Capítulo XXII

—¿Qué novedades hay?

—Pues que acabo de matar a Fissile.

—¿A Fissile? ¿Quién es ese Fissile?

—Obviamente el secretario de Minoff.

—Me gustaría que me lo contase pero, perdone mi bostezo, tengo sueño.

—Lo dejaremos para mañana, si usted quiere. Sólo necesito un poco de hospitalidad.

—Otro más, rezongó Adrien.

—¿Cómo que otro más? ¿Tiene ya otro huésped? —preguntó sorprendido Hazard.

—Me temo que sí. Mire.

Levantó el tapete, pero el hombrecillo de vidrio ya no estaba allí.

Adrien se rascó la punta de la nariz.

—¡Caramba!

Hazard se puso muy pálido.

—¡Caramba!

Se miraron de tal manera que parecía que el recién llegado estaba al tanto de la presencia del cristal viviente en aquella casa.

—Entonces, ¿ha desaparecido?

—¿Era de vidrio de verdad?

—Sí.

—¡Pues mire esto!

Y Hazard le mostró a Adrien el pañuelo de cristal con que el hombrecito se había sonado y que había dejado olvidado.

Al punto les pareció oír un leve grito, seguido de un ruido de caída y de cristales rotos. Hazard y Adrien acudieron corriendo a ver lo ocurrido. El hombrecillo yacía en el suelo partido en cuarenta pedazos. Aun así, todavía hablaba:

—¡Voy a morir! ¡A morir! ¡Háganme un entierro de verdad, por favor! ¡Debo ser enterrado en un ataúd de carne! ¡De carne aún palpitante! Y enterrado en la plaza de la Concorde. Les nombro mis albaceas testamentarios. ¡Si no cumplen mi voluntad, las peores desgracias se abatirán sobre sus cabezas, tendrán la sífilis, la lepra, se convertirán al catolicismo, vivirán siempre desengaños amorosos! ¡Todos los reversos de la fortuna los acompañarán! ¡Y jamás sabrán cuál es el misterio que les devana los sesos!

Y dicho esto, murió.

Hazard y Adrien permanecían a su lado, muy pálidos.

—Ya sabemos lo que hemos de hacer —dijo Hazard.

—¿Quién podía ser? —murmuró Adrien.

—Nunca se sabrá.

—¿Y Jacqueline?

Pero Hazard no pareció haberlo oído, ocupado como estaba en recoger en un sobre los trocitos de cristal.

Entonces Adrien se acostó, cansado de un día tan largo.