—¡Quite de ahí la mano!
Hardy había apretado la llave del
intercomunicador, y sus palabras habían sido escuchadas por la
dotación.
El comandante empezaba a moverse para tomar
la granada de mano, cuando el submarino se estremeció con la
primera sacudida.
La agitación se sintió con intensidad en la
torreta. Los cuatro hombres cayeron hacia un lado.
Una serie de temblores continuados
conmovieron el submarino de proa a popa.
Los ojos del comandante se encontraron con
los de Hardy.
—¡Muy bien, maldito hijo de puta! —gritó
enardecido— ¡Voy a llevar esta cosa a través de su condenada
Latitud Treinta y lo mismo llegaré a la bahía de Tokio!