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11 de diciembre

 

Hardy estaba acostado, tranquilo, en la penumbra de su litera. La cortina extendida impedía que entrara la mayor parte de la luz del compartimiento. Movió un pie e hizo una mueca al sentir que se le clavaban agudas agujas de dolor en la pierna; estaba acalambrada. Desplazó suavemente el peso del cuerpo acostándose de lado. El lazo de la cadena hizo ruido cuando los eslabones rozaron el soporte metálico de la litera; luego se puso tensa y le molestaron las esposas. Una vez más sintió la mordiente presión del acero que le abrazaba las muñecas.
Las voces que se filtraban a través de la puerta cerrada de la cabina le distrajeron. No podía distinguir las palabras, pero sí reconoció la risita gutural de Dorriss. Se esforzó por entender la conversación, pero la puerta era demasiado gruesa.
Sus ojos vagaron hacia arriba, viendo las líneas sombreadas de la fotografía de Elena, prendida en el fondo de la litera superior. Lanzó un gemido y apartó la mirada; sus ojos descubrieron un círculo y se posaron en el calendario adherido al mamparo lateral.
Los primeros diez días de diciembre estaban tachados, destacando al undécimo que, envuelto en un trazo circular, parecía gritar en silencio.
No falta mucho, pensó, a manera de consuelo; no falta mucho.
El comandante fulminó con la mirada a los dos oficiales que estaban al otro lado de la mesa donde estaban sus planos. Sus dedos golpearon varias veces la superficie de la mesa, como cascos de animales sobre un puente de madera.
—¿Qué diablos les pasa? ¡Es casi infalible!
—Eso es lo que nos preocupa, jefe. El casi.
Cansado de oír la repetición de las mismas objeciones, el comandante respondió gruñendo a su segundo:
—Maldito sea, Bates —dijo entre dientes—. Ya no nos queda nada en esta zona; tampoco queda nada en las Kuriles. No voy a perder más tiempo con la esperanza de que ellos tropiecen por casualidad con nosotros. ¡Esa no es la forma de ganar una guerra!
La cara del segundo comandante se tiñó de rojo.
—Usted es el comandante, señor —dijo muy tieso—. Si ésas son sus órdenes, nosotros las cumpliremos. —Luego el segundo señaló bruscamente el mapa con su dedo—. ¡Pero permítame recordarle que caer de esa manera en una zona desconocida puede terminar en un viaje de ida solamente!
—Por supuesto, ¡si estuvieran buscándonos! ¡Pero creen que nos han hundido! ¡Lo han estado transmitiendo por radio desde hace días! —sonrió, y los ojos le relampaguearon—. Podemos meternos de sorpresa sin ser vistos, dar el golpe y escapar antes de que lleguen a saber siquiera quién los atacó. Pearl Harbor a la inversa —después de decirlo se echó hacia atrás para juzgar el efecto en los otros oficiales—. Por supuesto, también podrían hundirnos.
Levantaron la vista para mirarle, esperando que les diera la seguridad de que no ocurriría. El comandante volvió a sonreír y anunció en tono confidente:
—Pero ése es un riesgo que han jurado aceptar.
Cassidy metió la mano debajo de las mantas y retiró la copia del diario de Hardy que había liberado del armario de la sala de torpedos de popa. Lo abrió y empezó a leer.
No fue sino después del episodio del ataque aéreo cuando comenzó a experimentar la inquietante sensación de estar en presencia de algo familiar. La prolija letra de Hardy, su concisa redacción, las coincidencias; todo lo que les había sucedido estaba allí escrito, y había sido escrito antes de que salieran de Pearl. ¿Cómo podía ser eso?
Esta noche (hoy) vamos a ver... Fue pasando las páginas y se detuvo en la que tenía fecha 11 de diciembre, la última anotación. Latitud Treinta; allí estaba. Una descripción completa, limitada, por supuesto, al punto de vista de un hombre retenido impotente sobre la cubierta. ¡Pero lo que había oído! Los sonidos, vibraciones, el cabeceo, las sacudidas. Los nervios de Cassidy se pusieron en tensión.
Más temprano, durante el crepúsculo, poco antes de salir a la superficie, un ataque M.A.D. (detector aéreo magnético). ¡Cristo!, si el diario estaba en lo cierto... Consultó el reloj.
Se sentó bruscamente en la cama.
Ahora, en cualquier momento. El corazón comenzó a latir con fuerza.
Quizá aquellas cosas que Hardy había gritado después del accidente con el disparo simulado no eran locuras.
¡El disparo simulado!
Los ojos de Cassidy recorrieron rápidamente la anotación del 10 de diciembre. Ayer.
En la fecha correspondiente, en 1944, no aparecía el incidente con el ejercicio de disparo simulado, no figuraba ningún disparo simulado. Ni accidente ni daños en el submarino. Ninguna mención.
Cerró el diario y mantuvo los ojos fijos hacia adelante, tratando frenéticamente de descubrir el significado.
El diario estaba completo, tal como se lo había dicho Hardy. Un punto a favor de él. Por tanto, debía haber estado allí... ¿treinta años atrás? ¿Cómo podía ser eso? Peto había que reconocerle dos puntos. 11 de diciembre y Latitud Treinta... Sí, descritos en detalle. Pero aún no sabía si era cierto. Medio punto.
¿Qué otra cosa había dicho Hardy?
Controlar el libro de bitácora del cabo de guardia. ¿Pero por qué? No pudo recordar por qué. No importa; sería mejor hacerlo. Se levantó de la litera y fue rápidamente y en silencio hasta la sala de control.
El comandante estaba encorvado sobre algunos planos, con el rostro endurecido en un gesto de cólera, discutiendo con sus oficiales en voz baja. Cassidy evitó la mirada del comandante y se deslizó agachándose para entrar en el minúsculo puesto del cabo de guardia. No había nadie. Retiro de su sitio el libro de bitácora oficial, lo abrió y empezó a volver rápidamente las páginas.
Al pie de la anotación correspondiente a la fecha 3 de diciembre encontró lo que estaba buscando. Continuó hojeando las siete páginas restantes, haciendo una breve pausa en cada una; sintió que su corazón se desplomaba.
Tres puntos y medio.
Cada una de las anotaciones estaba firmada con espantosa letra, que decía en un garabato: B. G. Basquine.
Cassidy quedó helado. Puso en su sitio el libro de bitácora y, desde el puesto del cabo de guardia, dirigió la vista al comandante y le examinó detenidamente, sabiendo que Hardy tenía razón. Aquel no era el hombre que debía de ser. Se había convertido en algún otro. Cassidy estaba seguro ahora, porque se daba cuenta de que él también había sido alguien distinto. De lo contrario no podría haber olvidado al hombre cuya firma aparecía en las páginas anteriores al 3 de diciembre: L. F. Byrnes.
Volvió a la sala de control. Estaba detrás de Nadel cuando la cabeza del operador de sonar se levantó de golpe y su voz llenó el compartimiento.
—Estoy captando sonidos, señor.
La boca de Cassidy se abrió.
Los ojos quedaron fijos en Nadel mientras afinaba su equipo.
—¿Hélices? —preguntó el comandante.
—No, señor. No puedo distinguirlo bien...
—Conecte el altavoz.
Nadel movió la llave y escucharon un zumbido distante que aumentaba de intensidad hasta llenar la sala de control. El comandante reaccionó instintivamente:
—¡Todo hacia adelante, emergencia! ¡Aumentar la profundidad! ¡Timón a la derecha!
El suelo se inclinó bajo ellos. El Candlefish pareció bruscamente empujado hacia abajo. Y los brazos de Cassidy se extendieron violentamente. Se agarró del panel de instrumentos y gritó:
—¡M.A.D.! ¡Detectores aéreos!
El comandante giró sobre sus talones y le miró.
Cuatro puntos y medio. Cassidy se mantuvo firme en su puesto y esperó la confirmación. Detectores aéreos magnéticos. La contribución de los japoneses a la guerra antisubmarina.
—¡Sesenta metros, señor!
El fuerte zumbido que se escuchaba por los altavoces fue penetrado por el ruido inconfundible de dos objetos pesados que caían al agua. Nadel se quitó inmediatamente los auriculares anticipándose a la conmoción. El comandante se afirmó contra la mesa donde estaban los planos.
Dos detonaciones gemelas sacudieron al submarino con alarmante intensidad. El aire se llenó de pequeñas partículas de material aislante. Los hombres que no se habían agarrado con firmeza cayeron estirados al suelo.
El comandante movió de un golpe las llaves del intercomunicador y rugió:
—¡Para todos los compartimentos! ¡Informen daños!
Las respuestas Sin novedad se fueron sucediendo, anunciadas por voces aturdidas. La sorpresa había sido total, pero los daños insignificantes.
En cinco minutos todo había pasado, y menos de una hora después el submarino había recobrado la normalidad. Las dos secciones que no cumplían servicios quedaron en libertad y el Candlefish continuó su navegación de rutina.
Cassidy abandonó silenciosamente la sala de control sin que nadie le viera. Ninguno de los hombres captó la nueva mirada de determinación que mostraban sus facciones. Y nadie sospechó por qué se detuvo en el cuarto anterior de máquinas para recoger su caja de herramientas.
Cuatro puntos y medio, seguía pensando. Bueno, podemos redondear a cinco, y hemos ganado el día.
Los afilados bordes de las tenazas se cerraron sobre el conducto y apretaron, cortando la tela en la conexión que salía del tanque de aceite de lubricación normal número tres. Cassidy desplazo el peso del cuerpo, buscando mejor apoyo en el reducido pasaje de inspección. Dejó escapar un gruñido y apretó con más fuerza. Las tenazas cortaron la última capa de tela de recubrimiento y mordieron la resistente goma del conducto.
Con un esfuerzo final logró su propósito. La tubería se cortó. Surgió un chorro de aceite que tiñó el mamparo lateral. Cassidy dejó las tenazas y contemplo satisfecho su obra.
¡Entonces los dos extremos del conducto cortado comenzaron a acercarse, en un movimiento de gran lentitud, y se unieron nuevamente!
Su complacencia se transformó en horror, mientras el aceite goteaba cada vez menos hasta dejar de hacerlo por completo. Cassidy, aturdido, observaba impotente. La envoltura exterior de tela se tejió sola hasta cerrarse y las manchas de aceite del mamparo se limpiaron y desaparecieron.
Un repentino estremecimiento recorrió su cuerpo. Bajó la vista y miró las tenazas.
—¿Qué demonios está haciendo ahí abajo, Walinsky?
Cassidy se dio la vuelta y miró hacia arriba. Se mordió el labio y maldijo en silencio. ¿Cómo diablos llamaba el comandante a su segundo...? ¡Bates!
—Nada, mister Bates. Creía que estaría bien controlar los conductos de aceite de lubricación normal.
—¿Cómo están?
Cassidy guardó las tenazas en la caja de herramientas y la cerró.
—Se mantienen bien, señor.
—¿Comienza su turno de guardia?
—Sí, señor.
—¿Terminó aquí?
—Sí, señor —asintió Cassidy.
—Entonces vamos a hacernos cargo.
El camarero apoyó la bandeja en el suelo, junto a la litera de Hardy, y dio dos golpecitos en el mamparo. Hardy esperó que se fuera y luego corrió la cortina con sus manos esposadas. Miró con desinterés la comida y empezó a comer los spaghetti. Le resultaba difícil levantarlos y, como no le habían dado cuchillo ni tenedor (armas potenciales, pensó), sólo podía luchar con una cuchara. Tomó de mala gana algunos pocos bocados y masticó pensativo. El café estaba bueno. Sintió entrar el calor en el cuerpo, dándole una falsa sensación de bienestar. Una mirada a sus esposas bastó para acabar con ella.
Terminó el contenido del jarro, lo puso otra vez en la bandeja y empezó a cortar en pedazos los spaghetti con una cuchara.
Cassidy esperó hasta que el camarero volvió a la cocina; entonces fue en dirección a proa, saludando con un movimiento de cabeza al guardia que se encontraba junto a la puerta del dormitorio de los suboficiales mayores. Entró en el comedor, se sirvió café y se sentó a la mesa, en uno de los extremos. El sitio le permitía observar el pasillo y a la vez le mantenía fuera de la vista. Empezó a beber el café y esperó.
Hardy se quedó mirando el papel arrugado que apareció en la salsa de los spaghetti. Lo pescó con la cuchara, limpió la grasa que lo cubría y lo desdobló cuidadosamente. Sus ojos encontraron algo escrito en el centro del papel, que se había mantenido limpio.
EN LIBRO BITÁCORA 1944 NO APARECE DISPARO SIMULADO 10 DICIEMBRE. DEBO HABLAR CON USTED. PROVOQUE MOTIVO. —CASSIDY.
Hardy estudió la nota, y poco a poco fue comprendiendo. El disparo simulado, por supuesto. El hecho de que hubiera podido realizarlo significaba en primer lugar que el Candlefish era vulnerable.
Si pudo coger desprevenido al submarino una vez, ¿por qué no podría hacerlo otra vez?
De pronto se sintió mejor y le pareció que había vuelto a la vida. Hizo una pelotita con el papel y la metió debajo del colchón, analizando las posibilidades. Era algo abrumador, pero tal vez pudieran lograrlo, después de todo.
Cassidy se agachó, los nervios en tensión. Echó un vistazo al camarote de los suboficiales mayores. El guardia se había dado la vuelta...
Vamos, vamos. ¿Qué estaba esperando Hardy?
Casi como a una señal se inició la conmoción. Hardy empezó a gritar que le soltaran.
—¡Vamos, de una vez! ¡Tengo que ir al cuarto de baño!
El guardia entró corriendo y vio su expresión de angustia.
—Por eso no tiene que echar abajo el mamparo, señor...
—Si quiere ver cómo echo abajo otra cosa, quédese un minuto más perdiendo el tiempo. ¡Vamos! —extendió los brazos con las cadenas—. Quíteme esto.
—No puedo —contestó el guardia.
Cassidy se deslizó detrás de él.
—¿Por qué dice que no puede? —bramó Hardy.
—Tengo que pedir las llaves a Bates.
—Bueno, dese prisa... ¡Mis dientes de atrás están empezando a flotar!
Cassidy habló suavemente, junto a la oreja del guardia.
—Yo le vigilaré, hijo.
El guardia se volvió, inseguro; luego hizo un movimiento de cabeza y se alejó.
Hardy dejó caer las cadenas y levantó la vista hacia Cassidy, buscando sus ojos.
—Ese ejercicio de disparo simulado rompió el patrón, Hopalong.
—Ajá.
—No había sucedido el 10 de diciembre. Le cogí con la guardia baja.
Cassidy sacudió la cabeza.
—No duró mucho. Los daños se repararon solos —Hardy parpadeó sin comprender del todo—. Se repararon solos —repitió Cassidy—. Y eso no es todo. Traté de cortar los conductos del tanque de aceite de lubricación. La tubería se cerró sola delante de mí. Fue un buen intento, pero por ese lado no conseguiremos nada.
Hardy se aflojó, encorvando la espalda.
—Tenía razón en una cosa. El comandante. Desde el 3 de diciembre ha estado firmando el libro de bitácora como Billy G. Basquine.
Hardy se esforzó por sentarse mejor.
—Ese día murió Byrnes.
Cassidy asintió.
—¿Y por qué ocurrió eso? No perdieron al comandante en 1944. ¿Por qué sucedió ahora?
Hardy se retrasó en contestar mientras ordenaba sus ideas.
Y entonces lo pensó: comprendió con aflicción lo desesperante que era la situación en que se encontraban.
—Sé por qué; no sé exactamente cómo. Byrnes era el eslabón débil. Estaba a punto de ordenar el regreso a Pearl. El submarino quería evitarlo. Además... —hizo una pausa, inseguro de lo que iba a decir—. Salimos con una tripulación de ochenta y cinco hombres, uno más que los que había en 1944. El submarino mató dos pájaros de un tiro. Eliminó a Byrnes e hizo que Ed Frank quedara al mando. Debió sentir que Frank sería más fácil de controlar.
—Podría controlar a Frank —replicó Cassidy—, pero ¿y a Basquine?
—¿Qué quiere decir?
—Ya no se trata de Ed Frank... ahora es Basquine. No creo que pueda controlarle. Le dije que le conocí en Mare Island. En aquel entonces pensé que estaba loco, pero ¿y ahora?
Hardy se debatió con la idea. ¿Quién o qué tenía el control de la situación? ¿El submarino? ¿Ed Frank? ¿Los fantasmas de Basquine y Bates y el resto de la...?
—¡Santo Dios! —repentinamente lo comprendió—. ¡Son todos ellos! Es un conjunto. El Candlefish está operando como era intención que lo hiciese, ¡como un arma!
Cassidy le miraba sin expresión.
—¡Cristo!, él mismo lo dijo. Máquina y tripulación... ¡Nosotros formamos el arma! Este submarino no podría hacer todo por sí mismo. ¡Necesita a Basquine, y Basquine necesita al submarino! Si le privan de él...
Hardy se detuvo y observó el rostro de Cassidy, esperando una respuesta.
—Tiene que sacarme de aquí. Todavía podemos detenerle, pero no podré mover un dedo mientras siga encadenado...
La voz que se escuchó por el altavoz le interrumpió.
—Habla el comandante...
Ambos quedaron tiesos, esperando. El zumbido de los acondicionadores de aire adquirió un tono siniestro.
El comandante estaba en pie junto a la cabecera de los guías de torpedos. Tenía una mano apoyada sobre uno de los monstruos verdes y amarillos y en la otra empuñaba el teléfono de combate. Le rodeaba un grupo de tripulantes, que mostraba el cansancio en sus rostros.
—Bueno, otra vez se lanzaron hoy contra nosotros. Detectores aéreos magnéticos. Me dicen que, una vez más, han informado por radio de nuestro hundimiento... —el comandante sonrió, y los hombres que estaban a su alrededor sonrieron también—. Por tanto, pienso que deberíamos sacar ventaja de eso, ¿no creen?
No hubo respuesta alguna, pero pudo sentir que los ánimos se levantaban.
—Nuestra pesca ha sido bastante escasa en estos últimos días. Y me he propuesto solucionar ese problema. Caballeros, no vamos a esperar más que vengan. Les vamos a dar el golpe exactamente en su casa, en su propia pista de baile. Esta noche abandonaremos nuestra posición y pondremos rumbo a la bahía de Tokio.
Hizo una pausa mientras subrayaba sus afirmaciones con movimientos de cabeza, recorriendo el compartimiento con la mirada. Surgió la primera aclamación, luego otra.
—Y allí les descargaremos un infierno sobre cualquier cosa que enarbole el Sol Naciente.
Hardy quedó pasmado.
—¡Oh, no! ¡Maldito sea! —murmuró.
Cassidy estaba sonriendo. Gesticuló con la mano abierta bajo el rostro de Hardy.
—¡Eh, nos salvamos! No piensa ir a Latitud Treinta. ¡Ya no hay más problema!
—¡Vaya si lo hay! ¿No comprende lo que sucederá?
—Nada, estamos libres. Porque va a quebrar el patrón establecido.
—Claro. Pero saldremos de 1944 y caeremos directamente en 1974.
—Sigo sin...
Hardy refunfuñó impaciente.
—Este submarino nunca estuvo en la bahía de Tokio. Ese proyecto quedó frustrado. Esta noche, a las 21:30, terminará la repetición de aquella última misión. ¡No queda nada por repetir! ¡Ahora será todo nuevo! —hizo una pausa, y luego agregó suavemente—: ¿Se imagina al Candlefish de cacería en la bahía de Tokio... en 1974?
Cassidy se puso blanco.
—¿Un submarino totalmente armado cometiendo desmanes en un puerto repleto de barcos, indefenso y desprevenido? ¡Sería un desastre!
—Está bien... —Cassidy se acercó a la puerta para ver si volvía el guardia; luego continuó—: ¿Cómo es que él puede romper el patrón y nosotros no?
—Nosotros estábamos interfiriendo a ellos.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Cassidy por último.
—Ahora tendremos que cambiar de táctica. Debemos forzar al submarino para que llegue a Latitud Treinta.
—¿Que llegue? —Cassidy le miró angustiado—. ¿Y que se hunda?
—Eso... o arriesgarnos a que mate una enormidad de gente inocente.
—También hay un montón de gente inocente a bordo de este submarino.
—¡Eso no lo puedo evitar! —protestó Hardy entre dientes.
—¿Cómo vamos a hacerlo? ¿Pedirle al comandante por favor que se olvide de la bahía de Tokio y se mantenga en el rumbo? Por favor, señor, no sea malo.
—Sáqueme de aquí.
—Algún problema, jefe?
Cassidy se dio la vuelta bruscamente. Entró el guardia, balanceando un llavero.
—No. Sólo estaba siguiéndole un poco la corriente —miró de reojo a Hardy, con expresión severa—. Será mejor que tenga a mano esas llaves. Por la forma en que ha estado desvariando es capaz de orinarse encima. En mi opinión —miró directamente a Hardy, y éste pensó que Cassidy hablaba con convencimiento—, es un caso certificado para la sección ocho. Un maniático.
El guardia soltó las cadenas que sujetaban a Hardy, pero le dejó puestas las esposas.
Hardy observó fijamente a Cassidy mientras le sacaban del dormitorio, sintiendo que se le formaba un nudo en el estómago. ¿Habría estado burlándose de él? ¿Tirándole de la lengua para poder informar al comandante?
Salieron a la superficie a las 20:00, en una fría y clara noche del Pacífico. Una luna brillante bañaba la superestructura y las cubiertas superiores, dando al submarino una apariencia trémula y fantasmal. La guardia del puente subió con calma y en silencio, arrullada por el gemido de los motores diesel.
El comandante se instaló junto al montante del indicador de marcación al blanco, escuchando el ritmo de las máquinas, llenándose de él, absorbiendo la potencia de su submarino.
El rugido del aire a presión al soplar los tanques principales de lastre sacó a Hardy de una prolongada ensoñación. Su mente aturdida comenzó a salir del letargo. Haciendo un esfuerzo para librarla de las telarañas intentó concentrarse. Seguía tratando de encontrar la forma de detener al comandante. No había pensado en la hora. Al acordarse de repente, sintió como un golpe bajo en el estómago.
20:00 horas.
Sesenta minutos después, Hardy iba perdiendo las esperanzas. Sólo faltaban treinta minutos. ¿Y dónde estaba Cassidy? Pronto sería demasiado tarde.
Sin la ayuda de Cassidy ni siquiera podía llegar hasta la puerta. Pero si de algún modo lograba alcanzar la sala de control, abriría el armario de armas, tomaría una «45» y algunas granadas, y volaría el interior de la torreta...
El plan comenzó a tomar forma. Pero dependía del tiempo. Y se iba acortando con cada segundo que pasaba. ¡Cassidy, por amor de Dios! Tal vez no me creyó. Está escondido en su maldito cuarto de máquinas, jugando con las pipas de Walinsky y tratando de ignorar todo. ¡Está viejo! Quiere morir.
¡Cassidy, por favor!
El ruido de un golpe seco le hizo incorporarse de un salto. Parecía haber sido junto a la puerta. En seguida otro ruido como el de una bolsa de patatas que caía al suelo. Después la puerta que se cerraba... Pasos...
Una mano corrió bruscamente la cortina. Allí estaba Hopalong Cassidy, con las tenazas apretadas en una mano y el llavero colgado en la otra. Detrás de él, estirado inconsciente en el suelo, estaba el cuerpo del guardia. Los ojos de Hardy lanzaron una mirada de agradecimiento al rostro serio y decidido de Cassidy.
—De acuerdo, profesor. ¿Y ahora, qué?