22
11 de
diciembre
Hardy estaba acostado, tranquilo, en la
penumbra de su litera. La cortina extendida impedía que entrara la
mayor parte de la luz del compartimiento. Movió un pie e hizo una
mueca al sentir que se le clavaban agudas agujas de dolor en la
pierna; estaba acalambrada. Desplazó suavemente el peso del cuerpo
acostándose de lado. El lazo de la cadena hizo ruido cuando los
eslabones rozaron el soporte metálico de la litera; luego se puso
tensa y le molestaron las esposas. Una vez más sintió la mordiente
presión del acero que le abrazaba las muñecas.
Las voces que se filtraban a través de la
puerta cerrada de la cabina le distrajeron. No podía distinguir las
palabras, pero sí reconoció la risita gutural de Dorriss. Se
esforzó por entender la conversación, pero la puerta era demasiado
gruesa.
Sus ojos vagaron hacia arriba, viendo las
líneas sombreadas de la fotografía de Elena, prendida en el fondo
de la litera superior. Lanzó un gemido y apartó la mirada; sus ojos
descubrieron un círculo y se posaron en el calendario adherido al
mamparo lateral.
Los primeros diez días de diciembre estaban
tachados, destacando al undécimo que, envuelto en un trazo
circular, parecía gritar en silencio.
No falta mucho, pensó, a manera de consuelo;
no falta mucho.
El comandante fulminó con la mirada a los
dos oficiales que estaban al otro lado de la mesa donde estaban sus
planos. Sus dedos golpearon varias veces la superficie de la mesa,
como cascos de animales sobre un puente de madera.
—¿Qué diablos les pasa? ¡Es casi
infalible!
—Eso es lo que nos preocupa, jefe. El
casi.
Cansado de oír la repetición de las mismas
objeciones, el comandante respondió gruñendo a su segundo:
—Maldito sea, Bates —dijo entre dientes—. Ya
no nos queda nada en esta zona; tampoco queda nada en las Kuriles.
No voy a perder más tiempo con la esperanza de que ellos tropiecen
por casualidad con nosotros. ¡Esa no es la forma de ganar una
guerra!
La cara del segundo comandante se tiñó de
rojo.
—Usted es el comandante, señor —dijo muy
tieso—. Si ésas son sus órdenes, nosotros las cumpliremos. —Luego
el segundo señaló bruscamente el mapa con su dedo—. ¡Pero permítame
recordarle que caer de esa manera en una zona desconocida puede
terminar en un viaje de ida solamente!
—Por supuesto, ¡si estuvieran buscándonos!
¡Pero creen que nos han hundido! ¡Lo han estado transmitiendo por
radio desde hace días! —sonrió, y los ojos le relampaguearon—.
Podemos meternos de sorpresa sin ser vistos, dar el golpe y escapar
antes de que lleguen a saber siquiera quién los atacó. Pearl Harbor
a la inversa —después de decirlo se echó hacia atrás para juzgar el
efecto en los otros oficiales—. Por supuesto, también podrían
hundirnos.
Levantaron la vista para mirarle, esperando
que les diera la seguridad de que no ocurriría. El comandante
volvió a sonreír y anunció en tono confidente:
—Pero ése es un riesgo que han jurado
aceptar.
Cassidy metió la mano debajo de las mantas y
retiró la copia del diario de Hardy que había liberado del armario
de la sala de torpedos de popa. Lo abrió y empezó a leer.
No fue sino después del episodio del ataque
aéreo cuando comenzó a experimentar la inquietante sensación de
estar en presencia de algo familiar. La prolija letra de Hardy, su
concisa redacción, las coincidencias; todo lo que les había
sucedido estaba allí escrito, y había sido escrito antes de que
salieran de Pearl. ¿Cómo podía ser eso?
Esta noche (hoy) vamos a ver... Fue pasando
las páginas y se detuvo en la que tenía fecha 11 de diciembre, la
última anotación. Latitud Treinta; allí estaba. Una descripción
completa, limitada, por supuesto, al punto de vista de un hombre
retenido impotente sobre la cubierta. ¡Pero lo que había oído! Los
sonidos, vibraciones, el cabeceo, las sacudidas. Los nervios de
Cassidy se pusieron en tensión.
Más temprano, durante el crepúsculo, poco
antes de salir a la superficie, un ataque M.A.D. (detector aéreo
magnético). ¡Cristo!, si el diario estaba en lo cierto... Consultó
el reloj.
Se sentó bruscamente en la cama.
Ahora, en cualquier momento. El corazón
comenzó a latir con fuerza.
Quizá aquellas cosas que Hardy había gritado
después del accidente con el disparo simulado no eran
locuras.
¡El disparo simulado!
Los ojos de Cassidy recorrieron rápidamente
la anotación del 10 de diciembre. Ayer.
En la fecha correspondiente, en 1944, no
aparecía el incidente con el ejercicio de disparo simulado, no
figuraba ningún disparo simulado. Ni accidente ni daños en el
submarino. Ninguna mención.
Cerró el diario y mantuvo los ojos fijos
hacia adelante, tratando frenéticamente de descubrir el
significado.
El diario estaba completo, tal como se lo
había dicho Hardy. Un punto a favor de él. Por tanto, debía haber
estado allí... ¿treinta años atrás? ¿Cómo podía ser eso? Peto había
que reconocerle dos puntos. 11 de diciembre y Latitud Treinta...
Sí, descritos en detalle. Pero aún no sabía si era cierto. Medio
punto.
¿Qué otra cosa había dicho Hardy?
Controlar el libro de bitácora del cabo de
guardia. ¿Pero por qué? No pudo recordar por qué. No importa; sería
mejor hacerlo. Se levantó de la litera y fue rápidamente y en
silencio hasta la sala de control.
El comandante estaba encorvado sobre algunos
planos, con el rostro endurecido en un gesto de cólera, discutiendo
con sus oficiales en voz baja. Cassidy evitó la mirada del
comandante y se deslizó agachándose para entrar en el minúsculo
puesto del cabo de guardia. No había nadie. Retiro de su sitio el
libro de bitácora oficial, lo abrió y empezó a volver rápidamente
las páginas.
Al pie de la anotación correspondiente a la
fecha 3 de diciembre encontró lo que estaba buscando. Continuó
hojeando las siete páginas restantes, haciendo una breve pausa en
cada una; sintió que su corazón se desplomaba.
Tres puntos y medio.
Cada una de las anotaciones estaba firmada
con espantosa letra, que decía en un garabato: B. G.
Basquine.
Cassidy quedó helado. Puso en su sitio el
libro de bitácora y, desde el puesto del cabo de guardia, dirigió
la vista al comandante y le examinó detenidamente, sabiendo que
Hardy tenía razón. Aquel no era el hombre que debía de ser. Se
había convertido en algún otro. Cassidy estaba seguro ahora, porque
se daba cuenta de que él también había sido alguien distinto. De lo
contrario no podría haber olvidado al hombre cuya firma aparecía en
las páginas anteriores al 3 de diciembre: L. F. Byrnes.
Volvió a la sala de control. Estaba detrás
de Nadel cuando la cabeza del operador de sonar se levantó de golpe
y su voz llenó el compartimiento.
—Estoy captando sonidos, señor.
La boca de Cassidy se abrió.
Los ojos quedaron fijos en Nadel mientras
afinaba su equipo.
—¿Hélices? —preguntó el comandante.
—No, señor. No puedo distinguirlo
bien...
—Conecte el altavoz.
Nadel movió la llave y escucharon un zumbido
distante que aumentaba de intensidad hasta llenar la sala de
control. El comandante reaccionó instintivamente:
—¡Todo hacia adelante, emergencia! ¡Aumentar
la profundidad! ¡Timón a la derecha!
El suelo se inclinó bajo ellos. El
Candlefish pareció bruscamente empujado hacia abajo. Y los brazos
de Cassidy se extendieron violentamente. Se agarró del panel de
instrumentos y gritó:
—¡M.A.D.! ¡Detectores aéreos!
El comandante giró sobre sus talones y le
miró.
Cuatro puntos y medio. Cassidy se mantuvo
firme en su puesto y esperó la confirmación. Detectores aéreos
magnéticos. La contribución de los japoneses a la guerra
antisubmarina.
—¡Sesenta metros, señor!
El fuerte zumbido que se escuchaba por los
altavoces fue penetrado por el ruido inconfundible de dos objetos
pesados que caían al agua. Nadel se quitó inmediatamente los
auriculares anticipándose a la conmoción. El comandante se afirmó
contra la mesa donde estaban los planos.
Dos detonaciones gemelas sacudieron al
submarino con alarmante intensidad. El aire se llenó de pequeñas
partículas de material aislante. Los hombres que no se habían
agarrado con firmeza cayeron estirados al suelo.
El comandante movió de un golpe las llaves
del intercomunicador y rugió:
—¡Para todos los compartimentos! ¡Informen
daños!
Las respuestas Sin novedad se fueron
sucediendo, anunciadas por voces aturdidas. La sorpresa había sido
total, pero los daños insignificantes.
En cinco minutos todo había pasado, y menos
de una hora después el submarino había recobrado la normalidad. Las
dos secciones que no cumplían servicios quedaron en libertad y el
Candlefish continuó su navegación de rutina.
Cassidy abandonó silenciosamente la sala de
control sin que nadie le viera. Ninguno de los hombres captó la
nueva mirada de determinación que mostraban sus facciones. Y nadie
sospechó por qué se detuvo en el cuarto anterior de máquinas para
recoger su caja de herramientas.
Cuatro puntos y medio, seguía pensando.
Bueno, podemos redondear a cinco, y hemos ganado el día.
Los afilados bordes de las tenazas se
cerraron sobre el conducto y apretaron, cortando la tela en la
conexión que salía del tanque de aceite de lubricación normal
número tres. Cassidy desplazo el peso del cuerpo, buscando mejor
apoyo en el reducido pasaje de inspección. Dejó escapar un gruñido
y apretó con más fuerza. Las tenazas cortaron la última capa de
tela de recubrimiento y mordieron la resistente goma del
conducto.
Con un esfuerzo final logró su propósito. La
tubería se cortó. Surgió un chorro de aceite que tiñó el mamparo
lateral. Cassidy dejó las tenazas y contemplo satisfecho su
obra.
¡Entonces los dos extremos del conducto
cortado comenzaron a acercarse, en un movimiento de gran lentitud,
y se unieron nuevamente!
Su complacencia se transformó en horror,
mientras el aceite goteaba cada vez menos hasta dejar de hacerlo
por completo. Cassidy, aturdido, observaba impotente. La envoltura
exterior de tela se tejió sola hasta cerrarse y las manchas de
aceite del mamparo se limpiaron y desaparecieron.
Un repentino estremecimiento recorrió su
cuerpo. Bajó la vista y miró las tenazas.
—¿Qué demonios está haciendo ahí abajo,
Walinsky?
Cassidy se dio la vuelta y miró hacia
arriba. Se mordió el labio y maldijo en silencio. ¿Cómo diablos
llamaba el comandante a su segundo...? ¡Bates!
—Nada, mister Bates. Creía que estaría bien
controlar los conductos de aceite de lubricación normal.
—¿Cómo están?
Cassidy guardó las tenazas en la caja de
herramientas y la cerró.
—Se mantienen bien, señor.
—¿Comienza su turno de guardia?
—Sí, señor.
—¿Terminó aquí?
—Sí, señor —asintió Cassidy.
—Entonces vamos a hacernos cargo.
El camarero apoyó la bandeja en el suelo,
junto a la litera de Hardy, y dio dos golpecitos en el mamparo.
Hardy esperó que se fuera y luego corrió la cortina con sus manos
esposadas. Miró con desinterés la comida y empezó a comer los
spaghetti. Le resultaba difícil levantarlos y, como no le habían
dado cuchillo ni tenedor (armas potenciales, pensó), sólo podía
luchar con una cuchara. Tomó de mala gana algunos pocos bocados y
masticó pensativo. El café estaba bueno. Sintió entrar el calor en
el cuerpo, dándole una falsa sensación de bienestar. Una mirada a
sus esposas bastó para acabar con ella.
Terminó el contenido del jarro, lo puso otra
vez en la bandeja y empezó a cortar en pedazos los spaghetti con
una cuchara.
Cassidy esperó hasta que el camarero volvió
a la cocina; entonces fue en dirección a proa, saludando con un
movimiento de cabeza al guardia que se encontraba junto a la puerta
del dormitorio de los suboficiales mayores. Entró en el comedor, se
sirvió café y se sentó a la mesa, en uno de los extremos. El sitio
le permitía observar el pasillo y a la vez le mantenía fuera de la
vista. Empezó a beber el café y esperó.
Hardy se quedó mirando el papel arrugado que
apareció en la salsa de los spaghetti. Lo pescó con la cuchara,
limpió la grasa que lo cubría y lo desdobló cuidadosamente. Sus
ojos encontraron algo escrito en el centro del papel, que se había
mantenido limpio.
EN LIBRO BITÁCORA 1944 NO APARECE DISPARO SIMULADO 10 DICIEMBRE. DEBO HABLAR CON USTED. PROVOQUE MOTIVO. —CASSIDY.
Hardy estudió la nota, y poco a poco fue
comprendiendo. El disparo simulado, por supuesto. El hecho de que
hubiera podido realizarlo significaba en primer lugar que el
Candlefish era vulnerable.
Si pudo coger desprevenido al submarino una
vez, ¿por qué no podría hacerlo otra vez?
De pronto se sintió mejor y le pareció que
había vuelto a la vida. Hizo una pelotita con el papel y la metió
debajo del colchón, analizando las posibilidades. Era algo
abrumador, pero tal vez pudieran lograrlo, después de todo.
Cassidy se agachó, los nervios en tensión.
Echó un vistazo al camarote de los suboficiales mayores. El guardia
se había dado la vuelta...
Vamos, vamos. ¿Qué estaba esperando
Hardy?
Casi como a una señal se inició la
conmoción. Hardy empezó a gritar que le soltaran.
—¡Vamos, de una vez! ¡Tengo que ir al cuarto
de baño!
El guardia entró corriendo y vio su
expresión de angustia.
—Por eso no tiene que echar abajo el
mamparo, señor...
—Si quiere ver cómo echo abajo otra cosa,
quédese un minuto más perdiendo el tiempo. ¡Vamos! —extendió los
brazos con las cadenas—. Quíteme esto.
—No puedo —contestó el guardia.
Cassidy se deslizó detrás de él.
—¿Por qué dice que no puede? —bramó
Hardy.
—Tengo que pedir las llaves a Bates.
—Bueno, dese prisa... ¡Mis dientes de atrás
están empezando a flotar!
Cassidy habló suavemente, junto a la oreja
del guardia.
—Yo le vigilaré, hijo.
El guardia se volvió, inseguro; luego hizo
un movimiento de cabeza y se alejó.
Hardy dejó caer las cadenas y levantó la
vista hacia Cassidy, buscando sus ojos.
—Ese ejercicio de disparo simulado rompió el
patrón, Hopalong.
—Ajá.
—No había sucedido el 10 de diciembre. Le
cogí con la guardia baja.
Cassidy sacudió la cabeza.
—No duró mucho. Los daños se repararon solos
—Hardy parpadeó sin comprender del todo—. Se repararon solos
—repitió Cassidy—. Y eso no es todo. Traté de cortar los conductos
del tanque de aceite de lubricación. La tubería se cerró sola
delante de mí. Fue un buen intento, pero por ese lado no
conseguiremos nada.
Hardy se aflojó, encorvando la
espalda.
—Tenía razón en una cosa. El comandante.
Desde el 3 de diciembre ha estado firmando el libro de bitácora
como Billy G. Basquine.
Hardy se esforzó por sentarse mejor.
—Ese día murió Byrnes.
Cassidy asintió.
—¿Y por qué ocurrió eso? No perdieron al
comandante en 1944. ¿Por qué sucedió ahora?
Hardy se retrasó en contestar mientras
ordenaba sus ideas.
Y entonces lo pensó: comprendió con
aflicción lo desesperante que era la situación en que se
encontraban.
—Sé por qué; no sé exactamente cómo. Byrnes
era el eslabón débil. Estaba a punto de ordenar el regreso a Pearl.
El submarino quería evitarlo. Además... —hizo una pausa, inseguro
de lo que iba a decir—. Salimos con una tripulación de ochenta y
cinco hombres, uno más que los que había en 1944. El submarino mató
dos pájaros de un tiro. Eliminó a Byrnes e hizo que Ed Frank
quedara al mando. Debió sentir que Frank sería más fácil de
controlar.
—Podría controlar a Frank —replicó Cassidy—,
pero ¿y a Basquine?
—¿Qué quiere decir?
—Ya no se trata de Ed Frank... ahora es
Basquine. No creo que pueda controlarle. Le dije que le conocí en
Mare Island. En aquel entonces pensé que estaba loco, pero ¿y
ahora?
Hardy se debatió con la idea. ¿Quién o qué
tenía el control de la situación? ¿El submarino? ¿Ed Frank? ¿Los
fantasmas de Basquine y Bates y el resto de la...?
—¡Santo Dios! —repentinamente lo
comprendió—. ¡Son todos ellos! Es un conjunto. El Candlefish está
operando como era intención que lo hiciese, ¡como un arma!
Cassidy le miraba sin expresión.
—¡Cristo!, él mismo lo dijo. Máquina y
tripulación... ¡Nosotros formamos el arma! Este submarino no podría
hacer todo por sí mismo. ¡Necesita a Basquine, y Basquine necesita
al submarino! Si le privan de él...
Hardy se detuvo y observó el rostro de
Cassidy, esperando una respuesta.
—Tiene que sacarme de aquí. Todavía podemos
detenerle, pero no podré mover un dedo mientras siga
encadenado...
La voz que se escuchó por el altavoz le
interrumpió.
—Habla el comandante...
Ambos quedaron tiesos, esperando. El zumbido
de los acondicionadores de aire adquirió un tono siniestro.
El comandante estaba en pie junto a la
cabecera de los guías de torpedos. Tenía una mano apoyada sobre uno
de los monstruos verdes y amarillos y en la otra empuñaba el
teléfono de combate. Le rodeaba un grupo de tripulantes, que
mostraba el cansancio en sus rostros.
—Bueno, otra vez se lanzaron hoy contra
nosotros. Detectores aéreos magnéticos. Me dicen que, una vez más,
han informado por radio de nuestro hundimiento... —el comandante
sonrió, y los hombres que estaban a su alrededor sonrieron
también—. Por tanto, pienso que deberíamos sacar ventaja de eso,
¿no creen?
No hubo respuesta alguna, pero pudo sentir
que los ánimos se levantaban.
—Nuestra pesca ha sido bastante escasa en
estos últimos días. Y me he propuesto solucionar ese problema.
Caballeros, no vamos a esperar más que vengan. Les vamos a dar el
golpe exactamente en su casa, en su propia pista de baile. Esta
noche abandonaremos nuestra posición y pondremos rumbo a la bahía
de Tokio.
Hizo una pausa mientras subrayaba sus
afirmaciones con movimientos de cabeza, recorriendo el
compartimiento con la mirada. Surgió la primera aclamación, luego
otra.
—Y allí les descargaremos un infierno sobre
cualquier cosa que enarbole el Sol Naciente.
Hardy quedó pasmado.
—¡Oh, no! ¡Maldito sea! —murmuró.
Cassidy estaba sonriendo. Gesticuló con la
mano abierta bajo el rostro de Hardy.
—¡Eh, nos salvamos! No piensa ir a Latitud
Treinta. ¡Ya no hay más problema!
—¡Vaya si lo hay! ¿No comprende lo que
sucederá?
—Nada, estamos libres. Porque va a quebrar
el patrón establecido.
—Claro. Pero saldremos de 1944 y caeremos
directamente en 1974.
—Sigo sin...
Hardy refunfuñó impaciente.
—Este submarino nunca estuvo en la bahía de
Tokio. Ese proyecto quedó frustrado. Esta noche, a las 21:30,
terminará la repetición de aquella última misión. ¡No queda nada
por repetir! ¡Ahora será todo nuevo! —hizo una pausa, y luego
agregó suavemente—: ¿Se imagina al Candlefish de cacería en la
bahía de Tokio... en 1974?
Cassidy se puso blanco.
—¿Un submarino totalmente armado cometiendo
desmanes en un puerto repleto de barcos, indefenso y desprevenido?
¡Sería un desastre!
—Está bien... —Cassidy se acercó a la puerta
para ver si volvía el guardia; luego continuó—: ¿Cómo es que él
puede romper el patrón y nosotros no?
—Nosotros estábamos interfiriendo a
ellos.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Cassidy
por último.
—Ahora tendremos que cambiar de táctica.
Debemos forzar al submarino para que llegue a Latitud
Treinta.
—¿Que llegue? —Cassidy le miró angustiado—.
¿Y que se hunda?
—Eso... o arriesgarnos a que mate una
enormidad de gente inocente.
—También hay un montón de gente inocente a
bordo de este submarino.
—¡Eso no lo puedo evitar! —protestó Hardy
entre dientes.
—¿Cómo vamos a hacerlo? ¿Pedirle al
comandante por favor que se olvide de la bahía de Tokio y se
mantenga en el rumbo? Por favor, señor, no sea malo.
—Sáqueme de aquí.
—Algún problema, jefe?
Cassidy se dio la vuelta bruscamente. Entró
el guardia, balanceando un llavero.
—No. Sólo estaba siguiéndole un poco la
corriente —miró de reojo a Hardy, con expresión severa—. Será mejor
que tenga a mano esas llaves. Por la forma en que ha estado
desvariando es capaz de orinarse encima. En mi opinión —miró
directamente a Hardy, y éste pensó que Cassidy hablaba con
convencimiento—, es un caso certificado para la sección ocho. Un
maniático.
El guardia soltó las cadenas que sujetaban a
Hardy, pero le dejó puestas las esposas.
Hardy observó fijamente a Cassidy mientras
le sacaban del dormitorio, sintiendo que se le formaba un nudo en
el estómago. ¿Habría estado burlándose de él? ¿Tirándole de la
lengua para poder informar al comandante?
Salieron a la superficie a las 20:00, en una
fría y clara noche del Pacífico. Una luna brillante bañaba la
superestructura y las cubiertas superiores, dando al submarino una
apariencia trémula y fantasmal. La guardia del puente subió con
calma y en silencio, arrullada por el gemido de los motores
diesel.
El comandante se instaló junto al montante
del indicador de marcación al blanco, escuchando el ritmo de las
máquinas, llenándose de él, absorbiendo la potencia de su
submarino.
El rugido del aire a presión al soplar los
tanques principales de lastre sacó a Hardy de una prolongada
ensoñación. Su mente aturdida comenzó a salir del letargo. Haciendo
un esfuerzo para librarla de las telarañas intentó concentrarse.
Seguía tratando de encontrar la forma de detener al comandante. No
había pensado en la hora. Al acordarse de repente, sintió como un
golpe bajo en el estómago.
20:00 horas.
Sesenta minutos después, Hardy iba perdiendo
las esperanzas. Sólo faltaban treinta minutos. ¿Y dónde estaba
Cassidy? Pronto sería demasiado tarde.
Sin la ayuda de Cassidy ni siquiera podía
llegar hasta la puerta. Pero si de algún modo lograba alcanzar la
sala de control, abriría el armario de armas, tomaría una «45» y
algunas granadas, y volaría el interior de la torreta...
El plan comenzó a tomar forma. Pero dependía
del tiempo. Y se iba acortando con cada segundo que pasaba.
¡Cassidy, por amor de Dios! Tal vez no me creyó. Está escondido en
su maldito cuarto de máquinas, jugando con las pipas de Walinsky y
tratando de ignorar todo. ¡Está viejo! Quiere morir.
¡Cassidy, por favor!
El ruido de un golpe seco le hizo
incorporarse de un salto. Parecía haber sido junto a la puerta. En
seguida otro ruido como el de una bolsa de patatas que caía al
suelo. Después la puerta que se cerraba... Pasos...
Una mano corrió bruscamente la cortina. Allí
estaba Hopalong Cassidy, con las tenazas apretadas en una mano y el
llavero colgado en la otra. Detrás de él, estirado inconsciente en
el suelo, estaba el cuerpo del guardia. Los ojos de Hardy lanzaron
una mirada de agradecimiento al rostro serio y decidido de
Cassidy.
—De acuerdo, profesor. ¿Y ahora, qué?